La trilogía de Nueva York (34 page)

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Authors: Paul Auster

Tags: #Policíaco, Relato

Estaba almorzando con Stuart un día cerca de su oficina en el Upper East Side. Hacia la mitad de la comida, me habló otra vez de los rumores sobre Fanshawe, y por primera vez se me ocurrió que él estaba empezando a tener dudas. El tema le resultaba tan fascinante que no podía dejarlo. Su actitud era socarrona, burlonamente conspiratoria, pero empecé a sospechar que debajo de aquella pose estaba tratando de pillarme para que confesara. Le seguí la corriente durante un rato, y luego, cansado del juego, le dije que el único método infalible para zanjar la cuestión era encargar una biografía. Hice este comentario con toda inocencia (como una cuestión lógica, no como una sugerencia), pero a Stuart le pareció una idea espléndida. Empezó a derrochar entusiasmo: por supuesto, por supuesto, el mito Fanshawe explicado, absolutamente evidente, por supuesto, la verdadera historia al fin. En cuestión de segundos lo tenía todo planeado. Yo escribiría el libro. Aparecería cuando se hubieran publicado todas las obras de Fanshawe y yo tendría todo el tiempo que quisiera, dos años, tres, lo que fuera. Tendría que ser un libro extraordinario, añadió Stuart, un libro a la altura del propio Fanshawe, pero tenía mucha confianza en mí y sabía que yo podría hacerlo. La propuesta me pilló desprevenido y la traté como una broma. Pero Stuart hablaba en serio; no me permitiría rechazarla. Piénsalo un poco, me dijo, y luego dime lo que opinas. Seguí escéptico, pero para ser cortés le dije que lo pensaría. Acordamos que le daría una respuesta definitiva a finales de mes.

Lo comenté con Sophie aquella noche, pero dado que no podía hablarle sinceramente, la conversación no me ayudó mucho.

—Eres tú quien debe decidirlo —me dijo—. Si te apetece hacerlo, creo que deberías seguir adelante.

—¿A ti no te molesta?

—No. Por lo menos, creo que no. Ya se me había ocurrido que antes o después saldría un libro sobre él. Si ha de ser así, mejor que sea tuyo y no de otro.

—Tendría que escribir sobre Fanshawe y tú. Podría resultar extraño.

—Unas cuantas páginas bastarán. Mientras seas tú el que las escribas, no me preocupa realmente.

—Puede —dije, sin saber cómo continuar—. Supongo que la pregunta más difícil de contestar es si quiero ponerme a pensar tanto en Fanshawe. Tal vez ha llegado el momento de dejar que se desvanezca.

—La decisión es tuya. Pero la verdad es que tu podrías escribir ese libro mejor que nadie. Y no tiene por qué ser una biografía convencional, ¿comprendes? Podrías hacer algo mucho más interesante.

—¿Como qué?

—No sé, algo más personal, con más garra. La historia de vuestra amistad. Podría tratar de ti tanto como de él.

—Quizá. Por lo menos es una idea. Lo que me desconcierta es que te lo tomes con tanta tranquilidad.

—Estoy casada contigo y te quiero, ésa es la razón. Si tú decides que es algo que quieres hacer, entonces yo estoy a favor de ello. No soy ciega, después de todo. Sé que estás teniendo dificultades con tu trabajo y a veces pienso que la culpa la tengo yo. Puede que ésta sea la clase de proyecto que necesitas para volver a empezar.

Secretamente yo había contado con que Sophie tomara la decisión por mí, suponiendo que ella se opondría, suponiendo que hablaríamos de ello una sola vez y ése sería el final del asunto. Pero había sucedido lo contrario. Yo mismo me había acorralado y de pronto me faltó valor. Dejé pasar un par de días y luego llamé a Stuart y le dije que haría el libro. Con eso me gané otra invitación a almorzar, y después me quedé solo.

Nunca me planteé contar la verdad. Fanshawe tenía que estar muerto, de lo contrario el libro no tendría sentido. No sólo tendría que omitir la carta, sino que tenía que fingir que nunca se había escrito. No me andaré con rodeos respecto a lo que planeaba hacer. Estuvo claro para mí desde el principio y me metí en ello con propósito de engaño. El libro era una obra de ficción. Aunque se basara en hechos reales, no podía contar más que mentiras. Firmé el contrato y después me sentí como un hombre que ha vendido su alma.

