La trilogía de Nueva York (37 page)

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Authors: Paul Auster

Tags: #Policíaco, Relato

Para Sophie el problema era el libro. Si dejaba de trabajar en él, las cosas volverían a la normalidad. Me había precipitado, decía. El proyecto era un error, y yo no debería resistirme a admitirlo. Tenía razón, por supuesto, pero yo me empeñaba en argumentar la posición contraria: me había comprometido a hacer el libro, había firmado un contrato, y sería una cobardía echarme atrás. Lo que no le decía era que ya no tenía ninguna intención de escribirlo. Ahora el libro existía para mí únicamente en la medida en que podría llevarme a Fanshawe, y más allá no había libro. Se había convertido en una cuestión personal para mí, algo que ya no tenía nada que ver con escribir. Toda la documentación para la biografía, todos los hechos que descubría mientras investigaba su pasado, todo el trabajo que parecía pertenecer al libro, todo eso lo utilizaría para descubrir dónde estaba. Pobre Sophie. Nunca tuvo la menor sospecha de lo que me proponía; porque lo que afirmaba estar haciendo no era nada diferente de lo que hacia en realidad. Estaba reconstruyendo la historia de la vida de un hombre. Estaba reuniendo información, recogiendo nombres, lugares, fechas, estableciendo una cronología de sucesos. Por qué persistía en ello es algo que todavía me deja perplejo. Todo se había reducido a un solo impulso: encontrar a Fanshawe, hablar con Fanshawe, enfrentarme a Fanshawe una última vez. Pero nunca podía pasar de ahí, nunca podía concretar una imagen de lo que esperaba conseguir con tal encuentro. Fanshawe me había escrito que me mataría, pero esa amenaza no me asustaba. Sabia que tenía que encontrarle, que nada estaría zanjado hasta que le encontrase. Esto era el dogma, el primer principio, el misterio de fe: lo reconocía pero no me molestaba en cuestionarlo.

Al final, creo que no pensaba matarle realmente. La visión asesina que había tenido cuando estaba con la señora Fanshawe no duró, por lo menos no a un nivel consciente. Había veces en que pasaban fugazmente por mi mente pequeñas escenas —estrangular a Fanshawe, apuñalarle, pegarle un tiro en el corazón—, pero otras personas habían tenido muertes semejantes en mi imaginación a lo largo de los años, y no hacía mucho caso de esas imágenes. Lo extraño no era que yo pudiera querer matar a Fanshawe, sino que a veces imaginaba que él quería que yo le matase. Esto me sucedió solamente una o dos veces —en momentos de extrema lucidez— y me convencí de que ése era el verdadero mensaje de la carta que me había escrito. Fanshawe me estaba esperando. Me había elegido como su ejecutor y sabía que podía confiar en que yo llevaría a cabo la tarea. Pero precisamente por eso no iba a hacerlo. Había que quebrar el poder de Fanshawe, no someterse a él. La cuestión era demostrarle que ya no me importaba, eso era lo esencial: tratarle como a un muerto, aunque estuviese vivo. Pero antes de demostrarle esto a Fanshawe, tenía que demostrármelo a mí mismo, y el hecho de que necesitara demostrármelo era prueba de que todavía me importaba demasiado. No me bastaba con dejar que las cosas siguieran su curso. Tenía que agitarlas, llevarlas a su culminación. Porque aún dudaba de mí mismo, necesitaba correr riesgos, ponerme a prueba ante el mayor peligro posible. Matar a Fanshawe no significaría nada. La cuestión era encontrarle vivo, y luego alejarse de él vivo.

