La trilogía de Nueva York (30 page)

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Authors: Paul Auster

Tags: #Policíaco, Relato

Llevábamos una vida muy protegida en nuestro barrio residencial. Nueva York estaba a sólo treinta kilómetros, pero podría haber sido la China considerando lo poco que tenía que ver con nuestro pequeño mundo de jardines y casas de madera. Al llegar a los trece o catorce años, Fanshawe se convirtió en una especie de exiliado interior, realizando los gestos de una conducta obediente, pero aislado de su entorno, despreciando la vida que se veía obligado a vivir. No se mostraba difícil ni exteriormente rebelde, sencillamente se retrajo. Después de atraer tanta atención de niño, siempre en el centro exacto de las cosas, Fanshawe casi desapareció cuando llegamos al instituto, rehuyendo los focos y buscando una terca marginalidad. Yo sabía que por entonces escribía en serio (aunque a los dieciséis años había dejado de enseñarle su trabajo a nadie), pero eso lo interpreto más como un síntoma que como una causa. En nuestro segundo año en el instituto, por ejemplo, Fanshawe fue el único miembro de nuestra clase que entró en el equipo de béisbol. Jugó extraordinariamente bien durante varias semanas y luego, sin ninguna razón aparente, dejó el equipo. Recuerdo que me contó el incidente al día siguiente de que ocurriera: entró en el despacho del entrenador después del entrenamiento y le entregó su uniforme. El hombre acababa de ducharse y cuando Fanshawe entró en la habitación estaba de pie junto a su mesa completamente desnudo, con un cigarro en la boca y la gorra de béisbol en la cabeza. Fanshawe se recreó en la descripción, deteniéndose en lo absurdo de la escena, embelleciéndola con detalles acerca del cuerpo regordete del entrenador, la luz en la habitación, el charco de agua en el suelo de hormigón gris; pero eso fue todo, una descripción, una ristra de palabras divorciadas de cualquier cosa que pudiera afectar al propio Fanshawe. Me decepcionó que dejara el equipo, pero él nunca me explicó realmente por qué lo había hecho, sólo me dijo que el béisbol le parecía aburrido.

Como les sucede a muchas personas dotadas, llegó un momento en que Fanshawe ya no se conformaba con hacer lo que le resultaba fácil. Habiendo dominado a una edad temprana todo lo que se le pedía, probablemente era natural que empezase a buscar desafíos en otro sitio. Dadas las limitaciones de su vida como alumno de instituto en una ciudad pequeña, el hecho de que encontrara ese otro sitio dentro de sí mismo no es sorprendente ni insólito. Pero hay algo más que eso, creo. Por esa época sucedieron cosas en la familia de Fanshawe que sin duda supusieron un cambio, y seria un error no mencionarlas. Que aquello fuera un cambio esencial es otra historia, pero tiendo a pensar que todo cuenta. En última instancia, una vida no es más que la suma de hechos contingentes, una crónica de intersecciones casuales, de azares, de sucesos fortuitos que no revelan nada más que su propia falta de propósito.

Cuando Fanshawe tenía dieciséis años se descubrió que su padre padecía cáncer. Durante año y medio vio morir a su padre, y en ese tiempo la familia se deshizo lentamente. Quizá la más afectada fue la madre de Fanshawe. Manteniendo estoicamente las apariencias, ocupándose de las consultas médicas y los asuntos económicos e intentando llevar la casa, oscilaba entre un gran optimismo respecto a las posibilidades de recuperación y una especie de desesperación paralizante. Según Fanshawe, nunca pudo aceptar el único hecho inevitable que tenía delante de la cara. Sabía lo que iba a ocurrir, pero no tenía la fuerza necesaria para reconocer que lo sabía, y a medida que pasaba el tiempo empezó a vivir como si estuviera conteniendo el aliento. Su comportamiento se hizo cada vez más excéntrico: noches enteras limpiando la casa maniáticamente, miedo a quedarse sola (combinado con repentinas e inexplicadas ausencias) y toda una gama de dolencias imaginadas (alergias, tensión alta, mareos). Hacia el final, empezó a interesarse por varias teorías disparatadas —astrología, fenómenos psíquicos, vagas nociones espiritualistas acerca del alma—, hasta que se hizo imposible hablar con ella sin acabar agotado y silencioso mientras ella te daba una conferencia sobre la corrupción del cuerpo humano.

