Y de pronto todo desapareció. Sachi olvidó su miedo y su dolor. Sumergiéndose en la sensación, perdida en su aroma, un gemido escapó de sus labios. El shogun también gimió, y dejó caer todo su peso sobre la joven.
Permanecieron un rato en silencio. Sachi recobró los sentidos y notó un inmenso alivio. Todo había terminado; había sobrevivido. Pero no había hecho nada, no había sabido qué hacer. ¿Y si el shogun estaba descontento con ella? ¿Y si ya no quería que fuera su concubina?
El shogun estiró un brazo. Sonó una campana.
—¡Eh! —gritó el shogun.
Al instante apareció una doncella, de rodillas, y encendió una pipa de boquilla larga; se la dio y volvió a apartarse.
Sachi se volvió y lo miró. Bajo la parpadeante luz del farol, su liso torso parecía resplandecer con la palidez de quien nunca ha trabajado en los campos ni caminado siquiera bajo el sol; de quien ha pasado toda su vida protegido de los elementos.
Sachi dirigió la mirada hacia arriba y vio una barbilla nada autoritaria y unos delicados labios con forma de arco, con las comisuras curvadas. A continuación vio la nariz, ligeramente respingona, destacada en una cara ovalada, y por último, un par de estrechos ojos castaños bajo unas delgadas cejas. La blancura de su piel continuaba hasta la parte superior de la cabeza, afeitada al estilo samurái. El pulcro moño que tenía en la coronilla se había deshecho un poco, y unos mechones de cabello untado con aceite colgaban, sueltos, alrededor de su cara.
El shogun no se parecía a ningún hombre que Sachi hubiera visto hasta entonces. De hecho, no era un hombre, sino casi un dios. Aquél era el shogun, el gobernante de toda la gran nación del Sol Naciente. También era el primer hombre al que Sachi veía desde que entrara en el palacio de las mujeres. A la joven le pareció que encarnaba todas las nobles cualidades que ella pudiera imaginar. Y allí estaba, tumbado a su lado, con la túnica de seda abierta.
El shogun miraba a Sachi con seriedad, estudiando cada curva de su cara. Le acarició una mejilla, la barbilla y la nuca.
—O-yuri-no-kata... —dijo, como si ensayara las sílabas. Tenía una voz clara, ligeramente aguda—. Yuri? —Dio una calada a la pipa; luego la vació, añadió un rollo de tabaco, cogió las pinzas, un trozo de carbón y volvió a aspirar por la pipa.
»¿Quieres ser mi amiga? —preguntó, casi lastimeramente.
Sachi dio un grito ahogado; estaba asustada, y le asombraba que ese grandioso personaje hablara con ella directamente, y con un lenguaje tan corriente. Era consciente de los oídos que, a su lado, se esforzaban por captar cada palabra. ¿Debía contestarle? Respiró hondo.
—Señor... —susurró.
—Llámame Kiku —dijo él—. Así es como me llaman mis mujeres. Kikuchiyo era mi nombre cuando era pequeño.
Sachi sabía que tenía que obedecer, aunque lo que él le estaba ordenando iba contra todas las normas del protocolo.
—Señor... Es decir, Kiku-sama —susurró con nerviosismo, atrancándose con esas sílabas tan íntimas. Se oyó un débil susurro en las sombras—. Debéis saber... que las señoras...
Señaló, desesperada, hacia los bultos de ropa de cama que tenían a ambos lados.
—No te preocupes por ellas —dijo él, sonriendo—. Hay gente observando y escuchando por todas partes. No diré nada que pueda causarte problemas.
»La primera vez que te vi, estabas en los jardines —añadió, risueño—. No lo sabías, ¿verdad? Corrías de un lado para otro, riendo, dando puntapiés a las flores de cerezo caídas, con el pelo suelto. Me pareciste una niñita muy dulce.
