La trilogía de Nueva York (41 page)

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Authors: Paul Auster

Tags: #Policíaco, Relato

—Vaya, hombre, qué casualidad. Volvemos a encontrarnos. Se volvió y me miró atentamente. La sonrisa que había empezado a dibujarse en su cara se apagó lentamente y se convirtió en un ceño.

—¿Le conozco? —preguntó finalmente.

—Por supuesto que sí —dije, bravucón y alegre—. Mi nombre es Melville. Herman Melville. Quizá haya leído alguno de mis libros.

Él no sabía si tratarme como a un borracho jovial o como a un psicópata peligroso, y la confusión se reflejaba en su cara. Era una confusión espléndida y la disfruté a fondo.

—Bueno —dijo al fin, forzando una sonrisita—, puede que haya leído uno o dos.

—El de la ballena, sin duda.

—Sí. El de la ballena.

—Me alegra saberlo —dije, asintiendo con agrado, y luego le puse un brazo sobre los hombros—. Bueno, Fanshawe, ¿qué te trae por París en esta época del año?

La confusión volvió a aparecer en su cara.

—Perdone —dijo—, no he cogido ese nombre.

—Fanshawe.

—¿Fanshawe?

—Fanshawe. F-A-N-S-H-A-W-E.

—Bueno —dijo, relajándose y sonriendo ampliamente, repentinamente seguro de sí mismo otra vez—, ése es el problema. Me ha confundido usted con otra persona. Mi nombre no es Fanshawe. Es Stillman. Peter Stillman.

—Eso no es ningún problema —contesté, dándole un pequeño apretón en el hombro—. Si quieres llamarte Stillman, yo no tengo inconveniente. Los nombres no son importantes, después de todo. Lo que importa es que yo sé quién eres realmente. Eres Fanshawe. Lo he sabido en cuanto has entrado. «Ahí está el viejo diablo en persona», me he dicho. «Me pregunto qué estará haciendo en un sitio como éste.»

Él estaba empezando a impacientarse conmigo. Apartó mi brazo de su hombro y retrocedió.

—Ya basta —dijo—. Se ha equivocado, dejémoslo así. No quiero seguir hablando con usted.

—Demasiado tarde —dije—. Tu secreto ha sido descubierto, amigo mío. Ya no puedes esconderte de mí.

—Déjeme en paz —dijo, dando muestras de enfado por primera vez—. Yo no hablo con locos. Déjeme en paz, o habrá jaleo.

Las otras personas que había en el bar no podían entender lo que decíamos, pero la tensión se había hecho evidente, y yo noté que me observaban, noté que los ánimos cambiaban a mi alrededor. Stillman parecía repentinamente asustado. Lanzó una mirada a la mujer que estaba detrás de la barra, miró aprensivamente a la chica que se encontraba a su lado y luego tomó la impulsiva decisión de marcharse. Me apartó de su camino de un empujón y echó a andar hacia la puerta. Yo podía haber dejado que las cosas quedaran así, pero no lo hice. Estaba entrando en calor y no quería desperdiciar mi inspiración. Volví a donde estaba Fayaway y puse unos cuantos billetes de cien francos sobre la mesa. Ella fingió un mohín en respuesta.

—C’est mon frére —dije—. Il est fou. Je dois le poursuivre.

Y luego, mientras ella alargaba la mano para coger el dinero, le tiré un beso, di media vuelta y me fui.

