La última batalla (7 page)

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Authors: C.S. Lewis

—Ahora —dijo Tirian—, vamos derecho al norte desde aquí. Afortunadamente es una noche estrellada, y el viaje será mucho más corto que el de esta mañana, porque entonces vinimos dando rodeos, pero ahora iremos en línea recta. Si nos detienen y nos hacen preguntas, ustedes dos deben guardar silencio y yo haré todo lo que pueda para hablar como un maldito, cruel, orgulloso señor de Calormen. Si saco mi espada, entonces tú, Eustaquio, debes hacer lo mismo y que Jill salte detrás de nosotros y se quede allí con una flecha lista en el arco. Pero si yo grito “A casa”, entonces ambos vuelen a la Torre. Y que nadie siga luchando, ni siquiera un solo golpe, después de que yo haya dado la orden de retirada: ese falso valor ha hecho fracasar muchos planes notables en las guerras. Y ahora amigos, en el nombre de Aslan, adelante.

Salieron a la noche fría. Todas las inmensas estrellas del norte se encendían por encima de las copas de los árboles. La Estrella del Norte de aquel mundo se llama Punta de Lanza; es más brillante que nuestra Estrella Polar.

Durante un rato pudieron ir derecho hacia Punta de Lanza, pero de pronto llegaron a una densa espesura y tuvieron que salirse de su ruta para no adentrarse en ella. Y después de hacerlo, como todavía estaban bajo la gran sombra de las ramas, les fue difícil volver a orientarse. Fue Jill la que los puso en el rumbo nuevamente; había sido una excelente Guía en Inglaterra. Y por supuesto que conocía sus estrellas narnianas a la perfección, después de haber viajado durante tanto tiempo en las salvajes Tierras del Norte, y podía calcular la dirección por otras estrellas aun si Punta de Lanza estaba oculta. En cuanto Tirian supo que ella era la mejor exploradora de los tres, la puso al frente. Y entonces quedó asombrado de ver la forma silenciosa y casi invisiole en que se deslizaba delante de ellos.

—¡Por la Melena! —susurró al oído de Eustaquio—. Esta niña es una maravilla para rastrear en los bosques. No podría hacerlo mejor si tuviera sangre de Dríades en sus venas.

—Es tan chica, eso le ayuda mucho —murmuró Eustaquio.

Pero Jill, desde adelante, dijo:

—Shshsh, menos ruido.

En torno a ellos el bosque estaba muy tranquilo. A decir verdad, demasiado tranquilo. En una normal noche narniana debería haber ruidos; algún ocasional y animado “Buenas noches” de parte de un erizo; el grito de alguna lechuza allá arriba; quizás una flauta a la distancia delatando la presencia de Faunos en plena danza; o el ruido palpitante de los martillos de los Enanos trabajando bajo tierra. Todo eso estaba en silencio: la melancolía y el temor reinaban en Narnia.

Al cabo de un tiempo comenzaron a subir la escarpada ladera y los árboles se fueron espaciando. Tirian pudo localizar vagamente la conocida cumbre del cerro y el establo. Jill iba ahora con mucha más cautela y hacía señas con las manos a los demás para que hicieran lo mismo. Luego se quedó totalmente inmóvil y Tirian la vio hincarse poco a poco en el pasto y desaparecer sin hacer un ruido. Un minuto después se levantó nuevamente, acercó su boca al oído de Tirian y dijo en un susurro casi inaudible: “Arrodíllate.
Te
ve mejor” Ella dijo
te
en vez de
se
no porque ceceara, sino porque sabía que el silbido de la letra S en un susurro es lo que se escucha con mayor facilidad. Tirian se echó al suelo de inmediato, casi tan silenciosamente como Jill, aunque no tanto, pues era más pesado y de más edad. Y cuando estaban en el suelo, se dio cuenta de que desde esa posición podía ver la punta de la colina nítidamente contra el cielo cuajado de estrellas. Dos formas negras se perfilaban contra él: una era el establo, y la otra, a unos pocos metros frente a él, era un centinela calormene. Hacía una vigilancia bastante pobre: no se paseaba, ni siquiera estaba de pie, sino sentado con su lanza encima del hombro y la barbilla apoyada en su pecho. “¡Bravo!“, dijo Tirian a Jill. Ella le había mostrado exactamente lo que necesitaba saber.

