Se retiraron al rincón de la gran sala donde solían sentarse. Durante un rato, se esforzaron para concentrarse en sus lecciones, pero Sachi estaba muy distraída pensando en otras cosas. Tenía tanto que aprender todavía; y la única persona a la que se atrevía a preguntar era Haru. Al final hizo acopio de valor.
—¿Has conocido alguna vez a un hombre? —murmuró con un débil susurro.
Haru se inclinó hacia delante. Al oír a Sachi, se tapó la boca con ambas manos, se echó hacia atrás, sentándose sobre los talones, y soltó una carcajada. Las damas que había en la habitación miraron alrededor, sobresaltadas.
—Todas te envidian —dijo Haru sonriendo con tristeza—. Ésa es una experiencia que la mayoría de nosotras nunca vivirá. Yo, desde luego, no.
Hasta Sachi sabía que muy pocas de las tres mil mujeres del palacio serían elegidas concubinas, y sin embargo todas tenían que permanecer puras durante toda su vida.
—Esa felicidad nos está vedada —añadió Haru—. Aunque una vez conocí a una mujer que gozó brevemente de ella.
—¿Qué le pasó?
—Desapareció. A las mujeres no les está permitido tomar esas decisiones por su cuenta, sobre todo cuando pertenecen al shogun. Era muy hermosa. Se parecía mucho a ti.
Sachi sólo podía pensar en una cosa.
—¿Qué va a pasar? ¿Qué tengo que hacer?
—¿Cómo quieres que yo lo sepa? —respondió Haru con otra carcajada—. Asegúrate de gritar de dolor para que sepan que nunca has estado con ningún hombre. Su Majestad se marcha mañana, pero volverá pronto, y entonces podrás iniciar en serio tu carrera de concubina. Yo puedo enseñarte la teoría de cómo proporcionarle placer a un hombre. He estudiado muchos libros de alcoba. Eres muy joven y tienes muchas probabilidades de dar a luz un hijo varón sano. Lo más importante es que no hagas preguntas, y que hagas exactamente lo que te ordenen. No olvides nunca que ahora eres una mujer noble. Mantén la dignidad a toda costa. Pase lo que pase, nunca reveles tus sentimientos, ni por un instante.
—Pero ¿me dolerá?
—¡No dejes que nadie te oiga decir eso! ¡Éste es el mayor honor al que cualquier mujer puede aspirar! Tienes quince años, Hermana Menor. La mayoría de las jóvenes de tu edad están casadas. Ha llegado el momento de que descubras qué significa dormir con un hombre.
»No me corresponde decir estas cosas —añadió Haru bajando la voz—, pero eres afortunada. Su Majestad es amable y tiene buen corazón. No todos sus predecesores eran así. Y además es joven.
Sachi, nerviosa, acarició las púas de su peine, que llevaba oculto en la cinturilla.
—¿Qué tienes ahí? —preguntó Haru.
—Nada...
Pero no parecía correcto esconderle algo a Haru, así que Sachi sacó el peine y se lo mostró. La expresión del semblante de Haru cambió de repente.
—¿De dónde lo has sacado? —le espetó.
Desde que llegara al palacio, Sachi había tenido el peine escondido entre los pliegues de su ropa. Ahora lo miró con detenimiento. Era bonito, de carey, con relieves dorados, y con lo que parecía el emblema de una familia noble incrustado en oro. La luz se reflejó en él e iluminó el oscuro rincón de la habitación donde las dos mujeres estaban sentadas.
—Me lo traje de la aldea —contestó Sachi, desconcertada—. Es mi peine de la suerte. Lo tengo desde que era pequeña.
—Déjame verlo —dijo Haru.
Lo cogió y empezó a darle vueltas en las manos. Sachi la miraba, intrigada. Haru la miró con fijeza, como si intentara descubrir algo en el rostro de su pupila. La alegre sonrisa se había borrado por completo de sus labios. Entonces parpadeó y dio un respingo, como si volviera bruscamente a la realidad. Sachi cogió el peine y se lo guardó en la cinturilla.
