—Era tan hermosa, tan hermosa... —dijo con voz entrecortada—. Nadie que la viera podía dejar de amarla. Y tú... Tú eres igual que ella.
—¿Está aquí, Hermana Mayor? —La voz de Sachi sonó estridente en el silencio—. Si pudiera verla aunque sólo fuera una vez...
Volvió la cara hacia ella. Ya no era la Haru gordinflona y vivaracha que Sachi conocía. Bajo la débil luz de las velas, se había encogido y se había convertido en una anciana. Sacudió la cabeza.
—No sé... dónde está —dijo en voz baja—. No he vuelto a verla desde... ese día. Desde el día que naciste.
Sachi despertó mucho después del amanecer e impaciente esperó a que los primeros hilos de luz se filtraran, sesgados, por las persianas de madera. Taki había pasado la noche allí con ella. Sachi la llamó para que abriera las persianas.
Unos gallos cacareaban a lo lejos. Otros les contestaron desde los jardines del palacio. Los pájaros cantaban, los insectos zumbaban, los dulces aromas de la primavera lo invadían todo. Los perros ladraban con desenfreno a medida que la ciudad cobraba vida. Las campanas de los templos tañían y los tambores daban la hora, pero todos esos sonidos eran débiles y escasos, como si la mitad de la población hubiera desaparecido.
Como merecía la concubina del difunto shogun, a Sachi le habían asignado una de las mejores habitaciones del palacio. Puso un espejo en el soporte y, bajo la débil luz que se filtraba en la habitación, contempló el rostro que se reflejaba en la pulida superficie de metal. Estudió el liso y pálido óvalo, la nariz, casi aguileña, los estrechos y sesgados ojos, los pequeños y fruncidos labios. Tuvo la impresión de que faltaba algo, algo que estaba allí pero que ella no podía ver. Porque no sólo se veía a sí misma, sino también a una desconocida: a su madre, devolviéndole la mirada desde algún lugar remoto.
Taki se arrodilló detrás de ella y empezó a peinarla.
—Por lo visto, Haru conoce a tu madre —dijo—, y sin embargo nunca lo había mencionado. Debe de haber pasado algo, algo terrible, para que llore de esa forma. Ella nunca llora así.
Había tan poco tiempo, y tantas cosas que Sachi necesitaba saber.
Haru esperaba en la antecámara. Bajo la luz del sol, el michiyuki había perdido su brillo. Sachi le pasó los dedos por encima, como si temiera que, si lo guardaba, nunca volvería a verlo, que se rompería su hechizo, que la mujer que había vuelto desaparecería. Miró a Haru.
—Dime su nombre, Hermana Mayor —dijo—. ¿Cómo se llama?
—Te lo diré, Señora. —Sachi frunció el entrecejo. Haru nunca la había llamado «Señora»; siempre la llamaba «Hermana Menor»—. Pero antes te ruego que me hables de este michiyuki. ¿De dónde lo has sacado?
Sachi sonrió.
—Siempre lo tuve, pero no lo sabía —respondió—. Volvimos a la aldea donde yo vivía. Allí me dijeron... Mis padres... Me dijeron que mi padre me llevó a la aldea envuelta en ese michiyuki.
—¡Tu padre! —Haru palideció. Abrió mucho los ojos y se tapó la boca con ambas manos—. ¿Fue... hasta la aldea?
—Es un primo lejano de mis padres. Volvió a pasar por allí hace poco —dijo Sachi tratando de disimular su asombro.
¿Conocía Haru también a su padre?
Haru dio un grito ahogado.
—¿Quieres decir... que está vivo? —preguntó con interés—. ¿Lo viste? —Miraba fijamente a Sachi, sonriendo casi, como si los recuerdos volvieran a despertar.
—No —dijo Sachi—. Pero mis padres sí.
Haru se echó hacia atrás, como si de pronto hubiera recordado quién era y dónde estaba.
—Y ¿estaba... bien? —preguntó con formalidad.
—Sí, está bien. Estaba...
¿Cómo podía decirle que estaba en el bando enemigo?
