La última concubina (11 page)

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Authors: Lesley Downer

Tags: #Drama, Histórico, Aventura

»He sido muy afortunada. Pero ahora estoy cansada. Han ocurrido demasiadas desgracias. Ahora lo dejo todo en manos de mi nuera. Ella lo dirige todo. Es una mujer fuerte. Si te trata mal, puedes venir a verme. No he olvidado lo que siente una nuera.

—Honju-in todavía tiene mucho poder dentro del palacio —dijo Tsuguko con gravedad cuando salieron de nuevo al pasillo—. Es una suerte que tengas su aprobación. Si los dioses te acompañan y vas con cuidado, tu vida podría parecerse a la de Honju-in. Ser la madre del heredero del shogun y, después, la madre del joven shogun... No hay posición más poderosa que ésa. Me encargaré de que todo el mundo sepa que estás bajo su protección. Debes ser muy precavida. Todas tendrán celos de ti.

Todavía quedaban muchas visitas por hacer. Caminando con majestuosidad de habitación en habitación, Tsuguko guió a Sachi hasta los aposentos de la viuda Jitsusei-in, la madre del shogun. Pero en lugar de mostrar su habitual ceño, el cetrino rostro del Cuervo Viejo, enmarcado en su casulla negra, mostraba una amplia sonrisa.

Después fueron a presentarles sus respetos a las tres damas —la jefa de las veteranas, Nakaoka, Chiyo y la sacerdotisa— que habían vigilado a Sachi la noche que ésta había dormido con Su Majestad. Les dieron las gracias por su ayuda y por su bondad y les ofrecieron generosos regalos. También tuvieron que visitar a las otras seis veteranas, a las sacerdotisas y a todas las damas de rango lo bastante elevado para tener acceso al shogun.

El día llegaba a su fin cuando volvieron, cansadas, a las dependencias de la princesa. Las últimas visitas las habían dejado mareadas —un laberinto de habitaciones, puertas que se abrían, reverencias, rostros sonrientes, coros de saludos, intercambios de cumplidos—. Sachi tenía las piernas tan doloridas como si hubiera escalado varias montañas. Había visto rincones del palacio que ni siquiera imaginaba que existían. Le dolían los músculos de la cara de tanto sonreír.

—De ahora en adelante, verás que las personas que menos lo esperas quieren ser amigas tuyas —le explicó Tsuguko—. Cuídate de quienes esconden su animadversión tras una máscara de bondad. Su Alteza siempre te ha protegido, pero ahora que ha cambiado tu suerte, quizá no pueda seguir haciéndolo. Si quieres seguir con vida, tendrás que entender cómo funcionan las mujeres del palacio. Ha llegado el momento de que nos tomemos en serio tu educación.

Sachi confiaba en que la princesa la llamara cuando volvieran a sus dependencias, pero la princesa Kazu siguió escondida detrás de sus biombos. Quizá estuviera escribiendo poesía, o quizá se hubiera quedado mirando sin ver, a oscuras, como hacía a veces. Sachi se preguntó qué debía de pensar en esos momentos. ¿Lamentaría que su vida no hubiera tomado otro camino? Lo había dejado todo para casarse con el shogun, y ahora él no estaba siquiera allí. Quizá si Sachi le daba un hijo varón a la princesa lograra hacerla más feliz.

Entonces Sachi recordó las palabras de Honju-in: «Sólo eres un vientre de alquiler.» Esas palabras le hicieron estremecerse.

II

A la mañana siguiente, la redondeada y sonriente cara de Haru asomó por la puerta de las dependencias de la princesa.

—Enhorabuena, Señora —le dijo a Sachi haciendo una profunda reverencia—. ¿Qué se siente al ser la nueva concubina? —Se retiraron al rincón donde hacían sus lecciones.

—¡Ay, Hermana Mayor! —susurró Sachi—. Qué difícil es guardar silencio. Tengo pensamientos muy extraños. Desde que pasé esa noche con Su Majestad, siento como si flotara de aquí para allá como una brizna de alga. Cuento los días que faltan para que regrese el shogun.

