La última batalla (3 page)

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Authors: C.S. Lewis

—Con todo agrado, Señor —dijo Alhaja.

Sin embargo, Perspicaz advirtió:

—Señor, sé cauteloso hasta en tu justa cólera. Se avecinan extraños sucesos. Si hubiera rebeldes armados más allá del valle, nosotros tres somos demasiado pocos para enfrentarlos. Si quisieras esperar hasta que...

—No esperaré ni un décimo de segundo —exclamó el Rey—. Mas, en tanto Alhaja y yo avanzamos, ve en tu más veloz galope a Cair Paravel. Aquí tienes mi anillo que te servirá de credencial. Reúne una veintena de hombres de armas, todos bien montados, y una veintena de Perros que Hablan, y diez Enanos (que sean todos avezados arqueros), y un par de Leopardos, y el Gigante Pedregal. Tráelos a todos ante nosotros lo más rápido que puedas.

—Con todo gusto, Señor —dijo Perspicaz.

Y al instante se volvió y emprendió el galope por el valle rumbo al este.

El Rey caminaba a grandes zancadas, musitando para sí mismo algunas veces y otras apretando los puños. Alhaja iba a su lado, sin decir una palabra; de manera que no había el menor ruido, salvo el tenue tintinear de una espléndida cadena de oro que colgaba del cuello del Unicornio, y el resonar de dos pies y cuatro cascos.

Pronto llegaron al río y siguieron hacia arriba por un camino cubierto de hierba: tenían el río a su izquierda y la selva a su derecha. Poco después llegaron al lugar donde el suelo se hacía más áspero y un espeso bosque bajaba hasta el borde del agua. El camino, lo que había de él, continuaba ahora por la ribera sur y tuvieron que vadear el río para tomarlo. El agua le subía a Tirian hasta el pecho, por lo que Alhaja (que tenía cuatro patas y era por lo tanto mucho más firme) se colocó a su derecha para cortar la fuerza de la corriente, y Tirian puso su robusto brazo alrededor del robusto cuello del Unicornio y ambos lograron salir sanos y salvos. El Rey estaba todavía tan furioso que apenas notó lo fría que estaba el agua. Sin embargo, en cuanto llegaron a la playa secó cuidadosamente su espada en el hombro de su capa, que era la única parte seca de su vestimenta.

Ahora se encaminaban al oeste con el río a su derecha y el Páramo del Farol justo frente a ellos. No habían andado más de mil metros cuando se detuvieron bruscamente y ambos hablaron a la vez. El Rey dijo: “¿Qué es esto que hay aquí?” y Alhaja dijo: “¡Mira!”

—Es una balsa —dijo el Rey Tirian.

Y era una balsa. Media docena de espléndidos troncos de árbol, recién cortados y recién podados, habían sido amarrados unos con otros para construir una balsa, y se deslizaban velozmente río abajo. En la parte delantera de la balsa iba una rata almizclera guiándola con una vara.

—¡Eh! ¡Rata Almizclera! ¿Qué estás haciendo? —gritó el Rey.

—Llevo los troncos para vendérselos a los calormenes, Señor —contestó la Rata, tocando su oreja al saludar como lo habría hecho con su gorra si la hubiese tenido.

—¡Calormenes! —rugió Tirian—. ¿Qué quieres decir? ¿Quién ordenó derribar aquellos árboles?

El río fluye tan rápido en esa época del año que la balsa ya había dejado atrás al Rey y a Alhaja. Pero la Rata Almizclera miró hacia atrás por encima de su hombro y gritó:

—Ordenes del León, Señor. Del propio Aslan.

Añadió algo más pero no pudieron oírlo.

El Rey y el Unicornio se miraron fijamente y ambos parecían más asustados de lo que habían estado jamás en cualquiera batalla.

—Aslan —murmuró finalmente el Rey, en voz muy baja—. Aslan. ¿Podrá ser verdad?
¿Podría
él estar derribando los árboles sagrados y asesinando a las Dríades?

—A menos que todas las Dríades hayan hecho algo espantosamente malo —musitó Alhaja.

—¡Pero vendérselos a los calormenes! —exclamó el Rey—. ¿Será posible?

—No lo sé —repuso Alhaja, tristemente—. No es un León
domesticado.

—Bien —dijo el Rey por fin—, tendremos que seguir adelante y enfrentar la aventura que se nos presenta.

—Es lo único que nos queda por hacer, Señor —repuso el Unicornio.

No comprendía por el momento la locura que era seguir adelante los dos solos; tampoco lo pensó el Rey. Estaban demasiado enojados para pensar con claridad. Pero al final, grandes males sobrevinieron por culpa de su temeridad.

De repente el Rey se apoyó con todas sus fuerzas en el cuello de su amigo e inclinó la cabeza.

—Alhaja —dijo—, ¿qué se nos avecina? Horribles pensamientos anidan en mi corazón. Seríamos más felices si hubiéramos muerto antes de este día.

