El lugar estaba casi desierto a aquella hora. En la mesa del fondo estaban dos viejos vestidos con ropa raída, uno muy gordo y el otro muy delgado, estudiando atentamente los formularios de las carreras. Sobre la mesa, entre ambos, había dos tazas de café vacías. En la parte de delante, frente al expositor de revistas, estaba un joven estudiante con una revista abierta entre las manos, mirando fijamente la fotografía de una mujer desnuda. Quinn se sentó ante el mostrador y pidió una hamburguesa y un café. Mientras se ponía en marcha, el cocinero le habló por encima del hombro.
—¿Ha visto usted el partido esta noche?
—Me lo he perdido. ¿Ha ocurrido algo bueno?
—¿Usted qué cree?
Quinn llevaba varios años manteniendo la misma conversación con aquel hombre, cuyo nombre no conocía. Una vez, estando él en la cafetería, habían hablado de béisbol y ahora cada vez que Quinn entraba continuaban la conversación. En invierno trataba de traspasos, predicciones y recuerdos. Durante la temporada, siempre hablaban del último partido. Ambos eran seguidores de los Mets y la desesperanza de esa pasión había creado un vínculo entre ellos. El cocinero meneó la cabeza.
—En las dos primeras entradas Kingman es el único que consigue golpear —dijo—. Bum, bum. Dos buenos pelotazos, que van camino de la luna. Jones está lanzando bien por una vez y las cosas no van demasiado mal. Están dos a uno al final de la novena. Pittsburgh pone dos hombres en la segunda y la tercera, uno eliminado, así que los Mets van al banquillo a buscar a Allen. Él pasa a la primera base al siguiente bateador para llenarlas. Los Mets acercan a sus jugadores de perímetro para reforzar las bases, o quizá puedan conseguir el doble juego si mandan el tiro por el medio. Peña viene y golpea corto contra el suelo hacia la primera y la jodida bola pasa por entre las piernas de Kingman. Dos hombres marcan, y se acabó, adiós a Nueva York.
—Dave Kingman es un mierda —dijo Quinn, mordiendo su hamburguesa.
—Pero no hay que perder de vista a Foster —dijo el cocinero.
—Foster está acabado. Un individuo con cara de amargado.
—Quinn masticó su comida con cuidado, buscando con la lengua trocitos de hueso—. Deberían devolverlo a Cincinnati por correo urgente.
—Sí —dijo el cocinero—. Pero serán duros de pelar. Mejor que el año pasado, por lo menos.
—No sé —dijo Quinn, tomando otro bocado—. Sobre el papel parecen buenos, pero ¿qué tienen realmente? Stearns está siempre lesionado. Tienen a jugadores de la liga menor en la segunda base y en campo corto y Brooks no puede concentrarse en el juego. Mookie es bueno, pero está verde y ni siquiera pueden decidir a quién poner de exterior derecha. Aún tienen a Rusty, claro, pero ya está demasiado gordo para correr. En cuanto a lanzadores, olvídelo. Usted y yo podríamos ir a ver a Shea mañana y nos contrataría como las dos máximas figuras.
—Puede que yo le contratara a usted como entrenador —dijo el cocinero—. Usted podría darles la patada a esos gilipollas.
—Puede apostar su último dólar a que sí —dijo Quinn.
Cuando terminó de comer, Quinn se acercó a los estantes de papelería. Acababa de llegar una remesa de cuadernos nuevos y la pila era impresionante, un hermoso despliegue de azules, verdes, rojos y amarillos. Cogió uno y vio que las páginas tenían el rayado estrecho que él prefería. Quinn escribía siempre con pluma, sólo utilizaba la máquina de escribir para la versión definitiva, y siempre estaba buscando buenos cuadernos de espiral. Ahora que se había embarcado en el caso Stillman, le parecía que se imponía un nuevo cuaderno. Sería útil tener un sitio distinto donde anotar sus pensamientos, observaciones y preguntas. De esa manera, quizá las cosas no se le irían de las manos.