Pero Haru se había abrazado la cintura y se mecía hacia delante y hacia atrás.
—Daisuké-sama, Daisuké-sama —murmuró, con ojos llorosos—. Habría sido mejor que no lo hubiéramos visto nunca, tu madre y yo. Pero entonces... tú tampoco estarías aquí.
Una doncella entraba y salía de la habitación llevando una bandeja tras otra de platos como los que Sachi no había vuelto a ver desde que saliera del palacio.
—Háblame... de mi madre, Hermana Mayor. ¿Cómo la conociste?
—Tu madre y yo crecimos juntas —dijo Haru—. Mi padre era criado de su padre. Vine al palacio con ella. Era su doncella. Siempre estuvimos juntas, como Taki y tú. Todavía la echo de menos, no sabes cómo.
¡Su doncella! Taki hizo un ruidito de asombro que salió de lo más hondo de su garganta. Hubo un largo silencio.
—¿Cómo se llamaba? —susurró Sachi.
—Okoto —dijo Haru saboreando cada sílaba—. Okoto-no-kata.
Okoto. Una corriente de aire agitó un kimono que estaba en un colgador, en las sombras.
—Era de la casa de Mizuno. Su padre era Tadahira, chambelán de los señores de Kisshu.
Mizuno... ¿No se llamaba así el hombre que había ido al palacio a anunciar que Su Majestad estaba enferma, ese hombre repulsivo que Taki y ella habían visto desembarcando del transbordador hacía sólo unos días? Sachi recordaba su bronceado rostro de halcón; pasó a su lado detrás de Oguri, disfrazado de mercader, con un sombrero de viaje tapándole la cara. Recordó cómo la había mirado y cómo había gritado, como si hubiera visto un fantasma... ¡Debió de ser porque Sachi se parecía a su madre!
Haru cogió el michiyuki, lo sacudió y le pasó la mano hasta que encontró el emblema bordado en el hombro. Sachi lo miró, fascinada. Era el emblema de Mizuno; debería haberlo reconocido.
La joven iba a decir algo, pero entonces notó una delgada mano que le agarraba el brazo. Había olvidado que Taki y ella habían jurado guardar ese secreto. Aparte de la princesa y de Tsuguko, sólo ellas dos sabían que Mizuno había estado en el palacio.
Sachi todavía le oía gritar: «¡Vete! ¡Vete! ¡Déjame en paz!» Si su madre pertenecía a la misma familia que aquel repugnante individuo... ella también. Llevaban la misma sangre en las venas. Esa idea no le hizo ninguna gracia.
—Mi madre era... la nodriza de tu madre —dijo Haru. Estaba tan absorta en su relato que no se había percatado de la reacción de Sachi. Su rostro se había iluminado. Se había transportado a otro tiempo, a otro lugar. Se sentó sobre los talones y las palabras empezaron a salir atropelladamente de sus labios—. Entonces se llamaba Ohiro, la pequeña Ohiro. Ya entonces era encantadora, cuando era pequeñita. Tenía un rostro muy dulce. No era nada tímida, como si ya supiera el gran futuro que la esperaba. Siempre jugábamos juntas. Vivíamos en el castillo Tankaku de Shingu, en el dominio de Kii. Cuando había tormenta, oíamos el mar. Yo me tumbaba en los futones y escuchaba las olas rompiendo contra las rocas bajo las murallas del castillo. A veces todavía las oigo.
«Estudiábamos juntas. Tu madre destacaba en todo lo que hacía: lectura, caligrafía, poesía, ceremonia del té, interpretación de las cenizas de incienso, koto, alabarda... Era muy lista, mucho más lista que yo. Pero rebelde, muy rebelde. Salía a pasear, trepaba a los árboles, escalaba los acantilados. ¡Imagínate! Mi padre siempre decía que tendría que haber sido un niño, que tenía demasiada iniciativa para ser una niña. Ella siempre conseguía lo que se proponía. Sabía conquistar a cualquiera.