—Sí —asintió Alhaja—. Hemos vivido demasiado tiempo. Nos ha acontecido lo peor que podía acontecernos.

Se quedaron en silencio por algunos minutos y luego continuaron.

Muy pronto pudieron oír los machetazos de las hachas sobre la madera, a pesar de que no veían nada todavía, porque había una pendiente frente a ellos. Cuando llegaron a la cima, lograron ver perfectamente todo el Páramo del Farol. Y el rostro del Rey se demudó.

Justo en medio de aquella antigua selva —aquella selva donde una vez brotaron árboles de oro y de plata y donde una vez un niño de nuestro mundo plantó el Árbol de la Protección— vieron abierto un ancho camino. Era un sendero monstruoso, semejante a una tosca cuchillada en la tierra, lleno de surcos de barro por donde los árboles derribados habían sido arrastrados hasta el río. Había una enorme cantidad de gente trabajando, y un chasquido de látigos, y caballos forcejeando y tironeando a medida que acarreaban los troncos. Lo primero que impactó al Rey y al Unicornio fue el hecho de que casi la mitad de la gente en esa muchedumbre no eran Bestias que Hablan, sino hombres. Lo siguiente fue que esos hombres no eran los hombres de pelo claro de Narnia: eran los hombres morenos y barbudos de Calormen, ese poderoso y cruel país situado más allá de Archenland, cruzando el desierto hacia el sur. No había motivo, por supuesto, para que uno no tropezara con un par de calormenes en Narnia, un mercader o un embajador, pues Narnia y Calormen estaban en paz en aquellos tiempos. Pero Tirian no podía entender por qué había tantos de ellos; ni menos por qué estaban talando un bosque narniano. Apretó fuerte su espada y enrolló su capa envolviendo su brazo izquierdo. Bajaron presurosos hasta donde estaban los hombres.

Dos calormenes conducían un caballo que había sido enganchado a un tronco. Justo cuando el Rey los alcanzaba, el caballo se quedó atascado en un sitio sumamente fangoso.

—¡Arriba, grandísimo flojo! ¡Tira, cerdo perezoso! —gritaron los calormenes, chasqueando sus látigos. El caballo hacía su máximo esfuerzo; tenía los ojos rojos y estaba cubierto de espuma.

—Trabaja, bestia holgazana —gritó uno de los calormenes, y al decir esto golpeó salvajemente al caballo con su látigo. Fue entonces cuando sucedió lo realmente espantoso.

Hasta ese momento Tirian había dado por sentado que los caballos que guiaban los calormenes eran los suyos propios; animales mudos y sin inteligencia, iguales a los de nuestro mundo. Y aunque detestaba ver que se hiciera trabajar en exceso aun a un caballo mudo, tenía, indiscutiblemente, su pensamiento puesto en la matanza de los árboles. Jamás cruzó por su mente la idea de que alguien osara enjaezar a los libres Caballos que Hablan de Narnia, y mucho menos castigarlos con un látigo. Pero al caer el salvaje golpe, el caballo retrocedió y dijo, casi gritando.

—¡Tirano idiota! ¿No ves que hago lo más que puedo?

Cuando Tirian se dio cuenta de que el Caballo era uno de sus propios caballos narnianos, él y Alhaja se sintieron poseídos de tal cólera que no supieron lo que hacían. Se alzó la espada del Rey, bajó su cuerno el Unicornio. Juntos se precipitaron hacia adelante. En un momento ambos calormenes cayeron muertos, uno decapitado por la espada de Tirian y el otro con el corazón atravesado por el cuerno de Alhaja.

El mono en su esplendor

—Maese Caballo, Maese Caballo —dijo Tirian, mientras cortaba apresuradamente sus correas—, ¿cómo han llegado estos extranjeros a esclavizarte? ¿Han conquistado Narnia? ¿Ha habido una batalla?

—No, Señor —resolló el caballo—. Aslan está aquí. Todo es orden suya. El ha ordenado...

—Ten cuidado, Rey —exclamó Alhaja.

Tirian miró hacia arriba y vio que los calormenes (mezclados con unas pocas Bestias que Hablan) corrían hacia ellos desde todos lados. Los dos muertos habían perecido sin un grito, de modo que pasaron unos momentos antes de que los demás supieran lo que había ocurrido. Pero ahora lo sabían. La mayoría traía sus cimitarras desnudas en la mano.

—Rápido. Sobre mi lomo —dijo Alhaja.

El Rey montó precipitadamente sobre el lomo de su amigo, quien se dio vuelta y emprendió el galope. Cambió de rumbo dos o tres veces en cuanto se encontraron fuera de la vista de sus enemigos, cruzó un arroyo, y gritó sin reducir el paso:

—¿Hasta adónde, Señor? ¿A Cair Paravel?

—Detente, amigo —respondió Tirian—. Déjame bajar. Se bajó del lomo del Unicornio y lo miró a la cara.

—Alhaja —dijo el Rey—. Hemos cometido un crimen horrible.

—Fuimos gravemente provocados —replicó Alhaja.