Sachi notó que se ruborizaba. No se atrevía a decir nada. El shogun la miró y rió, pero no fue una risa educada y artificial, como la de las damas de la corte cuando sentían vergüenza, sino una risa sincera y alegre.
—Nunca había visto a nadie como tú —prosiguió el shogun poniéndose serio—. Parecías libre y grácil como una cierva. Tienes un rostro perfecto, y una piel tan blanca, tan suave, tan fresca. Como un loto. Tus labios... —Los acarició con un dedo—. Y tus ojos son verdes, verde oscuro. Como un bosque de pinos en la montaña. Todas mis mujeres son elegidas por su belleza, pero ninguna se parece a ti. Excepto tu señora la princesa Kazu, por supuesto. Sois como dos conchas idénticas. Ella me habló de ti. Y después de verte, seguí viéndote una y otra vez. Estoy convencido de que nuestros destinos están entrelazados.
Sachi permaneció tumbada en silencio. Intentaba no mirar al shogun, pero de vez en cuando no podía evitar que su mirada se desviara tímidamente hacia su rostro.
El shogun hizo una pausa para rellenar la pipa y siguió hablando, como si pensara en voz alta.
—En este mundo todo está en manos de los dioses y de nuestro karma. Nadie puede escoger su destino. Yo soy un prisionero, igual que tú. Me ha tocado ser shogun. Mis predecesores (el señor Ieyoshi y el señor Iesada) pasaron su vida aquí, en el palacio, rodeados de pajes y concubinas. Tocaban música y escribían poesía, organizaban cacerías de ciervos e iban a cazar con halcones. Yo creía que mi vida también iba a ser así.
»Pero todo ha resultado muy diferente. He salido del castillo. He viajado por la ruta Tokaido y he visto los cincuenta y tres famosos paisajes. He estado en la capital y he negociado con el Hijo del Cielo más de una vez. También he visto a mi pueblo, a miles de personas. Nunca había visto a gente así. No son como los samuráis, no ocultan sus sentimientos. Puedes ver su vida reflejada en sus caras. Tú también eres así. Tú traes luz a este tenebroso lugar.
—¡Señor! —dijo Sachi, horrorizada.
Los hombres no debían hablar con tanta sinceridad, ni siquiera a una niña despreciable como ella; y aquél no era un hombre como otro cualquiera, sino el shogun. Las mujeres que estaban escuchando en la oscuridad podían interpretar como una debilidad que el shogun se hubiera interesado, aunque fuera remotamente, por los seres inferiores que transitaban por los caminos; y comparar a Sachi con ellos podía interpretarse como una crítica de sus esfuerzos para convertirla en una dama refinada. El shogun continuó sin inmutarse.
—Ahora mis responsabilidades son aún mayores. Se supone que tengo que ser un verdadero Generalísimo Subyugador de los Bárbaros; no basta con que ostente ese título. Mañana partiré hacia Osaka y dirigiré mis tropas hasta aplastar a los rebeldes Choshu.
Pronunció esas últimas palabras con un gruñido, torciendo la boca como haría un samurái, como si ensayara un papel. Luego rió con esa risa que desarmaba.
—Disfrutemos de mi última noche aquí —dijo—. Quiero hablar de tantas cosas contigo. Cuando regrese, nos conoceremos mejor. Ahora... Déjame mirarte.
Le levantó el cabello, acariciando los lisos y pesados mechones con los dedos. Entonces le quitó la túnica. Ella cerró los ojos al notar su mano sobre el vientre. Sachi notaba el calor de la piel del shogun y olía su perfume. Él la acarició suavemente, y empezó a deslizar la mano hacia abajo.
—Suave y delicada... como una flor —murmuró.
Esa noche descargó la lluvia, golpeando los tejados de tejas como un ejército de caballos al galope. Por la mañana, todas las hojas, los pétalos y las briznas de hierba de los jardines aparecieron brillantes de humedad. Dentro del palacio, el shogun y su concubina notaron cómo la humedad había desaparecido de la atmósfera y cómo el cielo se había despejado.