Examinó la pila tratando de decidir cuál coger. Por razones que nunca estuvieron claras para él, de repente sintió un irresistible deseo por un determinado cuaderno rojo que estaba al fondo de la pila. Lo sacó y lo examinó, pasando cuidadosamente las hojas con el pulgar. Era incapaz de explicarse por qué lo encontraba tan atractivo. Era un cuaderno normal de veinte por veintiocho con cien hojas. Pero algo en él parecía llamarle, como si su único destino en el mundo fuera contener las palabras que salieran de su pluma. Casi azorado por la intensidad de sus sentimientos, Quinn se metió el cuaderno rojo bajo el brazo, se acercó a la caja y lo compró.
De vuelta en su apartamento un cuarto de hora más tarde, Quinn sacó la fotografía de Stillman y el cheque del bolsillo de su chaqueta y los puso cuidadosamente sobre la mesa. Retiró los desechos de la superficie —cerillas quemadas, colillas, remolinos de ceniza, cartuchos de tinta gastados, unas cuantas monedas, billetes rotos, garabatos, un pañuelo sucio— y puso el cuaderno rojo en el centro. Luego corrió las cortinas, se quitó toda la ropa y se sentó a la mesa. Nunca había hecho aquello, pero por alguna razón le parecía apropiado estar desnudo en aquel momento. Se quedó allí sentado durante veinte o treinta segundos, tratando de no moverse, tratando de no hacer nada más que respirar. Luego abrió el cuaderno rojo. Cogió la pluma y escribió sus iniciales, DQ (Daniel Quinn), en la primera página. Era la primera vez desde hacía más de cinco años que escribía su propio nombre en uno de sus cuadernos. Se detuvo a considerar esto durante un momento pero luego lo desechó por irrelevante. Volvió la página. Durante unos momentos estudió su blancura, preguntándose si no era un idiota. Luego posó la pluma en la primera línea e hizo la primera anotación en el cuaderno rojo.
La cara de Stillman. O la cara de Stillman hace veinte años. Imposible saber si la cara de mañana recordará a ésta. Es seguro, sin embargo, que ésta no es la cara de un loco. ¿No es ésta una afirmación legítima? A mis ojos, por lo menos, parece bondadosa, cuando no francamente agradable. Hay incluso una insinuación de ternura en torno a la boca. Más que probable que los ojos sean azules, con tendencia a lagrimear. El pelo escaso ya entonces, por lo tanto quizá desaparecido ya, y lo que quede será gris o incluso blanco. Resulta extrañamente familiar: el tipo meditativo, sin duda muy nervioso, alguien que quizá tartamudee, que luche consigo mismo para contener el torrente de palabras que salen de su boca.
El pequeño Peter. ¿Es necesario que lo imagine o puedo aceptarlo por un acto de fe? La oscuridad. Pensar en mi mismo en esa habitación, chillando. Me resisto. Creo que ni siquiera deseo entenderlo. ¿Con qué fin? Esto no es una historia, al fin y al cabo. Es un hecho, algo que ha ocurrido en este mundo, y se supone que yo tengo que hacer un trabajo, una cosita de nada, y he dicho que sí. Si todo va bien, debería ser bastante sencillo. No me han contratado para comprender, simplemente para actuar. Esto es algo nuevo. Debo tenerlo en cuenta a toda costa.
Y, sin embargo, ¿qué es lo que dice Dupin en Poe? «Una identificación del intelecto del razonador con el de su oponente.» Pero aquí se aplicaría a Stillman padre. Lo cual probablemente es aún peor.
