El primer contingente del convoy de la princesa llegó el vigésimo cuarto día del décimo mes. Durante dos días, hubo una incesante procesión de porteadores que avanzaban dando traspiés bajo el peso de cestos y cajas cubiertas con ricos brocados y baúles lacados con incrustaciones de oro. Jiroemon había conseguido reunir un total de 2.277 hombres procedentes de treinta y tres pueblos vecinos. Transportaban el equipaje hasta el siguiente pueblo por el camino, y luego regresaban para coger otra carga.
Habían calculado que la princesa pasaría por la aldea el tercer día. Sachi se levantó mucho antes del amanecer para ayudar a su madre a comprobar que todo estuviera perfecto. Otama puso unas ramas de arce en un jarrón —un detalle elegante que sin duda complacería a los daimios—, mientras Sachi recorría las silenciosas habitaciones como un cangrejo, pasando un paño húmedo por el suelo hasta hacer brillar las esteras de los tatamis, de color claro, y dejar impecables los bordes de seda. Limpiaron los suelos de madera de los pasillos y de la entrada por última vez hasta que no quedó ni una sola mota de polvo en ningún sitio. Entonces Sachi se dirigió a toda prisa a la entrada de la aldea, donde estaban los otros niños, para ver llegar la procesión.
Para cuando los niños fueron a contarle a Jiroemon lo que habían visto, todos habían oído el sonido metálico de los aros de hierro que llevaban los guardias en lo alto de los bastones, el crujido de los pasos, el golpeteo de los cascos de caballo y el interminable grito: «Shita ni iyo! Shita ni iyo! ¡De rodillas! ¡De rodillas!»
—Voy a esconderme debajo de los aleros para ver pasar la procesión —susurró Genzaburo—. ¿Por qué no vienes conmigo, Sa? Será divertido. ¡No se enterará nadie!
Pero Sachi tenía una obligación más acuciante. Siempre que una procesión pasaba por la aldea, Jiroemon tenía que situarse a las puertas para darle la bienvenida al daimio. Luego iba corriendo a la posada y volvía a recibirlo en el porche, donde se detenían los palanquines. Pero la princesa planteaba un problema. En primer lugar, era una mujer. Y no sólo eso, sino que era la mujer de más alto rango y más importante de la región. Era inconcebible que un hombre, y mucho menos un humilde posadero como él, mirara siquiera a una mujer de tanta categoría. Pero también era inconcebible no darle la bienvenida a la posada. A medida que avanzaba el día, la preocupación de Jiroemon iba en aumento. Los comisarios de transportes no se habían dignado darle ningún consejo. Al final tomó una decisión: recibiría el palanquín de la princesa de la manera habitual, pero acompañado de su esposa y de su hija. Al fin y al cabo, él descendía de una familia de samuráis, y por lo tanto era un poco superior al resto de aldeanos.
Sachi se puso el kimono nuevo de color añil que Otama le estaba reservando para el día de Año Nuevo. Su abuela había hilado el hilo y Otama había tejido la tela, con un dibujo de cuadros claros y oscuros, y le había cosido una bolsita dentro de la manga para meter en ella el amuleto protector de Sachi. Sachi escondió su peine junto con el amuleto y se ciñó un obi de crespón rojo alrededor de la cintura. Entonces ocupó su lugar, de rodillas junto a su madre, junto a la entrada reservada para los huéspedes importantes.
La posada de Jiroemon estaba en medio de la aldea, pero apartada del camino, lejos de todo el ruido y el ajetreo, oculta detrás de un alto muro. Más allá de la entrada había otro muro para proteger a los huéspedes de alto rango de las vulgares miradas de los aldeanos y los viajeros. Sachi oyó pasos avanzando por el camino —hacían que se estremeciera la tierra—, y vio las puntas de las lanzas, los estandartes y las enormes sombrillas rojas desplazándose en majestuosa procesión por encima del muro. Aparte del estruendo de pasos y cascos de caballo, y de los insistentes gritos de «Shita ni iyo! Shita ni iyo! Shita ni... Shita ni...», no se oía nada más. Nadie decía ni una palabra.
De pronto aparecieron unos hombres en el recinto protegido por el muro interior. Sachi se volvió un poco y levantó la cabeza para ver qué estaba pasando. Había una fila de porteadores con las nalgas al descubierto y las caras cubiertas de sudor; llevaban cubos de agua, cestos de comida, relucientes baúles lacados y un ornamentado arcón dorado y negro, lo bastante grande para contener una bañera, y se dirigían hacia la puerta trasera. Unos hombres con kimonos cortos, de varias capas, y leotardos, que llevaban sombreros de paja y las dos espadas de los samuráis, tomaron posiciones alrededor del porche, junto a unos palanquineros que transportaban unos bancos relucientes y negros.
