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Authors: Andy McDermott

Tags: #Aventuras

La tumba de Hércules (33 page)

—¡Sigue habiendo uno ahí arriba! —le advirtió Nina.

El hombre que había intentado bajar haciendo rápel, ese al que Mac le había alcanzado en el pecho, estaba al otro lado del rellano, cruzando el atrio, tratando de ponerse de rodillas, medio mareado.

—¡Y cuatro más abajo!

Se escuchó otro ruido en la planta baja: una puerta abierta de una patada. Los hombres que habían entrado por la cocina avanzaban hacia el interior de la casa.

—¡La biblioteca… desde allí se puede llegar a las escaleras traseras!

Empujó a Nina delante de él cuando alcanzaron la parte superior de las escaleras. La biblioteca estaba al fondo del rellano y vieron la puerta de la sala de juegos entreabierta mientras corrían.

El fuego automático proveniente del primer hombre se incrustó en la pared, por encima de Nina, haciendo saltar pedazos de escayola y de tabla. Nina gritó y se metió rápidamente en la sala de juegos, derrapando por el suelo de madera hasta tocar el extremo de la mesa de billar.

Mac entró corriendo por la puerta, detrás de ella. Los disparos del MP9 retumbaron de nuevo… y una lluvia de balas penetró en su pierna izquierda, sobre el tobillo. Pedazos de tela rasgada y de plástico destrozado volaron en todas direcciones al destrozarle el pie.

Mac cayó pesadamente de bruces. La escopeta salió despedida de sus manos y rebotó por el suelo de la habitación.

Nina se levantó de un salto. La adrenalina superó al dolor que volvía a sentir en el tobillo. Mac estaba tirado bocabajo y solo tenía unos pocos centímetros de su cuerpo dentro de la habitación. El «hueso» metálico de su pierna artificial amputada sobresalía bajo la rodilla doblada. Nina buscó la escopeta. Estaba en la parte más alejada de la sala, contra la pared. Le llevaría un par de segundos rodear la mesa corriendo y más aún recogerla y utilizarla.

Y el tirador corría cruzando el rellano, ya casi estaba en la puerta…

Nina cogió la caja de bolas de billar y la arrojó al suelo. Una cascada de esferas de vivos colores cayó sobre el derribado Mac, golpeó el suelo y rodó hacia la puerta justo cuando el hombre de negro la cruzaba, con la pistola en alto…

Uno de sus pies salió disparado hacia arriba cuando resbaló sobre las bolas y se cayó de bruces.

Sobre la pierna levantada de Mac.

El grito de dolor que expulsó Mac cuando lo que quedaba de su prótesis se aplastó contra el muñón no fue nada comparado con el grito ahogado y sorprendido del hombre cuando la afilada punta de metal le atravesó la caja torácica hasta el corazón. Convulsionó un momento y después se desplomó sobre las piernas de Mac, formando rápidamente un círculo de sangre oscura en el suelo, bajo él. Varias bolas de billar atravesaron el charco, rodando, y dejaron finas estelas rojas a su paso.

Nina solo tuvo un momento para observar la escena, porque el sonido de las pisadas que subían las escaleras la arrastró de vuelta al peligro en el que todavía estaba inmersa.

Cogió el arma del hombre muerto y después corrió hasta el fondo de la habitación para recuperar la escopeta de Mac.

—¡Ve a las escaleras traseras! —le ordenó Mac, girándose para desprenderse del cuerpo empalado.

—Pero tú…

—¡Quieren cogerte, no matarte! ¡Vete! ¡Los mantendré ocupados!

Nina dudó y después le dio su arma y corrió hacia la puerta. Echó un vistazo fuera y avistó a dos hombres a medio camino del segundo tramo de escaleras y a otro par que acababan de entrar en el vestíbulo. Volvió a mirar a Mac, que le frunció el ceño al verla todavía allí y después se giró y cruzó la puerta que conectaba la sala con la biblioteca.

