La última batalla

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Authors: C.S. Lewis

Durante los últimos días de Narnia, el lugar se enfrenta a su desafío más cruel; no se trata de un invasor de fuera sino de un enemigo interno. Mentiras y traición han echado raíces, y únicamente el rey y un grupo reducido de seguidores leales puede impedir la destrucción de todo lo que más quieren en este magnífico colofón de Las Crónicas de Narnia.

C.S. Lewis

La última batalla

ePUB v2.0

Johan
27.04.11

Junto a la poza del caldero

En los últimos días de Narnia, muy lejos hacia el oeste, más allá del Páramo del Farol y muy cerca de la gran catarata, vivía un Mono. Era tan viejo que nadie podía recordar cuándo había venido a vivir en aquellos parajes, y era el Mono más listo, más feo y más arrugado que te puedas imaginar. Tenía una casita hecha de madera y con techo de hojas en la horcadura de un árbol inmenso, y su nombre era Truco. Había muy pocas Bestias que Hablan, u Hombres o Enanos en aquella parte del bosque, pero Truco tenía un amigo y vecino que era un burro llamado Cándido. Al menos ellos decían que eran amigos, pero como estaban las cosas podrías pensar que Cándido era más bien el sirviente de Truco que su amigo. Él hacía todo el trabajo. Cuando iban juntos al río, Truco llenaba de agua las grandes botellas de cuero, pero era Cándido quien las llevaba de vuelta. Cuando necesitaban algo de los pueblos que hay más allá del río, era Cándido el que bajaba con cestos vacíos en su lomo y regresaba con los cestos repletos y muy pesados. Y todas las cosas buenas que Cándido traía se las devoraba Truco; pues Truco decía: “Entiende, Cándido, yo no puedo comer pasto y cardos como tú, así es que lo más justo es que me las arregle de alguna otra manera”. Y Cándido siempre respondía: “Por supuesto, Truco, por supuesto. Ya entiendo”. Cándido jamás se quejaba, porque sabía que Truco era lejos más inteligente que él y pensaba que Truco era muy bondadoso sólo con permitirle ser su amigo. Y si alguna vez Cándido pretendió discutir sobre algo, Truco de inmediato le decía: “Mira, Cándido, yo entiendo mejor que tú cómo deben hacerse las cosas. Sabes que no eres muy listo, Cándido”. Y Cándido siempre decía: “No, Truco. Es muy cierto.
No
soy listo”. Exhalaba un suspiro y hacía todo lo que Truco había dicho.

Una mañana, a comienzos del año, la pareja caminaba por la orilla de la Poza del Caldero. La Poza del Caldero es la poza grande que queda justo debajo de los acantilados del confín occidental de Narnia. La gran catarata vierte en ella con el estrépito de un perpetuo trueno, y al otro lado fluye el Río de Narnia. La catarata mantiene a la poza constantemente bailando y borboteando y removiéndose como si estuviese hirviendo y es por eso, claro está, que fue llamada la Poza del Caldero. Esto se hace más intenso al principio de la primavera cuando el caudal de la catarata aumenta con toda la nieve que se derrite en las montañas donde nace el río, mucho más allá de Narnia, en las Tierras Vírgenes del Oeste. Y cuando estaban mirando la Poza del Caldero, de súbito Truco señaló con su dedo oscuro y brillante, diciendo:

—¡Mira! ¿Qué será eso?

—¿Qué será qué? —preguntó Cándido.

—Esa cosa amarilla que acaba de bajar por la catarata. ¡Mira! Ahí va de nuevo, está flotando. Tenemos que saber qué es.

—¿Es preciso? —dijo Cándido.

—Claro, es preciso —repuso Truco—. Podría ser algo que nos sirva. Lo único que tienes que hacer es saltar dentro de la Poza como un buen chico y sacarlo. Entonces podremos darle una mirada.

—¿Meterme a la Poza? —dijo Cándido, moviendo nerviosamente sus largas orejas.

—¿Y de qué otra forma vamos a sacarlo si no lo haces? —dijo el Mono.

—Pero..., pero —balbuceó Cándido—, ¿no sería mejor que fueras
tú?
Porque ya ves que eres tú el que quiere saber qué es eso, yo no mucho. Y tú tienes manos, además. Eres hábil como cualquier hombre o enano cuando se trata de coger cosas. Yo sólo tengo mis pezuñas.