Vagabundeé mentalmente durante varias semanas, buscando la manera de empezar. Toda vida es inexplicable, me repetía. Por muchos hechos que se cuenten, por muchos datos que se muestren, lo esencial se resiste a ser contado. Decir que fulanito nació aquí y fue allá, que hizo esto y aquello, que se casó con esta mujer y tuvo estos hijos, que vivió, que murió, que dejó tras de sí estos libros o esta batalla o ese puente, nada de eso nos dice mucho. Todos queremos que nos cuenten historias, y las escuchamos del mismo modo que las escuchábamos de niños. Nos imaginamos la verdadera historia dentro de las palabras y para hacer eso sustituimos a la persona del relato, fingiendo que podemos entenderle porque nos entendemos a nosotros mismos. Esto es una superchería. Existimos para nosotros mismos quizá, y a veces incluso vislumbramos quiénes somos, pero al final nunca podemos estar seguros, y mientras nuestras vidas continúan, nos volvemos cada vez más opacos para nosotros mismos, más y más conscientes de nuestra propia incoherencia. Nadie puede cruzar la linde que le separa de otro por la sencilla razón de que nadie puede tener acceso a sí mismo.

Me acordé de algo que me había sucedido ocho años antes, en junio de 1970. Con poco dinero y sin ninguna perspectiva inmediata para el verano, cogí un empleo temporal como empadronador en Harlem. Había veinte personas en mi grupo, un grupo de trabajadores sobre el terreno contratados para perseguir a las personas que no habían respondido a los cuestionarios enviados por correo. Nos enseñaron durante varios días en una polvorienta buhardilla enfrente del teatro Apolo y luego, cuando dominamos las complejidades de los impresos y las reglas básicas del comportamiento del empadronador, nos dispersamos por el barrio con nuestras bolsas rojas, blancas y azules colgadas del hombro para llamar a las puertas, hacer preguntas y volver con los datos, El primer sitio al que fui resultó ser el cuartel general de una operación de lotería ilegal. La puerta se abrió una rendija, una cabeza asomó por ella (detrás pude ver a una docena de hombres en una habitación vacía escribiendo sobre largas mesas plegables) y me dijo cortésmente que no les interesaba. Eso pareció marcar la pauta. En un apartamento hablé con una mujer medio ciega cuyos padres habían sido esclavos. A los veinte minutos de entrevista, finalmente cayó en la cuenta de que yo no era negro y se echó a reír. Lo había sospechado desde el principio, me dijo, ya que mi voz era rara, pero le costaba creerlo. Era la primera vez que una persona blanca entraba en su casa. En otro apartamento me encontré a once personas, ninguna de las cuales era mayor de veintidós años. Pero en general no había nadie. Y cuando estaban en casa, no querían hablar conmigo ni dejarme entrar. Llegó el verano y las calles se volvieron calurosas y húmedas, intolerables como sólo pueden serlo en Nueva York. Yo empezaba mi ronda temprano, yendo estúpidamente de casa en casa, sintiéndome cada vez más como un hombre recién llegado de la luna. Finalmente hablé con el supervisor (un negro que hablaba muy deprisa y llevaba chalinas de seda y una sortija de zafiro) y le expliqué mi problema. Fue entonces cuando me enteré de lo que realmente se esperaba de mí. A aquel hombre le pagaban cierta cantidad por cada impreso que le entregara un miembro de su equipo. Cuanto mejores fueran nuestros resultados, más dinero entraría en su bolsillo.

—Yo no voy a decirte lo que tienes que hacer —dijo—, pero me parece a mí que si ya lo has intentado honradamente, no deberías sentirte demasiado mal.

—¿Por dejarlo? —le pregunté.

—Por otra parte —continuó él filosóficamente—, el gobierno quiere impresos rellenados. Cuantos más impresos reciban, mas contentos se pondrán. Yo sé que tú eres un chico inteligente y sé que no te salen cinco cuando sumas dos y dos. Que una puerta no se abra cuando llamas a ella no quiere decir que no haya nadie dentro. Tienes que utilizar la imaginación, amigo mío. Después de todo, no queremos que el gobierno esté descontento, ¿verdad?

El trabajo se volvió considerablemente más fácil después de aquello, pero ya no era el mismo. Mi trabajo sobre el terreno se había convertido en un trabajo de mesa, y en lugar de investigador ahora era inventor. Cada dos días pasaba por la oficina para recoger un nuevo paquete de impresos y entregar los que había terminado, pero aparte de eso no tenía necesidad de salir de mi apartamento. No sé cuántas personas me inventé, pero debieron de ser cientos, quizá miles. Me sentaba en mi habitación con el ventilador soplándome en la cara y una toalla mojada alrededor del cuello, llenando cuestionarios lo más deprisa que mi mano podía escribir. Me gustaban las familias numerosas —seis, ocho, diez hijos—, y me enorgullecía de perpetrar raras y complicadas redes de parentesco, sirviéndome de todas las combinaciones posibles: padres, hijos, primos, tíos, tías, abuelos, cónyuges consensuales, hijastros, hermanastros, hermanastras y amigos. Sobre todo, estaba el placer de inventar nombres. A veces tenía que frenar mi impulso hacia lo extravagante —lo rabiosamente cómico, el retruécano, las palabras obscenas—, pero en general me conformaba con permanecer dentro de los limites del realismo. Cuando mi imaginación flaqueaba, siempre había ciertos artificios mecánicos a los que recurrir: los colores (Brown, White, Black, Green, Grey, Blue), los presidentes (Washington, Adams, Jefferson, Fillmore, Pierce), personajes de ficción (Finn, Starbuck, Dimmsdale, Budd). Me gustaban los nombres relacionados con el cielo (Orville Wright, Amelia Earhart), con el humor del cine mudo (Keaton, Langdon, Lloyd), con el béisbol (Killebrew, Mantle, Mays) y con la música (Schubert, Ives, Armstrong). En ocasiones rastreaba los nombres de parientes lejanos o antiguos compañeros de colegio y una vez incluso utilicé un anagrama de mi propio nombre.