Haru se tapó la boca con la manga y rió hasta que se le encogieron los ojos y desaparecieron entre los pliegues de sus mejillas.

—Es como si te hubieran dado polvos de lagarto asado —dijo—. ¿No lo sabías? Cogen dos lagartos, los dejan copular, y justo cuando sus esencias yin y yang están a punto de derramarse, los separan. Entonces los ponen en hornos separados y los asan. El deseo que sienten el uno por el otro es tan fuerte que el humo de uno busca el humo del otro, por muy alejados que estén los hornos. Luego los muelen hasta obtener polvo. Dicen que es infalible.

—Pobres animales —dijo Sachi tapándose la boca con ambas manos y sin poder contener la risa.

Era un gran alivio poder ser ella misma, aunque sólo fuera un instante. Las damas de honor y las doncellas que estaban en la habitación, charlando y cosiendo, se dieron codazos unas a otras y rieron.

—En mi pueblo había un anciano que vendía víboras asadas con ese fin —dijo Sachi entrecortadamente mientras se secaba las lágrimas con la manga—. Lo llamábamos el Abuelo Víbora. Lo recuerdo como si lo viera. La gente decía que cuando una mujer mordisqueaba un pedacito, no había hombre que estuviera a salvo.

—Esas historias son muy divertidas —dijo Haru adoptando una expresión severa—. Pero no olvides que todos esos sentimientos no son más que eso: tonterías, exactamente lo mismo que si alguien te hubiera dado polvo de lagarto o víbora seca. No tardarán en desaparecer. Ahora eres la primera concubina de Su Majestad, y su segunda esposa. Estás unida a Su Majestad por lazos de fidelidad y deber. Eso es lo que importa. Puedes disfrutar con esos absurdos sentimientos, pero no te dejes llevar por ellos. No permitas que se apoderen de tu vida.

Haru siempre daba sabios consejos. Sin embargo, Sachi no podía evitar pensar que, como su maestra nunca había estado con ningún hombre, ¿qué podía saber ella? Era mejor cambiar de tema. Además, había otras cosas que preocupaban a Sachi.

—Hermana Mayor —dijo—, ¿qué pasará si no me quedo embarazada?

—Rezaremos y haremos ofrendas —respondió Haru—. No podemos hacer nada más. Los dioses decidirán. Ten cuidado —añadió—. Hay mujeres aquí que quieren perjudicarte.

—Necesito saber tantas cosas, Hermana Mayor —insistió Sachi—. ¿Por qué...?

Se interrumpió. Hasta ella entendía que era mejor no preguntar por qué querría alguien hacerle daño. Tendría que ser paciente, esperar y observar.

—Procura no quedarte nunca sola —dijo Haru con mucha seriedad, frunciendo la frente—. Ni un solo instante. Debes estar siempre rodeada de tus mujeres. No toques nunca la comida hasta que la hayan probado ellas, y aléjate de los pozos y de los lugares altos. Muchas concubinas han perdido la vida. Todas te queremos y te ayudaremos, pero hay otras a las que las consumen los celos.

Sachi miró a Haru con incredulidad. Nunca había visto tan seria a su maestra. Sus palabras le hicieron estremecerse, pero era demasiado pronto para que ella se preocupara por su seguridad. Sólo pensaba en el amable y joven shogun.

—Aquí han pasado muchas cosas horribles desde que llegaron los bárbaros, e incluso antes —dijo Haru—. Los de fuera del palacio ignoran lo que sucede aquí. Te contaré una historia. Pasó justo al principio del reinado del pobre señor Iesada, hará unos diez u once años.

Sachi se inclinó hacia delante, con la barbilla apoyada en ambas manos, apoyando los codos en la mesita que la separaba de Haru, y se esforzó al máximo para apartar al shogun de su pensamiento.