—Realmente, Cándido —dijo Truco—. Jamás pensé que podrías decir algo semejante. No lo esperé de ti, realmente.

—¿Por qué? ¿Qué he dicho para ofenderte? —dijo el Asno, hablando en tono más humilde, pues se dio cuenta de que Truco estaba profundamente ofendido—. Sólo quería decir que...

—Pretender que
yo
me meta al agua —dijo el Mono—. ¡Como si no supieras perfectamente bien lo débil que los simios tenemos el pecho y lo fácilmente que nos resfriamos! Muy bien. Me meteré. Ya tengo suficiente frío con este viento atroz. Pero me meteré. Moriré, probablemente. Y entonces te arrepentirás.

Y la voz de Truco sonó como si estuviera al borde de romper en lágrimas.

—Por favor, no lo hagas, por favor no, por favor no —dijo Cándido, mitad rebuznando y mitad hablando—. Nunca pretendí nada así, Truco, te juro que no. Sabes lo estúpido que soy y que no puedo pensar más de una cosa a la vez. Había olvidado lo delicado de tu pecho. Claro que seré yo quien entre en la poza. No debes ni pensar en hacerlo tú. Prométeme que no lo harás, Truco.

De modo que Truco lo prometió y Cándido se fue, haciendo sonar clopeticlop sus cuatro cascos por el borde rocoso de la Poza, en busca de un lugar por donde poder penetrar. Incluso sin considerar el frío, no era ningún chiste meterse en esa agua temblorosa y espumante, y Cándido tuvo que detenerse tiritando por un momento antes de decidirse a hacerlo. Pero entonces Truco le gritó desde atrás:

—Quizás sea mejor que vaya yo después de todo, Cándido.

Y cuando Cándido lo escuchó, dijo:

—No, no. Tú prometiste. Ahora me meto.

Y entró.

Una gran masa de espuma le golpeó la cara y le llenó la boca de agua, cegándolo. Después se hundió totalmente por unos pocos segundos, y cuando volvió a salir a la superficie, se encontró en otro lugar de la Poza. Luego lo cogió el remolino y lo arrastró cada vez más y más rápido hasta llevarlo justo bajo la catarata, y la fuerza del agua lo sumergió en las profundidades, tan abajo que creyó que jamás sería capaz de retener la respiración hasta salir otra vez. Y cuando logró subir y cuando por fin pudo acercarse algo a la cosa que trataba de coger, ésta se alejó de él y quedó a su vez bajo la cascada y se hundió hasta el fondo. Cuando emergió de nuevo se encontraba más lejos que nunca. Pero por fin, cuando ya se sentía muerto de cansancio, lleno de magullones y entumecido de frío, logró atrapar la cosa con sus dientes. Y salió arrastrándola delante de él y sus cascos se enredaban con ella, porque la cosa era tan grande como una alfombra de esas que se colocan frente a la chimenea, y estaba muy pesada y fría y llena de fango.

La tiró al suelo a los pies de Truco y se quedó parado chorreando en agua y tiritando y tratando de recuperar el aliento. Pero el Mono ni lo miró ni le preguntó cómo se sentía. El Mono estaba demasiado ocupado paseándose alrededor de la Cosa y extendiéndola y acariciándola y olfateándola. Luego un fulgor de maldad brilló en sus ojos y dijo:

—Es una piel de león.

—Ee... au... au... oh, ¿eso es? —jadeó Cándido.

—Y me pregunto..., me pregunto..., me pregunto —dijo Truco para sí mismo, pues estaba pensando con gran concentración.

—Me pregunto quién habrá matado al pobre León —dijo Cándido de pronto—. Hay que enterrarla. Debemos hacer un funeral.

—¡Oh, no era un León que Habla! —dijo Truco—. No te preocupes por
eso.
No hay Bestias que Hablan allá arriba detrás de las Cataratas, allá en las Tierras Vírgenes del Oeste. Esta piel debe haber pertenecido a un león mudo y salvaje.