—Es un peine fabuloso —dijo Haru sacudiendo la cabeza, como si tratara de recuperar algún remoto recuerdo—. Una excelente obra de artesanía. No sabía que hacían esas cosas en el campo.
Mucho antes del anochecer, Sachi volvía a estar detrás de los biombos de la parte de la habitación reservada a la princesa, esperando a que Tsuguko le diera instrucciones. Pero la princesa todavía no había regresado. Sachi nunca la había visto ausentarse tanto rato. Sabía que pertenecía a la princesa Kazu y que Su Alteza había decidido regalársela a Su Majestad. Le habría gustado estar segura de que lo que iba a hacer a continuación contribuiría a aliviar la tristeza de la princesa.
—Se acerca la hora.
Sachi siguió a Tsuguko hasta el vestidor principal. Había lámparas de aceite y altas velas iluminando los rincones más oscuros, y proyectaban parpadeantes charcos de luz sobre los pájaros, los árboles y las flores exquisitamente pintados en los biombos de oro. Hasta los artículos más modestos —los espejos redondos en sus soportes; los toalleros; los arcones de maquillaje llenos de cepillos, peines, pinzas y tubos de cosméticos; los lavamanos y los aguamaniles con largos pitorros— estaban lacados con oro y llevaban grabado el emblema imperial. En los colgadores había kimonos con flores de verano bordadas.
Sachi se arrodilló. La doncella encargada del vestidor abrió el pequeño recipiente de hierro que contenía la mezcla de savia de hoja de zumaque, sake y hierro empleada para ennegrecer los dientes de la princesa. Un olor acre impregnaba la habitación. Con mucho esmero, la criada empezó a pintarle los dientes a Sachi. Sachi se miró en el espejo y vio cómo iban desapareciendo los blancos dientes que tenía desde que era una niña, relucientes como los de una salvaje o un animal. Cuando sonrió, vio la desdentada boca de una mujer adulta, una mujer que ha conocido varón.
La doncella le depiló las cejas, arrancándole hasta el último pelo con unas pinzas. Le puso cera en la cara, le aplicó una capa de maquillaje blanco y se la espolvoreó con polvos. Luego metió los pulgares en un cuenco de polvos de carbón y, con mucho cuidado, le pintó las cejas un dedo más arriba de donde las tenía antes de depilárselas. A continuación, la doncella le perfiló los ojos con un lápiz negro, le puso colorete en las mejillas y, con pasta de alazor rojo, le pintó un diminuto pétalo en cada uno de los labios, convirtiendo su boca en un pequeño y prieto capullo de rosa.
Sachi vio una impecable máscara blanca reflejada en el espejo. Se había convertido en una muñeca, como esas que ponían en las gradas el Día de las Niñas.
Otras doncellas que estaban arrodilladas alrededor de Sachi le dividieron la melena en finos mechones y los alisaron hasta extenderlos en el suelo como un abanico. Le pusieron aceite y le peinaron los mechones uno a uno; entonces le recogieron toda la melena hacia arriba y hacia atrás, apartándosela de la cara, y le hicieron una cola de caballo, negra y brillante como la laca, que sujetaron con cintas. Sachi permanecía inmóvil mientras las criadas le ponían el kimono ceremonial de seda blanca, que parecía un traje de boda o a una mortaja.
Fuera, en el pasillo, todo eran sombras y rincones oscuros. Era la primera vez que Sachi salía de las dependencias de la princesa después del anochecer. Las mujeres que bordeaban el pasillo la miraban con curiosidad y susurraban al verla pasar. Las velas largas y delgadas que llevaban las sirvientas proyectaban una luz parpadeante, y los faroles que ardían por los pasillos chisporroteaban. El humo le producía un cosquilleo en la nariz. Las sombras danzaban por las paredes de madera. Las pulidas tablas del suelo crujían bajo los leves pasos de innumerables pies con suelas acolchadas.
