Fue Edwards quien interrumpió el silencio.
—Entonces, ¿qué fue de Mizuno? —preguntó estirando una pierna y luego la otra, para después doblarlas ambas delante del cuerpo haciendo una mueca de dolor.
—Bueno —repuso Daisuké, pensativo—, sabemos que vino en el transbordador con Oguri. Y si eso que llevaban era el oro de los Tokugawa, él sabe que existe.
—Seguramente también sabe dónde está —dijo Edwards. Sachi vio el mismo destello en sus ojos, la misma mirada de intenso interés, que había visto la primera vez que habían mencionado el oro—. Es más, si Oguri está muerto, Mizuno es el único que lo sabe. Si era el oro de los Tokugawa, esos porteadores que ustedes vieron están muertos. Debieron de matarlos en cuanto pusieron el oro donde ellos querían.
Si. Demasiados «si», pensó Sachi. Y sin embargo, no podía evitar sentir una pizca de emoción.
—Oguri y Mizuno debieron de separarse después de deshacerse del oro —especuló Shinzaemon. Se inclinó hacia delante; sus ojos resplandecían—. Debieron de esconderlo en algún sitio, y luego debieron de partir en direcciones opuestas. Oguri sabía que su vida corría peligro. Y Mizuno también. Querrían asegurarse de que al menos uno de ellos sobrevivía, para que el oro no se perdiera para siempre.
—¿Qué le hace pensar que querían compartirlo? —preguntó Edwards—. Quizá ambos querían hacerse con él. Quizá uno de ellos engañó al otro y se lo quedó. Quizá Mizuno traicionó a Oguri y les dijo a los soldados dónde se escondía. El oro hace enloquecer a los hombres. —Tenía la mirada clavada en el tatami—. Y el rabu —añadió—. Pero a veces es mejor, al final, admitir la derrota.
Shinzaemon y Daisuké lo miraron. Sachi confiaba en que sólo ella hubiera entendido de qué estaba hablando el extranjero.
—Ni siquiera sabemos si existe ese oro —terció Taki rompiendo el silencio.
—Entonces, ¿qué hace tanta gente deambulando por el pueblo? —preguntó Shinzaemon—. Se nota que andan buscando algo.
—Pero seguimos sin saber dónde está Mizuno. Ni siquiera sabemos si sigue con vida —objetó Sachi—. ¿Y si hizo lo mismo que Oguri? ¿Y si huyó a su pueblo natal? Está en el otro extremo del país, ¿no fue eso lo que me dijiste, Haru?
—En Shigu, en la región de Kii.
—Si está allí, hemos tomado la dirección opuesta —dijo Taki exhalando un suspiro—. Tendremos que volver a Edo y empezar de nuevo. O desistir.
—Me gustaría averiguar qué está pasando en este pueblo —dijo Shinzaemon—. Estoy seguro de que tiene alguna relación con Mizuno. Al fin y al cabo, sabemos que estuvo por aquí cerca. ¿Dónde estaba cuando mataron a Oguri? Y ¿qué hizo después?
La anciana entró para llevarse las bandejas, y todos se callaron. Se acercó a Shinzaemon deslizándose sobre las rodillas para recoger su bandeja; entonces se paró, torció el cuello y lo miró a los ojos.
—Wakamatsu, ¿no? —masculló con su chirriante voz—. Déjame mirarte. Hicisteis un buen trabajo allí. Es la primera vez que veo a uno de vosotros.
Le puso una arrugada mano en la rodilla y acercó más la cara a la de él. Shinzaemon ladeó la cabeza y miró a la anciana con sus sesgados ojos.
—Dime, abuela —dijo—. ¿Qué hacen tantos hombres en la calle, deambulando por el pueblo? Dices que por aquí no hay fuentes termales ni templos, pero algo debe de haber que atraiga a tanta gente.
—Son todos unos haraganes —gruñó la anciana—. Aparecen todas las noches y se hartan de beber. Las geishas y las prostitutas andan muy ocupadas, eso sí. Pero a mí no me gusta. Esto era un lugar tranquilo; nadie venía por aquí. Sólo peregrinos que iban a la montaña. Primero esos rufianes, y ahora vosotros. Hasta un honorable bárbaro —añadió mirando a Edwards con los ojos entrecerrados. Sacudió la cabeza—. Esto es inaudito, desde luego.
Se quedó un momento arrodillada en silencio, meciendo la cabeza. Se le fue hundiendo más y más la barbilla, y Sachi temió que se hubiera quedado dormida. Entonces se enderezó lentamente.
—Todo empezó poco después de la muerte del señor —dijo—. Hacia la época de la siembra. Fueron llegando poco a poco: primero uno, luego otro, y luego más y más. Unos pendencieros: jugadores, yakuza, hasta algunos forajidos. No vienen de día, sólo de noche. A veces hay peleas en las calles. Antes no pasaba esto.
