Estaban tan cerca uno de otro que Sachi notaba el calor del cuerpo de Shinzaemon.
—Venía aquí todos los días —dijo la joven—. Y miraba la colina y me preguntaba si estarías allí. Pensaba que nunca volvería a verte.
—Tatsuemon me contó lo que hiciste...
Sachi recordó lo ocurrido aquel terrible día. Volvió a ver brevemente las espantosas caras, las heridas abiertas y los ojos fijos y abiertos, las moscas, el hedor. Temía encontrar el cadáver de Shinzaemon allí. Y ahora él estaba a su lado, tan cálido, tan vivo. Se le llenaron los ojos de lágrimas, y se los tapó con la manga.
Shinzaemon le cogió la mano y se la sujetó con fuerza. Sachi notó las durezas de la palma de su mano con que manejaba la espada.
Contuvo la respiración, y él la atrajo hacia sí. Sachi notó los duros músculos de sus brazos y su torso. Notaba el latido de su corazón, el subir y bajar de su abdomen al respirar. Shinzaemon le acarició el cabello con los labios. No fue una caricia feroz, como lo había sido antes, sino muy suave. Le mordisqueó las orejas, la nuca, la mejilla, los ojos. Entonces su boca encontró la de ella.
Sachi se echó hacia atrás y lo miró frunciendo el entrecejo. Tenía la absoluta certeza de que quería pasar el resto de su vida con él. Nantonaku. De alguna forma. Jamás había deseado tanto algo.
Shinzaemon, sonriente, se frotó la frente con los dedos.
—Tus ojos —dijo—. Nunca olvidé esos ojos. Esa boca. La curva de tus mejillas. Esa sonrisa.
Trazó una línea por la mejilla de Sachi, alrededor de su barbilla, por su cuello. A ella se le erizó el vello de la nuca. Era como si hasta ese momento no hubiera sabido lo que significaba estar vivo.
—Tú —susurró Shinzaemon.
Otra vez esa palabra.
Bajaron del parapeto y él la tumbó en la hierba. Las capas del kimono de Sachi se inflaron, formando un blando cojín bajo su cuerpo. Estaban rodeados por una enramada de alta hierba que susurraba y se mecía. La pelusilla le hacía cosquillas en la nariz a Sachi; el olor a tallos secos y flores silvestres la envolvía. Se dejó ir en aquella blandura, se fundió en aquella fragancia. Sabía que allí, en aquel lugar secreto, eran invisibles.
La cara de Shinzaemon estaba oscura contra el cielo. Los últimos rayos de sol le acariciaban el pelo, encendiéndoselo como un halo.
Sachi cerró los ojos, y él acercó los labios a su cuello.
—Estás muy flaco, Shin —dijo Taki—. Se nota que no has comido. Vamos a tener que cebarte.
Un haz de luz atravesaba las puertas de madera, traspasando el aire de la mañana, lleno de brillantes motas de polvo, e iluminando el vapor que ascendía del arroz y de la sopa de miso.
Shinzaemon se sentó, impasible y sereno, mientras Haru y Taki se afanaban alrededor de él llenándole la taza de té, sirviéndole arroz en un cuenco, llevándole platos y más platos de pescado asado y verduras hervidas. La habitación estaba invadida de aromas deliciosos.
Sachi, sentada en silencio, vigilaba que todo estuviera a su gusto, como una buena anfitriona. De vez en cuando, los dos jóvenes se miraban. La dulzura de la noche anterior seguía viva. Bajo su fachada de recato, Sachi ardía de gozo, como si dentro de ella hubieran encendido un fuego que no pudiera apagarse. Notaba la sangre de su madre corriendo por sus venas. Haría lo que había hecho su madre: se aferraría a la vida. Conseguiría lo que quería, fueran cuales fuesen las consecuencias.