Otra réplica ensordecedora de la escopeta de Mac hizo trizas un pedazo de la barandilla del balcón cuando el primer hombre pasó corriendo por delante de la puerta. Pero el disparo llegó una fracción de segundo demasiado tarde para acertarle. El segundo hombre se paró de golpe justo antes de llegar a la puerta. El «cachac» de otra bala colocándose en la recámara lo previno para no cruzar.

—¡Cógela! —le gritó a su compañero—. ¡Yo me ocupo de este viejo cabrón!

Asomó la MP9 por el marco de la puerta y soltó una descarga de fuego en la habitación. La madera estalló y el tapiz de la mesa de billar se rasgó cuando las balas se hundieron en ella. La base de pizarra bajo la superficie verde se astilló a causa del ataque.

Retirando ya el cargador usado y volviendo a cargar otro, el hombre asomó la cabeza por el borde de la puerta un momento brevísimo, no tanto con intención de examinar el resultado de la descarga anterior, como para atraer los disparos, haciendo que su objetivo perdiese una ronda de tiros y el tiempo que le llevaría recargar. La habitación permanecía en silencio. Con más confianza ya, el intruso se coló por la puerta, con la pistola preparada.

No había ni rastro del anciano. Solo vio a uno de los miembros del equipo de secuestro muerto, en el suelo, y una mesa de billar con heridas de guerra…

El estallido de la escopeta bajo la mesa le destrozó los muslos hasta hacerlos picadillo. Gritando de dolor, el hombre se tambaleó… y perdió el equilibrio al llegar al hueco de la barandilla rota. Desde allí cayó, aullando todavía, y aterrizó al lado del primero de sus colegas muerto. Se escuchó el crujido de su cuello al romperse.

Mac le dio un puñetazo de agradecimiento a la parte de debajo de la pizarra que le había protegido tan eficazmente como cualquier armadura, y después se arrastró para salir de debajo de ella.

Nina cruzó la biblioteca corriendo hasta llegar a la puerta más próxima de las dos que había al fondo. La abrió de golpe y se encontró en un estrecho pasadizo que se adentraba en la oscuridad en ambas direcciones. Solo entonces se le ocurrió pensar que no sabía si debía ir a derecha o a izquierda para acceder a las escaleras.

Su perseguidor entró en la biblioteca, procedente del rellano…

Nina se decidió por la izquierda. La luz detrás de ella le proporcionaba la suficiente iluminación como para distinguir la puerta que daba a la otra mitad de la biblioteca al pasar a su lado. Después descubrió otra puerta más, justo delante. Agarró la manilla y la abrió con fuerza, esperando encontrarse con las escaleras prometidas… y se topó con un armario lleno de estantes con maletas polvorientas.

—¡Mierda!

El nivel de iluminación se redujo. Se giró rápidamente y se fijó en que había un hombre de pie, en mitad de la puerta abierta, bloqueando la luz. La pistola era una forma negra y amenazante en su mano.

La pistola…

¡Ella también tenía una!

Nina levantó la MP9 robada y lanzó un grito de guerra de pura furia mientras disparaba a través del pasadizo todo el contenido del cargador. Los casquillos gastados sonaron metálicamente contra la pared y silbaron a su lado mientras ella agitaba la pistola de un lado a otro, casi cegada por los destellos que salían de su boca.

La descarga cesó abruptamente cuando el cargador se agotó. Su grito murió y trató de pestañear para librarse de las imágenes remanentes de la luz, esperando ver al hombre muerto sobre el suelo…

No estaba allí. Ni siquiera lo veía. Debía haberse lanzado de vuelta a la biblioteca justo cuando Nina había empezado a disparar…

La segunda puerta, la más cercana a la biblioteca, se abrió y más luz inundó el pasadizo. El hombre entró por ella con la pistola levantada. A través del agujero de su pasamontañas negro, torció la boca para esbozar una sonrisa desagradable.

