Bajo el sol primaveral, el palacio parecía más triste y solitario que nunca. Crecía musgo entre las tejas del tejado. Los edificios empezaban a derrumbarse. Entre las piedras de las murallas, cubiertas de musgo, brotaban helechos y cola de caballo. Hacía ya mucho que se habían marchado los jardineros. Las malas hierbas, altas y pálidas, oscilaban al viento. Los juncos oscurecían las plateadas aguas del lago y la hiedra trepaba por los troncos de los árboles y colgaba de las ramas. Olía a tierra húmeda, a hojas y a hierba.
A Sachi le pareció ver un zorro asomando la cabeza por detrás de un arbusto y mirando alrededor. Luego desapareció. Quizá fuera un espíritu de zorro, el fantasma de una de tantas mujeres que habían muerto allí.
Echó un último vistazo y subió al palanquín. La pequeña caja se elevó suavemente, y la joven oyó los gritos de los palanquineros y el crujido de sus sandalias de paja.
Habían transcurrido cinco días desde la llegada de los enviados. El destino de Sachi había sido decretado. Debía trasladarse junto con la princesa, el Cuervo Viejo y sus séquitos a la mansión de la familia Shimizu, y permanecer recluida allí. Ninguna sabía qué iba a ser de ellas.
Sachi no había conseguido enviarle un mensaje a Shinzaemon. Pensaba que habría sido mejor morir, porque así, al menos, habría podido reunirse con él en el otro mundo, como le había prometido.
El interior del palanquín se oscureció cuando pasaron por el portal del castillo. Los pasos de los palanquineros resonaban produciendo un ruido hueco. Sachi oyó gritar a unos guardias. Cuando cruzaron el foso, los pasos produjeron otro sonido diferente. Luego pasaron otra vez por una zona sombreada.
Las puertas hicieron mucho ruido al cerrarse. Sachi oyó unos chirridos, seguidos del golpe seco del enorme cerrojo de madera. Había salido del palacio de las mujeres por última vez.
Pasó la primavera, y el ruiseñor dejó de cantar. El pajarillo estaba acurrucado en su jaula, una desamparada bola de plumas marrones. Sachi se sentaba a su lado todos los días cuando las sirvientas le daban de comer. Estaba segura de que sus ojos y sus plumas estaban perdiendo brillo. A veces pensaba que le gustaría compartir su destino. Ni siquiera se había molestado en ordenar a las sirvientas que deshicieran su equipaje. Se decía que quería estar preparada para marcharse en cualquier momento, pero la verdad era que estaba tan triste y aletargada que no tenía energías para hacerlo.
Pensaba en la aldea, en Otama y en Jiroemon, los cariñosos y bondadosos padres que la habían criado; y en esos otros padres verdaderos que habían aparecido de improviso: la madre, que quizá fuera ya sólo un fantasma, y el padre, tan real. Si había alguien que podía salvarlas, ése era su padre.
Y en silencio, en secreto, añoraba a Shinzaemon. Al principio le avergonzaba albergar sentimientos tan ardientes. Sabía que las mujeres eran seres sin importancia que estaban obligadas a obedecer a su padre hasta que se casaran, y luego a su esposo, hasta que él muriera; y por último a su hijo. Ése era el orden natural de las cosas. Pero su esposo y amo —Su Majestad el shogun— había muerto, y ella no tenía hijos. En ese caso, en circunstancias normales, una mujer podía regresar con su familia, con sus padres. Pero aquéllas no eran circunstancias normales. Sachi no podía hacer otra cosa que tomar las riendas de su vida y obedecer sus sentimientos, dondequiera que la llevaran. Eso era lo que había hecho su madre. Sin embargo, de momento no importaba lo que Sachi sintiera o pensara. Todo quedaba reducido a ensoñaciones mientras permaneciera enclaustrada en la mansión de los Shimizu.
Los días se sucedían. La princesa se había encerrado en su habitación. Había puesto la tablilla funeraria de Su Majestad y su daguerrotipo —en el que parecía tan infantil y vulnerable— en el altar. Pasaba horas arrodillada, pasando las cuentas de su sarta, murmurando oraciones y meditando en silencio. Al morir el shogun, la princesa había hecho los votos sagrados, y parecía que hubiera decidido llevar a rajatabla una vida de monja.
Llegaron las lluvias, golpeando los tejados como un ejército de caballos. El agua caía en cascada de los aleros y los jardines se inundaron. Hacía un calor insoportable. La fina túnica de verano de Sachi se adhería a su cuerpo como una mortaja. Había moho en todos los rincones, recubriendo los cajones de madera, los arcones y las sandalias de madera que dejaban en el escalón de la galería. Por la noche, las ranas croaban en los estanques y los búhos ululaban en los árboles. Los insectos chocaban contra las pantallas de papel. El abanico de Taki no paraba de agitarse ni un instante para ahuyentar las moscas que se posaban sobre todas las superficies. Los mosquitos llenaban las sofocantes noches con su incesante zumbido.
Taki había adelgazado y había palidecido aún más. También ella estaba triste y lánguida. Nunca hablaba de Toranosuké, pero Sachi sabía que su incursión en el mundo exterior la había cambiado. Como ella, ya no podía contentarse con una vida de reclusión, por muy mimada que estuviera.
