La trilogía de Nueva York (21 page)

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Authors: Paul Auster

Tags: #Policíaco, Relato

Azul piensa en esto ahora mientras cruza por encima del río, observando a Negro que camina delante de él y acordándose de su padre y de su infancia en Gravesend. El viejo era policía, más tarde detective en el distrito 77, y la vida habría sido buena, piensa Azul, de no haber sido por el caso Russo y la bala que atravesó el cerebro de su padre en 1927. Hace veinte años, se dice, repentinamente horrorizado por el tiempo que ha transcurrido, preguntándose si hay un cielo y, de ser así, si llegará a ver a su padre de nuevo cuando se muera. Recuerda una historia de una de las infinitas revistas que ha leído esa semana, una nueva de aparición mensual que se llama
Más Extraño que la Ficción
, que parece seguir el hilo de todos los otros pensamientos que acaban de venirle a la cabeza. En algún lugar de los Alpes franceses, recuerda, hace veinte o veinticinco años desapareció un hombre que estaba esquiando, tragado por una avalancha, y su cuerpo nunca fue recuperado. Su hijo, que era un niño entonces, creció y también se hizo esquiador. Un día del año pasado fue a esquiar no lejos del lugar donde desapareció su padre, aunque él no lo sabía. Debido a los minúsculos y persistentes desplazamientos del hielo a lo largo de las décadas transcurridas desde la muerte de su padre, el terreno era ahora totalmente diferente de como había sido. Completamente solo en las montañas, a kilómetros de ningún otro ser humano, el hijo encontró un cuerpo en el hielo, un cadáver, absolutamente intacto, como preservado en animación suspendida. Por descontado, el joven se detuvo a examinarlo y al agacharse para mirar la cara del cadáver tuvo la clara y aterradora impresión de que se estaba mirando a sí mismo. Temblando de miedo, como decía el articulo, inspeccionó con más atención el cuerpo, completamente encerrado en el hielo, como alguien que se halla al otro lado de una gruesa ventana, y vio que era su padre. El muerto seguía siendo joven, incluso más joven que su hijo ahora, y había algo espantoso en eso, sintió Azul, algo tan extraño y terrible en ser más viejo que tu propio padre, que tuvo que contener las lágrimas mientras leía el articulo. Ahora, mientras se acerca al final del puente, estos mismos sentimientos vuelven a él y desea desesperadamente que su padre pudiera estar ahí, andando por encima del río y contándole historias. Luego, repentinamente consciente de lo que su mente le está haciendo, se pregunta por qué se ha vuelto tan sentimental, por qué no paran de ocurrírsele esos pensamientos, cuando durante tantos años nunca se le han ocurrido. Todo es parte de lo mismo, piensa, avergonzado de ser así. Esto es lo que pasa cuando no tienes con quién hablar.

Llega al final y ve que se había equivocado respecto a Negro. No habrá suicidios ese día. Nadie saltará desde un puente, nadie saltará a lo desconocido. Porque allí va su hombre, tan animado y despreocupado como el que más, bajando las escaleras y caminando por la calle que rodea el ayuntamiento, dirigiéndose luego hacia el norte a lo largo de Centre Street, pasando por delante del tribunal y otros edificios municipales, sin aflojar nunca el paso, atravesando Chinatown y continuando más allá. Estos vagabundeos duran varias horas y en ningún momento tiene Azul la sensación de que Negro vaya a alguna parte. Más bien parece estar aireando sus pulmones, andando por el puro placer de andar, y mientras sigue el recorrido Azul se confiesa a sí mismo por primera vez que está cogiéndole cierto afecto a Negro.

En un momento dado Negro entra en una librería y Azul entra tras él. Allí Negro curiosea durante media hora o cosa así, acumulando una pequeña pila de libros, y Azul, que no tiene nada mejor que hacer, curiosea también, procurando al mismo tiempo que Negro no le vea nunca la cara. Las ojeadas que le echa cuando Negro no parece estar mirándole le dan la sensación de que conoce a Negro de antes, pero no puede recordar de qué. Hay algo en sus ojos, se dice, pero no pasa de ahí, ya que no quiere llamar la atención y no está realmente seguro de que haya algo de cierto.

Un minuto más tarde Azul encuentra casualmente un ejemplar de
Walden
, de Henry David Thoreau. Hojeando las páginas, se sorprende al descubrir que el nombre del editor es Negro: «Publicado para Club de Clásicos por Walter J. Negro, Inc., Copyright 1942.» Azul se queda momentáneamente estremecido por esta coincidencia, pensando que quizá haya algún mensaje para él, algún significado que pudiera implicar una diferencia. Pero luego, recobrándose del sobresalto, empieza a pensar que no. Es un nombre bastante corriente, se dice, y además sabe con certeza que el nombre de Negro no es Walter. Pero podría ser un pariente, añade, o quizá incluso su padre. Aún dándole vueltas a esta última cuestión, Azul decide comprar el libro. Si no puede leer lo que Negro escribe, por lo menos puede leer lo que lee. Es una probabilidad remota, se dice, pero quién sabe si no le dará alguna pista de lo que el hombre se propone.