Las criadas que fueron a despertarlos encontraron intacto el pequeño futón que había junto al del shogun. El shogun se había marchado sin hacer ruido antes de romper el alba. Sólo permanecía su aroma.
Las cuatro mujeres que habían pasado la noche vigilando a Sachi —la venerable Nakaoka, Tsuguko, Chiyo y la sacerdotisa de cabeza rapada— esperaban a la joven en la antecámara. Sachi se arrodilló ante ellas. El aire matutino entraba a raudales. La joven, cohibida bajo la atenta mirada de las cuatro mujeres —que parecían halcones observando a un ratón de campo—, intentó arreglarse el despeinado cabello y el maquillaje. Sabía que tendría que repetir al pie de la letra las conversaciones que había mantenido con el shogun, pero las palabras de Su Majestad eran tan valiosas que quería conservarlas para sí, y no recitarlas como si fueran una lección. Miró con timidez a Nakaoka y le sorprendió ver que ella le sonreía.
—Muy bien, querida —dijo Nakaoka reprimiendo un bostezo—. Lo has hecho muy bien. Hemos oído todo cuanto necesitábamos oír.
Un grupo de doncellas le arreglaron el pelo y el maquillaje a Sachi, la ayudaron a ponerse el kimono de diario y la acompañaron por los pasillos hasta las dependencias de la princesa. Sachi iba como aturdida, sin ver apenas adonde la llevaban. Todo había cambiado. Había despertado a un nuevo mundo, pero todavía no entendía qué significaba eso ni en qué se había convertido.
Tsuguko la llevó ante la princesa. La princesa Kazu estaba sentada ante su escritorio. Al verlas entrar, dejó el pincel que tenía en la mano.
—Debes de estar cansada —dijo utilizando las fórmulas con que una señora agradecía algo a una sirvienta—. Me has prestado un buen servicio.
Era la primera vez que hablaba directamente con Sachi. Ésta la miró con vacilación, y sus miradas se encontraron brevemente. La princesa Kazu compuso una sonrisa un tanto triste.
—Me has prestado un gran servicio —continuó—. Debemos rezar a los dioses para que consigas darme un hijo varón. Tsuguko se encargará de que te recompensen adecuadamente.
La princesa siguió escribiendo, y Sachi agachó la cabeza y se retiró sin decir nada. Se percató, demasiado tarde, de que al obedecer las órdenes de la princesa había puesto en peligro el afecto que ésta sentía por ella; pero no había tenido elección.
Sachi todavía seguía reflexionando sobre las palabras de la princesa cuando llegó el emisario del shogun, acompañado por un séquito de sirvientas cargadas de regalos. El shogun había enviado un baúl para guardar kimonos para la princesa, exquisitamente lacado en negro y oro, con un dibujo de lirios y remolinos de agua. Había una caja de cosméticos para Tsuguko y peinecillos y abanicos para las otras damas de honor. Para Sachi había una bolsa de seda que contenía un amuleto.
La princesa aceptó los regalos con gentileza y los dejó a un lado. Entonces cogió un pincel y, con su elegante caligrafía, escribió una nota en un rollo de pergamino.
Cuando el emisario se hubo marchado, Tsuguko se inclinó hacia delante.
—Se acerca la hora, Señora...
—Hoy no me encuentro muy bien. Le he enviado un mensaje a Su Majestad diciéndole que no podré ir a despedirlo. No es necesario molestar a mis damas de honor.
Su cara era una máscara inexpresiva.
A Sachi nunca le había resultado tan difícil adoptar una fachada de decorosa serenidad. Era una injusticia. El shogun acababa de despertar sus sentimientos, y ahora se marchaba. Por otra parte estaba la princesa, su adorada princesa. ¿Por qué desdeñaba a su esposo, negándose a despedirse de él cuando quizá se ausentara durante varios meses? Sachi había abrigado esperanzas de que, ahora que se había convertido en una de las damas de la princesa, podría verlo por última vez.