Se incorporaron y ahora Tirian tomó la delantera. Muy lentamente, casi sin atreverse a respirar, hicieron su camino de ascenso hasta un pequeño grupo de árboles que se encontraba a unos quince metros del centinela.

—Esperen aquí hasta que yo vuelva —murmuró dirigiéndose a los otros dos—. Si fracaso, huyan.

Luego empezó a pasearse descaradamente a plena vista del enemigo. El hombre se asustó al verlo y trato de ponerse rápidamente de pie; temía que Tirian fuera uno de sus propios oficiales y que se vería metido en un lío por estar sentado. Pero antes de que pudiera levantarse, Tirian se había arrodillado a su lado, diciéndole:

—¿Eres un guerrero del Tisroc, que viva para siempre? Alegra mi corazón el encontrarte en medio de estas bestias y demonios de Narria. Dame tu mano, amigo.

Antes de darse cuenta de lo que estaba ocurriendo, el centinela calormene sintió su mano derecha asida en un poderoso apretón. En un instante alguien se hincaba sobre sus piernas y un puñal se apoyaba en su garganta.

—Un ruido y seréis hombre muerto —dijo Tirian en su oído—. Dime dónde está el Unicornio y viviréis.

—De... detrás del establo. ¡Oh, mi amo! —tartamudeó el infeliz.

—Bien. Levántate y condúceme a él.

En tanto el hombre se incorporaba, el puñal no dejó nunca de apuntar a su garganta. Sólo se movió (helado y un poco cosquilleante) cuando Tirian se puso detrás de él y lo acomodó en un lugar adecuado bajo su oreja. Temblando se dirigió a la parte de atrás del establo.

A pesar de la oscuridad, Tirian pudo ver inmediatamente la blanca silueta de Alhaja.

—¡Silencio! —exclamó—. No, no relinches. Sí, Alhaja, soy yo. ¿Cómo te ataron?

—Estoy maneado por las cuatro patas y atado con una brida a una argolla en la muralla del establo —se escuchó responder la voz de Alhaja.

—Quédate aquí, centinela, con tu espalda hacia la muralla. Así. Ahora, Alhaja: pon la punta de tu cuerno contra el pecho de este calormene.

—Con el mayor gusto, Señor —repuso Alhaja.

—Si se mueve, traspásale el corazón.

Entonces, en pocos segundos, Tirian cortó las sogas. Con los restos ató al centinela de manos y pies. Finalmente lo obligó a abrir la boca, se la llenó de pasto y lo amarró desde el cráneo hasta la barbilla para impedir que hiciera el menor sonido, y lo colocó en el suelo, sentado y apoyado contra la pared.

—Me he portado un tanto descortés contigo, soldado —dijo Tirian—. Pero fue por necesidad. Si nos volvemos a encontrar otra vez, puede que te trate mejor. Vamos, Alhaja, vámonos sin hacer ruido.

Puso su brazo izquierdo alrededor del cuello de la bestia y se inclinó y besó su nariz y ambos sintieron una gran dicha. Regresaron lo más silenciosamente posible al lugar donde había dejado a los niños. Estaba más oscuro allí bajo los árboles y casi tropezó con Eustaquio antes de verlo.

—Todo está bien —murmuró Tirian—. Hemos hecho un buen trabajo esta noche. Ahora, a casa.

Se habían vuelto y caminado unos cuantos pasos cuando Eustaquio dijo:

—¿Dónde estás, Pole?

No recibió respuesta.

—¿Está Jill a tu lado, Señor? —preguntó.

—¿Qué? —exclamó Tirian—. ¿No está al otro lado
tuyo?

Fue un momento terrible. No se atrevían a gritar, pero susurraban su nombre lo más alto que se puede en un susurro. No hubo respuesta.

