La última concubina (45 page)

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Authors: Lesley Downer

Tags: #Drama, Histórico, Aventura

Sachi distinguió un débil sollozo entre el murmullo de voces. Se dio la vuelta. Era Haru. ¡Y era una samurái!

Aquellos hombres abarrotaban la gran sala; había más al otro lado de las puertas, que seguían abiertas. Dos enviados ataviados con el traje de ceremonia de la corte se situaron frente a la princesa y la Retirada. Había cuatro o cinco hombres más que parecían oficiales, quizá generales. Llevaban unos haori espectaculares, de color rojo y dorado, con hombreras almidonadas; pero en lugar del traje formal, debajo llevaban el uniforme negro de los sureños. Eran unos tipos de aspecto feroz, de tez morena y ojos negros; algunos tenían barba y bigote, y el pelo largo y enmarañado como un oso. Otros llevaban el cabello untado de aceite y recogido en una cola de caballo, sujeto con una cinta roja y dorada.

El resto eran soldados ordinarios: corpulentos veteranos de guerra, de piel curtida y mirada implacable, verdaderos profesionales. Algunos sujetaban estandartes rojos con una cruz blanca dentro de un círculo: el emblema de los Satsuma, el más intransigente de los clanes del sur. Tal como a Sachi le había parecido, todos llevaban sus espadas al cinto.

Algunos bostezaban, aburridos. Otros se regodeaban, reprimiendo una sonrisa, como si no pudieran creer la suerte que habían tenido. También parecían un poco abochornados, como niños sorprendidos peleando, robando o huyendo. Se encontraban dentro del palacio prohibido, en el sanctasanctórum, el lugar más secreto, paseando por donde ningún otro hombre había paseado nunca, viendo a unas mujeres que a ningún hombre se le había permitido mirar jamás. ¡Y ni siquiera se habían quitado las espadas! Era indignante.

Haru estaba arrodillada, muy tiesa y con los puños apretados. Tenía los ojos muy abiertos, y las mejillas tan pálidas como la paja de los tatamis. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas. Miraba a alguien con fijeza.

Al fondo de la sala había un hombre de mediana edad; estaba de pie, un poco apartado de los demás. Parecía un oficial. Llevaba el traje formal: unos pantalones hakama negros, de tela rígida, y un haori. Llevaba dos espadas, pero no parecía un samurái. No tenía la cabeza afeitada, ni llevaba moño. Llevaba el grueso cabello, canoso en las sienes, muy corto, al estilo de los extranjeros. Miraba alrededor sin disimular su curiosidad, estudiando las hileras de cabezas agachadas, como si tratara de ver las caras que había debajo de los relucientes peinados adornados con peinecillos y horquillas.

Sachi se fijó en que era un hombre muy apuesto, pese a su edad. Quizá fuera su porte lo que llamaba la atención: emanaba una especie de discreta seguridad. Quizá fuera su rostro, despejado y con unos destacados pómulos, o la intensidad de su mirada, o las arrugas que tenía alrededor de los ojos, o el esbozo de sonrisa que asomaba en sus carnosos y sensuales labios. Para ser un sureño, casi parecía humano.

Sus miradas se encontraron un momento, y el hombre dio un respingo. Sachi vio cómo se le movía la nuez al tragar saliva. El hombre apretó los puños, tan fuerte que se le pusieron los nudillos blancos, y se aferró a la empuñadura de su espada, como si necesitara sujetarse.

Sachi desvió rápidamente la mirada. Era como si hubiera estado intentando abrir una de esas cajas de secretos que tenían algunas mujeres del palacio. Sólo la propietaria de la caja sabía la secuencia secreta de movimientos, qué pequeño listón de madera había que deslizar primero y cuál a continuación. Algunas de esas cajas, muy bonitas, requerían cien movimientos diferentes para abrirse. Sachi tuvo la impresión de que había averiguado qué pieza tenía que mover, pero no sabía todavía hacia dónde.

