La trilogía de Nueva York (27 page)

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Authors: Paul Auster

Tags: #Policíaco, Relato

Poco después de anochecido, se ajusta la corbata por última vez delante del espejo y luego sale de la habitación, cruza la calle y entra en el edificio de Negro. Sabe que Negro está allí, puesto que hay una lamparita encendida en su habitación, y mientras sube las escaleras, trata de imaginar la expresión que aparecerá en la cara de Negro cuando le diga lo que tiene pensado. Llama dos veces a la puerta con los nudillos, muy cortésmente, y luego oye la voz de Negro desde dentro: La puerta está abierta. Entre.

Es difícil decir exactamente qué esperaba encontrar Azul, pero en cualquier caso no era eso, no era lo que ve en cuanto entra en la habitación. Negro está allí, sentado en su cama, y lleva la máscara otra vez, la misma que Azul vio en el hombre de la oficina de correos, y en la mano derecha tiene un arma, un revólver del treinta y ocho, suficiente para hacer volar a un hombre en pedazos a tan corta distancia, y le está apuntando directamente con ella. Azul se para en seco, no dice nada. Esto te pasa por enterrar el hacha, piensa. Esto te pasa por cambiar las tornas.

Siéntese en la silla, Azul, dice Negro, señalando con el revólver la silla de madera del escritorio. Azul no tiene elección, así que se sienta. Ahora está frente a Negro, pero demasiado lejos para abalanzarse sobre él, en una posición demasiado incómoda para hacer algo respecto al revólver.

Le he estado esperando, dice Negro. Me alegro de que al fin haya venido.

Me lo imaginaba, contesta Azul.

¿Está usted sorprendido?

No mucho. Por lo menos no es usted quien me sorprende. Quizá me sorprendo yo, pero sólo por lo estúpido que soy. Verá, yo he venido aquí esta noche en son de amistad. Por supuesto que sí, dice Negro con voz ligeramente burlona. Por supuesto que somos amigos. Hemos sido amigos desde el principio, ¿no es cierto? Grandes amigos.

Si es así como trata a sus amigos, dice Azul, entonces tengo suerte de no ser uno de su enemigos.

Muy gracioso.

Así es, soy verdaderamente gracioso. Siempre puede estar seguro de reírse cuando yo estoy presente.

Y la máscara, ¿no va usted a preguntarme por la máscara?

No veo por qué. Si quiere usted llevar esa cosa en la cara, no es asunto mío.

Pero usted tiene que mirarla, ¿verdad?

¿Por qué hace preguntas cuando ya sabe las respuestas?

Es grotesca, ¿no?

Claro que es grotesca.

Y horripilante.

Sí, muy horripilante.

Estupendo. Me gusta usted, Azul. Siempre supe que era usted el hombre que yo necesitaba. Un hombre de mi completo agrado.

Si dejara usted de mover ese revólver puede que yo empezara a sentir lo mismo por usted.

Lo siento, no puedo hacer eso. Ahora es demasiado tarde.

¿Qué quiere decir?

Ya no le necesito, Azul.

Puede que no le sea tan fácil librarse de mí, ¿sabe? Usted me metió en esto y ahora tendrá que aguantarme.

No, Azul, se equivoca. Todo ha terminado.

Deje de hablar en clave.

Se acabó. Esta historia ha tocado a su fin. No queda nada por hacer.

¿Desde cuándo?

Desde ahora. Desde este momento.

No está usted en su sano juicio.

No, Azul. En todo caso, estoy en mi juicio, demasiado en mi juicio. Me ha agotado y ahora no queda nada. Pero usted ya lo sabe, Azul, usted lo sabe mejor que nadie.

Entonces, ¿por qué no aprieta el gatillo?

Cuando esté listo, lo haré.

¿Y luego se marchará de aquí dejando mi cuerpo en el suelo?

Oh, no, Azul. No me ha entendido. Estaremos los dos juntos, como siempre.

Pero se olvida usted de algo, ¿no?

¿De qué?

Tiene usted que contarme la historia. ¿No es así como debe terminar? Usted me cuenta la historia y luego nos despedimos.

Ya la sabe, Azul. ¿No lo comprende? Usted se sabe la historia de memoria.

Entonces, ¿por qué se molestó en un principio?

No haga preguntas estúpidas.