Hasta ahora todo va bien. Negro paga sus libros, Azul paga el suyo, y el paseo continúa. Azul no cesa de esperar que surja alguna pauta, encontrar en su camino algún indicio que le lleve al secreto de Negro. Pero Azul es demasiado honrado para engañarse y sabe que no se puede ver ningún sentido en nada de lo sucedido hasta ahora. Por una vez, no se siente desalentado por ello. De hecho, cuando sondea más profundamente dentro de sí, se da cuenta de que en conjunto se siente bastante fortalecido. Descubre que hay algo agradable en estar a oscuras, algo emocionante en no saber lo que va a suceder. Te mantiene alerta, piensa, y no hay nada de malo en eso, ¿verdad? Con los ojos bien abiertos y en puntillas, absorbiéndolo todo, listo para cualquier cosa.

Pocos momentos después de pensar esto, a Azul se le ofrece al fin un nuevo suceso y el caso da su primer giro. Negro vuelve una esquina, recorre la mitad de la manzana, titubea brevemente, como si estuviera buscando una dirección, retrocede unos pasos, avanza de nuevo y varios segundos más tarde entra en un restaurante. Azul le sigue, sin pensarlo mucho, ya que después de todo es la hora del almuerzo y la gente tiene que comer, pero no se le escapa que la vacilación de Negro parece indicar que nunca ha estado ahí antes, lo cual a su vez podría significar que Negro tiene una cita. Es un sitio oscuro, bastante lleno, con un grupo de gente amontonada en torno a la barra que hay a la entrada, mucha charla y entrechocar de cubiertos y platos al fondo. Parece caro, piensa Azul, con las paredes forradas de madera y manteles blancos, y decide procurar que su factura sea lo más baja posible. Hay mesas libres, y Azul lo interpreta como un buen augurio cuando se sienta en un lugar desde el cual puede ver a Negro, no demasiado cerca, pero tampoco tan lejos que no pueda observar lo que hace. Negro revela sus intenciones al pedir dos cartas y tres o cuatro minutos más tarde sonríe cuando una mujer cruza el comedor, se aproxima a su mesa y le besa en la mejilla antes de sentarse. La mujer no está mal, piensa Azul. Un poco delgada para su gusto, pero nada mal. Luego piensa: Ahora empieza la parte interesante.

Desgraciadamente, la mujer está de espaldas a Azul, de modo que él no puede verle la cara durante la comida. Mientras está allí sentado tomándose su solomillo Salisbury, piensa que tal vez su primera intuición fuese la correcta, que se trata de un caso matrimonial después de todo. Azul ya está imaginando las cosas que escribirá en su próximo informe y le resulta placentero estudiar las frases que empleará para describir lo que está viendo ahora. Al haber otra persona en el caso, sabe que tendrá que tomar ciertas decisiones. Por ejemplo: ¿debe continuar con Negro o debe desviar su atención a la mujer? Posiblemente eso aceleraría las cosas un poco, pero al mismo tiempo podría significar que Negro tuviera la oportunidad de escapársele, quizá para siempre. En otras palabras, ¿es el encuentro con la mujer una cortina de humo o es auténtico? ¿Es parte del caso o no? ¿Es un hecho esencial o contingente? Azul reflexiona sobre estas preguntas durante un rato y llega a la conclusión de que es demasiado pronto para saberlo. Sí, podría ser una cosa, se dice. Pero también podría ser otra.

Hacia la mitad de la comida, la situación parece empeorar. Azul detecta una expresión de gran tristeza en la cara de Negro y al momento la mujer parece estar llorando. Por lo menos eso es lo que puede deducir del repentino cambio en la posición de su cuerpo: los hombros caídos, la cabeza inclinada hacia adelante, la cara quizá oculta entre las manos, el ligero estremecimiento de su espalda. Podría ser un ataque de risa, razona Azul, pero, entonces, ¿por qué iba a estar Negro tan triste? Parece como si acabaran de quitarle el suelo bajo los pies. Un momento más tarde la mujer vuelve la cara hacía un lado y Azul vislumbra su perfil: lágrimas, sin duda, piensa, mientras la ve secarse los ojos con la servilleta y nota un tiznón de rímel húmedo en su mejilla. Ella se levanta bruscamente y se aleja en dirección al lavabo. Ahora Azul vuelve a tener una visión sin impedimentos de Negro y al ver la tristeza de su cara, la expresión de absoluto abatimiento, casi empieza a compadecerle. Negro mira en dirección a Azul, pero claramente no ve nada, y luego, un instante más tarde, se tapa la cara con las manos. Azul trata de adivinar lo que está sucediendo, pero es imposible saberlo. Parece que han terminado, piensa, da la sensación de que algo ha llegado a su fin. Y, sin embargo, también podría ser sólo una pelea.