En cuanto a Virginia, estoy en un mar de dudas. No sólo por el beso, que podría explicarse por diversas razones; no por lo que Peter dijo de ella, que no tiene importancia. ¿Su matrimonio? Quizá. La completa incongruencia del mismo. ¿Podría ser que estuviera metida en esto por dinero? ¿Que de alguna manera estuviera trabajando en colaboración con Stillman? Eso lo cambiaría todo. Pero, al mismo tiempo, no tiene sentido. ¿Por qué me habría contratado? ¿Para tener un testigo de sus aparentemente buenas intenciones? Quizá. Pero eso parece demasiado complicado. Y, sin embargo, ¿por qué siento que ella no es de fiar?
Otra vez la cara de Stillman. He pensado durante estos últimos minutos que la he visto antes. Quizá hace años en el barrio, antes de que le detuvieran.
Recordar la sensación que produce llevar la ropa de otra persona. Empezar por ahí, creo. Suponiendo que tenga que hacerlo. En los viejos tiempos, hace dieciocho o veinte años, cuando yo no tenía dinero y los amigos me daban cosas. Por ejemplo, el viejo abrigo de J en la universidad. Y la extraña sensación que tenía de meterme en su piel. Ese es probablemente un buen comienzo.
Y luego, lo más importante de todo: recordar quién soy. Recordar quién se supone que soy. No creo que esto sea un juego. Por otra parte, nada está claro. Por ejemplo: ¿Quién eres tú? Y si crees que lo sabes, ¿por qué insistes en mentir al respecto? No tengo ninguna respuesta. Lo único que puedo decir es esto: Escúchame. Mi nombre es Paul Auster. Ese no es mi verdadero nombre.
Quinn pasó la mañana siguiente en la biblioteca de Columbia con el libro de Stillman. Llegó temprano, fue el primero en entrar cuando las puertas se abrieron, y el silencio de los vestíbulos de mármol le reconfortó, como si le hubieran permitido entrar en una cripta de olvido. Después de enseñarle fugazmente su tarjeta de antiguo alumno al soñoliento empleado que estaba detrás de la mesa, sacó el libro de las estanterías, regresó al tercer piso y se instaló en un sillón de cuero verde en una de las salas para fumadores. La luminosa mañana de mayo acechaba fuera como una tentación, una llamada a deambular sin rumbo al aire libre, pero Quinn la venció. Le dio la vuelta al sillón, se sentó de espaldas a la ventana y abrió el libro.
El jardín y la torre
:
primeras visiones del Nuevo Mundo
. Estaba dividido en dos partes aproximadamente de la misma extensión: «El mito del paraíso» y «El mito de Babel». La primera se concentraba en los descubrimientos de los exploradores, comenzando por Colón y siguiendo hasta Raleigh. El argumento de Stillman era que los primeros hombres que visitaron América creyeron que habían encontrado accidentalmente el paraíso, un segundo Jardín del Edén. En el relato de su tercer viaje, por ejemplo, Colón escribe: «Porque creo que se encuentra aquí el Paraíso terrenal, al cual nadie puede entrar excepto con el permiso de Dios.» En cuanto a las gentes de aquella tierra, Peter Martyr escribiría ya en 1505: «Parecen vivir en ese mundo dorado del cual hablaban tanto los escritores antiguos, en el que los hombres vivían con sencillez e inocencia, sin imposición de leyes, sin disputas, jueces ni calumnias, contentos tan sólo con satisfacer a la naturaleza.» O como escribía el siempre presente Montaigne más de medio siglo después: «En mi opinión, lo que realmente vemos en estos pueblos no sólo sobrepasa todas las imágenes que los poetas dibujaron de la Edad de Oro, y todas las invenciones que representaban el entonces feliz estado de la humanidad, sino también el concepto y el deseo de la filosofía misma.» Desde el principio, según Stillman, el descubrimiento del Nuevo Mundo fue el impulso que insufló vida al pensamiento utópico, la chispa que dio esperanzas a la perfectibilidad de la vida humana, desde el libro de Tomás Moro de 1516 hasta la profecía de Gerónimo de Mendieta, unos años más tarde, de que América se convertiría en un estado teocrático ideal, una verdadera Ciudad de Dios.