Sin embargo, a la luz del día Sachi era más consciente que nunca de lo difícil que eso iba a ser. Ahora tenía un padre, que además era un poderoso funcionario del bando de los sureños. Si bien Daisuké no podía esperar que Sachi lo obedeciera ciegamente —como había obedecido a Jiroemon, y como obedecería cualquier hija—, un padre era un padre, y Sachi no quería romper con él cuando acababa de encontrarlo.
Ella sabía muy bien que no era libre y que no lo sería nunca. Las mujeres pertenecían a sus familias. Al encontrar a su padre, había encontrado otras cadenas que la ataban. Con la embriaguez del reencuentro con Shinzaemon, había imaginado que las cosas podrían ser diferentes. Pero ahora se daba cuenta de que se había equivocado.
Miró a Shinzaemon, que limpiaba su cuenco con un trozo de rábano, lo llenaba de té y se lo bebía. Era un buen soldado, un ronin. Intentó imaginárselo como un respetable miembro de la sociedad, cumpliendo los deberes del hijo adoptivo de un funcionario del gobierno. Sonrió al pensarlo. Aún más difícil era imaginar a Daisuké aprobando su unión con un rebelde desgreñado que había peleado en el bando de los perdedores; Shinzaemon era un enemigo, un miembro del despreciado ejército norteño.
Pero Daisuké también había sido joven. Él también había estado rabioso, había sido idealista e impetuoso y se había dejado gobernar por la pasión. Quizá cuando viera a Shinzaemon se vería a sí mismo.
Daisuké no tardaría en llegar, igual que Edwards. Sachi se estremeció. Era mejor no pensar en lo que podría pasar entonces.
Taki estaba recogiendo la bandeja del desayuno de Shinzaemon cuando oyeron pasos fuera. Sachi contuvo la respiración. Quizá fuera Daisuké... Entonces oyó el crujir de unas botas de piel de animal acercándose por el patio.
Era Edwards. Sachi notó un espasmo de miedo. Había estado a solas con él y había dejado que le cogiera una mano. Sólo él sabía qué había pasado entre ellos dos. Los extranjeros eran tan francos; era tan fácil saber qué pensaban. Si Edwards insinuaba algo, Shinzaemon...
Las puertas se abrieron y se cerraron, y unos pasos se dirigieron hacia ellos. Sachi oyó la aguda voz de Taki contándole a Edwards que Shinzaemon había regresado.
Los dos jóvenes no se habían visto desde que viajaran juntos por el Nakasendo; Shinzaemon estaba quisquilloso y susceptible, y Sachi notaba sus ojos traspasándola cada vez que hablaba con Edwards. Y éste debía de haber deducido que Shinzaemon no era su guardaespaldas, aunque él también había guardado las distancias.
Sachi recordaba el momento en que se volvió para mirar a Shinzaemon y a Edwards antes de que Taki y ella entraran en los jardines del palacio por la Puerta de las Damas del Shogun. Aún podía verlos en el otro extremo del puente: los dos gigantescos extranjeros y el desgreñado ronin. Pero las cosas habían cambiado mucho desde entonces. Edwards los había rescatado a todos en el monte Ueno y se había portado muy bien con Tatsuemon. Shinzaemon estaba en deuda con él.
Miró a Edwards y vio a un ser humano, y no sólo eso: vio a un hombre. Pero a Shinzaemon todavía debía de parecerle un ser de otro planeta. En cuanto a Edwards, quizá ni siquiera reconociera a Shinzaemon con el pelo tan corto.
Cuando entró pisando fuerte en la gran sala, dio la impresión de que ésta se reducía de tamaño. Al pasar por el haz de luz que atravesaba la estancia, su pelo de color paja brilló como el hilo de oro y Sachi percibió un atisbo de su exótico e intenso olor: a carne, a especias extranjeras, a piel de animal y a otras cosas que no supo identificar. Era un olor que le hacían pensar en puertas abriéndose, en espacios abiertos, en ráfagas de viento. Cuando Edwards estaba cerca, Sachi sabía que existían otros mundos, otras formas de hacer las cosas.