—¿Y nadie sabe por qué vienen ni qué hacen aquí? —insistió Shinzaemon.
—A mí no me interesan esas cosas. No son asunto mío. Ya tengo bastantes preocupaciones. Tendríais que preguntárselo a mi esposo. Él ha ido unas cuantas veces a la montaña a investigar. Dice que allí no hay nada. Si queréis, él puede llevaros.
El esposo de la anciana apareció a la mañana siguiente, temprano. Parecía aún más anciano que la mujer, como si hubiera vivido varias vidas de lluvia, viento y nieve. Llevaba ropa de montaña: botas de paja y un abrigo de paja, con un sombrero de juncia colgado a la espalda y un bastón en la nudosa mano. Echó a andar, charlando animadamente en su dialecto, casi ininteligible, mientras Sachi y sus acompañantes se apresuraban para alcanzarlo.
Los llevó montaña arriba, hacia el bosque, por un escarpado sendero que parecía trazado recientemente. Al poco rato se hallaron caminando entre una densa masa de árboles recubiertos de enredaderas. Pasaron al lado de un montón de ramas caídas con las que habían construido una cabaña, y luego otra, y otra.
—Algunos de esos tipos viven aquí —explicó el hombre en voz baja.
Entonces oyeron ruido de palas. El sendero llegaba a un claro lleno de agujeros y de montones de tierra que parecían el rastro de un gusano gigantesco. Unos hombres escuálidos cavaban febrilmente. Algunos vestían harapientos pantalones de trabajo de color añil, como los que usaban los campesinos, mientras que otros sólo llevaban un taparrabos, pese a que un viento gélido agitaba las ramas de los árboles y desprendía las hojas. Al ver al anciano, seguido de Sachi y sus acompañantes, levantaron la cabeza. Sachi vio que Shinzaemon y Edwards ponían las manos a la empuñadura de sus pistolas.
Abrieron mucho los ojos al ver a Edwards.
—¿Qué es eso? —murmuró uno—. ¿Un tengu?
Todos se apartaron, boquiabiertos, mostrando las encías.
—No, no es un tengu —dijo otro—. Es uno de esos bárbaros.
Entonces los hombres los rodearon, observándolos con ojos relumbrantes, como lobos.
—Eh, abuelo. ¿Cómo se te ocurre traer a unos extraños aquí? —gruñó un tipo canijo, con la cara delgada y deforme y los ojos bizcos. Se agachó y cogió una piedra—. Largo de aquí —gruñó, y escupió en el suelo—. ¡Maldito samurái!
—Buscaos otro trozo —dijo otro—. Sí, eso es. ¡Largo de aquí!
Pasaron de largo; Shinzaemon le susurró al anciano:
—Buscan oro, ¿verdad?
El hombre entrecerró los ojos, reduciéndolos a unas finas rendijas, y apretó los labios.
—Entonces, ¿no tienen oro para gastar esos que se pasean por el pueblo? —insistió Shinzaemon.
El hombre sonrió.
—Todavía no —dijo, cediendo al fin—. Todavía no han tenido suerte, ya lo habéis visto. Más arriba hay más hombres cavando. Quizá veáis algo interesante allí.
Siguieron ascendiendo; el sendero despareció por completo y el bosque se cerró alrededor de ellos. Treparon por rocas y árboles caídos, avanzando entre arbustos y montones de hojas y esquivando las nudosas raíces de los árboles. Iban en una especie de penumbra, bajo el toldo que formaban las copas de los árboles.
Más adelante, el bosque terminaba, y se veía luz entre los árboles. Llegaron a un páramo —un extenso campo de pálidos y secos miscantus que se mecían, mucho más altos que ellos, agitados por el viento—. Campos marchitos. Sachi pensó en el poema elegiaco del poeta Basho:
Tabi ni yande / Enfermo en un viaje
yume wa kareno / o mis sueños divagan
kakemeguru / sobre campos resecos.
El anciano iba delante, al lado de Daisuké; Shinzaemon y Edwards iban detrás. Daisuké y Shinzaemon caminaban al mismo paso, lado a lado, con las cabezas de pelo corto —una entrecana, la otra negra y brillante— muy juntas. Taki y Haru los seguían, con las cintas del pelo blancas cabeceando entre la hierba.
Sachi oyó al anciano:
—En este páramo pasan cosas muy raras. Mi abuelo me contó una historia sobre un viajero. Se perdió aquí arriba una noche. Estaba paseando y se encontró a una mujer. Una mujer muy bella.
Sachi se estremeció. Imaginaba cómo seguía la historia; todas se parecían. La mujer se lleva al viajero a su mansión, que está escondida en el páramo. Al día siguiente, cautivado por su belleza, regresa allí, pero lo único que encuentra en el sitio donde estaba la mansión es una lápida centenaria con el nombre de la joven inscrito en ella. Fantasmas. Sachi no quería oír hablar de fantasmas. Era tentar al destino, sobre todo ahora que estaban buscando a su madre. Se quedó un poco rezagada del grupo.