Las cartas a Ellen me fueron útiles. Al contrario que los cuadernos, que tendían a ser especulativos y carentes de detalles, las cartas eran sumamente especificas. Intuí que Fanshawe hacía un esfuerzo por entretener a su hermana, por alegrarla con historias divertidas, y consecuentemente las referencias eran más personales que en otros escritos. Por ejemplo, mencionaba nombres a menudo, de amigos de la universidad, de compañeros en el barco, de gente que había conocido en Francia. Y aunque no había remite en los sobres, hablaba de muchos sitios: Baytown, Corpus Christi, Charleston, Baton Rouge, Tampa, diferentes barrios de París, un pueblo en el sur de Francia. Estas cosas bastaban para ponerme en marcha y pasaba semanas en mi cuarto haciendo listas, relacionando a personas con lugares, lugares con fechas, fechas con personas, dibujando mapas y calendarios, buscando direcciones, escribiendo cartas. Rastreaba pistas, y cualquier cosa que contuviera la más leve promesa trataba de seguirla hasta el final. Mi suposición era que en algún momento Fanshawe habría cometido una equivocación, que alguien sabría dónde estaba, que alguien del pasado le habría visto. Esto no era en absoluto seguro, pero me parecía la única manera plausible de empezar.

Las cartas de la universidad son bastante pesadas y sinceras —comentarios sobre los libros leídos, sobre las conversaciones con amigos, descripciones de la vida en el colegio mayor—, pero éstas pertenecen al periodo anterior a la crisis nerviosa de Ellen y tienen un tono íntimo y confidencial que las cartas posteriores abandonan. En el barco, por ejemplo, Fanshawe raras veces dice nada acerca de sí mismo, excepto como parte de una anécdota que ha decidido contar. Le vemos tratando de adaptarse a su nuevo entorno, jugando a las cartas en la sala de recreo con un engrasador de Louisiana (y ganando), jugando al billar en diversos bares de mala muerte en tierra (y ganando) y luego explicando su éxito como una chiripa: «Estoy tan concentrado en no pegármela que de alguna manera me he superado. Una descarga de adrenalina, creo.» Descripciones de las horas extra de trabajo en la sala de máquinas, «sesenta grados, aunque no puedas creerlo. Las zapatillas deportivas se me llenaban de sudor hasta tal punto que chapoteaba dentro de ellas como si hubiera metido los pies en un charco»; de cuando un dentista borracho le sacó una muela del juicio en Baytown, Texas, «sangre por todas partes, y trocitos de muela en el agujero de la encía durante una semana». Al ser un recién llegado sin ninguna antigüedad, a Fanshawe le pasaban de un trabajo a otro. En cada puerto había miembros de la tripulación que dejaban el barco para volver a casa y otros marineros venían a bordo para reemplazarlos, y si uno de estos recién llegados prefería el puesto de Fanshawe al que estaba vacante, al Chico (como le llamaban) le ponían a hacer otra cosa. Por lo tanto Fanshawe trabajó como marinero ordinario (rascando y pintando la cubierta), en servicios de limpieza (fregando suelos, haciendo camas, limpiando retretes) y en servicio de comedor (sirviendo el rancho y fregando los platos). Este último trabajo era el más duro, pero también el más interesante, ya que la vida en un barco gira principalmente en torno al tema de la comida: los grandes apetitos alimentados por el aburrimiento, los hombres que literalmente viven pendientes de una comida a la siguiente, la sorprendente exquisitez de algunos de ellos (hombres gordos y toscos juzgando los platos con la altanería y el desdén de un duque francés del siglo
XVIII
). Pero un veterano le dio a Fanshawe buenos consejos el día en que comenzó ese trabajo: «No aceptes tonterías de nadie», le dijo el hombre. «Si un tipo se queja de la comida, le mandas que cierre el pico. Si insiste, actúas como si no estuviera allí y le sirves el último. Si eso no da resultado le dices que la próxima vez le pondrás agua helada en la sopa. Aún mejor, le dices que te mearás en ella. Tienes que dejar claro quién es el jefe.»