Y yo ¿para qué estaba allí? ¿Para aliviar una situación difícil con un toque cómico?

No, Azul, le he necesitado desde el principio. De no ser por usted, no habría podido hacerlo.

¿Para qué me necesitaba?

Para recordarme lo que tenía que hacer. Cada vez que levantaba los ojos, usted estaba allí, vigilándome, siguiéndome, siempre a la vista, traspasándome con la mirada. Usted era todo mi mundo, Azul, y le he convertido en mi muerte. Usted es lo único que no cambia, lo único que le da la vuelta a todo.

Y ahora no queda nada. Usted ha escrito su nota de suicidio y ése es el final de la historia.

Exactamente.

Es usted un idiota. Un condenado y miserable idiota.

Lo sé. Pero no más que cualquier otro. ¿Va a usted a quedarse ahí y a decirme que es usted más listo que yo? Por lo menos yo sé lo que he estado haciendo. Tenía que hacer una tarea y la he hecho. Pero usted no está en ninguna parte, Azul, usted ha estado perdido desde el primer día.

¿Por qué no aprieta el gatillo, entonces, hijo de puta?, dice Azul, levantándose de repente y aporreándose el pecho iracundo, desafiando a Negro a matarle. ¿Por qué no me dispara y acaba de una vez?

Entonces Azul da un paso hacia Negro, y cuando la bala no llega, da otro, y luego otro, gritándole al hombre enmascarado que dispare, sin importarle ya vivir o morir. Un momento más tarde, está junto a él. Sin vacilar le quita el revólver de la mano con un golpe repentino, le agarra por el cuello de la chaqueta y le pone de pie de un tirón. Negro intenta resistirse, intenta luchar con Azul, pero Azul es demasiado fuerte para él, enloquecido por la pasión de su ira, convertido en otra persona, y mientras los primeros golpes empiezan a caer en la cara, la entrepierna y el estómago de Negro, el hombre no puede hacer nada, y poco después está inconsciente en el suelo. Pero eso no impide que Azul continúe el ataque, pateando al inconsciente Negro, levantándole por los hombros y golpeando su cabeza contra el suelo, dejando caer una lluvia de puñetazos sobre su cuerpo. Finalmente, cuando la furia de Azul empieza a calmarse y ve lo que ha hecho, no sabe con certeza si Negro está vivo o muerto. Le quita la máscara de la cara y pone la oreja contra su boca, esperando oír el sonido de su respiración. Le parece oír algo, pero no está seguro de si es el aliento de Negro o el suyo. Si está vivo ahora, piensa Azul, no será por mucho tiempo. Y si está muerto, amén.

Azul se levanta, su traje desmadejado, y empieza a recoger las páginas del manuscrito de Negro de la mesa. Eso le lleva varios minutos. Cuando las tiene todas, apaga la lámpara del rincón y sale de la habitación, sin molestarse siquiera en echar una última ojeada a Negro. Es más de medianoche cuando Azul entra en su cuarto al otro lado de la calle. Deja el manuscrito sobre la mesa, entra en el cuarto de baño y se lava la sangre de las manos. Luego se cambia de ropa, se sirve un vaso de whisky escocés y se sienta a la mesa con el libro de Negro. Tiene poco tiempo. Vendrán pronto y entonces el castigo será duro. Sin embargo, no deja que eso interfiera con lo que tiene entre manos.

Lee la historia de un tirón, cada palabra desde la primera página hasta la última. Cuando termina, ha amanecido ya y la habitación ha empezado a clarear. Oye el canto de un pájaro, oye pasos en la calle, oye un coche que cruza el puente de Brooklyn. Negro tenía razón, se dice. Yo lo sabía todo de memoria.

Pero la historia no ha terminado aún. Todavía falta el momento final, y ése no llegará hasta que Azul salga de la habitación. Así es el mundo: ni un momento más, ni un momento menos. Cuando Azul se levante de la silla, se ponga el sombrero y salga por la puerta, ése será el final.

El lugar al que vaya después no tiene importancia. Porque debemos recordar que todo esto sucedió hace más de treinta años, en los tiempos de nuestra primera infancia. Cualquier cosa es posible, por lo tanto. Yo personalmente prefiero pensar que se fue lejos, que cogió un tren aquella mañana y se marchó al oeste para empezar una nueva vida. Incluso es posible que América no fuese el final de la historia. En mis sueños secretos, me gusta pensar que Azul cogió un pasaje en algún barco y navegó hacia China. Que sea China, entonces, y dejémoslo así. Porque ahora es el momento en que Azul se levanta de su silla, se pone el sombrero y sale por la puerta. Y a partir de ese momento no sabemos nada.