Era una actividad infantil, pero yo no tenía remordimientos. Tampoco era difícil de justificar. El supervisor no se opondría. La gente que vivía realmente en las direcciones que aparecían en los impresos no se opondría (no querían que les molestaran, y menos un chico blanco husmeando en sus asuntos personales) y el gobierno no se opondría ya que lo que no sabia no podía hacerle daño, ciertamente no más del que ya se estaba haciendo a sí mismo. Incluso fui lo bastante lejos como para defender mi preferencia por las familias numerosas basándola en razones políticas: cuanto mayor fuese la población pobre, más obligado se sentiría el gobierno a gastar dinero en ella. Éste era el fraude de las almas muertas con un toque americano, y mi conciencia estaba tranquila.

Eso era una parte del asunto. En el fondo estaba el simple hecho de que me estaba divirtiendo. Me proporcionaba placer sacarme nombres de la manga, inventar vidas que nunca habían existido, que nunca existirían. No era precisamente como crear los personajes de un relato, sino algo más grandioso, algo mucho más inquietante. Todo el mundo sabe que los relatos son imaginarios. Sea cual sea el efecto que puedan hacernos, sabemos que no son verdad, incluso cuando nos hablan de verdades más importantes que las que podemos encontrar en otra parte. Contrariamente a lo que pasa con el narrador, yo le ofrecía mis creaciones directamente al mundo real, y por lo tanto me parecía posible que pudiesen afectar a ese mundo real de un modo real, que pudiesen finalmente convertirse en parte de la realidad misma. Ningún escritor podría pedir más.

Todo esto me vino a la memoria cuando me senté a escribir sobre Fanshawe. Una vez había dado a luz mil almas imaginarias. Ahora, ocho años más tarde, iba a coger a un hombre vivo y a meterlo en su tumba. Yo era el principal deudo y el sacerdote oficiante en ese funeral fingido, mi tarea consistía en pronunciar las palabras adecuadas, en decir lo que todo el mundo quería oír. Los dos actos eran opuestos e idénticos, imágenes reflejadas el uno del otro. Pero eso no me consolaba. El primer fraude había sido una broma, solamente una aventura juvenil, mientras que el segundo fraude era serio, algo oscuro y aterrador. Estaba cavando una tumba, después de todo, y había momentos en que empezaba a preguntarme si no sería la mía.

Las vidas no tienen sentido, argumenté. Un hombre vive y luego muere, y lo que sucede en medio no tiene sentido. Pensé en la historia de La Chère, un soldado que tomó parte en una de las primeras expediciones francesas a América. En 1562, Jean Ribaut dejó a cierto número de hombres en Port Royal (cerca de Hilton Head, Carolina del Sur) bajo el mando de Albert de Pierra, un loco que gobernaba por medio del terror y la violencia. «Ahorcó con sus propias manos a un tamborilero que había caído en desgracia ante él», escribe Francis Parkman, «y desterró a un soldado, de nombre La Chère, a una isla desierta, a tres leguas del fuerte, donde le abandonó para que muriese de hambre.» Finalmente Albert fue asesinado por sus hombres en un levantamiento, y La Chère, medio muerto, fue rescatado de la isla. Uno pensaría que La Chère estaría a partir de entonces a salvo, que, habiendo sobrevivido a su terrible castigo, estaría exonerado de nuevas catástrofes. Pero nada es tan simple. No hay probabilidades que vencer, no hay reglas que pongan límites a la mala suerte, y en cada momento empezamos de nuevo, tan a punto de recibir un golpe bajo como lo estábamos en el momento anterior. Todo se vino abajo en la colonia. Los hombres no tenían talento para enfrentarse a un territorio virgen, y la hambruna y la nostalgia se adueñaron de ellos. Utilizando unas cuantas herramientas improvisadas, gastaron todas sus energías en construir un barco «digno de Robinson Crusoe» para regresar a Francia. En el Atlántico, otra catástrofe: no había viento, los alimentos y el agua se agotaron. Los hombres empezaron a comerse sus zapatos y sus justillos de cuero, algunos bebieron agua de mar por pura desesperación y varios murieron. Luego vino la inevitable caída en el canibalismo. «Lo echaron a suertes», escribe Parkman, «y le tocó a La Chère, el mismo desdichado hombre que Albert había condenado a morir de inanición en una isla desierta. Le mataron y con voraz avidez se repartieron su carne. La espantosa comida les sostuvo hasta que apareció tierra a la vista, momento en el que, según se dice, en un delirio de alegría, ya no pudieron gobernar su navío y lo dejaron a merced de la marea. Un pequeño barco inglés recaló sobre ellos, los trasladó a bordo y, después de desembarcar a los más débiles, llevó al resto como prisioneros ante la reina Isabel.»

