La trilogía de Nueva York (4 page)

Read La trilogía de Nueva York Online

Authors: Paul Auster

Tags: #Policíaco, Relato

»Pobre Virginia. A ella no le gusta follar. Es decir, conmigo. Quizá folla con otro. ¿Quién sabe? Yo no sé nada de esto. Es igual. Pero quizá si es usted amable con Virginia ella le dejará follarla. Eso me alegraría. Por usted. Gracias.

»Bueno. Hay muchísimas cosas. Estoy tratando de decírselas. Sé que no todo está bien en mi cabeza. Y es verdad, sí, y lo digo por mi propia voluntad, que a veces chillo y chillo. Sin ningún motivo. Como si tuviera que haber un motivo. Pero yo no veo ninguno. Ni nadie. No. Y luego hay veces que no digo nada. Durante días y días. Nada, nada, nada. Se me olvida cómo hacer que las palabras salgan de mi boca. Entonces me resulta difícil moverme. Sí sí. Incluso ver. Entonces es cuando me convierto en el señor Triste.

»Todavía me gusta estar en la oscuridad. Por lo menos a veces. Me hace bien, creo. En la oscuridad hablo el lenguaje de Dios y nadie me oye. No se enfade, por favor. No puedo remediarlo.

»Lo mejor de todo es el aire. Sí. Y poco a poco he aprendido a vivir dentro de él. El aire y la luz, sí, también la luz, la luz que ilumina todas las cosas y las pone ahí para que mis ojos las vean. Está el aire y la luz y eso es lo mejor de todo. Disculpe. El aire y la luz. Sí. Cuando hace buen tiempo me gusta sentarme al lado de la ventana abierta. A veces me asomo y miro las cosas que hay abajo. La calle y toda la gente, los perros y los coches, los ladrillos del edificio de enfrente. Y luego hay veces que cierro los ojos y me quedo allí sentado, con la brisa dándome en la cara, y la luz dentro del aire, todo delante de mis párpados, y el mundo es todo rojo, de un rojo muy bonito, dentro de mis ojos, con el sol brillando sobre mí y sobre mis ojos.

»Es verdad que raras veces salgo. Es difícil para mí, y no siempre soy de fiar. A veces chillo. No se enfade conmigo, por favor. No puedo remediarlo. Virginia dice que debo aprender a comportarme en público. Pero a veces no puedo contenerme y los gritos se me escapan.

»Pero me encanta ir al parque. Allí hay árboles, y el aire y la luz. Hay algo bueno en todo eso, ¿verdad? Sí. Poco a poco voy estando mejor dentro de mí. Lo noto. Incluso el doctor Wyshnegradsky lo dice. Sé que todavía soy el niño marioneta. Eso no tiene remedio. No, no. Ya no. Pero a veces creo que al fin creceré y me volveré real.

»Por ahora, sigo siendo Peter Stillman. Ése no es mi verdadero nombre. No puedo saber quién seré mañana. Cada día es nuevo y cada día vuelvo a nacer. Veo la esperanza por todas partes, incluso en la oscuridad, y cuando muera quizá me convierta en Dios.

»Hay muchas más palabras que decir. Pero creo que no las diré. No. Hoy no. Mi boca está cansada ahora y creo que ha llegado la hora de que me vaya. Por supuesto, yo no sé nada del tiempo. Pero es igual. Para mí. Muchas gracias. Sé que usted me salvará la vida, señor Auster. Cuento con usted. La vida sólo puede durar cierto tiempo, ¿comprende? Todo lo demás está en la habitación, con la oscuridad, con el lenguaje de Dios, con los gritos. Aquí soy del aire, una cosa hermosa para que la luz brille sobre ella. Quizá recordará usted eso. Soy Peter Stillman. Ése no es mi verdadero nombre. Muchas gracias.