—Oooh, sin balas —le dijo, con tono paternalista—. No importa, yo todavía tengo suficientes.

—No me vas a disparar —le dijo Nina, desafiante—. Me necesitáis viva.

La pistola bajó un poco y le apuntó a las piernas desnudas bajo la camiseta.

—Se le puede disparar a alguien y no matarlo, ¿sabes? —dijo, aproximándose a ella—. Solo dame una razón…

Se escuchó un chirrido discordante al otro lado del pasadizo y algo voló desde la puerta más alejada y golpeó la pared, antes de caer al suelo. El hombre, sorprendido, se giró, disparando… y destrozó las gaitas plañideras.

Dio un paso hacia delante.

—¿Qué cojon…?

La escopeta resonó desde la biblioteca y convirtió las rodillas del hombre en una masa horripilante. Se desplomó sobre el suelo, aullando de dolor.

Mac llegó renqueando, apoyándose en un taco de billar que hacía las veces de muleta improvisada bajo el brazo.

—Oh, cállate —le gruñó Mac, golpeándolo con la culata de la escopeta en la cabeza.

Sus quejidos cesaron inmediatamente.

—¿Estás bien?

—Sí —dijo Nina.

—Vete a las escaleras. ¡Vamos!

Esta vez no lo dudó y corrió hacia el extremo más lejano del pasillo hasta hallar otra puerta. Para alivio suyo, esta vez sí que había escaleras tras ella. Empezó a bajarlas corriendo… pero se paró al oír un ruido al final. ¡Alguien las estaba subiendo apuradamente!

Se giró y volvió a entrar en la biblioteca.

—¡Estamos rodeados!

Mac murmuró un juramento.

—¡Al rellano!

—Pero estarán subiendo las escaleras…

—¡Vamos!

Golpeando el suelo con la punta del taco, Mac cojeó en dirección a la puerta. Nina lo siguió.

Había otro hombre en el rellano inferior. El disparo de la escopeta de Mac lo obligó a buscar cobijo tras una columna.

La cuerda intacta seguía colgando a través del tragaluz roto.

—¿Sabes bajar por una cuerda? —le preguntó Mac, moviendo el cañón de la escopeta para alcanzarla.

—Sé agarrarme a una —dijo Nina, nerviosa al darse cuenta de lo que Mac tenía en mente—, ¡pero eso no es lo mismo!

—¡Es la única manera que tienes de llegar abajo! ¡Sal por la puerta principal y corre!

Le lanzó la cuerda negra a las manos y después volvió a cargar la escopeta y a dispararle al hombre de abajo. Pedazos de yeso se desprendieron de la columna.

—¡Vete!

—¡Oh, Dios! —gimió Nina mientras se agarraba a la cuerda con todas sus fuerzas…

Y saltaba del rellano al vacío.

Si no se hubiese entrenado con Chase, no habría podido ni mantenerse sujeta. La camiseta se agitaba en el aire y se le cayó una zapatilla al suelo. Descendió, colocando una mano tras otra, con tanta rapidez como se atrevió.

No fue lo suficientemente hábil. Mientras ella oía a Mac recargando, el hombre se asomó desde detrás de la columna y la descubrió. Movió la pistola hacia ella y después dudó, recordando las órdenes de llevarla viva. Se puso a cubierto de nuevo cuando Mac volvió a disparar y la metralla creó un cráter en la pared.

—¡Está bajando sola! —gritó el hombre.

Por primera vez, Nina advirtió el cable de un micrófono que se curvaba delante de su boca.

Aumentó el ritmo, bajando a más velocidad. Las manos, húmedas de sudor y miedo, empezaron a resbalarle por la cuerda y la fricción le quemó las palmas…

—¡Fuego en el agujero!

El hombre, ahora a su altura, salió de su escondrijo para arrojar algo al sitio donde estaba Mac.