Las relaciones entre Fanshawe y su madre se volvieron tensas. Ella se aferraba a él en busca de apoyo, actuando como si el dolor de la familia le perteneciera sólo a ella. Fanshawe tenía que ser el fuerte en aquella casa; no sólo tenía que ocuparse de sí mismo, sino que hubo de asumir la responsabilidad de su hermana, que solamente tenía doce años en aquel entonces. Pero esto trajo otra serie de problemas, porque Ellen era una niña inestable, y en el vacío parental que se produjo a consecuencia de la enfermedad comenzó a recurrir a Fanshawe para todo. Él se convirtió en su padre, su madre, su bastión de sabiduría y consuelo. Fanshawe comprendía lo malsana que era su dependencia de él, pero era poco lo que podía hacer sin herirla de un modo irreparable. Recuerdo que mi madre hablaba de la «pobre Jane» (la señora Fanshawe) y lo terrible que era toda la situación para la «nena». Pero yo sabía que en cierto sentido era Fanshawe el que más sufría. Sólo que nunca tuvo la oportunidad de manifestarlo.

En cuanto al padre de Fanshawe, poco puedo decir con certeza. Era un mensaje cifrado para mí, un hombre silencioso de abstraída benevolencia, y nunca llegué a conocerle bien. Mientras mi padre solía estar mucho en casa, especialmente los fines de semana, al padre de Fanshawe raras veces le veíamos. Era un abogado de cierto prestigio y en otra época había tenido ambiciones políticas, pero éstas habían acabado en una serie de decepciones. Generalmente trabajaba hasta tarde, llegaba a casa a las ocho o las nueve y a menudo pasaba el sábado y parte del domingo en su despacho. Dudo que supiera entender a su hijo, porque parecía un hombre al que le gustaban poco los niños, alguien que había perdido todo recuerdo de haber sido niño alguna vez. El señor Fanshawe era tan absolutamente adulto, estaba tan completamente inmerso en asuntos serios, que me imagino que le resultaba difícil no considerarnos criaturas de otro mundo.

No había cumplido los cincuenta años cuando murió. Durante los últimos seis meses de su vida, después de que los médicos perdieran la esperanza de salvarle, permanecía tumbado en la habitación de invitados de la casa de los Fanshawe, mirando el jardín por la ventana, leyendo algún que otro libro, tomando sus analgésicos, adormilándose. Fanshawe pasaba la mayor parte de su tiempo libre con él, y aunque sólo puedo especular sobre lo que sucedió, deduzco que las cosas cambiaron entre ellos. Por lo menos, sé cuánto se esforzó Fanshawe en conseguirlo, faltando a menudo a clase para estar con él, tratando de hacerse indispensable, cuidándole con resuelta dedicación. Era algo terrible para Fanshawe, quizá demasiado para él, y aunque parecía llevarlo bien, reuniendo el coraje que sólo es posible en los muy jóvenes, a veces me pregunto si logró superarlo.

Sólo hay una cosa más que quiero mencionar aquí. Al final de este periodo —completamente al final, cuando ya nadie esperaba que el padre viviera más de unos días— Fanshawe y yo fuimos a dar un paseo en coche al salir del instituto. Era febrero, y al cabo de unos minutos empezó a nevar ligeramente. Condujimos sin rumbo, dando vueltas por algunos de los pueblos cercanos, prestando poca atención a lo que nos rodeaba. Cuando estábamos a unos quince o veinte kilómetros de casa, encontramos un cementerio; la puerta estaba abierta y sin ninguna razón especial decidimos entrar. Al cabo de unos momentos detuvimos el coche y empezamos a pasear a pie. Leímos las inscripciones de las lápidas, especulamos sobre cómo habrían sido aquellas vidas, nos quedamos callados, anduvimos un poco más, hablamos, nos callamos de nuevo. Ahora nevaba intensamente y la tierra se estaba poniendo blanca. En algún punto en medio del cementerio había una tumba recién cavada y Fanshawe y yo nos detuvimos en el borde y miramos hacia abajo. Recuerdo lo silencioso que estaba todo, lo lejos de nosotros que parecía estar el mundo. Durante largo rato ninguno de los dos habló, y luego Fanshawe dijo que le gustaría ver cómo se estaba en el fondo. Le di la mano y le sostuve con fuerza mientras él descendía a la fosa. Cuando sus pies tocaron la tierra me miró con la cabeza levantada y una media sonrisa y luego se tumbó de espaldas, como fingiendo estar muerto. Ese recuerdo está aún completamente vivo para mí: mirar a Fanshawe mientras él miraba al cielo, sus ojos parpadeando furiosamente porque la nieve le caía en la cara.