Existía, sin embargo, el punto de vista contrario. Si algunos consideraban que los indios vivían en una inocencia anterior al pecado original, había otros que los juzgaban bestias salvajes, diablos con forma de hombres. El descubrimiento de caníbales en el Caribe no contribuyó a atenuar esta opinión. Los españoles la utilizaron como justificación para explotar a los nativos despiadadamente para sus propios fines mercantiles. Porque si uno no considera humano al hombre que tiene delante, se comporta con él con menos escrúpulos. Hasta 1537, con la bula papal de Pablo III, los indios no fueron declarados verdaderos hombres dueños de un alma. El debate, no obstante, continuó durante varios cientos de años, culminando por una parte en el «buen salvaje» de Locke y Rousseau —que puso los cimientos teóricos de la democracia en una América independiente— y, por la otra, en la campaña de exterminio de los indios, en la imperecedera creencia de que el único indio bueno era el indio muerto.
La segunda parte del libro empieza con un nuevo examen de la caída. Apoyándose fuertemente en Milton y su relato de
El paraíso perdido
—como representante de la postura puritana ortodoxa—, Stillman afirmaba que sólo después de la caída comenzó la vida humana tal y como la conocemos. Porque si en el Jardín no existía el mal, tampoco existía el bien. Como lo expresa el propio Milton en la
Areopagitica
, «fue de la piel de una manzana saboreada de donde saltaron al mundo el bien y el mal, como dos gemelos inseparables». La glosa de Stillman de esta frase era extremadamente significativa. Alerta siempre a la posibilidad de juegos de palabras, demostraba que la palabra «saborear» era en realidad una referencia a la palabra latina «sapere», que significaba a la vez «saborear» y «saber» y por lo tanto contenía una referencia subliminal al árbol de la ciencia: el origen de la manzana cuyo sabor trajo al mundo el conocimiento, es decir, el bien y el mal. Stillman se extendía también en la paradoja de la palabra «gemelos», que sugiere a la vez «unión» y «desunión», encarnando así dos significados iguales y opuestos, los cuales a su vez encarnan una visión del lenguaje que Stillman consideraba presente en toda la obra de Milton. En
El paraíso perdido
, por ejemplo, cada palabra clave tiene dos significados: uno antes de la caída y otro después de la caída. Para ilustrar su tesis, Stillman aisló varias de estas palabras —siniestro, serpentino, delicioso— y mostró que su uso anterior a la caída estaba libre de connotaciones morales, mientras que su uso posterior a la caída era oscuro, ambiguo, informado por el conocimiento del mal. La única tarea de Adán en el Edén había sido inventar el lenguaje, ponerle nombre a cada criatura y cada cosa. En aquel estado de inocencia, su lengua había ido derecha al corazón del mundo. Sus palabras no habían sido simplemente añadidas a las cosas que veía, sino que revelaban su esencia, literalmente les daban vida. Una cosa y su nombre eran intercambiables. Después de la caída, esto ya no era cierto. Los nombres se separaron de las cosas; las palabras degeneraron en una colección de signos arbitrarios; el lenguaje quedó apartado de Dios. La historia del Edén, por lo tanto, no sólo narra la caída del hombre, sino la caída del lenguaje.
Más adelante en el libro del Génesis hay otra historia sobre el lenguaje. Según Stillman, el episodio de la torre de Babel era una recapitulación exacta de lo sucedido en el Edén, sólo que ampliada y generalizada en su significado para toda la humanidad. La historia adquiere especial sentido cuando se considera su posición dentro del libro: capítulo XI del Génesis, versículos 1 al 9. Éste es el último incidente de la prehistoria en la Biblia. Después de eso, el Antiguo Testamento es exclusivamente una crónica de los hebreos. En otras palabras, la torre de Babel representa la última imagen antes del verdadero comienzo del mundo.