3

El discurso había terminado. Quinn no sabía cuánto había durado. Porque sólo entonces, después de que las palabras cesaran, se dio cuenta de que estaban sentados en la oscuridad. Al parecer había transcurrido todo un día. En algún momento durante el monólogo de Stillman el sol se había puesto en la habitación, pero Quinn no había sido consciente de ello. Entonces notó la oscuridad y el silencio, y la cabeza le zumbaba a causa de ellos. Pasaron varios minutos. Quinn pensó que ahora era él quien tenía que decir algo, pero no estaba seguro. Oía a Peter Stillman respirar pesadamente en su sitio al otro lado de la habitación. Aparte de eso, no había ningún sonido. Quinn no lograba decidir qué debía hacer. Pensó en varias posibilidades, pero a continuación las desechó una por una. Se quedó allí sentado, esperando a que sucediera algo.

El sonido de unas piernas enfundadas en medias cruzando la habitación rompió finalmente el silencio. Se oyó el sonido metálico del interruptor de una lámpara y de pronto la habitación se llenó de luz. Los ojos de Quinn se volvieron automáticamente hacia su fuente, y allí, de pie al lado de una lámpara de mesa a la izquierda de la butaca de Peter, vio a Virginia Stillman. El joven seguía mirando fijamente al frente, como si estuviera dormido con los ojos abiertos. La señora Stillman se inclinó, rodeó los hombros de Peter con un brazo y le habló suavemente al oído.

—Ya es la hora, Peter —dijo—. La señora Saavedra te está esperando.

Peter la miró y le sonrió.

—Estoy lleno de esperanza —dijo.

Virginia Stillman le besó tiernamente en la mejilla.

—Despídete del señor Auster —dijo.

Peter se levantó. O más bien empezó la triste y lenta maniobra de alzar su cuerpo de la butaca y ponerse de pie. A cada movimiento se caía, se derrumbaba, todo ello acompañado de repentinos ataques de inmovilidad, gruñidos y palabras cuyo significado Quinn no podía descifrar.

Finalmente Peter logró erguirse. Permaneció delante de su butaca con expresión de triunfo y miró a Quinn a los ojos. Luego sonrió ampliamente y sin ninguna incomodidad.

—Adiós —dijo.

—Adiós, Peter —dijo Quinn.

Peter hizo un pequeño movimiento espástico con la mano como despedida y luego se volvió lentamente y cruzó la habitación. Se tambaleaba al andar, ladeándose primero a la derecha y luego a la izquierda, sus piernas se doblaban y bloqueaban alternativamente. Al otro extremo de la habitación, de pie en un umbral iluminado, había una mujer de mediana edad vestida con un uniforme blanco de enfermera. Quinn supuso que seria la señora Saavedra. Siguió a Peter Stillman con los ojos hasta que el joven desapareció por la puerta.

Virginia Stillman se sentó frente a Quinn, en la misma butaca que su marido ocupaba un momento antes.

—Podría haberle ahorrado todo eso —dijo—, pero pensé que sería mejor que lo viera con sus propios ojos.

—Entiendo —dijo Quinn.

—No, no creo que lo entienda —dijo la mujer amargamente—. No creo que nadie pueda entenderlo.

Quinn sonrió juiciosamente y se dijo que debía lanzarse.

—Lo que yo entienda o no entienda —dijo— probablemente no hace al caso. Usted me ha contratado para hacer un trabajo y cuanto antes empiece, mejor. Por lo que he podido deducir, el caso es urgente. No pretendo comprender a Peter ni lo que usted haya sufrido. Lo importante es que estoy dispuesto a ayudarles. Creo que debería aceptar eso en lo que vale.

Se estaba animando. Algo le decía que había dado con el tono adecuado, y le inundó una repentina sensación de placer, como si acabara de conseguir cruzar una frontera interior dentro de sí mismo.

—Tiene usted razón —dijo Virginia Stillman—. Por supuesto.

La mujer hizo una pausa, respiró hondo y se calló de nuevo, como si estuviera ensayando mentalmente lo que estaba a punto de decir. Quinn observó que sus manos aferraban con fuerza los brazos de la butaca.