Esto era, por lo demás, muy cierto. Meses atrás un cazador, un hombre, había matado y desollado a este león en algún lugar de las Tierras Vírgenes del Oeste. Pero eso no tiene nada que ver con esta historia.

—De todos modos, Truco —dijo Cándido—, aunque la piel haya pertenecido a un león mudo y salvaje, ¿no deberíamos enterrarla decentemente? Quiero decir, ¿no son todos los leones algo..., bueno, algo bastante solemne? Debido a tú sabes Quién. ¿No lo crees?

—No te estés metiendo ideas en la cabeza, Cándido —advirtió Truco—. Porque, ya lo sabes, el pensar no es tu fuerte. Haremos de esta piel un elegante y cálido abrigo para ti.

—¡Oh, no creo que me guste! —protestó el Burro—. Parecería..., es decir, los demás animales podrían creer..., quiero decir, no me sentiría...

—¿De qué estás hablando? —dijo Truco, rascándose al revés, como hacen los Monos.

—Creo que sería una falta de respeto para con el Gran León, el propio Aslan, si un asno como yo se paseara vestido con una piel de león —dijo Cándido.

—Mira, no te pongas a discutir, por favor —replicó Truco—. ¿Qué entiende un asno como tú de esa clase de cosas? Ya sabes que no eres bueno para pensar, Cándido, de modo que ¿por qué no me dejas a mí pensar por ti? ¿Por qué no me tratas como yo te trato a ti?
Yo
no pienso que puedo hacerlo todo. Sé que tú eres mejor que yo en algunas cosas. Por eso fue que te dejé entrar a la Poza; sabía que lo harías mejor que
yo
. Pero ¿por qué no puedo tener mi turno cuando se trata de algo que yo puedo hacer y tú no? ¿No me dejarás nunca hacer algo? Sé justo. Cada cual su turno.

—¡Oh!, está bien, por supuesto, si lo pones así —dijo Cándido.

—Yo te diré lo que hay que hacer —exclamó Truco—. Lo mejor será que te vayas de un buen trote río abajo hasta Chippingford y veas si tienen algunas naranjas o plátanos.

—Pero estoy tan cansado, Truco —suplicó Cándido.

—Sí, pero estás muy helado y mojado —repuso el Mono—. Necesitas algo para entrar en calor. Un trote rápido es justo lo que te hace falta. Por otra parte, hoy es día de mercado en Chippingford.

Y entonces, por supuesto, Cándido dijo que iría.

En cuanto se quedó solo, Truco se fue con su paso pesado e inseguro, a veces en dos patas y a veces en cuatro, hasta llegar a su árbol. Después saltó de rama en rama, chillando y sonriendo todo el tiempo, y entró en su casita. Encontró aguja e hilo y un enorme par de tijeras allí; pues era un Mono listo y los enanos le habían enseñado a coser. Puso el ovillo de hilo (era sumamente grueso, más similar a una cuerda que al hilo) en su boca y su mejilla se hinchó como si estuviera chupando un pedazo inmenso de caluga. Sostuvo la aguja entre los labios y tomó las tijeras con su pata izquierda. Luego bajó del árbol y se alejó arrastrando los pies hasta donde estaba la piel de león. Se agazapó y comenzó a trabajar.

Se dio cuenta de inmediato de que el cuerpo de la piel de león era demasiado largo para Cándido y su pescuezo demasiado corto. De manera que cortó un buen pedazo del cuerpo y lo utilizó para hacer un largo cuello para el largo pescuezo de Cándido. Después cortó la cabeza y cosió el cuello entre la cabeza y los hombros. Puso unas hebras a ambos lados de la piel para poder amarrarla por debajo del pecho y del estómago de Cándido. De vez en cuando pasaba algún pájaro volando y Truco detenía su labor, mirando ansiosamente hacia lo alto. No quería que nadie viera lo que estaba haciendo. Pero ninguno de los pájaros que vio eran Aves que Hablan, de modo que no le importó mayormente.

Cándido regresó ya entrada la tarde. No trotaba sino que caminaba con paso cansino, pacientemente, como acostumbran los burros.

—No había naranjas —dijo— y no había plátanos. Y estoy muy cansado.

Se echó.

—Ven a probarte tu precioso abrigo nuevo de piel de león —dijo Truco.

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