La mujer regresa a la mesa con un aspecto ligeramente mejorado y luego los dos permanecen unos minutos sin decir nada, dejando la comida intacta. Negro suspira una o dos veces, mirando a lo lejos, y finalmente pide la cuenta. Azul hace lo mismo y les sigue cuando salen del restaurante. Se fija en que Negro la lleva cogida por el codo, pero eso podría ser sólo un reflejo, se dice, y probablemente no significa nada. Bajan por la calle en silencio y al llegar a la esquina Negro para un taxi. Le abre la puerta a la mujer y antes de que ella suba al coche la toca muy suavemente en la mejilla. Ella le dirige una valiente sonrisita, pero siguen sin decir una palabra. Luego ella se sienta en el asiento trasero, Negro cierra la portezuela y el taxi arranca.

Negro pasea unos minutos, deteniéndose brevemente delante del escaparate de una agencia de viajes para examinar un cartel de las Montañas Blancas y luego también él coge un taxi. Azul vuelve a tener suerte y consigue encontrar otro taxi unos segundos más tarde. Le dice al taxista que siga al taxi de Negro y se recuesta en el asiento mientras los dos coches amarillos avanzan despacio entre el tráfico del centro, cruzan el puente de Brooklyn y finalmente llegan a la calle Naranja. Azul se queda horrorizado por el precio del viaje y se da de patadas mentalmente por no haber seguido a la mujer. Debería haber sabido que Negro se iría a casa.

Se le alegra el ánimo considerablemente cuando entra en su edificio y encuentra una carta en su buzón. Sólo puede ser una cosa, se dice, y, efectivamente, mientras sube las escaleras abre el sobre y allí está: el primer dinero, un giro postal por la cantidad exacta acordada con Blanco. Sin embargo, le deja un poco perplejo que el sistema de pago sea anónimo. ¿Por qué no un cheque nominativo firmado por Blanco? Esto le lleva a juguetear con la idea de que Blanco es un agente traidor después de todo, ansioso de borrar sus huellas y, por lo tanto, asegurándose de que no quedará constancia de los pagos. Luego, después de quitarse el sombrero y el abrigo y tumbarse en la cama, Azul se da cuenta de que está un poco decepcionado por no haber recibido ningún comentario acerca del informe. Considerando lo mucho que trabajó para que le quedara bien, una palabra de aliento no le habría venido mal. El hecho de que le mande el dinero significa que Blanco no está insatisfecho. De todas formas, el silencio no es una respuesta gratificante, signifique lo que signifique. Pero si es así, se dice Azul, tendrá que acostumbrarse.

Pasan los días y una vez más las cosas vuelven a la más elemental rutina. Negro escribe, lee, hace sus compras en el barrio, visita la oficina de correos, da algún que otro paseo. La mujer no ha vuelto a aparecer y Negro no ha hecho más excursiones a Manhattan. Azul empieza a pensar que cualquier día recibirá una carta diciéndole que el caso está cerrado. La mujer se ha ido, razona, y eso puede ser el final de la historia. Pero nada de eso sucede. La meticulosa descripción de la escena en el restaurante que Azul manda no provoca ninguna respuesta especial de Blanco, y semana tras semana los giros postales siguen llegando puntualmente. Nada que ver con el amor, se dice Azul. La mujer no significaba nada. No era más que una distracción.

Es preciso decir que en esta primera etapa el estado mental de Azul es de ambivalencia y conflicto. Hay momentos en los que se siente tan completamente en armonía con Negro, tan naturalmente unido al otro hombre, que para anticipar lo que Negro va a hacer, para saber cuándo se quedará en su habitación y cuándo saldrá, le basta simplemente con mirar dentro de si. Pasan días enteros en los que ni se molesta en mirar por la ventana o en seguir a Negro a la calle. De vez en cuando incluso se permite hacer alguna expedición en solitario, sabiendo perfectamente que durante el tiempo que él esté fuera Negro no se moverá de su sitio. Cómo lo sabe sigue siendo un misterio para él, pero el hecho es que nunca se equivoca, y cuando tiene esa sensación, no cabe la menor duda ni vacilación. Por otra parte, no todos los momentos son como éstos. Hay veces en que se siente totalmente alejado de Negro, aislado de él de una forma tan completa y absoluta que empieza a perder la noción de quién es. La soledad le envuelve, le encierra, y con ella llega un terror peor que nada que haya conocido nunca. Le desconcierta pasar tan rápidamente de un estado a otro, y durante largo tiempo va y viene entre ambos extremos, sin saber cuál es el verdadero y cuál es el falso.

Después de varios días seguidos particularmente malos, empieza a anhelar tener compañía. Se sienta y escribe una detallada carta a Castaño, exponiéndole el caso y pidiéndole consejo. Castaño se ha retirado a Florida, donde pasa la mayor parte del tiempo pescando, y Azul sabe que transcurrirá bastante tiempo antes de que reciba una respuesta. Sin embargo, al día siguiente de echar la carta empieza a esperar la contestación con una ansiedad que pronto se convierte en obsesión. Todas las mañanas, aproximadamente una hora antes de que llegue el correo, se planta junto a la ventana, esperando a que el cartero vuelva la esquina y entre en su campo de visión, poniendo todas sus esperanzas en lo que Castaño le diga. Qué espera de esa carta no está claro. Azul ni siquiera se hace esa pregunta, pero seguramente es algo monumental, palabras luminosas y extraordinarias que le devolverán al mundo de los vivos.

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