»Pero era muy buena conmigo. Me trataba como a una hermana. Todavía éramos unas crías cuando la familia Mizuno recibió la orden de trasladarse a su mansión de Edo. Ella dijo que sólo iría si yo iba también. Pero no nos quedamos mucho tiempo allí. Un par de años más tarde, ella entró en el palacio, y me llevó como su doncella personal.
»Yo no era mucho mayor que tú cuando llegaste aquí, Señora. ¡El palacio me pareció inmenso! Era como un laberinto, no se acababa nunca. Y las cortesanas, con sus fabulosos kimonos, con sus caras maquilladas... Eran tan majestuosas, tan altivas. Me daban mucho miedo.
Haru suspiró y se enjugó una lágrima.
Sachi estaba medio arrodillada y medio tumbada en el tatami, con la barbilla apoyada en una mano, mirando, embelesada, a Haru, cautivada por su historia, pendiente de cada una de sus palabras. Taki estaba arrodillada a su lado, también muy atenta.
Al menos ya sabía que por sus venas corría sangre noble. Por eso era tan pálida, como un fantasma o una aristócrata, y no morena como las campesinas del valle del Kiso. Y quizá por eso el destino la había llevado al palacio de las mujeres, como había hecho con su madre. Pero había algo más: ella también era obstinada. La sangre de los Mizuno corría por sus venas.
—En esa época, Honju-in era la primera concubina —prosiguió Haru—. Su Majestad la midaidokoro, la esposa de Su Majestad, había muerto hacía tiempo, y Honju-in estaba al mando. Gobernaba este palacio con mano de hierro. Crees que la Retirada es dura, ¿verdad? Pues Honju-in era peor, mucho peor. ¡Qué palizas me daban! Me dejaban cubierta de cardenales. Honju-in era la primera concubina porque era la madre del heredero de Su Majestad. Un desastre de muchacho. Entonces debía de tener veintiún años. Ya te hablé de él. Era débil tanto física como mentalmente. Todos rezaban para que naciera otro hijo varón que pudiera ser el heredero.
»Nada más ver a mi Señora, Su Majestad el shogun Ieyoshi se enamoró de ella. A mí no me sorprendió lo más mínimo. ¿Quién podía resistirse a su belleza? Era tan encantadora, tan brillante, tan radiante... Como tú, Hermana Menor. Igual que tú. Él era viejo y calvo, pero era un buen hombre, muy cariñoso. Tenía muchas concubinas, desde luego. Pero él no era como su padre, no coleccionaba mujeres como otros coleccionan cerámicas. Tenía un corazón tierno. Siempre tenía una favorita. La última había muerto de parto. Decían que el shogun estaba tan triste que no podía dormir, y que se pasaba el día llorando. Entonces llegamos nosotras.
—Y ¿qué pasó?
—Miró a tu madre y preguntó: «¿Cómo se llama?» Yo ni siquiera sabía qué significaba esa pregunta. No entendí que quería que mi Señora fuera su concubina. Ella también estaba asustada, como lo estabas tú cuando Su joven Majestad preguntó cómo te llamabas. Pero tu madre sabía que tenía que obedecer. Así que se convirtió en Okoto, la Señora de la Alcoba Contigua.
»¡Qué vida llevábamos! Vivíamos en unas dependencias magníficas. Yo era la primera dama de honor. Los mercaderes hacían cola ante las puertas del palacio con baúles y cajas llenas de kimonos, obi, ornamentos para el cabello, cosméticos... todo para ella. Los señores, los oficiales, los cortesanos y los mercaderes querían poder contar con su apoyo cuando le presentaran alguna petición a Su Majestad. Sabían que sólo a través de ella podían llegar a Su Majestad. Mi trabajo consistía en clasificar todos los obsequios que le llevaban.
»Había muchas concubinas, pero a Su Majestad sólo le interesaba tu madre. La llamaba todas las noches. El año después de nuestra llegada, tuvo un hijo, el príncipe Tadzuruwaka. Hubo grandes festejos y una ceremonia para nombrarlo heredero de Su Majestad. Pero Su Alteza no vivió mucho tiempo. Murió cuando todavía era un bebé. Entonces mi Señora tuvo una hija, la princesa Shigé, que también murió...