Cuando llegaron al Pasillo de la Campana, Tsuguko se arrodilló ante la puerta de los aposentos del shogun. Tocó el suelo con la frente y anunció:
—Traigo a la humilde Señora de la Alcoba Contigua. Os ruego que la recibáis.
»Hazlo lo mejor que puedas, niña —le susurró a Sachi.
Sachi notó cómo, debajo de su túnica, una gota de sudor resbalaba por su axila y le recorría el costado. Rezó en silencio para que la tela de seda no estuviera manchada ni arrugada. Se sentía tremendamente sola. Costaba creer que todo aquello no fuera un castigo por algún espantoso delito que ella hubiera cometido.
Se encontró en una antecámara iluminada con faroles y enormes y humeantes velas en altos candelabros de oro. La jefa de las siete veteranas, Nakaoka, menuda y elegante con su lustrosa peluca negra, estaba allí arrodillada. La rodeaban sus sirvientas, quietas y respetuosas.
—Ven aquí, niña —dijo la anciana con dulzura.
En la penumbra, su amarillenta piel y sus descarnadas mejillas le daban el aire sobrenatural de una máscara de demonio.
Como en un sueño, Sachi se quedó inmóvil mientras las sirvientas la desvestían.
—Separa las piernas —le ordenó Nakaoka señalando el futón que había en el suelo, delante de ella.
Sachi se tumbó; se sentía pequeña y vulnerable. La anciana se inclinó hacia delante y empezó a toquetearla. A Sachi el examen se le hizo eterno. Al final, la anciana le introdujo un nudoso dedo. Sachi miró al techo, estudiando el intrincado entramado de bambú.
Las palabras de Haru resonaban en sus oídos. Debía conservar su dignidad como fuera. No debía expresar lo que sentía, por muy grandes que fueran el dolor y la humillación. Sachi se concentró en un recuerdo más feliz, un recuerdo de su vida en la aldea. Pensó en la gran casa de madera con tejado de tejas, en los estridentes chirridos de las cigarras y en las frías aguas del río Kiso. Intentó recordar a la niñita que vivía en la aldea, rodeada de montañas, pero sólo conservaba un impreciso recuerdo. Entonces la vida estaba libre de preocupaciones. Pero habían cambiado a Sachi por completo. Nunca podría volver al Kiso.
Nakaoka asintió.
—Bien —dijo.
Sachi se arrodilló, y las mujeres le soltaron el pelo. Nakaoka se lo examinó minuciosamente, como si buscara algo escondido en él.
—Bien —repitió.
Llevaron a Sachi, desnuda, a un vestidor. Las doncellas se afanaban alrededor de la joven, recogiéndole el pelo en un moño suelto, sujetándolo con un peinecillo y ayudándola a ponerse una holgada túnica de fino damasco blanco. Nakaoka le ordenó que se arrodillara enfrente de ella.
—Es tu primera vez, niña, así que te explicaré cuáles son tus obligaciones. Presta mucha atención. Chiyo y una de las sacerdotisas estarán cerca, vigilando. Tsuguko y yo estaremos en una habitación adyacente. Permaneceremos despiertas y alerta toda la noche. Nos corresponde escuchar cada palabra que os digáis Su Majestad y tú. Por la mañana, me referirás tu conversación. Recuérdala con cuidado. Chiyo y la sacerdotisa también me la referirán. Los tres relatos deben coincidir. Abstente de pedirle favores a Su Majestad. Y recuerda: asegúrate de que duermes de cara a Su Majestad.
Cuatro golpes de tambor señalaron la hora, y sonaron las campanas del Pasillo de la Campana. Se oyeron unos pasos en el pasillo, acompañados de una carcajada de risa juvenil. La puerta se deslizó sobre sus guías y un aroma almizclado inundó la habitación. Las damas se postraron.
Parecía que el tiempo hubiera quedado en suspenso. Sachi mantenía la cara pegada al suelo. La rozaron unos perfumados ropajes. Oyó un tintineo que indicaba que estaban sirviendo sake, el sordo entrechocar de unas tazas de madera, voces y risas. El olor dulzón a humo de tabaco se mezclaba con el del perfume y con el ruido de las pipas al encenderlas.