—Fue el año posterior a la muerte del señor Ieyoshi —dijo Haru—. Había tenido veintisiete hijos, pero sólo sobrevivió un hijo varón: el señor Iesada, el hijo de Honju-in, esa adorable anciana a la que visitaste ayer. Por aquel entonces, Honju-in no era tan adorable, te lo aseguro. Y él... ¿cómo puedo decirlo?

Haru echó un vistazo a las damas de honor de la princesa. Estaban todas ocupadas con sus labores, charlando con sus agudas voces de Kioto. Se acercó un poco más a Sachi y bajó la voz.

—Era... ¿cómo podría explicártelo? En fin, no le interesaban las mujeres; seguramente tampoco le interesaban los hombres. Era como un niño pequeño. Sus dos primeras esposas murieron antes de que él se convirtiera en shogun. La primera fue Nobuko. Era la hija de un noble de la corte de Kioto. Cuando tenía veinticinco años, contrajo la viruela y murió. La recuerdo muy bien. Yo era una niña pequeña cuando ella murió; acababa de llegar al palacio. Era una dama muy dulce, y tocaba muy bien el tsutsumi. Él se sentaba a escucharla mientras ella ensayaba. Quizá hasta sintiera cariño por ella, aunque todo el mundo sabía que nunca tendrían hijos.

»La segunda esposa llegó al año siguiente. Era hija del ministro de la Izquierda del palacio imperial de Kioto. Era una muchachita minúscula. Cuando se apeó del palanquín imperial, no era más alta que éste. Tenía una pierna más corta que la otra, y se paseaba cojeando por los pasillos. Nosotras, tapándonos la boca con la mano, decíamos que había subido de un salto al palanquín enjoyado. Pero a Iesada no le importaba. Él seguía jugando a sus juegos y no le prestaba ninguna atención. Duró un año, y entonces murió. La gente empezó a decir que le habían echado una maldición a Su Alteza. "Si quieres morir, cásate con Iesada", decían. Y seguía sin haber heredero.

»Eso no importaba mientras su padre, el señor Ieyoshi, siguiera siendo el shogun. Pero entonces murió Su Majestad. Fue una muerte muy extraña y muy repentina, algo terrible. No murió de muerte natural, eso lo sabíamos todas.

Se detuvo un minuto; se enjugó las lágrimas con la manga y prosiguió:

—El señor Iesada se convirtió en shogun. No tenía esposa, concubinas ni heredero. Cuando venía al palacio de las mujeres, era para visitar a su madre, Honju-in. Era un niño enfermizo (bueno, entonces ya era un hombre, debía de tener trece años; pero seguía pareciendo un niño). Siempre estaba enfermo. Tenía la cara muy pálida, como un fantasma hambriento, y unos grandes ojos de mirada extraviada. Lo que más le gustaba era asar granos de soja, removiéndolos en la sartén con unos palillos de bambú. Tenía una escopeta que le había regalado un comerciante holandés, y perseguía a sus cortesanos con ella. Le divertía verlos correr. O se sentaba y miraba alrededor con gesto abstraído.

»Honju-in era la persona más poderosa del palacio interior. Hasta me atrevería a afirmar que era la persona más poderosa del reino. Cuando los chambelanes tenían una ley que había que firmar, era Honju-in quien le decía a Su Majestad si debía estampar su sello o no. Todo el mundo buscaba su apoyo. No paraban de llegar al castillo rollos de brocado, jarrones, cuencos de té, piezas de laca, pasteles, todo tipo de cosas hermosas. Regalos para Honju-in, regalos para sus damas de honor... ¡Qué bien vivía esa mujer!

»Un día, los guardias estaban haciendo sus rondas matutinas. Estaban revisando las cocheras cuando vieron gotear sangre de uno de los palanquines, y un brazo y una pierna que sobresalían de él. Dentro del palanquín había una mujer envuelta en un tapiz. Cuando la desenrollaron, vieron que estaba completamente desnuda, y muerta. Fuimos todas a mirar, y huimos de allí gritando. Estábamos todas muertas de miedo.