Vemos a Fanshawe llevándole el desayuno al capitán una mañana después de una noche de violentas tormentas frente al cabo Hatteras: Fanshawe poniendo el pomelo, los huevos revueltos y la tostada en una bandeja, envolviendo la bandeja en papel de aluminio, envolviéndola de nuevo en toallas, confiando en que los platos no salgan volando cuando llegue al puente (ya que el viento se mantiene a una velocidad de cien kilómetros por hora); Fanshawe subiendo la escalerilla, dando los primeros pasos por el puente y luego, repentinamente, cuando el viento le golpea, haciendo una complicada pirueta, porque el aíre feroz empuja la bandeja hacia arriba y le obliga a levantar los brazos por encima de la cabeza, como si estuviera agarrándose a una máquina voladora primitiva, a punto de lanzarse al agua; Fanshawe reuniendo todas sus fuerzas para bajar la bandeja, poniéndola finalmente en una posición plana contra su pecho (los platos milagrosamente no resbalan) y luego, paso a paso, recorriendo toda la longitud del puente, una diminuta figura encogida por los estragos del aire a su alrededor. Fanshawe, después de muchos minutos, consigue llegar al otro extremo, entra en el castillo de proa, encuentra al gordo capitán detrás del timón y dice: «Su desayuno, capitán», y el timonel se vuelve, le dirige una brevísima ojeada de reconocimiento y responde con voz distraída: «Gracias, chico. Ponlo en esa mesa.»

No todo fue tan divertido para Fanshawe, sin embargo. Menciona una pelea (no da detalles) que parece haberle perturbado, lo mismo que varias desagradables escenas que presenció en tierra. Un ejemplo de acoso al negro en un bar de Tampa: un grupo de borrachos atormentando a un viejo negro que había entrado con una gran bandera americana (para venderla) y el primer borracho abre la bandera y dice que no tiene suficientes estrellas —«esta bandera es falsa»— y el viejo lo niega, casi suplicando compasión, mientras los otros borrachos empiezan a rezongar en apoyo del primero; el incidente termina cuando sacan al viejo a empujones y éste aterriza de bruces en la acera, y los borrachos muestran su aprobación, zanjando el asunto con unos cuantos comentarios acerca de poner el mundo a salvo para la democracia. «Me sentí humillado» escribía Fanshawe, «avergonzado de estar allí.»

Sin embargo, las cartas tienen básicamente un tono jocoso («Llámame Redburn», empieza una de ellas)
[9]
, y al final uno intuye que Fanshawe ha conseguido demostrarse algo a sí mismo. El barco no es más que una excusa, una arbitraria ajenidad, una forma de ponerse a prueba frente a lo desconocido. Como en cualquier iniciación, la supervivencia misma es el triunfo. Lo que comienzan siendo posibles inconvenientes —sus estudios en Harvard, su educación de clase media—, él lo convierte finalmente en su ventaja, y al término de su estancia en el buque le reconocen como el intelectual de la tripulación, ya no es únicamente el «Chico», sino a veces también el «Profesor», le piden que arbitre disputas (quién fue el vigésimo tercer presidente, cuál es la población de Florida, quién jugó de exterior izquierdo con los Giants en 1947) y le consultan con frecuencia como fuente de información de asuntos difíciles. Los miembros de la tripulación solicitan su ayuda para rellenar impresos burocráticos (declaraciones de impuestos, cuestionarios de compañías de seguros, partes de accidentes) y algunos incluso le piden que les escriba cartas (en un caso, diecisiete cartas de amor de Otis Smart a su novia Sue-Ann, residente en Dido, Louisiana). La cuestión no es que Fanshawe se convierta en el centro de atención, sino que logra encajar, encontrar su sitio. La verdadera prueba, después de todo, es ser como los demás. Una vez que eso sucede, ya no tiene que cuestionarse su singularidad. Se libera no sólo de los otros, sino de sí mismo. La prueba definitiva de esto, creo yo, es que cuando deja el barco no se despide de nadie. Deja el trabajo una noche en Charleston recoge su paga de manos del capitán y luego simplemente desaparece. Dos semanas más tarde llega a París.