Haru se quedó callada. Sachi miró por encima del hombro. Casi notaba la presencia de su madre, la hermosa Okoto; tenía la impresión de que estaba allí, en la habitación, arrodillada junto a la ventana, con unos relucientes moños untados de aceite, con aquel espléndido michiyuki de brocado de color azul cielo. Quizá esa encantadora y radiante mujer se sintiera atrapada en el palacio. Quizá contemplara los jardines y deseara poder escapar de allí. Quizá recordara el castillo de Tankaku y las olas rompiendo en la orilla. Quizá se sintiera sola pese a todos los regalos que recibía.
—Nadie podría haber imaginado que acabaríamos así —murmuró Haru—. No sabría decir si éramos felices o desgraciadas. No salíamos del palacio. Y tu madre era joven, todavía no había cumplido veinte años. —Se tapó la cara con las manos—. ¡Me esforcé tanto por olvidar! —exclamó de pronto—. Creía que lo había conseguido. Pero entonces apareciste tú.
Miró a Sachi. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas.
Sachi se inclinó hacia delante, consciente del poco tiempo que le quedaba, del peligro que corrían todas.
—Hermana Mayor —dijo con apremio—, te suplico que me digas una cosa. ¿Quién es mi padre? ¿Cómo... conoció a mi madre?
Las sombras de la habitación se estaban alargando. Las moscas zumbaban. Una reluciente cucaracha negra correteó por una pared. Taki también tenía la mirada extraviada. Sachi se dio cuenta de que estaba pensando, tratando de encajar las piezas del rompecabezas.
Haru contemplaba el michiyuki. Lo cogió con reverencia y se lo acercó a la mejilla. Al tocarlo, ese misterioso e intenso aroma se extendió por la habitación, fluyendo y refluyendo como la marea.
—Tu padre —dijo con voz queda—. Si lo hubieras visto... Quizá entonces lo entenderías. También a él me parece verlo en tu cara.
El padre de Sachi... El hombre que la había llevado a la aldea cuando ella era un bebé; el hombre que ahora estaba en el bando enemigo.
—Pero, Haru, ¿cómo es posible que conocieras al padre de mi Señora? —preguntó Taki haciéndose eco de los pensamientos de Sachi—. ¡Tú no has salido nunca del palacio!
—Os lo contaré —dijo Haru lentamente—. He guardado el secreto mucho tiempo. Pero ahora todo va a terminar. Ya no importa.
»Era... el año del gallo, el segundo año de Kaei. El año antes de tu nacimiento. Habían venido unos contratistas a calcular el presupuesto de las reparaciones anuales.
Compuso una sonrisa pícara, y sus ojos desaparecieron entre los pliegues de sus rosadas mejillas. Por un instante volvió a ser la Haru de siempre.
—Siempre se armaba mucho jaleo cuando venían hombres al palacio. Las mujeres los espiábamos a través de las celosías. Mi Señora (tu madre) nunca participaba en esas tonterías, por descontado. Al fin y al cabo, ella era la concubina de Su Majestad, tenía que proteger su dignidad. Por aquel tiempo, Su Majestad... ¿Cómo puedo decirlo? Necesitaba un heredero. Él era el shogun, no había que olvidarlo. En fin, que dejó de llamar a tu madre. Mi Señora intentó soportarlo. Siempre había estado llena de vida, pero entonces empezó a ponerse pálida y triste.
»Ese verano, las damas estaban muy excitadas espiando a aquellos hombres que se paseaban por el palacio con herramientas colgadas de los cinturones. La mayoría eran unos tipos muy feos; no se parecían en nada a los samuráis. Iban por el palacio con mucho sigilo, muertos de miedo. Al fin y al cabo, bastaba con que ofendieran a alguien para que les cortaran la cabeza. En circunstancias normales, no les habríamos prestado la más mínima atención a esas criaturas. Pero ¿qué otra ocasión teníamos de ver a un hombre?