Al final Sachi no pudo soportarlo más. Abrió las pesadas persianas de madera y salió afuera. Iba chapoteando en los charcos, sin importarle mojarse las piernas ni que el barro se le enganchara en las sandalias y se le metiera entre los dedos de los pies. El aire, húmedo y caliente, le llenó los pulmones, y la joven sintió que volvía a la vida. Taki salió detrás de ella, cubriéndole la cabeza con una sombrilla.
Al fondo de los jardines encontraron un muro con unos escalones que ascendían por él. Sachi subió por ellos; Taki la siguió, y ambas llegaron, riendo y jadeando, empapadas de sudor y de lluvia, a un parapeto.
La ciudad se extendía ante ellas, un mar de relucientes tejados que se dilataba hasta donde alcanzaba la vista, salpicado de árboles y zonas verdes. La calima resplandecía sobre las recalentadas y húmedas tejas. El muro descendía hacia las oscuras aguas del foso. Un poco más allá había una puerta que conducía a un puente. Desde el parapeto, veían los tejados y los muros con tejas de las residencias de los daimios y una extensión de hierba salpicada de pinos y cedros. Una casa de té descollaba entre los árboles.
—Goji-in —dijo Taki elevando la voz para hacerse oír por encima del ruido de la lluvia contra su sombrilla—. Los terrenos de caza de Su Majestad, donde venía a entrenar a sus halcones.
Cerca había unas hileras de barracones a los que daban sombra cipreses y cedros. Pero los edificios parecían vacíos; estaban empezando a derrumbarse, y una manada de perros se paseaba entre ellos.
Un río brillaba a lo lejos. Más allá del río, los tejados formaban un revoltijo, pequeños como los rectángulos de un tablero de go, muy apretujados, hasta que desaparecían en el horizonte. Volutas de humo ascendían hacia el cielo y se mezclaban con las nubes. Se veía movimiento, el bullicio de la vida.
—El barrio de los chonin —dijo Sachi—. Al menos allí sigue habiendo vida.
—Supongo que no tienen adónde ir —repuso Taki—. Todos los que podían se han marchado ya de Edo.
Se quedaron allí, contemplando la ciudad, mientras el sol, deslavazado, ascendía por el cielo. Miraban hacia el noreste de la ciudad, la dirección funesta de la «puerta del demonio», de donde provenían los espíritus malignos y donde estaban los terrenos de ejecución. Un par de colinas sobresalían entre el amasijo de tejados. En la ladera de una de ellas se distinguían claramente unos edificios rojos con brillantes tejados negros.
—¿Eso no es... Kanei-ji? —susurró Sachi.
El templo Kanei-ji, el templo principal de la ciudad, era uno de los más grandes del país, construido para proteger a la población de los espíritus malignos del noreste. Era el templo del clan Tokugawa. En otros tiempos, más apacibles, Sachi había ido allí a rezar ante las tumbas de los antepasados de Su Majestad. Todavía lo recordaba: las grandes salas pintadas de rojo que cubrían toda la cumbre de la colina, de una majestuosidad impresionante. Kanei-ji, en el monte Ueno, donde se había refugiado Yoshinobu, el shogun retirado, y donde estaba alojada la milicia, donde la resistencia había instalado su cuartel general. Shinzaemon estaba allí, en aquella colina. Sachi puso una mano sobre su obi. Notaba la pequeña muletilla en forma de mono que llevaba escondida.
Después de esa jornada, Sachi salía todos los días y contemplaba la ciudad. Imaginaba que cruzaba el puente, que bordeaba los terrenos de caza de Goji-in, que corría por las anchas y vacías avenidas que atravesaban el barrio de los daimios, que cruzaba el río y entraba en el abarrotado laberinto de calles donde vivían los chonin, hasta llegar al monte Ueno. Veía los grandes tejados y las rojas paredes de los edificios que cubrían por completo la colina, bordeando patios llenos de gente y rodeados de bosques. Si se fijaba bien, distinguía algunas figuras merodeando por los jardines. A veces oía disparos de rifle y gritos y aullidos lejanos.
Habría dado cualquier cosa por estar allí con ellos. Las pocas sirvientas y damas de honor de la princesa que quedaban, el mermado séquito del Cuervo Viejo y las damas y las doncellas de la familia Shimizu estaban acostumbradas a vivir encerradas; en el palacio de las mujeres o en la mansión de los Shimizu, no había mucha diferencia. Eso era lo que esas mujeres esperaban de la vida. Sachi y Taki parecían las únicas que no estaban dispuestas a soportar lo que el destino les deparara.
Una mañana, temprano, Sachi estaba sentada con las mujeres que se habían trasladado con ella a la mansión de los Shimizu. Algunas cosían; otras completaban su aseo. Ella intentaba leer, esperando el momento en que todas estuvieran tan concentradas en sus tareas que pudiera escabullirse e ir a su atalaya favorita en el parapeto.
De pronto sonó un fuerte estruendo, parecido a un trueno, justo sobre sus cabezas. Todas se encogieron, asustadas.