Stillman estaba veinte o treinta metros delante de mí, andando deprisa por la calle. Avancé al mismo paso que él, manteniendo la distancia para evitar que se percatara, pero sin perderle de vista. De vez en cuando él miraba por encima del hombro, como esperando que yo estuviera allí, pero creo que no me vio hasta que habíamos salido del barrio y estábamos lejos de las multitudes y el bullicio, atravesando el tranquilo y oscuro corazón de la orilla derecha del Sena. El encuentro le había atemorizado y se comportaba como un hombre que huye para salvar la vida. Pero eso no era difícil de entender. Yo representaba lo que más tememos todos: el desconocido beligerante que sale de las sombras, el cuchillo que se nos clava en la espalda, el coche veloz que nos atropella. Tenía razones para correr, pero su miedo me estimulaba, me aguijoneaba a perseguirle, rabioso por la determinación. No tenía ningún plan, ninguna idea de lo que iba a hacer, pero le seguía sin la menor duda, sabiendo que toda mi vida dependía de ello. Es importante subrayar que en aquel momento yo estaba completamente lúcido, ninguna vacilación, ninguna borrachera, la cabeza completamente despejada. Me daba cuenta de que actuaba de un modo absurdo. Stillman no era Fanshawe, yo lo sabía. Era una elección arbitraria, totalmente inocente y gratuita. Pero eso era lo que me excitaba, lo fortuito del asunto, el vértigo de la pura casualidad. No tenía sentido, y, por eso, tenía todo el sentido del mundo.

Llegó un momento en que los únicos sonidos en la calle eran nuestros pasos. Stillman se volvió de nuevo y finalmente me vio. Empezó a andar más deprisa, al trote. Le llamé:

—Fanshawe.

Le llamé otra vez:

—Es demasiado tarde. Sé quién eres, Fanshawe.

Y luego, en la calle siguiente:

—Todo ha terminado, Fanshawe. Nunca escaparás.

Stillman no respondió nada, ni siquiera se molestó en volverse. Yo quería seguir hablando con él, pero ahora él iba corriendo, y si trataba de hablar iría más despacio. Abandoné mis provocaciones y fui tras él. No tengo ni idea de cuánto tiempo estuvimos corriendo pero me parecieron horas. Él era más joven que yo, más joven y más fuerte, y estuve a punto de perderle, a punto de no conseguirlo. Me obligué a continuar por la calle oscura, sobrepasando el punto de agotamiento, de náusea, frenéticamente lanzado hacia él, sin permitirme parar. Mucho antes de alcanzarle, mucho antes de saber que iba a alcanzarle, sentí como si ya no estuviera dentro de mí mismo. No se me ocurre otra manera de expresarlo. Ya no me sentía. La sensación de la vida se me había escapado gota a gota y en su lugar había una milagrosa euforia, un dulce veneno que corría por mi sangre, el innegable olor de la nada. Éste es el momento de mi muerte, me dije, ahora es cuando me muero. Un segundo más tarde alcancé a Stillman y le agarré por la espalda. Caímos al suelo violentamente y los dos gruñimos al sentir el impacto. Yo había agotado todas mis fuerzas y estaba demasiado falto de aliento para defenderme, demasiado exhausto para pelear. No dijimos ni una palabra. Durante varios segundos luchamos cuerpo a cuerpo en la acera, pero luego él consiguió librarse de mi presa, y después de eso no pude hacer nada. Empezó a aporrearme con los puños, a patearme con la punta de los zapatos, a golpearme por todo el cuerpo. Recuerdo que intenté protegerme la cara con las manos; recuerdo el dolor y cuánto me aturdía, cuánto me dolía y cuán desesperadamente deseaba dejar de sentir el dolor. Pero no debió de durar mucho, porque la memoria de ese dolor cesa ahí. Stillman me destrozó, y cuando terminó, yo estaba inconsciente. Recuerdo que me desperté en la acera y me sorprendí de que aún fuese de noche, pero no recuerdo nada más. Todo lo demás ha desaparecido.

Durante los tres días siguientes no me moví de mí habitación en el hotel. Lo terrible no era tanto el dolor como que éste no fuese lo bastante fuerte como para matarme. Me di cuenta de esto el segundo o el tercer día. En un momento dado, tumbado sobre la cama y mirando las rendijas de las persianas cerradas, comprendí que había sobrevivido. Me parecía extraño estar vivo, casi incomprensible. Tenía un dedo roto; tenía cortes en ambas sienes; me dolía hasta respirar. Pero de alguna manera ésa no era la cuestión. Estaba vivo, y cuanto más lo pensaba, menos lo entendía. No me parecía posible que me hubiesen perdonado la vida.