»El cadáver resultó ser de una tal Hitsu, una de las damas de rango más alto del departamento de intendencia. En un sitio como éste no puedes conocer a todo el mundo, como es lógico. La habían apuñalado. Todas pensamos que debían de haberla matado por celos. Hitsu había tenido relaciones con varias damas. Al parecer, una de esas damas, Shiga, estaba enamorada de ella, así que las sospechas cayeron sobre ella.

»Pero entonces se supo que Hitsu había intimado mucho con el señor Iesada. Hitsu tenía acceso a las cocinas, y solía llevarle granos de soja y sentarse a charlar con él mientras él los removía. Había una clase de pescado seco que al señor Iesada le encantaba, y ella solía llevárselo también. Quizá planeara seducirlo. Si se hubiera convertido en la madre de su hijo, habría desbancado a Honju-in. Se habría convertido en el poder detrás del trono.

»No hubo ninguna investigación, por supuesto. Nadie averiguó jamás quién había odiado tanto a Hitsu para matarla, tanto si fue por celos o porque había intentado ascender. Nadie se atrevió a insinuar que pudiera tener algo que ver con Honju-in; y aunque lo hubiera tenido, ella era demasiado poderosa para que se hiciera algo al respecto.

Sachi estaba horrorizada. Le sudaban las manos, que tenía fuertemente entrelazadas. Miró a las damas de honor que había alrededor, y le pareció ver que intercambiaban miradas, conspirando contra ella. Sabía muy bien que bajo su plácida superficie, el palacio de las mujeres era un hervidero de odios y rivalidades. Pero siempre había dado por hecho que esas enemistades nunca afectarían a una persona tan humilde como ella. Ahora su posición había cambiado. Todos debían de estar esperando para ver si sería la madre del heredero del shogun. Sí, tendría que tener mucho cuidado.

De pronto pensó en la Retirada. Ella debía de ser todavía una adolescente —no mucho mayor de lo que era Sachi— cuando llegó al palacio para ser la tercera esposa del señor Iesada. Y había ganado. Lo había sobrevivido y había ocupado el lugar de Honju-in. Pero de todas formas, haber compartido lecho con un personaje tan importante... Ningún mortal podía elegir su destino en este mundo, y menos aún las mujeres, ni siquiera una mujer tan inteligente, fogosa y hermosa como la Retirada. Y luego, al final, verse convertida en viuda, arrojada a la orilla de la vida poco después de cumplir veinte años. Sachi intentó imaginar la tristeza y la decepción que se ocultaban bajo esa fachada de acero. Era algo que hasta entonces nunca se le habría ocurrido pensar. Pero ahora, con el recuerdo de Su Majestad tan presente, todo parecía diferente.

—¿Qué le pasó al señor Ieyoshi? —preguntó con inquietud—. ¿Y al señor Iesada?

Haru frunció la frente y negó con la cabeza.

—Eso te lo contaré otro día —dijo con gravedad.

III

Sachi estaba tan trastornada que temía no poder concentrarse en sus estudios. Pero mientras copiaba poemas, procurando que su pincel danzara por el papel con la misma fluidez y la misma elegancia con que lo hacía el de Haru, notó que su mente se calmaba como la superficie de un estanque cuando deja de soplar el viento. Iba muy atrasada respecto a las otras jóvenes damas en casi todo —caligrafía, clásicos chinos, poesía, ceremonia del té, interpretación de las cenizas de incienso y todas las otras artes distinguidas que las mujeres debían dominar—, pero estaba decidida a alcanzarlas tan deprisa como fuera posible.

Por la tarde fue a la sala de entrenamiento. Sus criadas la siguieron y le llevaron el traje. Taki le llevaba la alabarda.

En la sala de entrenamiento había ya unas cuantas jóvenes, ataviadas con el uniforme de las guardianas del palacio. Sachi se puso también la falda abierta, de una tela rígida y negra, y la chaqueta de áspera seda con el emblema de la casa de Tokugawa —tres hojas de malvarrosa— aplicado en la espalda. La tela, áspera, le arañaba la piel. Se puso una gorra negra, rígida, y se la ató firmemente con una cinta blanca.

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