Luego se oyó otro, y otro: unas tremendas explosiones sacudían las paredes y las pantallas de papel en sus marcos. Todo temblaba. Las mujeres se miraron, todas con la misma expresión de serena y luminosa alegría, casi con alivio. Eran todas guerreras; sabían qué era aquel ruido y qué significaba. Cañonazos. La ciudad estaba en guerra. La tediosa espera había llegado a su fin.
Era el decimoquinto día del quinto mes. Llevaban más de dos meses recluidas.
Sachi se puso en pie de un brinco y corrió afuera. Llovía copiosamente. Taki fue tras ella tratando de cubrirle la cabeza con la sombrilla. Fueron chapoteando por los jardines hasta el muro y treparon por él casi a ciegas. Sachi tenía las pequeñas manos cubiertas de barro, y las empapadas faldas del kimono se le adherían a los tobillos.
Había nubes bajas sobre la ciudad. A través de la neblina y de la intensa lluvia, Sachi vio unos destellos que iluminaban las colinas. Volutas de humo, más blancas que las nubes, ascendían entre los árboles. Se oían explosiones, detonaciones y estallidos ensordecedores.
—¿Qué pasa, Taki? —preguntó.
Había otras personas en el parapeto, escudriñando entre la lluvia, horrorizadas. Algunas eran mujeres a las que Sachi conocía, y otras, hombres. Pensó que debían de ser los sirvientes y los criados que se habían trasladado allí desde el palacio, o empleados de la familia Shimizu. Al ver a Sachi, todos inclinaron la cabeza. Entre ellos estaba el anciano que las había dejado entrar en el palacio; parecía que hubiera pasado una eternidad desde ese día. Hizo ademán de arrodillarse en el barro, pero Sachi, impaciente, le indicó por señas que se levantara y le preguntó:
—¿Qué está pasando, anciano?
—Tenemos muchos hombres allí, mi Señora —contestó el soldado—. A mí también me gustaría estar allí, pero soy demasiado viejo y no les serviría de nada.
—¿Hombres?
—Guardias del palacio. Se marcharon antes de que tomaran el castillo. Muchos se han unido a la milicia. El resto se marchó al norte para alistarse en el ejército.
—Entonces... es la milicia la que está en la colina —dijo Sachi tratando de dominar el miedo y la emoción que hacían que le temblara la voz.
—Lo están haciendo muy bien —dijo el anciano—. Esos sureños hablan mucho, pero están acorralados. Nuestros hombres controlan la ciudad. Los chonin están de nuestra parte, y eso ayuda. Hemos estado haciendo escaramuzas, poniéndoles emboscadas a sus patrullas, mermando sus fuerzas, día tras día. Hasta atacamos su cuartel. Es un verdadero alzamiento. Y parece que los sureños se han hartado. Estos días pasados se ha hablado mucho de que van a enviar un ejército y van a acabar con la milicia de una vez por todas. Han repartido panfletos por toda la ciudad aconsejando a los habitantes que se marchen.
Se sacó una hoja de papel arrugada de la manga. Las gotas de lluvia emborronaron la tinta. Sachi la miró e intentó concentrarse, pero el corazón le latía tan deprisa que apenas entendía lo que ponía: «... asesinando a los soldados del gobierno... rebeldes contra el Estado... Ha sido inevitable emplear la fuerza contra ellos.»
De modo que habían decidido atacar a la milicia. Bueno, pues la milicia contraatacaría. Esos cobardes sureños iban a enterarse de quiénes eran los norteños. Echarían a los sureños de Edo y tendrían que volver a sus miserables refugios.
—Nuestros hombres les plantarán cara, por supuesto —dijo la joven.
El anciano aspiró entre los dientes produciendo un largo silbido.
—Bueno —gruñó meneando la cabeza—. Os seré sincero, Señora. La situación no es muy favorable. Los sureños tienen un ejército inmenso; son quizá diez contra uno. Dicen que tienen armas que les han proporcionado los ingleses: grandes cañones, modernos, y buenos rifles. Nosotros también tenemos rifles, pero no tantos, ni tan buenos. Pero nuestros hombres tienen agallas. Lucharán hasta la muerte, de eso no hay duda. Defenderán el honor de Su Majestad el shogun. Podéis confiar en eso, Señora. Morirán con dignidad.
Cañones, rifles. Claro. Los sureños tenían que esconderse detrás de su impresionante armamento extranjero. No habrían tenido ninguna posibilidad en un combate cuerpo a cuerpo. Estaban decididos a destruir a la milicia, a matarlos a todos.
Pese a que Shinzaemon era un excelente espadachín, sus espadas no servirían de nada contra unas armas como ésas. Sachi podía oír su voz: «Espero tener el honor de morir por mi Señor en la batalla.» Todos los días, la joven se había preguntado si estaría vivo o muerto. Agachaba la cabeza y rezaba a los dioses. Como buena samurái, rezaba para que los dioses le concedieran la victoria, pero siempre añadía una oración secreta de su propia cosecha: «Dioses del clan Tokugawa, protegedlo, os lo ruego. Proteged a Shinzaemon.»