La joven sintió una punzada de tristeza al pensar que ese lazo que la unía con ese otro mundo, más amplio, se había cortado. Y aunque no quisiera admitirlo, lamentaba no volver a ver a Edwards. Ahora comprendía que cuando había disfrutado de la compañía del extranjero lo había hecho para consolarse. Sus atenciones la halagaban, y su romanticismo la conmovía. Sachi creía que Shinzaemon estaba muerto, pero ahora había vuelto y ella sabía que su corazón le pertenecía.
Edwards se sorprendió al ver a Shinzaemon, pero recobró rápidamente la compostura y lo saludó educadamente inclinando la cabeza. Sachi los miró a los dos. Eran el sol y la luna, dos caras de la misma moneda. Uno con el cabello rubio, y el otro, negro. El diplomático cortés y el soldado aguerrido. Ambos formaban parte de mundos sobre los que las mujeres no sabían nada, y sin duda debían de estar ansiosos por hablar de cosas de hombres, discutir sobre política y sobre la guerra. Pero también había una secreta sospecha. Los dos jóvenes debían de estar preguntándose qué relación tenía el otro exactamente con esas mujeres. Con Sachi.
—Entonces Tatsuemon... —dijo Edwards.
—Gracias —dijo Shinzaemon con formalidad—. Tatsuemon está bien. Peleamos juntos en Wakamatsu.
Pronunció ese nombre con una chispa en la mirada, como si quisiera dejar claro que sabía muy bien a qué bando apoyaba el inglés.
Sachi escuchaba con mucha atención. Se moría de ganas de saber qué había hecho Shinzaemon, dónde había estado, todo lo que había pasado desde la última vez que lo viera. Imaginaba relatos de heroicas hazañas, de valientes peleando hasta el final, resistiendo cuando todo parecía perdido. Pero los labios de Shinzaemon estaban fuertemente cerrados, y Sachi no se atrevió a preguntar nada.
—¿Habéis regresado juntos?—preguntó Edwards.
—Tatsuemon se ha marchado al norte —respondió Shinzaemon—. Ha ido a enrolarse en la armada de los Tokugawa. No sé si lo sabe. El almirante Enomoto tomó el mando de los mejores buques de guerra de los Tokugawa y zarpó para Ezo. Va a dirigir la resistencia desde allí. Cuando cayó el castillo, muchos hombres se dirigieron hacia allí para enrolarse.
Edwards asintió.
—La guerra ha sido dura para los norteños —dijo.
—La guerra todavía no ha terminado —replicó Shinzaemon.
—Pero usted ha vuelto —dijo Edwards.
Lo dijo con educación, pero había un deje de triunfo en su voz, como si hubiera descubierto una grieta en la armadura de Shinzaemon. Como si no pudiera resistirse a la tentación de criticarlo.
Sachi sabía muy bien que Shinzaemon no era ningún cobarde. Debía de tener alguna buena razón para no haber ido al norte con sus camaradas y regresar a Edo. Sabía que ella no era la única razón. Había pasado algo, algo terrible.
Shinzaemon movió ligeramente un hombro, aunque Sachi dudaba que Edwards lo hubiera notado. En otro momento, en otro lugar, habría desenvainado su espada. Pero hizo un gran esfuerzo y permaneció inmóvil como una roca.
Se oyó una voz en el vestíbulo. Daisuké entró tan campante en la gran sala, como si estuviera en su propia casa, sin molestarse a esperar que lo anunciaran. Parecía contento, confiado; era corpulento y atractivo, un hombre que había hecho realidad todos sus sueños. Sólo le faltaba una cosa para ser completamente feliz: encontrar a la madre de Sachi.
Daisuké se paró en seco al ver a Shinzaemon y a Edwards, y los miró arqueando las cejas. La sorpresa se reflejó en su amplio, liso y ligeramente carnoso semblante.
Sachi se adelantó para saludarlo.
—Padre —dijo inclinando la cabeza.
Shinzaemon y Edwards estaban arrodillados. Este último se presentó.