Por alguna oscura asociación de ideas, me acordé de cuando éramos muy pequeños, no tendríamos más de cuatro o cinco años. Los padres de Fanshawe habían comprado un electrodoméstico nuevo, un televisor quizá, y durante varios meses Fanshawe conservó la caja de cartón en su cuarto. Siempre había sido generoso para compartir sus juguetes, pero aquella caja me estaba prohibida, y nunca me dejó entrar en ella. Era su lugar secreto, me explicó y cuando se sentaba dentro y la cerraba a su alrededor, podía ir a donde quisiera ir, podía estar donde quisiera estar. Pero si otra persona entraba alguna vez en la caja, perdería su magia para siempre. Creí aquella historia y no le insistí, aunque casi me parte el alma. Estábamos jugando en su cuarto, haciendo formaciones de soldados tranquilamente o dibujando, y luego, de pronto, Fanshawe anunciaba que iba a meterse en su caja. Yo intentaba continuar con lo que estaba haciendo, pero nunca lo conseguía. Nada me interesaba tanto como lo que le estaba sucediendo a Fanshawe dentro de la caja, y pasaba esos minutos intentando desesperadamente imaginar las aventuras que él estaba viviendo. Pero nunca me enteré de cuáles eran, ya que también iba contra las reglas el que Fanshawe me las contara cuando salía de la caja.

Algo parecido estaba pasando entonces en aquella tumba abierta bajo la nieve. Fanshawe estaba solo allí abajo, pensando sus pensamientos, viviendo aquellos momentos en soledad, y aunque yo estaba presente, el suceso estaba sellado para mí, como si no estuviese allí en realidad. Comprendí que aquélla era la manera que tenía Fanshawe de imaginarse la muerte de su padre. Era pura casualidad: la tumba abierta estaba allí y Fanshawe había sentido que le llamaba. Las historias sólo suceden a quienes son capaces de contarlas, había dicho alguien una vez. De la misma manera, quizá, las experiencias sólo se presentaban a quienes eran capaces de tenerlas. Pero ésta es una cuestión difícil y no puedo estar seguro de nada. Permanecí allí esperando a que Fanshawe subiera, tratando de imaginar lo que estaba pensando, durante un breve momento intentando ver lo que veía. Entonces levanté la cabeza hacia el oscuro cielo invernal y todo era un caos de nieve que caía rápidamente sobre mí.

Cuando echamos a andar hacia el coche, el sol ya se había puesto. Cruzamos el cementerio tropezando, sin decirnos nada. Había varios centímetros de nieve en el suelo y continuaba nevando, cada vez más intensamente, como si no fuese a parar nunca. Llegamos al coche, nos metimos dentro, y luego, contra todas nuestras expectativas, no pudimos arrancarlo. Las ruedas traseras estaban atascadas en una zanja poco profunda y nada de lo que hacíamos daba resultado. Lo empujamos, pero las ruedas seguían girando inútilmente con aquel horrible ruido. Pasó media hora y tuvimos que renunciar, decidiendo de mala gana abandonar el coche. Hicimos autostop bajo la tormenta de nieve y pasaron dos horas más hasta que finalmente llegamos a casa. Sólo entonces nos enteramos de que el padre de Fanshawe había muerto durante la tarde.