Esa misma noche le mandé un telegrama a Sophie diciéndole que volvía a casa.

9

Ya casi he llegado al final. Sólo queda una cosa, pero eso no sucedió hasta más tarde, hasta que habían pasado tres años más. Entretanto se presentaron muchas dificultades, muchos dramas, pero creo que no pertenecen a la historia que estoy intentando contar. Después de mi regreso a Nueva York, Sophie y yo vivimos separados durante casi un año. Ella me había dado por perdido y hubo meses de confusión antes de que finalmente pudiera reconquistarla. Visto desde ahora (mayo de 1984), eso es lo único que importa. Comparado con ello, los hechos de mi vida son puramente incidentales.

El veintitrés de febrero de 1981 nació el hermanito de Ben. Le pusimos Paul, en recuerdo del abuelo de Sophie. Pasaron varios meses y en julio nos trasladamos al otro lado del río, donde alquilamos las dos plantas superiores de una casa de piedra marrón en Brooklyn. En septiembre Ben empezó a ir al jardín de infancia. En Navidad fuimos todos a Minnesota y cuando volvimos Paul había empezado a andar solo. Ben, que gradualmente había ido tomándole bajo su protección, reclamó todo el mérito del acontecimiento.

En cuanto a Fanshawe, Sophie y yo nunca hablábamos de él. Ése fue nuestro pacto de silencio, y cuanto más tiempo pasaba sin que dijéramos nada, más nos demostrábamos nuestra mutua lealtad. Después de que yo le devolviera el anticipo a Stuart Green y dejara oficialmente de escribir la biografía, mencionamos a Fanshawe una sola vez. Eso sucedió el día en que decidimos volver a vivir juntos y se formuló en términos estrictamente prácticos. Los libros y las obras de teatro de Fanshawe continuaban produciendo una buena renta. Si queríamos seguir casados, dijo Sophie, utilizar el dinero para nosotros quedaba descartado. Estuve de acuerdo con ella. Encontramos otras maneras de ganar lo que necesitábamos y pusimos el dinero de los derechos de autor en un fideicomiso para Ben, y posteriormente también para Paul. Como último paso, contratamos a un agente literario para que llevara todo lo relacionado con el trabajo de Fanshawe: solicitudes para representar las obras, negociaciones para las reimpresiones, contratos, lo que fuera necesario. En la medida en que nos fue posible, actuamos. Si Fanshawe seguía teniendo el poder de destruirnos, sería sólo porque nosotros queríamos que lo hiciese, porque queríamos destruirnos a nosotros mismos. Por eso nunca me molesté en decirle la verdad a Sophie; no porque me asustase, sino porque la verdad ya no tenía importancia. Nuestra fuerza era nuestro silencio, y yo no tenía intención de romperlo.

Sin embargo, sabía que la historia no había terminado. Mi último mes en París me había enseñado eso, y poco a poco aprendí a aceptarlo. Era sólo cuestión de tiempo que sucediera algo. Me parecía inevitable, y en lugar de seguir negándolo, en lugar de engañarme con la idea de que podría librarme de Fanshawe, traté de prepararme para ello, traté de estar dispuesto para cualquier cosa. Creo que es el poder de este
cualquier cosa
lo que ha hecho que la historia sea tan difícil de contar. Porque precisamente cuando puede suceder cualquier cosa, las palabras comienzan a fallar. El grado en el que Fanshawe se volvió inevitable era el grado en el que ya no estaba presente. Aprendí a aceptar eso. Aprendí a vivir con él del mismo modo que vivía con la idea de mi propia muerte. Fanshawe no era la muerte, pero era como la muerte, y dentro de mí funcionaba como un tropo de la muerte. De no haber sido por mi crisis de París, nunca habría entendido eso. No morí allí, pero estuve cerca, y hubo un momento, quizá hubo varios momentos, en que saboreé la muerte, en que me vi muerto. No hay cura para semejante encuentro. Una vez que sucede, continúa sucediendo; vives con eso el resto de tu vida.