Entonces un palanquín se detuvo en el porche de la entrada. De él se apeó una mujer, y deslizó un diminuto pie, y luego el otro, en un par de zuecos que habían colocado en uno de los bancos. Empezaron a llegar más palanquines, de los que salieron otras mujeres que se saludaban con agudos arrullos. Sus ininteligibles voces le recordaron a Sachi el trino y el gorjeo de los pájaros. El porche estaba lleno de telas delicadas y suaves como pétalos de flor, y vistosas como una pradera en primavera. La atmósfera estaba cargada de aromas, tan dulces e intensos que la niña se mareó un poco. Atrevida, Sachi lo miraba todo una y otra vez. Jamás había visto a criaturas tan exquisitas; parecían salidas de otro mundo, mucho más magnífico que nada que ella hubiera podido imaginar.
Giró la cabeza un poco más y vio un magnífico palanquín que parecía un diminuto palacio móvil; era dorado, con reflejos rojizos, y unas gruesas borlas rojas oscilaban sobre las persianas de las ventanillas; el techo estaba cubierto con un estandarte rojo. Hasta la vara y los entramados de las ventanillas estaban recubiertos de pan de oro. Las paredes estaban decoradas con elaborados dibujos y llevaban grabado un crisantemo, que sin duda debía de ser el emblema imperial. Lo transportaban seis palanquineros, tres delante y tres detrás. Unos guardias desfilaban a su lado, y unos criados le hacían sombra con unas enormes sombrillas rojas. Cuando los palanquineros lo dejaron, con mucho cuidado, sobre el soporte, las mujeres se arrodillaron produciendo un suntuoso susurro de sedas. Jiroemon y Otama permanecieron con la cara pegada al pulimentado suelo de madera, pero Sachi estaba muerta de curiosidad. Levantó brevemente la cabeza. Ésa debía de ser la princesa. Tenía que verla.
Unos miembros del séquito abrieron la puerta corredera del palanquín, y de su oscuro y dorado interior salió una mujer. Las numerosas capas de su kimono, de sutiles tonos de naranja, dorado y verde, se apreciaban en el cuello y en los puños. Llevaba un sombrero de viaje con un tupido velo que le cubría los hombros, pero al bajar del palanquín levantó una blanca mano y se lo apartó de la cara. Sachi tuvo ocasión de ver el rostro de la mujer antes de que el velo volviera a la posición original.
Sachi agachó rápidamente la cabeza. No sabía qué pretendía, ni cómo se atrevía siquiera a pretender algo. Había pensado mucho en la princesa. Esperaba ver algo maravilloso, pero lo que vio la dejó desconcertada y confusa. El rostro que acababa de ver no parecía el de una princesa, o, al menos, no el de las princesas de su imaginación. La mujer iba maquillada como una gran dama, con la cara blanca, los pequeños labios pintados de un rojo intenso y las cejas bien perfiladas en la despejada frente; pero daba la impresión de que se marchitaba bajo sus lujosos kimonos. Lo más extraño era la expresión de su cara: una expresión de puro miedo, como la que Sachi había visto en los ojos de los pollos antes de que los sacrificaran. La niña sintió una profunda inquietud. Había algo que no encajaba.
Hasta los críos como Sachi sabían que los grandes señores y las grandes damas tenían dobles. Siempre había enemigos al acecho capaces de secuestrar e incluso matar a una dama. Quizá esa mujer fuera un doble. O quizá fuera realmente la princesa. Quizá las princesas fueran, en realidad, personas normales y corrientes.
Las mujeres, haciendo frufrú con las acampanadas faldas de sus kimonos, acompañaron a la princesa al interior de la posada, deslizándose al lado de Jiroemon, Otama y Sachi, que seguían arrodillados, como si no existieran.
Fueron llegando más palanquines, de los que se apearon otras mujeres. Sólo quedaban unas pocas personas en el porche. Jiroemon y Otama parecían paralizados, con la cara pegada al suelo. Entonces apareció un palanquín más sencillo, con las paredes de madera y con las persianas de bambú recogidas. Sachi estaba maravillada, medio aturdida por aquel espectáculo tan inusual y por la extraña sensación de que había algo que no era como debía ser. Levantó la cabeza y vio bajar del último palanquín a una mujer que por su atuendo, mucho más sencillo que el de las otras mujeres, parecía una criada. Su mirada y la de Sachi se cruzaron brevemente.
Esa mujer no era más que una niña; debía de tener aproximadamente la misma edad que Sachi y que las jóvenes esposas que se reunían en el pozo. No era hermosa, pero su porte tenía algo que atraía la atención de todos. Tenía el rostro ovalado y las mejillas rellenas, como una niña pequeña; los ojos negros, grandes y tristes; la nariz recta; la barbilla puntiaguda; y una boca pequeña fruncida en expresión de aturdida resignación. Su cutis era tan blanco que parecía teñido de azul. Se apeó con torpeza del palanquín y se quedó un momento de pie, como si no supiera qué tenía que hacer a continuación. Las otras mujeres la rodearon y se apresuraron a cubrirle la cabeza con un velo. Daba la impresión de que trataban de fingir indiferencia: miraban hacia otro lado y hablaban entre ellas en voz alta. Pero no lograban disimular la deferencia de sus gestos: se agachaban e inclinaban la cabeza instintivamente, de modo que su cabeza nunca sobrepasara la de aquella mujer.