3

Transcurrieron varios días hasta que encontré el valor necesario para abrir las maletas. Acabé el artículo que estaba escribiendo, fui al cine, acepté invitaciones que normalmente habría rechazado. Estas tácticas no me engañaban, sin embargo. Demasiadas cosas dependían de mi respuesta, y la posibilidad de quedar decepcionado era algo a lo que no quería enfrentarme. En mi mente no había diferencia entre dar la orden de destruir la obra de Fanshawe y matarle con mis propias manos. Me había sido concedido el poder de borrar a alguien, de sacar un cuerpo de su tumba y hacerlo pedazos. Era intolerable estar en esa posición, y yo no quería saber nada de ello. Mientras no tocara las maletas, mi conciencia estaría tranquila. Por otra parte, había hecho una promesa, y sabía que no podría retrasarme indefinidamente. Fue justo en este punto (cuando estaba pertrechándome, preparándome para hacerlo) cuando un nuevo temor se apoderó de mí. Descubrí que no quería que la obra de Fanshawe fuera mala, pero tampoco quería que fuese buena. Es un sentimiento difícil de explicar. Sin duda, las viejas rivalidades tenían algo que ver con ello, un deseo de no quedar humillado por el talento de Fanshawe, pero también tenía la sensación de estar atrapado. Había dado mi palabra. Una vez que abriese las maletas, me convertiría en el portavoz de Fanshawe, y continuaría hablando en su nombre, tanto si me gustaba como si no. Ambas posibilidades me asustaban. Dictar una sentencia de muerte ya era bastante malo, pero trabajar para un muerto no parecía mucho mejor. Durante varios días oscilé entre estos temores, incapaz de decidir cuál era peor. Al final, por supuesto, abrí las maletas. Para entonces probablemente tenía menos que ver con Fanshawe que con Sophie. Quería volver a verla, y cuanto antes me pusiese a trabajar, antes tendría un motivo para llamarla.

No pienso entrar en detalles aquí. A estas alturas todo el mundo sabe cómo es el trabajo de Fanshawe. Ha sido leído y comentado, ha habido artículos y estudios, se ha convertido en propiedad pública. Si hay algo que decir, es únicamente que no tardé más de una hora o dos en comprender que mis sentimientos no venían a cuento. Amar las palabras, tener interés en lo que se escribe, creer en el poder de los libros, esto supera a todo lo demás, y a su lado la vida de uno se queda muy pequeña. No digo esto para felicitarme ni para presentar mis actos bajo una luz más favorecedora. Fui el primero, pero aparte de eso no veo nada que me distinga de los demás. Si la obra de Fanshawe hubiese sido menos de lo que era, mi papel habría sido diferente, más importante quizá, más crucial para el resultado de la historia. Pero, dadas las circunstancias, yo no fui más que un instrumento invisible. Algo había sucedido, y excepto negarlo, excepto fingir que no había abierto las maletas, continuaría sucediendo, derribando lo que se le pusiera por delante, avanzando por su propio impulso.

Me costó aproximadamente una semana digerir y organizar el material, separar las obras acabadas de los borradores, poner los manuscritos en algo parecido a un orden cronológico. El primer texto era un poema, fechado en 1963 (cuando Fanshawe tenía dieciséis años), y el último era de 1976 (justo un mes antes de que desapareciera). En total había más de cien poemas, tres novelas (dos cortas y una larga) y cinco obras de teatro de un acto, así como trece cuadernos que contenían varias obras abortadas, bocetos, apuntes, comentarios de libros que Fanshawe estaba leyendo e ideas para futuros proyectos. No había cartas ni diarios, ninguna vislumbre de la vida privada de Fanshawe. Pero eso ya me lo esperaba. Un hombre no se pasa la vida ocultándose del mundo sin asegurarse de no dejar rastro. Sin embargo, había pensado que en alguna parte entre todos aquellos papeles tal vez habría alguna mención de mí, aunque sólo fuese una carta dándome instrucciones o una anotación en un cuaderno nombrándome su albacea literario. Pero no había nada. Fanshawe me había dejado enteramente solo.

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