La última batalla (15 page)

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Authors: C.S. Lewis

—Ya entiendo —dijo Eustaquio (tenía la mala costumbre de interrumpir las historias). El Gato debía entrar primero y el centinela tenía órdenes de no hacerle daño. Luego el Gato debía salir y decir que había visto a su repugnante Tashlan y simular que estaba aterrado para así asustar a los demás Animales. Pero lo que nunca se le ocurrió a Truco fue que el verdadero Tash podría aparecerse; y sucedió que Jengibre salió realmente espantado. Y después de eso, Truco iba a enviar adentro a todo aquel de quien quería deshacerse y el centinela debía matarlos. Y...

—Amigo —dijo Tirian, con mucha suavidad—, estás impidiendo que la dama siga con su relato.

—Bueno —dijo Lucía—, el centinela estaba sorprendido. Eso dio al otro hombre la oportunidad de ponerse en guardia. Se batieron. El mató al centinela y lo lanzó por la puerta hacia afuera. Luego vino andando despacio hasta donde estábamos nosotros. El podía vernos a nosotros y a todo lo que nos rodeaba. Tratamos de hablarle, pero estaba como en un trance. Repetía: “Tash, Tash, ¿dónde está Tash? Voy hacia Tash”. De manera que renunciamos a hablarle y él se fue a alguna parte..., por allá. Me gusta. Y después de eso..., ¡uf!

Lucía hizo una mueca.

—Después de eso —continuó Edmundo—, alguien arrojó a un Mono por la puerta. Y ahí estaba Tash otra vez. Mi hermana es de corazón tan blando que no quiere decirte que Tash dio un solo picotazo y el Mono desapareció.

—¡Se lo merecía! —exclamó Eustaquio—. Como sea, espero que le haga mal a Tash también.

—Y más tarde —prosiguió Edmundo—, salieron cerca de una docena de Enanos; y luego Jill, y Eustaquio, y al último tú.

—Espero que Tash se coma a los Enanos también —dijo Eustaquio—. Canallas.

—No, no se los comió —dijo Lucía—. Y no seas tan despiadado. Todavía están aquí. A decir verdad, los pueden ver desde acá. Y yo he tratado tanto de hacerme amiga de ellos, pero no ha resultado.

—¡Amiga de ellos! —gritó Eustaquio—. ¡Si supieras cómo se han portado esos Enanos!

—¡Oh!, ya está bueno, Eustaquio —dijo Lucía—. Ven a verlos. Rey Tirian, acaso

podrías hacer algo por ellos.

—No logro sentir mucho cariño por los Enanos hoy día —repuso Tirian—. Sin embargo, si tú me lo pides, Dama, haré mucho más que eso.

Lucía indicó el camino y muy luego pudieron ver a los Enanos. Tenían un aspecto muy extraño. No se paseaban ni se divertían (a pesar de que las cuerdas con que los habían atado habían desaparecido) ni tampoco se recostaban ni descansaban. Estaban sentados todos muy juntos en un pequeño círculo uno frente a otro. No miraban a su alrededor ni prestaron atención a los humanos hasta que Lucía y Tirian estuvieron tan cerca que podían tocarlos. Entonces todos los Enanos levantaron la cabeza como si no vieran a nadie, pero escucharon con gran atención y trataron de adivinar por el sonido lo que estaba sucediendo.

—¡Cuidado! —gritó uno de ellos en tono hosco—. Mira por donde caminas. ¡No nos pises la cara!

—¡Está bien! —dijo Eustaquio indignado—. No estamos ciegos. Tenemos ojos en la cara.

—Deben ser increíblemente buenos si puedes ver algo aquí —murmuró el mismo Enano, cuyo nombre era Diggle.

—¿Dónde? —preguntó Edmundo.

—Qué estúpido,
aquí
por supuesto —dijo Diggle—. En este mísero Establo, en este agujero oscuro como boca de lobo, estrecho y maloliente.

—¿Están ciegos? —preguntó Tirian.

—¡No vamos a estar todos ciegos en la oscuridad! —exclamó Diggle.

—Pero si no está oscuro, pobres Enanos tontos —dijo Lucía—. ¿No ven? ¡Miren para arriba! ¡Miren a su alrededor! ¿No ven el cielo y los árboles y las flores? ¿No pueden verme
a mí?

—¿Cómo, en el nombre del Gran Disparate, puedo ver lo que no existe? ¿Y cómo puedo verte a ti más de lo que tú puedes verme a mí en esta negra tiniebla?

—Pero yo
puedo
verte a ti —dijo Lucía—. Te probaré que puedo. Tienes una pipa en la boca.

—Cualquiera que conoce el olor del tabaco puede decir eso —replicó Diggle.

—¡Oh, pobrecitos! —Esto es atroz —exclamó Lucía.