—Venid, Señora.
Las doncellas la condujeron al dormitorio del shogun. Sachi vio espléndidos muebles, varias capas de lujosa ropa de cama, destellos rojos y dorados y el brillo de un edredón de seda blanco. A un metro de distancia, a la derecha de la tarima donde estaba la cama del shogun, había otro futón, más pequeño y más delgado, y, al lado, una almohada laqueada, cajas de cosméticos y un kimono de día. Allí era donde dormiría ella tras cumplir con sus deberes. A escasa distancia había dos futones más; el futón que estaba junto al del shogun era para Chiyo, y el otro, para la sacerdotisa.
Sachi se arrodilló y agachó la cabeza. Las criadas se afanaban alrededor del shogun. La joven oyó unos amortiguados ruiditos metálicos cuando, con mucho cuidado, dejaron sus espadas en el soporte, junto a la cabecera de la cama, y el susurro de la seda cuando le quitaron la ropa y le ayudaron a ponerse una túnica de noche.
Por último, el shogun se tumbó en el futón. Había una almohada de madera, acolchada, forrada con seda y adornada con borlas rojas, para apoyar la cabeza. Sin atreverse todavía a mirarlo, Sachi se ciñó la túnica y se sentó al lado del shogun. El futón era tan blando y tan sedoso que tuvo la impresión de que flotaba. Las doncellas apagaron los faroles, dejando sólo uno encendido. Sachi oyó cómo Chiyo y la sacerdotisa ocupaban sus puestos, una a cada lado de la pareja.
Sachi se tumbó en la penumbra, con los ojos cerrados, sin atreverse apenas a respirar. Notaba el calor que desprendía el cuerpo del shogun, como si éste fuera una brasa encendida. El olor de su sudor, mezclado con el de su perfume, era tan intenso que la joven pensó que se asfixiaría. Entonces una mano le abrió la túnica.
—Hermosa —murmuró una voz juvenil.
Hubo un largo silencio. Sachi notaba cómo el shogun la recorría con la mirada. Entonces una mano, suave como una mano de mujer, le acarició el vientre. La joven se estremeció. Ligera como una pluma, la mano le acarició el pecho y describió un círculo alrededor de uno de sus senos, para luego ahuecarse y sostenerlo brevemente.
—Hermosa —volvió a susurrar la voz.
Muy suavemente, el shogun le acarició un pezón con la yema de los dedos; luego pasó la mano entre sus pechos hasta su ombligo, muy despacio, como si la explorara. Entonces le separó las piernas. Sachi notó el calor de su mano, que le acariciaba la parte interna de un muslo, y luego la del otro. Notaba extrañas sensaciones recorriendo su cuerpo. Pero estaba demasiado asustada para prestar mucha atención; temía lo que pudiera pasar a continuación. Hiciera lo que hiciese el shogun, sabía que tendría que soportarlo.
Notó un delicado pero firme empujón. Obediente, Sachi dejó que el shogun le diera la vuelta y la tumbara boca abajo. El miedo la invadió, borrando todo pensamiento de su mente. La mano le separó mucho las piernas. Había llegado el momento: tenía sobre la espalda todo el peso del cuerpo del shogun. Aplastada, empapada del sudor de él, notó como si la estuvieran desgarrando.
Gritó de dolor y de asombro. Los empujones y los jadeos parecían no terminar nunca. Con la cara pegada a la almohada, Sachi se preguntó cuánto tiempo más podría soportarlo. Pero de pronto sucedió algo extraño. Una sensación desconocida empezó a extenderse por su cuerpo. Primero notó un cosquilleo en el vientre, que ascendió por su espalda. Tuvo la impresión de que sus brazos y sus piernas se habían vuelto líquidos. La sensación se extendió hasta su cuello. No era nada desagradable; de hecho, era deliciosa.