La carta llegó a comienzos de la primavera de 1982. Esta vez el matasellos era de Boston y el mensaje era escueto, más apremiante que antes. «Imposible aplazarlo más», decía. «Tengo que hablar contigo. 9 Columbus Square, Boston; 1 de abril. Ahí acaba todo, te lo prometo.»

Tenía menos de una semana para inventar una excusa para ir a Boston. Esto resultó más difícil de lo que debería haber sido. Aunque no quería que Sophie supiera nada (me parecía que era lo menos que podía hacer por ella), por alguna razón me resistía a contarle otra mentira, aunque fuese necesario. Pasaron dos o tres días sin ningún progreso y al final me inventé una historia tonta sobre la necesidad de consultar unos documentos en la biblioteca de Harvard. Ni siquiera recuerdo qué documentos se suponía que eran. Algo relacionado con un articulo que iba a escribir, creo, pero puede que me equivoque. Lo importante es que Sophie no puso ninguna objeción. Muy bien, dijo, vete cuando quieras, etcétera. Mi impresión visceral es que sospechó algo, pero es sólo una impresión, y no tendría sentido especular sobre ello aquí. Cuando se trata de Sophie, tiendo a creer que no hay nada oculto.

Reservé una plaza para el uno de abril en el primer tren. La mañana de mi marcha, Paul se despertó un poco antes de las cinco y se metió en la cama con nosotros. Me levanté una hora más tarde y salí de la habitación sin hacer ruido, deteniéndome brevemente en la puerta para mirar a Sophie y al niño a la tenue luz gris: desparramados e impenetrables, los cuerpos a los que pertenecía. Ben estaba en la cocina del piso de arriba, ya vestido, comiéndose un plátano y dibujando. Hice unos huevos revueltos para los dos y le dije que iba a coger un tren para Boston. Quiso saber dónde estaba Boston.

—A unos trescientos kilómetros de aquí —le contesté.

—¿Eso es tan lejos como el espacio?

—Si fueras en línea recta hacia arriba, te aproximarías bastante.

—Creo que deberías ir a la luna. Un cohete es mejor que un tren.

—Haré eso a la vuelta. Tienen vuelos regulares de Boston a la luna los viernes. Reservaré una plaza en cuanto llegue allí.

—Estupendo. Entonces podrás contarme cómo es.

—Si encuentro una piedra lunar, te la traeré.

—¿Y a Paul?

—Le traeré otra.

—No, gracias.

—¿Qué quiere decir eso?

—No quiero una piedra lunar. Paul se la metería en la boca y se ahogaría.

—¿Qué te gustaría?

—Un elefante.

—No hay elefantes en el espacio.

—Lo sé. Pero tú no vas al espacio.

—Es verdad.

—Y seguro que hay elefantes en Boston.

—Probablemente tienes razón. ¿Quieres un elefante rosa o un elefante blanco?

—Un elefante gris. Grande, gordo y con muchas arrugas.

—No hay problema. Ésos son los más fáciles de encontrar. ¿Quieres que lo traiga en una caja o con un collar y una correa?

—Creo que deberías venir montado en él. Sentado encima con una corona en la cabeza. Como un emperador.

—¿El emperador de qué?

—El emperador de los niños.

—¿Y tendré una emperatriz?

—Claro. Mamá es la emperatriz. Le gustaría. Quizá deberíamos despertarla y decírselo.

—Será mejor que no. Prefiero darle la sorpresa cuando llegue a casa.

—Buena idea. De todas formas, no se lo creerá hasta que lo vea.

—Exacto. Y no queremos que se lleve una desilusión, si no encuentro el elefante.

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