La habitación cerrada
1

Ahora me parece que Fanshawe siempre estuvo allí. Él es el lugar donde todo empieza para mí, y sin él apenas sabría quién soy. Nos conocimos antes de que supiéramos hablar, bebés con pañales gateando por la hierba, y antes de cumplir los siete años ya nos habíamos pinchado los dedos con un alfiler y nos habíamos hecho hermanos de sangre para toda la vida. Siempre que pienso en mi infancia ahora, veo a Fanshawe. Él era quien estaba conmigo, quien compartía mis pensamientos, a quien veía cada vez que apartaba la vista de mi mismo.

Pero eso fue hace mucho tiempo. Crecimos, nos fuimos a distintos sitios, nos distanciamos. Nada de eso es muy extraño, creo yo. La vida nos arrastra de muchas maneras que no podemos controlar y casi nada permanece con nosotros. Muere cuando nosotros morimos, y la muerte es algo que nos sucede todos los días.

Este noviembre hará siete años, recibí una carta de una mujer que se llamaba Sophie Fanshawe. «Usted no me conoce», empezaba la carta, «y me disculpo por escribirle tan inesperadamente. Pero han ocurrido cosas y, dadas las circunstancias, no tengo mucha elección.» Resultó que era la mujer de Fanshawe. Sabía que yo había crecido con su marido y también sabia que vivía en Nueva York porque había leído muchos de los artículos que yo publicaba en revistas.

La explicación venía en el segundo párrafo, muy bruscamente, sin ningún preámbulo. Fanshawe había desaparecido, escribía ella, y habían pasado más de seis meses desde la última vez que le vio. Ni una palabra en todo ese tiempo, ni la más ligera pista de dónde podría estar. La policía no había encontrado rastro de él, y el detective privado al que contrato para buscarle se había presentado con las manos vacías. Nada era seguro, pero los hechos parecían hablar por si solos: probablemente Fanshawe había muerto; era inútil pensar que volvería. A la luz de todo esto, había algo importante que necesitaba hablar conmigo, y quería saber si yo aceptaría verla.

Esa carta me causó una serie de pequeños sobresaltos. Había demasiada información para absorberla toda a la vez; demasiadas fuerzas tiraban de mí en diferentes direcciones. Fanshawe había reaparecido súbitamente en mi vida. Pero no bien se mencionó su nombre, se desvaneció de nuevo. Estaba casado, había estado viviendo en Nueva York, y yo ya no sabía nada de él. Egoístamente, me sentí dolido porque no se hubiera molestado en ponerse en contacto conmigo. Una llamada telefónica, una postal, una copa para rememorar los viejos tiempos, no habría sido difícil. Pero la culpa era igualmente mía. Yo sabía dónde vivía la madre de Fanshawe, y si hubiera querido encontrarle, habría podido fácilmente preguntarle a ella. La verdad era que había dado por perdido a Fanshawe. Su vida se había detenido en el momento en que seguimos caminos separados, y para mi ahora pertenecía al pasado, no al presente. Era un fantasma que llevaba dentro de mí, una figura prehistórica, algo que ya no era real. Traté de recordar la última vez que le había visto, pero nada estaba claro. Mi mente vagó unos minutos y luego se detuvo, fijándose en el día en que murió su padre. Entonces estábamos en el instituto y por lo tanto no podíamos tener más de diecisiete años.

Llamé a Sophie Fanshawe y le dije que estaría encantado de verla cuando le conviniera. Quedamos para el día siguiente y ella parecía agradecida, a pesar de que le expliqué que no sabia nada de Fanshawe y no tenía ni idea de dónde estaba.