Una granada…

Mac vio el arco que describió en el aire, en dirección a él. Se giró y se metió en el baño.

Nina se soltó y se deslizó por la cuerda, casi incapaz de controlar su descenso. Las manos le ardieron. Sobre ella, escuchó a la granada aterrizando justo fuera del baño.

Mac soltó el arma y la muleta improvisada y utilizó su única pierna buena para lanzarse por encima del borde de la bañera, a su interior…

La granada detonó.

Esta no era una granada de aturdimiento, sino un explosivo letal.

La balaustrada saltó por los aires y las astillas de madera revolotearon y cayeron al vestíbulo inferior. La explosión arrancó la puerta del baño de sus goznes y rompió los cristales de la ventana.

La cuerda tembló en las manos de Nina, y después flojeó, cortada. Todavía estaba a más de tres metros del implacable suelo de mármol y no estaba preparada para la caída. Se cayó a plomo…

Y aterrizó sobre el cuerpo del hombre al que Mac le había disparado en los muslos. El impacto la dejó sin respiración y el dolor del tobillo se recrudeció.

Jadeando, miró hacia arriba. El eco de la explosión se fue extinguiendo. El hombre que había lanzado la granada bajaba las escaleras corriendo hacia ella. En el piso de arriba, vio a otra figura vestida de negro que lanzaba algo considerablemente más grande que una granada al suelo, en el exterior del baño, y que después corría como alma que lleva el diablo al interior de la biblioteca, cerrando la puerta de golpe tras él.

Cubierto de pedazos de madera, yeso y azulejo, Mac se sentó. Los laterales anchos de la vieja bañera lo habían protegido del impacto directo de la granada. El polvo y el humo danzaban en la habitación, pero todavía podía ver con la suficiente claridad para distinguir lo que había más allá de la puerta rota: un cilindro achaparrado que yacía de lado sobre la moqueta humeante…

—¡Hijos de puta! —bufó.

Sabía lo que era. Había usado aparatos similares a lo largo de su carrera.

Era un explosivo aire-combustible. Un arma antiterrorista diseñada para limpiar espacios grandes pero cerrados, como galerías de cuevas, liberando una nube de vapor altamente inflamable y después detonando, creando así una bola de fuego inmensa que se expandía y llegaba hasta el último recoveco, consumiendo todo lo que se interpusiese en su camino.

Y funcionaría igual de bien en una casa londinense que en una cueva afgana.

Una neblina grisácea brotó del cilindro.

—¡Nina! —gritó, poniéndose de pie—. ¡Sal de la casa! ¡Fuera!

La urgencia desesperada de su voz puso en marcha a Nina con mayor eficacia incluso que ver al hombre que bajaba corriendo las escaleras. Se irguió de un salto, el miedo que sentía la ayudó a superar el dolor que le producían los pedacitos de cristal clavándosele en el pie descalzo, y corrió hacia la puerta de entrada.

El hombre la persiguió, acercándose con rapidez…

Un pequeño arco eléctrico estalló en la boquilla del cilindro explosivo.

Un segundo después, la nube de vapor entró en ignición y se expandió a una velocidad casi supersónica hasta formar una bola de fuego líquido que incineró todo lo que tocó en su recorrido, invadiendo el baño, el rellano superior, todo el vestíbulo…

Nina cruzó la puerta y bajó corriendo los escalones de piedra cuando la bomba detonó. Se tiró al suelo.

Las ventanas de la casa saltaron por los aires en una rápida sucesión, piso a piso. Enormes llamaradas las atravesaron y ardieron hacia el cielo. Otra explosión de fuego salió de la puerta principal cuando el hombre se precipitaba por ella y el impulso lo lanzó por encima de Nina. Acabó por aterrizar en la calle, gritando y rodando frenéticamente sobre su espalda, tratando de extinguir las llamas de su ropa.

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