Una vez terminadas las formalidades, el hombre se le acercó. Se arrodilló, se sacó el abanico del obi, lo dejó encima del tatami, enfrente de él, e hizo una reverencia.

Sachi sintió un peso en el estómago. De pronto supo exactamente qué iba a decir aquel individuo.

Pronunció las palabras en voz baja, pero con claridad:

—Soy tu padre.

10. FLORES QUE CAEN
I

El silencio parecía haberse apoderado de la gran sala. Se oían voces y risas de hombres a lo lejos. Las mujeres no hacían ningún ruido, sólo algún débil frufrú al mover sus voluminosos faldones:

Sachi miró las manos que reposaban sobre el tatami, enfrente de ella. Eran grandes y musculosas, con uñas grandes y vello negro entre los nudillos. Manos de carpintero, pensó, fascinada. Sin embargo, las manos de un carpintero habrían estado sucias y habrían tenido las uñas rotas y resquebrajadas. Esas manos estaban limpias y perfumadas, y llevaban las uñas muy bien cortadas. Hacía años que no realizaban ningún trabajo.

Así que ése era su padre. Sachi sabía que aquel hombre había preguntado por ella en la aldea cuando había pasado por allí de camino a Edo con el ejército sureño. Pero... ¡un padre! Era un extraño, un chonin, un sureño con un extravagante corte de pelo, un tipo rarísimo.

Se miró las manos, tan pequeñas, delgadas y pálidas. No pensaba mirarlo a él. Pero notaba sus ojos, dirigidos hacia su cara; oía el susurro de su respiración; percibía su penetrante olor a sudor, a tabaco y a especias del sur.

Entonces habló Taki. Parecía saber exactamente lo que sentía Sachi.

—Os equivocáis, Señor —dijo con vehemencia.

—No, no me equivoco —replicó él—. Es mi hija. Mi niña. Lo he sabido enseguida. Eres igual que...

Hablaba con el acento de los chonin de Edo, mezclado con el acento de Osaka, más cerrado. Sachi sabía qué quería decir: igual que su madre.

—He esperado tanto tiempo —continuó él en voz baja—. Muchos años. Creía que no volvería a verte nunca. Y ahora... Encontrarte precisamente aquí, ahora...

Sachi seguía mirándole las manos. Luego se miró las suyas. Había algo en la forma de los dedos. El extremo del dedo corazón de él estaba ligeramente torcido hacia el dedo, anular. Igual que el de Sachi. La joven desvió la mirada, se concentró y respiró hondo. Tenía que recordar que era una samurái.

—¿Quién se dirige a mí? —preguntó.

No pudo evitar que le temblara la voz. Respiraba dando breves boqueadas.

—Qué grosero soy —murmuró él. Al inclinarse ante ella, Sachi reparó en el corto y canoso pelo—. Permitid que me presente. Me llamo Daisuké, humilde servidor de Su Excelencia el emperador, el Hijo del Cielo. Me han encomendado asegurar el traspaso pacífico del castillo de Edo al mando imperial. A vuestro servicio, Señora. Haré cuanto esté en mi mano para ayudaros, a vos y al resto de las damas.

Sachi no pudo soportarlo más; la curiosidad la venció. Levantó un poco la cabeza y lo miró a través de las pestañas.

Vio que su rostro estaba curtido y surcado de arrugas; tenía los carrillos un poco flojos y bolsas alrededor de los ojos. Sachi veía los poros de su nariz, los gruesos pelos negros de sus cejas. También tenía pelo sobre el labio superior. Daisuké contemplaba la túnica de monja y la casulla de Sachi. La miraba como si no existiera nada más en el mundo, escudriñando su rostro como si quisiera grabar esa imagen en su mente para siempre. No fruncía el entrecejo, como un enemigo, ni se regodeaba con el triunfo, sino que la contemplaba con una mirada emocionada y esperanzada, triste y desesperada al mismo tiempo.