—Me doy cuenta —continuó ella— de que la mayor parte de lo que Peter dice es muy confuso, especialmente la primera vez que uno lo oye. Yo estaba en la habitación contigua escuchando lo que le decía. No debe usted suponer que Peter siempre dice la verdad. Por otra parte, sería un error creer que miente.

—Quiere usted decir que debería creer algunas de las cosas que me ha dicho y no creer otras.

—Eso es exactamente lo que quiero decir.

—Sus costumbres sexuales, o ausencia de ellas, no me conciernen, señora Stillman —dijo Quinn—. Aunque lo que Peter ha dicho sea verdad, a mí no me importa. En mi trabajo se suele encontrar un poco de todo y si uno no aprende a dejar de juzgar, nunca llegaría a ninguna parte. Estoy acostumbrado a oír los secretos de la gente y también estoy acostumbrado a tener la boca cerrada. Si un hecho no tiene relación directa con el caso, no me sirve para nada.

La señora Stillman se ruborizó.

—Sólo quería que supiera usted que Peter no ha dicho la verdad.

Quinn se encogió de hombros, sacó un cigarrillo y lo encendió.

—Sea como sea —dijo—, no tiene importancia. Lo que me interesa son otras cosas que Peter ha dicho. Supongo que son verdad, y si lo son, me gustaría oír lo que usted tenga que decir.

—Sí, son verdad. —Virginia Stillman soltó los brazos de la butaca y se puso la mano derecha debajo de la barbilla. Pensativa. Como si estuviera buscando una actitud de inconmovible honestidad—. Peter tiene una forma infantil de contarlo. Pero lo que ha dicho es verdad.

—Cuénteme algo del padre. Cualquier cosa que usted crea relevante.

—El padre de Peter era un Stillman de Boston. Estoy segura de que habrá oído usted hablar de ésa familia. Varios de ellos fueron gobernadores en el siglo
XIX
. Algunos obispos episcopalianos, embajadores, un rector de Harvard. Al mismo tiempo la familia hizo muchísimo dinero con textiles, navieras y Dios sabe qué más. Los detalles no tienen importancia. Basta con que usted se haga una idea de los antecedentes.

»El padre de Peter fue a Harvard, como todos los miembros de su familia. Estudió filosofía y religión y según dicen era un alumno brillante. Escribió su tesis sobre las interpretaciones teológicas del Nuevo Mundo en los siglos
XVI
y
XVII
y luego aceptó un puesto en el departamento de religión de Columbia. Poco después de eso se casó con la madre de Peter. No sé mucho sobre ella. Por las fotografías que he visto era muy guapa. Pero delicada, un poco como Peter, con esos ojos azul claro y la piel muy blanca. Cuando Peter nació unos años más tarde, la familia vivía en un piso grande en Riverside Drive. La carrera académica de Stillman prosperaba. Reescribió su tesis y la convirtió en un libro que fue muy bien recibido y a los treinta y cuatro o treinta y cinco años era catedrático. Luego murió la madre de Peter. Todo lo relacionado con esa muerte no está claro. Stillman afirmó que había muerto mientras dormía, pero las pruebas parecían apuntar a un suicidio. Algo relacionado con una sobredosis de píldoras, pero por supuesto no se pudo probar nada. Se habló incluso de que él la había matado. Pero eran sólo rumores y no pasó nada. Todo el asunto se silenció.

»Peter tenía sólo dos años entonces y era un niño perfectamente normal. Después de la muerte de su esposa, Stillman, al parecer, tuvo poca relación con él. Contrató a una enfermera y durante los siguientes seis meses más o menos ella se encargó por completo del cuidado de Peter. Luego, de repente, Stillman la despidió. No recuerdo su nombre, creo que era una tal señorita Barber, pero ella testificó en el juicio. Parece que Stillman llegó un día a casa y le dijo que iba a ocuparse personalmente de la educación de Peter. Presentó su dimisión en Columbia y les dijo que dejaba la universidad para dedicarse en exclusiva a su hijo. El dinero, por supuesto, no era un obstáculo, y nadie pudo hacer nada al respecto.