Entonces se le ocurrió una idea. Se detuvo y cogió algunas violetas silvestres.

—Escucha, Enano —dijo—. Aun si tus ojos andan mal, a lo mejor tu nariz está buena: huele esto.

Se inclinó y acercó las frescas violetas húmedas a la fea nariz de Diggle. Pero tuvo que apartarse de un salto para evitar una bofetada de su pequeño y recio puño.

—¡Qué te has imaginado! —gritó—. ¡Cómo te atreves! ¿Qué pretendes metiéndome un montón de basuras del Establo en la cara? Hasta había un cardo entremedio. ¡Es una insolencia! ¿Y quién eres tú, a todo esto?

—Hombre de la tierra —dijo Tirian—, ella es la Reina Lucía, enviada aquí por Aslan desde el lejano pasado. Y es únicamente por consideración a ella que yo, Tirian, tu legítimo Rey, no les corto la cabeza a todos ustedes, que han demostrado y vuelto a demostrar que son unos traidores.

—¡No me digan que esto no es el colmo! —exclamó Diggle—. ¿Cómo
puedes
seguir hablando todas esas tonterías? Tu precioso León no vino a ayudarte, ¿no es cierto? Me lo temía. Y ahora, incluso ahora, cuando te han derrotado y te han empujado dentro de este hoyo negro igual que al resto de nosotros, sigues con tu viejo jueguito. ¡Empezando con nuevas mentiras! Tratando de hacernos creer que ninguno de nosotros está encerrado, y que no está oscuro, y el cielo sabe qué más.

—No hay tal hoyo negro, salvo en tu propia fantasía, tonto —gritó Tirian—. Sal de él.

E inclinándose hacia adelante cogió al Enano por el cinturón y la capucha y lo sacó de un tirón del círculo. Pero en cuanto Tirian lo bajó, Diggle regresó apresuradamente a su lugar en medio de los otros, sobándose la nariz y aullando:

—¡Ay, ay! ¡Para qué hiciste eso! Golpearme la cara contra la muralla. Casi me rompiste la nariz.

—¡Oh, Dios mío! —dijo Lucía—, ¿qué vamos a hacer para ayudarlos?

—Dejarlos solos —dijo Eustaquio.

Mas mientras hablaban la tierra comenzó a temblar. El aire tan dulce se volvió súbitamente mucho más dulce. Un resplandor surgió tras ellos. Todos se dieron vuelta. Tirian fue el último, porque tenía miedo. Allí estaba el anhelo de su corazón, inmenso y real, el León dorado, el propio Aslan, y ya estaban los demás arrodillándose y formando un círculo alrededor de sus patas delanteras y enterrando sus manos y caras entre su melena y él inclinaba su majestuosa cabeza para tocarlos con su lengua. En seguida fijó sus ojos en Tirian, y Tirian se aproximó, temblando, y se abalanzó a los pies del León, y el León lo besó y le dijo:

—Bravo, último de los Reyes de Narnia, que se mantuvo firme en la hora más oscura.

—Aslan —dijo Lucía a través de sus lágrimas—, ¿podrías..., quisieras..., hacer algo por esos pobres enanos?

—Queridísima —repuso Aslan—, te voy a mostrar tanto lo que puedo como lo que no puedo hacer.

Se acercó a los Enanos y lanzó un largo gruñido, muy bajo pero que hizo temblar el aire. Pero los Enanos se decían unos a otros: “¿Escuchaste eso? Es la pandilla al otro lado del Establo. Tratan de asustamos. Lo hacen con alguna máquina especial. No les hagan caso. ¡No volverán a embaucarnos!

Aslan levantó la cabeza y sacudió su melena. Al instante apareció un glorioso banquete sobre las rodillas de los Enanos: pasteles y lenguas y pichones y bizcochos y helados, y cada Enano tenía una copa de buen vino en su mano derecha. Pero no sirvió de nada. Comenzaron a comer y a beber con bastante avidez, pero era evidente que no podían saborear nada como es debido. Pensaban que comían y bebían solamente el tipo de cosas que puedes encontrar en un Establo. Uno dijo que estaba tratando de comer heno y otro dijo que le había tocado un pedazo de nabo añejo y un tercero dijo haber encontrado una hoja de repollo rancio. Y se llevaban las copas doradas llenas de exquisito vino rojo a sus labios y decían: “¡Uf! ¡Imagínate, tener que beber agua sucia del abrevadero que ha usado un burro! Jamás pensé que llegaríamos a esto”. Pero muy pronto cada Enano principió a sospechar que otro Enano había encontrado algo mejor de lo que él tenía, y empezaron a robarse y a arrebatarse la comida, y comenzaron a reñir, hasta que en pocos minutos se armó una verdadera lucha libre y se mancharon las caras y la ropa con esa deliciosa comida y hasta la pisotearon. Pero cuando por fin se sentaron a curarse sus ojos en tinta y sus narices sangrantes, todos dijeron:

—Bueno, en todo caso, no hay ningún embuste aquí. No hemos permitido que nadie nos embauque. Los Enanos con los Enanos.