—De modo que está con la Delegación británica —dijo Daisuké—. Conozco a Satow-dono. Ha sido muy generoso con nosotros. Los ingleses han sido muy generosos apoyando nuestra causa. Estoy en deuda con usted por lo bien que ha tratado a mi familia.
Hizo una profunda reverencia. Se estaba mostrando muy cortés. Edwards era un extranjero y un invitado de su país. Sin embargo, Daisuké lo miró con cierto recelo, como preguntándose qué demonios hacía allí.
—Shinzaemon de la casa de Nakamura, dominio de Kano —dijo Shinzaemon con formalidad.
Tenía las grandes manos de espadachín posadas en el tatami, con las yemas de los dedos tocándose, y la cabeza, con su mata de hirsuto pelo negro, inclinada. Sachi nunca lo había visto saludar tan escrupulosamente. Miró a su padre. Una cosa era un extranjero —había que tratar a los extranjeros con educación y respeto—, pero Shinzaemon era un ronin. Lo llevaba escrito en la frente. Era un forajido, un hombre sin amo ni filiaciones que no estaba en deuda con nadie. Daisuké lo vería enseguida.
—Los Nakamura de Kano... —dijo Daisuké con aire pensativo—. Si no recuerdo mal, el señor de Kano se ha pasado hace poco al bando del emperador. En Kano había discrepancias sobre qué bando tomar, ¿verdad?
—No estoy muy al corriente de la política de Kano —respondió Shinzaemon con precipitación. Era evidente que quería evitar verse atrapado en una incómoda discusión sobre política—. Mi padre es un samurái de rango medio y magistrado de la ciudad. Me enviaron a Edo cuando era joven. He pasado casi toda la vida aquí, en diversas mansiones del Estado de Kano.
Sachi miró a uno y luego al otro. Tanto Daisuké como Shinzaemon habían prescindido de su condición social. Daisuké había empezado su carrera como artesano, pero se había convertido en un personaje importante del nuevo gobierno. Shinzaemon había rechazado los privilegios de la clase de los samuráis y había abandonado su clan para perseguir sus propios ideales. Ambos habían dejado a un lado las antiguas restricciones jerárquicas para vivir la vida a su manera. Daisuké no sabía todavía cuánto se parecían.
—Shinzaemon nos protegió en el Nakasendo, padre —dijo Sachi—. Viajamos juntos. Es un gran espadachín.
—Es como un hermano para nosotras —añadió Taki.
—En ese caso, estoy en deuda contigo —dijo Daisuké con gravedad, mirando fijamente a Shinzaemon—. Tenemos que hablar, joven. Necesito saber cuál es tu posición, si estás con nosotros o contra nosotros.
Shinzaemon asintió.
—Me he perdido gran parte de la vida de mi hija —prosiguió Daisuké—. Me alegro mucho de conocer a dos jóvenes que han sido sus protectores.
Sachi dio un suspiro de alivio. Al menos de momento, no habría confrontación. Taki encendió unas pipas y las repartió. Haru fue a buscar té. Shinzaemon y Edwards se retiraron a un rincón de la estancia y fumaron en silencio.
—Tengo que decirte una cosa importante —le dijo Daisuké a Sachi en voz baja—. Creo que te hará feliz. Nada más llegar a Edo, fui a la mansión Mizuno. Era la residencia familiar de tu madre. Quería ver la casa donde ella había vivido y oler el aire que ella había respirado. Estaba en ruinas. Los Mizuno eran aliados de los Tokugawa, y habían huido. Debieron de ser de los primeros en marcharse.
»Desde que te encontré, siempre he soñado que podríamos vivir allí todos juntos. Ahora parece que quizá será posible. Las residencias y los palacios de los antiguos enemigos del país han pasado a control del Estado.
Sachi se removió, nerviosa. Sabía muy bien que «enemigos del país» significaba servidores leales del shogun. Pero no dijo nada. No estaba en posición de discutir.