»Después, más o menos desapareció. Se quedó en el mismo piso pero no salía casi nunca. Nadie sabe realmente lo que sucedió. Creo que probablemente empezó a creer en alguna de las rebuscadas ideas religiosas sobre las cuales había escrito. Eso le trastornó, se volvió absolutamente loco. No hay ninguna otra forma de describirlo. Encerró a Peter en una habitación del piso, tapó las ventanas y le mantuvo allí durante nueve años. Intente imaginarlo, señor Auster. Nueve años. Toda una infancia pasada en la oscuridad, aislado del mundo, sin ningún contacto humano excepto alguna que otra paliza. Vivo con los resultados de aquel experimento y puedo asegurarle que el daño fue monstruoso. Lo que ha visto usted hoy era a Peter en uno de sus mejores momentos. Han sido precisos trece años para que llegase a esto, y por nada del mundo consentiré que nadie vuelva a hacerle daño.

La señora Stillman se detuvo para coger aliento. Quinn intuyó que ella estaba al borde de un ataque de nervios y que una palabra más podría hacerle traspasar ese límite. Ahora tenía que hablar él, de lo contrario la conversación se le escaparía de las manos.

—¿Cómo descubrieron a Peter finalmente? —preguntó.

Parte de la tensión abandonó a la mujer. Exhaló audiblemente y miró a Quinn a los ojos.

—Hubo un incendio —contestó.

—¿Un incendio accidental o un incendio provocado?

—Nadie lo sabe.

—¿Qué opina usted?

—Yo creo que Stillman estaba en su despacho. Allí era donde guardaba los apuntes de su experimento y creo que finalmente se dio cuenta de que su trabajo había sido un fracaso. No digo que se arrepintiera de nada de lo que había hecho. Pero incluso considerado en sus propios términos, comprendió que había fracasado. Creo que esa noche llegó a un punto de máximo disgusto consigo mismo y decidió quemar sus papeles. Pero el fuego se extendió y quemó gran parte del piso. Afortunadamente, la habitación de Peter estaba al otro extremo de un largo pasillo y los bomberos llegaron hasta él a tiempo.

—¿Y luego?

—Tardaron varios meses en aclararlo todo. Los papeles de Stillman habían quedado destruidos, lo cual significaba que no había pruebas concretas. Por otra parte, estaba el estado de Peter, la habitación en la que había estado encerrado, aquellas horribles tablas que tapaban las ventanas, y finalmente la policía reconstruyó el caso. Stillman fue llevado a juicio.

—¿Qué sucedió en el juicio?

—Juzgaron que Stillman estaba loco y le recluyeron.

—¿Y Peter?

—Él también ingresó en un hospital. Permaneció allí hasta hace sólo dos años.

—¿Es allí donde le conoció usted?

—Sí. En el hospital.

—¿Cómo?

—Yo era su logopeda. Trabajé con Peter todos los días durante cinco años.

—No es mi intención cotillear. Pero ¿como llevó eso al matrimonio?

—Es complicado.

—¿Le importa hablarme de ello?

—En realidad no. Pero no creo que lo entienda.

—Sólo hay una manera de averiguarlo.

—Bueno, lo expresaré sencillamente. Era la mejor manera de sacar a Peter del hospital y darle una oportunidad de llevar una vida más normal.

—¿No podría haber conseguido su custodia legal?

—El procedimiento era muy complicado. Y, además, Peter ya no era menor de edad.

—¿No supuso un enorme sacrificio por su parte?

—En realidad no. Yo había estado casada antes… Desastrosamente. Ya no es algo que desee para mí. Con Peter, por lo menos mi vida tiene un propósito.

Other books

Spinning Dixie by Eric Dezenhall
Ballet Shoes for Anna by Noel Streatfeild
The Woman Who Wasn’t There by Robin Gaby Fisher, Angelo J. Guglielmo, Jr.
The Bloodless Boy by Robert J. Lloyd
A Night With Consequences by Margaret Mayo
A Fortunate Life by Paddy Ashdown