Sachi estaba embelesada. Aquella joven tenía algo que le resultaba familiar. Le parecía haber visto su rostro en algún sitio, quizá en un sueño. Y la joven, a su vez, se había fijado en Sachi. Algo brilló en sus ojos, como si también ella la hubiera reconocido. Mientras las otras mujeres le arreglaban el velo que le ocultaba la cara, ella le susurró algo a una de ellas. De pronto todas se volvieron y miraron a la niña que estaba arrodillada junto a la puerta, y que tenía la osadía de mirarlas con fijeza. Las mujeres fueron hacia ella, y los guardias que estaban apostados alrededor del porche llevaron la mano al puño de sus espadas. Al oír la conmoción, Jiroemon, horrorizado, levantó la cabeza.
Sachi buscó automáticamente el peine que llevaba escondido en la manga. De pronto recordó el destino de Sohei, el borracho, y el de esos porteadores a los que habían abandonado, muertos, en el camino. Toda su breve vida pasó ante sus ojos en un instante, y pensó en Genzaburo, que estaba escondido en los aleros no lejos de allí, al otro lado de la calle. Sin embargo, había un pensamiento que destacaba entre todos los demás: He visto a la princesa.
Sachi había empezado a comprender por qué el rostro de aquella joven le resultaba tan familiar: se parecía muchísimo a la cara que ella veía reflejada en el desazogado espejo de su madre. Era una versión de sí misma, sólo que algo mayor.
Sachi jugaba a emparejar conchas con la princesa Kazu. Arrodillada enfrente de ella, con las manos entrelazadas sobre el regazo y con la vista fija en el suelo en actitud de modestia, oyó el susurro de la seda cuando la princesa se recogió con languidez la larga manga de la túnica y metió la mano en la caja lacada con incrustaciones de oro que contenía las conchas. La princesa pasó los dedos por las pequeñas y secas conchas, y se oyó un débil repiqueteo. Cogió una y la puso boca arriba sobre el tatami. Sachi se inclinó hacia delante. En el interior de la concha, pintado sobre un fondo de pan de oro, había todo un mundo de nobles y damas en miniatura.
Había otras conchas, boca abajo y ordenadas en hileras, entre las dos mujeres. La princesa cogió una y miró en su interior.
—¿Por qué tengo siempre tan mala suerte? —preguntó arrojando la concha con fastidio—. Si al menos fueran conchas de olvido... Entonces quizá podría olvidar. —Y recitó en voz baja un poema:
Wasuregai / No reuniré
hiroi shi mo seji / conchas de olvido,
shiratama o / sino perlas,
kouru o dani tno / recuerdos de
katami to omowan / mi antiguo y precioso enamorado.
Sachi la miró de soslayo. Pensó en las historias que había oído; decían que habían obligado a la princesa a ir a Edo y a casarse contra su voluntad con el shogun, y que antes de eso había estado comprometida con un príncipe imperial. Pero todo eso había pasado mucho tiempo atrás. ¿Por qué Su Alteza seguía aferrándose al pasado? ¿Por qué Su Alteza estaba siempre tan triste?
La princesa la miraba con expectación. Sachi tenía una mano suspendida sobre las conchas que estaban boca abajo. Escogió una, miró en su interior y dio un gritito; entonces agarró la concha que la princesa acababa de extraer de la caja. Ambas conchas eran idénticas. Sachi se puso a reír, y entonces, al recordar dónde estaba, se ruborizó y se tapó la boca con ambas manos.
—Qué infantil —comentó Tsuguko, la primera dama de honor de la princesa, sonriendo con indulgencia.
Tsuguko era la persona más poderosa del entorno de la princesa, y la máxima autoridad en los importantísimos asuntos del protocolo. Era una mujer alta y aristocrática, con cabello entrecano que le llegaba hasta el suelo. La mayoría de las damas más jóvenes le tenían miedo, pero con aquellas que gozaban del favor de la princesa era la amabilidad en persona.
La princesa también compuso una lánguida sonrisa.
—Podría hechizar a cualquiera con esos ojos verdes —murmuró—. ¡Disfruta tanto con todo! Ojalá todos los días fueran tan apacibles como éste. —Miró a Tsuguko y, en voz baja, agregó—: Nos queda muy poco tiempo.
—La vida humana siempre es incierta, Señora. Pero quizá los dioses nos favorezcan esta vez.
—No si la Retirada se sale con la suya. Sé que goza de la confianza de Su Majestad...
Era el decimoquinto día del quinto mes del primer año de Keio, y las lluvias se estaban retrasando. Cada día hacía más calor, y la atmósfera iba volviéndose más y más húmeda y opresiva. Unas nubes oscuras tapaban el cielo. Habían retirado las puertas de papel que dividían las habitaciones y las puertas de madera que formaban las paredes exteriores de los edificios, convirtiendo todo el inmenso palacio en un laberinto de pabellones conectados entre sí. Pero ni la más leve brisa sacudía las persianas de bambú.