—¿Se alejó de ti mientras yo no estaba aquí? —preguntó Tirian.

—No la vi ni la escuché irse —dijo Eustaquio—. Pero es posible que se marchara sin que yo supiera. Puede ser tan silenciosa como un gato; tú mismo lo has comprobado.

En ese momento se escuchó a lo lejos el sonido de un tambor. Alhaja movió sus orejas hacia adelante. “Enanos”, dijo.

—Y Enanos traidores, enemigos, es lo más probable —musitó Tirian.

—Y se aproxima algo sobre cascos, mucho más cerca —advirtió Alhaja.

Los dos humanos y el Unicornio se quedaron inmóviles como estatuas. Tenían tantas cosas distintas de qué preocuparse que no sabían qué hacer. El sonido de cascos se acercaba cada vez más. Y pronto, muy junto a ellos, una voz susurró:

—¡Hola! ¿Están todos ahí?

Gracias al cielo, era la voz de Jill.

—¿Dónde
diablos
te habías metido? —susurró furioso Eustaquio, porque se había llevado un tremendo susto.

—En el Establo —jadeó Jill, pero era una suerte de jadeo como cuando estás batallando por aguantar la risa.

—¡Oh! —gruñó Eustaquio—, crees que es divertido ¿no? Bueno, sólo te diré que...

—¿Has encontrado a Alhaja, Señor? —preguntó Jill.

—Sí. Aquí está. ¿Qué es esa bestia que viene contigo? —Es él —repuso Jill—. Pero vámonos a casa antes de que alguien despierte.

Y nuevamente tuvo unas pequeñas explosiones de risa.

Los demás obedecieron en el acto, pues ya se habían quedado lo suficiente en aquel peligroso lugar y les parecía que los tambores de los Enanos se estaban acercando. Fue sólo después de haber caminado rumbo al sur por varios minutos que Eustaquio dijo:

—¿Lo tienes
a él?
¿Qué quieres decir?

—El falso Aslan —respondió Jill.

—¿Qué? —exclamó Tirian—. ¿Dónde estuviste? ¿Qué has hecho?

—Bueno, Señor —contestó Jill—. Cuando vi que habías sacado al centinela de en medio, pensé ¿no sería bueno que diera un vistazo dentro del establo y vea lo que hay realmente allí? Así es que me fui, paso a paso. No me costó nada levantar el cerrojo. Claro que adentro estaba oscuro como boca de lobo y olía como todos los establos. Entonces prendí una luz y..., ¿podrán creerlo?, no había allí nada, excepto este viejo burro con un bulto de piel de león amarrada por encima de su lomo. De modo que saqué mi cuchillo y le dije que tenía que venir conmigo. En realidad, no había ninguna necesidad de amenazarlo con el cuchillo.

Estaba harto del establo y muy dispuesto a venir..., ¿no es cierto, querido Cándido?

—¡Santo Cielo! —exclamó Eustaquio—. ¡Que me zurzan! Estaba terriblemente enojado contigo hace un rato, y todavía pienso que estuvo pésimo que te escabulleras sin ninguno de nosotros, pero debo admitir..., bueno, quiero decir..., bueno, que fue una cosa perfectamente sensacional lo que hiciste. Si ella fuera un muchacho, habría que armarla caballero, ¿no es cierto, Señor?

—Si ella fuera un muchacho —dijo Tirian—, sería azotada por desobedecer las órdenes.

Y en la oscuridad nadie pudo ver si lo dijo frunciendo el ceño o bien con una sonrisa. Al minuto siguiente se escuchó un sonido de metal que chirriaba.

—¿Qué estás haciendo, Señor? —preguntó Alhaja, bruscamente.

—Desenvainando mi espada para cortarle la cabeza al maldito Asno —dijo Tirian con un tono terrible de voz—. Apártate, niña.

—¡Oh!, por favor no lo hagas, por favor —imploró Jill—. De verdad, no debes hacerlo. No fue su culpa. Todo lo inventó el Mono. El no entendía mucho. Y está muy arrepentido. Es un burro encantador. Se llama Cándido. Y estoy abrazada a su cuello.