Ella vivía en una casa de alquiler de ladrillo rojo en Chelsea, un viejo edificio sin ascensor con una escalera sórdida y paredes con la pintura desconchada. Subí los cinco pisos, acompañado por los sonidos de las radios, las peleas y la cisterna de los retretes que llegaban de los apartamentos, me detuve para recuperar el aliento y luego llamé con los nudillos. Un ojo me miró por la mirilla de la puerta, se oyó un ruido de cerrojos y apareció Sophie Fanshawe delante de mí, sosteniendo un bebé con el brazo izquierdo. Mientras me sonreía y me invitaba a entrar, el bebé tiraba de su largo pelo castaño. Ella apartó la cabeza suavemente del ataque, cogió a su hijo con las dos manos y le dio la vuelta para ponerlo de cara a mí. Dijo que era Ben, el hijo de Fanshawe, y que había nacido hacía sólo tres meses y medio. Fingí admirar a la criatura, que movía los brazos y babeaba una saliva blanquecina, pero me interesaba más la madre. Fanshawe había tenido suerte. La mujer era muy guapa, con ojos oscuros e inteligentes, casi fieros por su fijeza. Delgada, de estatura media, y cierta lentitud en sus movimientos, algo que la hacía parecer a la vez sensual y alerta, como si mirase al mundo desde el corazón de una profunda vigilancia interna. Ningún hombre habría dejado a aquella mujer por su propia voluntad, y menos cuando estaba a punto de tener a su hijo. De eso estaba yo seguro. Incluso antes de entrar en el apartamento, supe que Fanshawe tenía que estar muerto.

Era un piso pequeño de cuatro estancias sin pasillo, escasamente amueblado, con una habitación dedicada a libros y una mesa, otra que servía de cuarto de estar y las dos últimas de dormitorio. Estaba bien ordenado, humilde en sus detalles, pero en conjunto nada incómodo. Si no otra cosa, demostraba que Fanshawe no había dedicado su tiempo a hacer dinero. Pero yo no era quién para mirar por encima del hombro a la pobreza. Mi propio piso era aún más pequeño y oscuro que aquél, y yo sabia lo que era la lucha para pagar el alquiler todos los meses.

Sophie Fanshawe me ofreció una silla, me hizo una taza de café y luego se sentó en el raído sofá azul. Con el bebé en el regazo, me contó la historia de la desaparición de Fanshawe.

Se habían conocido en Nueva York hacía tres años. Al cabo de un mes se fueron a vivir juntos y menos de un año después se casaron. Fanshawe no era un hombre fácil para convivir con él, dijo, pero ella le quería y nunca había habido nada en su comportamiento que sugiriera que él no la quisiera. Habían sido felices juntos; habían esperado con ilusión el nacimiento del bebé. No había tensión entre ellos. Un día de abril le dijo que se iba a pasar la tarde a Nueva Jersey para ver a su madre, y no volvió. Cuando Sophie llamó a su suegra esa noche, se enteró de que Fanshawe no había hecho la visita. Nunca había ocurrido nada semejante, pero Sophie decidió esperar. No quería ser una de esas esposas a las cuales les entra el pánico cada vez que su marido no se presenta a la hora acostumbrada, y además sabía que Fanshawe necesitaba más libertad que la mayoría de los hombres. Incluso decidió no preguntarle nada cuando regresara. Pero pasó una semana, y luego otra, y al fin fue a la policía. Como había esperado, no se mostraron excesivamente preocupados por su problema. A menos que hubiera pruebas de que se había cometido un delito, era poco lo que podían hacer. Los maridos, después de todo, abandonan a sus esposas todos los días, y la mayoría de ellos no desean que les encuentren. La policía hizo unas cuantas pesquisas rutinarias, no encontró nada, y luego le sugirieron que contratara a un detective privado. Con ayuda de sus suegra, que se ofreció a pagar los gastos, contrató los servicios de un tal Quinn. Quinn trabajó tenazmente en el caso durante cinco o seis semanas, pero acabó renunciando, ya que no quería sacarle más dinero. Le dijo a Sophie que lo más probable era que Fanshawe estuviera aún en el país, pero no podía saber si estaba vivo o muerto. Quinn no era ningún charlatán. Sophie le encontró comprensivo, un hombre verdaderamente deseoso de ayudar, y cuando fue a verla aquel último día ella se dio cuenta de que era imposible discutir su opinión. No se podía hacer nada. Si Fanshawe hubiera decidido dejarla, no se habría marchado sin una palabra. No era su estilo eludir la verdad, evitar un enfrentamiento desagradable. Su desaparición, por lo tanto, sólo podía significar una cosa: que le había ocurrido algo terrible.

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