Sus miradas se encontraron un instante. Él tenía unos ojos estrechos, ligeramente hinchados, un poco enrojecidos. Sachi se sobresaltó al comprobar que estaban anegados en lágrimas.

Detrás de él, los pomposos enviados y los generales, con sus relucientes haori rojos y dorados, habían desaparecido. Los soldados de rango inferior daban vueltas formando una masa de uniformes negros y sudados, colas de caballo untadas con pomada y engrasadas culatas de rifle. Intentaban mantener una expresión fría e indiferente, como si fueran soldados profesionales que todos los días irrumpían en castillos conquistados, pero Sachi veía temblar las comisuras de sus bocas y el destello del triunfo en sus ojos.

Las mujeres tenían la cara pegada al suelo, para que los hombres no las vieran, pero Sachi sabía muy bien qué estaban pensando. Para las damas como ellas —las más refinadas del país— ser desalojadas por aquel grupo de campesinos ignorantes era una ignominia insoportable. Algunas volverían con sus familias, pero muchas estaban jurando que se matarían antes de que hubieran transcurrido los siete días.

Se oyó un susurro. Haru avanzó de rodillas. Sus carnosas mejillas estaban más rojas que nunca, y le temblaban los labios.

—Señora —dijo—, conozco a este hombre. Puedo responder por él.

El hombre giró la cabeza.

—Haru —dijo—. ¿De verdad eres tú?

Ella asintió.

Daisuké se volvió hacia Sachi.

—Hija mía —dijo con voz ronca—. Mi Sachi.

La joven lo miró con los ojos muy abiertos. ¡Conocía su nombre, su nombre de la infancia! Ella siempre había creído que ese nombre se lo habían puesto sus padres adoptivos. Daisuké sólo podía conocerlo si... Volvió a mirarlo a los ojos, unos ojos como almendras, suavemente rasgados... No podía negarlo. Había entre ellos una conexión más fuerte incluso que el lazo que unía a los norteños contra los sureños. Un lazo de sangre.

Los últimos soldados estaban saliendo de la gran sala, arrastrando los pies por el exquisito tatami con ribete dorado. Sus voces y sus estridentes risas, los pungentes olores a sudor y a aceite de clavo se perdieron en la distancia.

—Tengo que irme —dijo el hombre sin dejar de mirar a Sachi—. Pero te suplico que me dejes volver. Ya sé que me ves como un enemigo. Dame una oportunidad, una oportunidad para conocerte.

Sachi intentó hablar, pero el temblor se lo impidió.

—Daisuké-sama —dijo Haru—. Vuelve a visitarnos, por favor. Mi Señora también te lo agradecerá, te lo prometo.

Sachi hizo una rígida reverencia. Haru la entendía perfectamente, y sin embargo a la joven le costó trabajo pronunciar las palabras:

—Seréis... bienvenido.

Los ojos de Daisuké se iluminaron.

—Nada me lo impedirá —dijo.

Dio una cabezada y salió precipitadamente de la gran sala.

Las mujeres recorrieron lentamente el laberinto de habitaciones. Durante un rato no se oyó nada salvo el frufrú del dobladillo acolchado de sus kimonos arrastrándose por el tatami, y el trino de los pájaros en los jardines. Entonces Haru se volvió hacia Sachi. Se estaba enjugando las lágrimas con la manga.

—¿Qué te dije? —sonreía, compungida—. ¿No es el hombre más apuesto que hayas visto jamás?

—Ten cuidado —dijo Taki con tono cortante—. No te conviene tener trato con personas como él. Es un chonin. No sabe comportarse entre personas de nuestra clase. Persuadió a tu madre, una concubina del shogun, para que descuidara su deber. No olvides eso. No te dejes cautivar por él.

Sachi nunca había oído hablarle con tanto reproche. Ella tampoco estaba segura respecto a ese hombre, pero la actitud de la joven la hizo salir en su defensa.