—¿Ves? —dijo Aslan—. No nos dejarán ayudarlos. Han elegido la astucia en lugar de la fe. Su prisión está en sus propias mentes nada más, y sin embargo están aprisionados allí; y tan temerosos de que los engañen que no hay cómo sacarlos. Pero vengan, niños. Tengo otro trabajo que hacer.

Fue hasta la puerta y todos lo siguieron. Levantó la cabeza y rugió: “¡Ya es tiempo!“; y después más fuerte: “¡Tiempo!”; y en seguida tan fuerte que debe haber sacudido a las estrellas: “¡TIEMPO!” La puerta se abrió de inmediato.

La noche cae sobre Narnia

Todos estaban al lado de Aslan, a su derecha, y miraron por el abierto portal.

La fogata se había apagado. En la tierra todo era tiniebla; verdaderamente no habrías podido decir que mirabas un bosque si no vieras el punto donde terminaban las oscuras siluetas de los árboles y comenzaban las estrellas. Pero después que Aslan hubo rugido una vez más, a su izquierda distinguieron otra silueta negra. Es decir, vieron otra mancha donde no había estrellas; y la mancha se fue alzando más y más alto y se transformó en la silueta de un hombre, en el más inmenso de todos los gigantes. Todos conocían Narnia lo suficientemente bien para calcular en qué sitio debía estar parado. Ha de estarlo sobre los elevados páramos que se extienden hacia el norte más allá del Río Shribble. Entonces Jill y Eustaquio recordaron que, mucho tiempo atrás, en las profundidades de las cavernas, debajo de aquellos páramos, ellos vieron un enorme gigante dormido cuyo nombre era Padre Tiempo, según les dijeron, quien despertaría en el día del fin del mundo.

—Sí —asintió Aslan, aunque ellos no habían hablado—. Mientras permaneció dormido su nombre fue Tiempo. Ahora que ha despertado tendrá un nuevo nombre.

Entonces el inmenso gigante acercó un cuerno a su boca. Pudieron verlo gracias al cambio de posición de la negra silueta que se perfiló contra las estrellas. Después de eso, un buen poco después, ya que el sonido viaja tan lentamente, escucharon la melodía del cuerno: aguda y terrible y, sin embargo, de una extraña y mortal belleza.

Inmediatamente el cielo se pobló de estrellas fugaces. Hasta
una
estrella fugaz es algo precioso de ver; mas, acá había decenas y luego veintenas y luego cientos, hasta parecer una lluvia de plata; y aumentaban y aumentaban. Y cuando esto hubo durado ya bastante rato, a uno o dos de ellos se les ocurrió que había otra silueta oscura dibujada contra el cielo igual que la del gigante. Fue en un lugar distinto, justo encima de ellos, arriba en el mismo techo del cielo, si pudiéramos llamarlo así. “Podría ser una nube”, pensó Edmundo. Como fuera, allí no había estrellas: sólo la oscuridad. Pero en torno, el aguacero de estrellas continuaba. Y entonces la mancha sin estrellas comenzó a crecer, esparciéndose más y más allá desde el centro del cielo. Y de pronto un cuarto del cielo estaba negro, y luego la mitad, y al final la lluvia de estrellas fugaces seguía cayendo solamente por allá abajo cerca del horizonte.

Con una estremecedora sensación de asombro (y algo de terror también) comprendieron de súbito lo que estaba sucediendo. La creciente tiniebla no era en absoluto una nube: era simplemente el vacío. La parte negra del cielo era la parte en que no quedaban estrellas. Todas las estrellas estaban cayendo: Aslan las había llamado de vuelta a casa.

Los últimos segundos antes que la lluvia de estrellas hubiese terminado completamente fueron muy emocionantes. Las estrellas principiaron a caer en torno a ellos. Pero las estrellas de aquel mundo no son los grandes globos llameantes que hay en el nuestro. Allá son personas (Edmundo y Lucía habían conocido a una de ellas cierta vez). Entonces ahora se encontraron con diluvios de gente reluciente, todas de largos cabellos que parecían ser de plata hirviente y con lanzas que semejaban metal candente, que corrían hacia ellos saliendo del aire negro, más veloces que piedras rodantes. Hicieron un ruido similar a un silbido al aterrizar y quemaron la hierba. Y todas esas estrellas pasaron por delante de ellos y fueron a instalarse en algún sitio más atrás, un poco a la derecha.

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