—Jill —dijo Tirian—, eres la más valiente y la más hábil en los bosques de todos mis súbditos, pero también la más pícara y desobediente. Está bien, dejemos que el Asno viva. ¿Qué tienes que decir, por tu parte, Asno?

—¿Yo, Señor? —se escuchó la voz del burro—. Te aseguro que lo lamento mucho si hice algo malo. El Mono dijo que Aslan
quería
que me disfrazara así. Y pensé que él sabía. Yo no soy listo como él. Sólo hice lo que me decían. No fue nada de divertido para mi vivir en ese establo. Ni siquiera sé qué estaba sucediendo afuera. El no me dejaba salir más de un par de minutos por la noche. Algunos días hasta se olvidaron de darme un poco de agua.

—Señor —dijo Alhaja—. Los Enanos se acercan cada vez más. ¿Queremos encontrarnos con ellos?

Tirian lo pensó un momento y luego, súbitamente, lanzó una larga y sonora carcajada. Después habló, ya no en susurros.

—Por el León —dijo—. ¡Me estoy poniendo lento de mente! ¿Encontrarnos con ellos? Por cierto que nos encontraremos con ellos. Nos enfrentaremos con cualquiera ahora. Tenemos que mostrarles este Asno. Déjenlos ver la cosa a la que temían y reverenciaban. Podemos mostrarles la verdad de la vil intriga del Mono. Se descubrió el secreto. Las cosas han cambiado. Mañana colgaremos a ese Mono del árbol más alto de Narnia. Se terminaron los susurros y los escondites y los disfraces. ¿Dónde están esos honrados Enanos? Les tenemos buenas noticias.

Cuando has estado susurrando por horas, el simple sonido de alguien hablando en voz alta tiene un efecto maravillosamente bullicioso. El grupo entero empezó a hablar y a reírse; hasta Cándido levantó la cabeza y lanzó un sonoro
Jojijojijiji,
algo que el Mono no le había permitido hacer durante muchos días. Entonces se encaminaron en dirección al ruido de tambores. Se hacía constantemente más fuerte y pronto pudieron divisar también la luz de las antorchas. Salieron a uno de esos ásperos caminos (casi no los llamaríamos caminos en Inglaterra) que atraviesan el Páramo del Farol. Y allí, avanzando con paso enérgico, venían cerca de treinta Enanos, todos con sus pequeñas espadas y palas al hombro. Dos calormenes armados guiaban la columna y dos más cerraban la marcha.

—¡Deténganse! —tronó Tirian, saliendo al camino—. Deténganse, soldados. ¿A dónde conducen a estos Enanos narnianos y por orden de quién?

Principalmente sobre los enanos

Los dos soldados calormenes que iban a la cabeza de la columna, viendo a quienes tomaron por un Tarkaan o gran señor acompañado de sus dos pajes armados, ordenaron el alto y levantaron sus lanzas como saludo.

—¡Oh, mi Amo! —dijo uno de ellos—, conducimos a estos enanillos a Calormen a trabajar en las minas del Tisroc, que viva para siempre.

—Por el gran dios Tash, son sumamente obedientes —dijo Tirian.

Luego se volvió súbitamente hacia los Enanos. Uno de cada seis portaba una antorcha y gracias a esa luz parpadeante pudo ver sus caras barbudas que lo miraban con expresión torva y obstinada.

—¿Es que el Tisroc ha librado una gran batalla, Enanos, y ha conquistado vuestra tierra —preguntó—, para que ustedes vayan pacientemente a morir a las canteras de sal de Pugrahan?

Los dos soldados lo contemplaron sorprendidos, pero los Enanos respondieron a coro:

—Son las órdenes de Aslan, las órdenes de Aslan. Nos ha vendido. ¿Qué podemos hacer contra
él?

—¡El tal Tisroc! —agregó uno y escupió—. ¡Me gustaría verlo a él pasar por esto!

—¡Silencio, perro! —dijo el soldado jefe.

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