Ni una palabra durante dos meses. Y luego, durante los tres siguientes, sólo postales, mensajes breves y elípticos garabateados en la parte de atrás de fotografías turísticas tópicas: Sacré-Coeur, la torre Eiffel, la Conciergerie. Cuando empieza a escribir cartas, éstas llegan a intervalos irregulares y no dicen nada de gran importancia. Sabemos que Fanshawe está ya profundamente metido en su trabajo (numerosos poemas, un primer borrador de
Oscurecimientos
), pero las cartas no dan verdadera idea de la vida que lleva. Se intuye que tiene un conflicto, que está inseguro respecto a Ellen, que no quiere perder el contacto con ella pero no es capaz de decidir cuánto debe contarle. (Y la verdad es que la mayoría de estas cartas Ellen no llega a leerlas. Van dirigidas a la casa de New Jersey y las abre la señora Fanshawe, que las selecciona antes de enseñárselas a su hija, y con mucha frecuencia Ellen no las ve. Yo creo que Fanshawe debía de saber, o por lo menos sospechar, que eso sucedería. Lo cual complica aún más el asunto, ya que en cierto modo estas cartas no están escritas para Ellen. Ellen, finalmente, no es más que un artificio literario, la médium a través de la cual Fanshawe se comunica con su madre. De aquí la indignación de ella. Porque incluso cuando le habla finge no hacerlo.)

Durante aproximadamente un año las cartas hablan casi exclusivamente de objetos (edificios, calles, descripciones de París), elaborando meticulosos catálogos de cosas vistas y oídas, pero Fanshawe apenas está presente. Luego, gradualmente, empezamos a ver a algunos de sus conocidos, a notar una lenta gravitación hacia la anécdota, pero las historias están divorciadas de cualquier contexto, lo cual les da una cualidad flotante y desencarnada. Vemos, por ejemplo, a un viejo compositor ruso de nombre Ivan Wyshnegradsky, de casi ochenta años; empobrecido y viudo, vive solo en un deteriorado piso de la rue Mademoiselle. «Veo a este hombre más que a nadie», afirma Fanshawe. Luego ni una palabra sobre su amistad, ni un destello de lo que se dicen. En lugar de eso, hay una larga descripción del piano de cuarto de tono que tiene en el piso, de sus enormes dimensiones y múltiples teclados (fue construido para Wyshnegradsky en Praga casi cincuenta años antes y es uno de los tres pianos de cuarto de tono que hay en Europa), y luego, sin ninguna mención más a la carrera del compositor, la historia de cómo Fanshawe le regala al anciano una nevera. «Yo me mudé a otro piso el mes pasado», escribe Fanshawe. «Como éste tenía una nevera nueva, decidí darle la vieja a Ivan como regalo. Como muchas personas en París, él no ha tenido nunca una nevera; durante todos estos años ha almacenado sus alimentos en un armarito en la pared de su cocina. Pareció muy complacido por el ofrecimiento y yo me encargué de que se la llevaran a su casa, subiéndola por la escalera con ayuda del hombre que conducía el camión. Ivan saludó la llegada del aparato como un suceso importante en su vida, ilusionado como un niño pequeño y a la vez desconfiado, según pude apreciar, incluso un poco atemorizado, no muy seguro de qué hacer con aquel objeto extraño. «Es tan grande…», repetía mientras la poníamos en su sitio, y luego, cuando la enchufamos y el motor se puso en marcha, «Cuánto ruido». Le aseguré que se acostumbraría y le señalé todas las ventajas de aquel moderno artefacto, hasta qué punto mejoraría su vida. Me sentía como un misionero: el gran padre Sabelotodo, redimiendo la vida de aquel hombre de la Edad de Piedra al mostrarle la verdadera religión. Pasó una semana o cosa así e Ivan me llamaba casi todos los días para decirme lo contento que estaba con la nevera, describiéndome todos los nuevos alimentos que podía comprar y conservar en su casa. Luego el desastre. «Creo que se ha roto», me dijo un día, con voz que sonaba muy contrita. El pequeño congelador de la parte superior al parecer se había llenado de hielo y, no sabiendo cómo quitarlo, había utilizado un martillo, partiendo no sólo el hielo sino el serpentín que había debajo. «Mi querido amigo», le dije, «lo siento mucho». Le dije que no se preocupara, yo encontraría a alguien que se lo arreglara. Una larga pausa al otro extremo. «Bueno», me dijo al fin, «creo que tal vez sea mejor así. El ruido, ¿sabe?, hace que me sea difícil concentrarme. He vivido tanto tiempo con mi armarito en la pared que le tengo mucho cariño. Mi querido amigo, no se enfade. Me temo que no hay nada que hacer con un viejo como yo. Se llega a un punto en la vida en que es demasiado tarde para cambiar.»»

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