—¡Taki! —exclamó—. Olvidas que es mi padre.

Taki se mordió el labio inferior. Sachi se sobresaltó al comprender lo que acababa de decir: había reconocido su relación con él, la había aceptado expresamente.

—No es una buena persona —dijo con obstinación—. Es un traidor. Es un hombre de Edo que está en el bando de los sureños. No sé en qué estarás pensando, Haru-sama. Tú puedes verlo cuando venga al castillo, pero mi Señora no debe volver a hablar con él.

—El destino de mi Señora está entretejido con el de ese hombre —replicó Haru—. Ahora se han encontrado, y eso es sólo el principio.

II

Tenían siete días para recoger sus cosas y marcharse. Pasados siete días, todo habría terminado.

Sachi estaba arrodillada en una tarima, tocando una melodía con el koto. Las notas resonaban en la vacía estancia. Ni siquiera sabía qué canción estaba tocando. Sus dedos se movían solos por las cuerdas. Estaba muy lejos, fuera del castillo, en lo alto de la colina donde se alojaba la milicia.

Shinzaemon... Ellos dos no eran más que hojas de otoño revoloteando en un tifón, zarandeados por unos acontecimientos que los superaban. Perderlo era como perder un miembro de su cuerpo. Sin él, el mundo era un lugar vacío, un paraje inhóspito. Delante de las demás, la joven ocultaba su dolor, pero tenía que hacer un gran esfuerzo para mostrarse alegre.

Llevaba la muletilla de Shinzaemon escondida en el obi. Cuando estaba sola, la sacaba, se la llevaba a la nariz e inhalaba su olor. El resto del tiempo, la notaba allí, apretada contra su estómago.

Ojalá hubiera alguna forma de enviarle un mensaje, de decirle que habían ocupado el castillo, que ella no iba a morir. Pero ni siquiera podía decirle adónde iban a llevarla, porque no lo sabía.

La voz de Taki interrumpió sus pensamientos.

—Por favor, Señora —dijo—. Toca otra cosa, te lo suplico.

Sachi estaba tocando una de las canciones que cantaban cuando iban a ver florecer los cerezos. Regresó bruscamente al presente y dejó el koto. El recuerdo de esos momentos felices era insoportable.

El palacio estaba cada vez más desierto. Haru y Taki iban de un lado para otro, presas de pánico, recogiendo cuanto podían. Cogieron un último kimono de su colgador. Era blanco, con un dibujo de aves fénix bordado. Al moverse, la tela desprendía una agradable fragancia, un complejo perfume de ocho o nueve ingredientes diferentes: sándalo, mirra, una pizca de aceite de nardo índico sobre una base de aloe, con una nota de algún ingrediente secreto que sólo conocía la princesa. Ese perfume transportó a Sachi al día en que Su Majestad había hecho su última visita al palacio de las mujeres. Era el traje que llevaba la princesa ese día. Suspirando y enjugándose las lágrimas, las mujeres doblaron aquella hermosa prenda, la envolvieron con papel y la guardaron en el cajón de un baúl.

Se oyeron pasos a lo lejos. Eran los hombres, que se paseaban sin miramientos por todo el palacio. Las mujeres agacharon la cabeza, resignadas. Debían demostrarles su valía a esos intrusos.

Se abrió la puerta y apareció Daisuké. Ese hombre que aseguraba ser... que era... el padre de Sachi. Entró dando zancadas, alto, fornido e imponente, seguido de un grupo de soldados uniformados.

Sachi miró al suelo y se le ocurrió una idea terrible. ¿Y si todo lo que había pasado era culpa suya? Quizá fuera ella, el fruto de la antinatural unión entre una concubina del shogun y un chonin, lo que había llevado la desgracia al palacio. Quizá fuera por su culpa por lo que los bárbaros sureños —unos samuráis de clase inferior y unos chonin tan vulgares que apenas podían considerarse humanos— estaban invadiendo todos los rincones de las magníficas salas como una plaga.

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