Utilizo a La Chère sólo como ejemplo. Considerando otros destinos, el suyo no es nada extraño, quizá es incluso más benigno que la mayoría. Por lo menos él viajó en línea recta, y eso en sí mismo es raro, casi una bendición. En general, las vidas parecen virar bruscamente de una cosa a otra, moverse a empellones y trompicones, serpentear. Una persona va en una dirección, gira abruptamente a mitad de camino, da un rodeo, se detiene, echa a andar de nuevo. Nunca se sabe nada, e inevitablemente llegamos a un sitio completamente diferente de aquel al que queríamos llegar. En mi primer año como alumno de Columbia, pasaba todos los días, camino de clase, junto a un busto de Lorenzo Da Ponte. Le conocía vagamente como el libretista de Mozart, pero luego me enteré de que también había sido el primer profesor italiano que había tenido Columbia. Una cosa parecía incompatible con la otra, así que decidí investigar, curioso por averiguar cómo un hombre podía acabar viviendo dos vidas tan diferentes. Resultó que Da Ponte había vivido cinco o seis. Nació con el nombre de Emmanuele Conegliano en 1749, hijo de un comerciante de cueros judío. Después de la muerte de su madre, su padre contrajo un segundo matrimonio con una católica y decidió que él y sus hijos se bautizaran. El joven Emmanuele era un estudiante prometedor y cuando tenía catorce años el obispo de Cenada (monseñor Da Ponte) tomó al muchacho bajo su protección y le costeó su educación para el sacerdocio. Según era costumbre de la época, el discípulo adoptó el nombre de su benefactor. Da Ponte fue ordenado en 1773 y se convirtió en maestro de seminario, especialmente volcado en el latín, el italiano y la literatura francesa. Además de hacerse partidario de la Ilustración, se vio envuelto en varias complicadas aventuras amorosas, tuvo relaciones con una aristócrata veneciana y secretamente fue padre de un niño. En 1776 auspició un debate público en el seminario de Treviso que planteaba la cuestión de sí la civilización había logrado hacer más feliz a la humanidad. A consecuencia de esta afrenta a los principios de la Iglesia, se vio obligado a huir, primero a Venecia, luego a Gorizia y finalmente a Dresde, donde comenzó su nueva carrera de libretista. En 1782 marchó a Viena con una carta de presentación para Salieri y finalmente fue contratado como «poeta dei teatri imperiali», un puesto que desempeñó durante casi diez años. Fue durante este periodo cuando conoció a Mozart y colaboró con él en las tres óperas que han salvado su nombre del olvido. En 1740, sin embargo, cuando Leopoldo II redujo la actividad musical en Viena debido a la guerra con los turcos, Da Ponte se encontró sin trabajo. Se fue a Trieste y se enamoró de una inglesa llamada Nancy Grahl o Krahl (el nombre aún está en discusión). Desde allí ambos viajaron a París y luego a Londres, donde se quedaron trece años. El trabajo musical de Da Ponte se limitó a escribir unos cuantos libretos para compositores poco importantes. En 1805 él y Nancy emigraron a América, donde vivió los últimos treinta y tres años de su vida, trabajando durante algún tiempo como tendero en Nueva Jersey y Pennsylvania y muriendo a la edad de ochenta y nueve años. Fue uno de los primeros italianos enterrados en el Nuevo Mundo. Poco a poco, todo había cambiado para él. Del apuesto e hipócrita mujeriego de su juventud, un oportunista metido en intrigas políticas tanto de la Iglesia como de la corte, pasó a ser un ciudadano absolutamente corriente en Nueva York, lugar que en 1805 debió de parecerle el fin del mundo. De todo aquello a esto: un profesor muy trabajador, un marido cumplidor, el padre de cuatro hijos. Se dice que cuando uno de sus hijos murió el dolor le trastornó tanto que se negó a salir de casa durante casi un año. La cuestión es que, al final, cada vida es irreductible a nada que no sea ella misma. Lo cual equivale a decir: Las vidas no tienen sentido.

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