Abrió lentamente la bolsa del amuleto. Era muy bonita, de seda blanca y con un cordón también de seda. Confiaba en que el shogun hubiera compuesto un poema para ella para conmemorar la noche que habían pasado juntos. Pero lo que encontró era aún más valioso: un amuleto para asegurar el nacimiento de un hijo varón. Se lo guardó en la cinturilla, junto a su daga.
No quería pasar la vergüenza de llorar en público. Sin importarle lo que pudieran pensar las demás, salió precipitadamente a los jardines y se puso a correr a ciegas, pisando los charcos con sus sandalias de madera. Corrió y corrió hasta que los edificios del palacio parecían casas de muñecas a lo lejos. Entonces miró al cielo y dejó que sus lágrimas se mezclaran con la lluvia.
Taki la alcanzó, jadeando. Abrió una sombrilla y tapó a Sachi con ella.
—No te preocupes —dijo. Su chillona voz de ratoncito sirvió a Sachi de consuelo—. Pronto volverá.
Desde las profundidades del palacio de las mujeres, Sachi oía los gritos y las órdenes que resonaban en las partes más alejadas del castillo y que se filtraban a través de las paredes. Un amenazador estruendo hacía temblar las ventanas y las puertas en los marcos de madera. La joven intentó imaginar qué podían ser esos golpes y ese estrépito: el chirrido de enormes puertas al abrirse y cerrarse, el sonido de inmensos cañones, quizá, arrastrados hasta sus posiciones. Se oían también correteos, y el eco de disparos lejanos. Distinguió el retumbar de tambores de guerra, el melancólico lamento de trompetas de caracola, relinchos y chacolotear de cascos de caballo. Entonces oyó el estruendo de miles de pasos marchando al unísono, alejándose más y más hasta que no se oyó más que un murmullo. Escuchó hasta que hubieron cesado todos los sonidos.
El silencio cubrió el castillo. El shogun se había marchado, con la mitad de su corte y de sus consejeros y con casi todos los regimientos que estaban acuartelados allí.
En las dependencias de la princesa, las mujeres hablaban en voz baja, fingiendo que nada había cambiado. La princesa permanecía oculta tras sus biombos con incrustaciones de oro. En el pasado, Sachi siempre había estado a su lado. Pero ese día, la princesa no la llamó. Sachi, silenciosa, fue a ayudar a Taki y a las otras doncellas, que les desenredaban y les peinaban el cabello, largo hasta el suelo, a las damas de honor. Taki le sonrió.
—O-yuri, la honorable Señora de la Alcoba Contigua —susurró—. Ya no eres una criada. Ven a sentarte aquí.
Sachi se arrodilló y dejó que las doncellas le masajearan los hombros. Le aplicaron más tinte en los dientes y le pintaron las pequeñas y rosadas uñas. Luego le pusieron aceite en el largo y sedoso cabello y se lo peinaron, separando los mechones cabello a cabello y pasándoles un incensario por debajo para perfumarlos. Le maquillaron la cara y la ayudaron a ponerse un kimono de fina seda, de color blanco, con una sobrefalda roja.
¡La Señora de la Alcoba Contigua! El día anterior, no se le habría ocurrido siquiera aspirar a ver a un personaje tan importante como el shogun. Ahora, esa experiencia que tanto había temido ya había pasado. Le costaba creer que hubiera pasado de verdad. Mientras las doncellas se afanaban alrededor de ella, Sachi permanecía quieta, como en un sueño. Trató de imaginar la sonrisa de Su Majestad —Kiku-sama—, sus destellantes ojos, su blanca piel, sus manos. Pero la imagen ya había empezado a borrarse. Cuanto más intentaba retenerla, más se escabullía.