—Pero echarnos sobre ellos, que estaban desprevenidos..., sin desafiarlos..., estando desarmados..., ¡uf! Somos dos asesinos, Alhaja. Estoy deshonrado para siempre.

Alhaja dejó caer la cabeza. También él estaba avergonzado.

—Y además —dijo el Rey—, el Caballo dijo que eran las órdenes de Aslan. La Rata dijo lo mismo. Todos dicen que Aslan está aquí. ¿Mas si fuera verdad?

—Pero, Señor, ¿cómo
podría
Aslan ordenar cosas tan horribles?

—El no es un León
domesticado
—repuso Tirian—. ¿Cómo podríamos saber lo que haría? Nosotros, que somos unos asesinos. Alhaja, yo voy a regresar. Depondré mi espada y me entregaré en manos de aquellos calormenes y les pediré que me lleven ante Aslan. Deja que él me haga justicia.

—Irás a tu muerte, entonces —exclamó Alhaja.

—¿Crees que me importa si Aslan me condena a muerte? —dijo el Rey—. No será nada, absolutamente nada. ¿No sería mejor estar muerto antes que tener este terrible miedo de que Aslan haya venido y no se parezca al Aslan en que hemos creído y a quien hemos anhelado? Es como si un día el sol saliera y fuera un sol negro.

—Ya lo sé —repuso Alhaja—. O como si bebieras agua y fuera agua seca. Tienes razón, Señor. Este es el final de todo. Vamos y entreguémonos.

—No es necesario que vayamos ambos.

—Si alguna vez nos hemos querido, déjame ir contigo ahora —dijo el Unicornio—. Si tú mueres y si Aslan no es Aslan, ¿qué vida me queda a mí?

Se volvieron y regresaron juntos, derramando amargas lágrimas.

En cuanto llegaron al sitio de los trabajos, los calormenes prorrumpieron en gritos y corrieron hacia ellos con sus armas en la mano. Mas el Rey les tendió su espada con la empuñadura dirigida hacia ellos y dijo:

—Yo que he sido Rey de Narnia y que soy ahora un caballero deshonrado, me rindo a la justicia de Aslan. Llevadme ante él.

—Y yo me rindo también —dijo Alhaja.

Entonces los hombres de tez oscura los rodearon formando un denso gentío que olía a ajo y a cebollas, y el blanco de sus ojos relampagueaba amenazante en sus caras morenas. Colocaron un ronzal de cuerda alrededor del cuello de Alhaja. Le quitaron su espada al Rey y ataron sus manos detrás de su espalda. Uno de los calormenes, que usaba un casco en lugar de turbante y parecía ser quien mandaba, arrebató el cintillo de oro de la cabeza de Tirian y presurosamente lo escondió entre su ropa. Condujeron a los prisioneros cerro arriba hasta un lugar donde había un gran claro. Y esto vieron los prisioneros.

En medio del claro, que era a la vez el punto más alto del cerro, había un pequeño cobertizo semejante a un establo con techo de paja. La puerta estaba cerrada. En el pasto frente a la puerta se hallaba sentado un Mono. Tirian y Alhaja, que esperaban ver a Aslan y que no habían aún escuchado hablar del Mono, quedaron desconcertados al verlo. Claro que el Mono era el propio Truco, peroestaba diez veces más feo que cuando vivía junto a la Poza del Caldero, pues ahora iba vestido con gran lujo. Vestía una chaqueta escarlata que no le quedaba nada de bien, ya que había sido hecha para un enano. Usaba unas babuchas adornadas con piedras preciosas en sus patas traseras, que no se le sujetaban debidamente porque, como tú sabes, las patas traseras de un Mono son más bien manos. Llevaba algo que parecía ser una corona de papel en la cabeza. Había un gran montón de nueces a su lado y él las cascaba una tras otra con sus mandíbulas y escupía las cáscaras. Y a cada rato se levantaba la chaqueta escarlata para rascarse. De pie ante él se hallaban numerosas Bestias que Hablan, y prácticamente todas las caras en aquella muchedumbre tenían un aire penosamente preocupado y perplejo. Cuando vieron quiénes eran los prisioneros todos empezaron a gemir y a lloriquear.

—¡Oh, Señor Truco, portavoz de Aslan! —dijo el jefe calormene—. Te traemos unos prisioneros. Gracias a nuestra destreza y valentía y con el permiso del gran dios Tash hemos podido coger vivos a estos dos encarnizados asesinos.

—Denme la espada de ese hombre —dijo el Mono.

Tomaron entonces la espada del Rey y se la pasaron al Mono, con su talabarte y todo. Y él se la colgó del cuello; y esto lo hizo lucir aún más ridículo.

—Nos ocuparemos de estos dos más tarde —dijo el Mono, escupiendo una cáscara hacia ambos prisioneros—. Tengo otros asuntos que resolver primero. Ellos pueden esperar. Ahora escúchenme todos. Lo primero que quiero decirles es sobre las nueces. ¿Dónde anda esa Ardilla Jefe?

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