Pasaba los dedos por la crecida hierba y veía desprenderse la pelusilla y flotar arrastrada por la brisa. El cielo estaba tapado y oscuro, y las nubes lo surcaban raudas. Iba a nevar. Sachi se ciñó la túnica. Oía el susurro de la hierba al acariciarla, y el crujir de sus sandalias de paja en el suelo.
Entonces oyó otro sonido: un golpeteo sordo, y una especie de tamborileo, como si un fantasma llamara con los nudillos desde debajo de la tierra. Se sobresaltó, asaltada por un miedo supersticioso; entonces contuvo la respiración y aguzó el oído. No era ningún fantasma. Era alguien que cavaba: se oía el crujir de la pala cuando la hincaba en el suelo, y el repicar de la tierra cuando la lanzaba; estaba un poco alejado, entre la hierba. Sachi vio a sus acompañantes más adelante, abriendo un surco en el páramo. Sólo le llevaría un momento echar un vistazo, y entonces podría alcanzarlos.
Avanzaba entre los altos tallos de miscantus, persiguiendo ese sonido, cuando de pronto se encontró al borde de un gran hoyo. Paró en seco. Era ancho y profundo, lo bastante grande para enterrar a un shogun.
Dentro del hoyo había un hombre que cavaba febrilmente; estaba tan enfrascado en su trabajo que no se había percatado de la presencia de Sachi. Jadeando, hincaba la pala en la pared de tierra de la fosa, y lanzaba paletadas de tierra a un lado. Era delgado y andrajoso, y tenía el pelo enmarañado y apelmazado. Tenía la espalda quemada por el sol, y pese al frío que hacía, cubierta de sudor. Sus delgadas clavículas sobresalían como si fueran alas; se las veía moverse bajo la piel, recubierta de suciedad. Llevaba una raída toalla anudada en la cabeza, y los mugrientos pantalones de trabajo terminaban en unos escuálidos tobillos. Apestaba a sudor, a orina y a excrementos humanos.
Pero ¿qué hacía aquel hombre buscando oro tan lejos de donde lo buscaban los demás? Y ¿por qué había decidido cavar precisamente allí, entre toda aquella gran extensión de hierba?
El hombre dio un gruñido que parecía más animal que humano y se llevó una renegrida mano a la espalda. Tenía las uñas gruesas y largas, como zarpas. Se enderezó lentamente y se dio la vuelta.
Era él. La ganchuda nariz, las feroces facciones, el demacrado rostro picado de viruelas... eran inconfundibles. Sachi vi en sus ojos el mismo brillo salvaje que había visto seis meses atrás, en el transbordador.
Al verla, el hombre dio un grito ahogado y retrocedió unos pasos. Abrió mucho los ojos y dejó caer la mandíbula hasta formar un círculo perfecto con la boca.
—Déjame tranquilo —gimoteó.
Su voz era un débil graznido; el viento se llevó sus palabras.
Se quedaron ambos quietos, mirándose con fijeza.
Sachi había imaginado qué le diría, cómo le revelaría su identidad; quizá hasta lo saludaría diciéndole que era su sobrina. Después de todo, eran parientes consanguíneos. Pero no podía moverse ni pronunciar ni una sola palabra. Estaba como hipnotizada, impotente como un ciervo al que el cazador tiene en la mira.
De pronto, la expresión de él pasó del terror al odio y la furia, y Sachi comprendió que estaba en peligro. En un grave peligro. El hombre se lanzó hacia ella; cerró los brazos alrededor de sus piernas al mismo tiempo que se daba impulso para salir de la fosa. Sachi forcejeó con todas sus fuerzas; entonces perdió el equilibrio y se cayó. El hombre se deslizó por la pared de la fosa, arrastrándola.
La joven dio contra el fondo del hoyo; estaba aturdida y sin aliento. Las paredes de tierra se elevaban alrededor como las paredes de una tumba, y por un instante, el cielo se llenó de estrellas que giraban. Se le habían abierto las faldas del kimono y se le había soltado el pelo. Daba dolorosas boqueadas y trataba de respirar y de mover los miembros. Se palpó los pliegues del kimono buscando su daga. Estaba en las garras de un loco.
Antes de que Sachi pudiera asir su daga, el hombre le pegó la cara al suelo y le puso un pie en la espalda, inmovilizándola. Notó en la boca el sabor a tierra y a sangre. Entonces él la agarró por el pelo, la obligó a arrodillarse y luego a ponerse de pie, y tiró de su cabeza hacia atrás. Le tapaba la cara con un brazo. Sachi notó algo afilado en su cuello.
Intentó gritar, pero sólo consiguió articular un áspero graznido. Le daba vueltas la cabeza. El hombre emanaba un hedor repugnante, y su áspera piel le arañaba la cara. Sachi comprendió que iba a morir, y no gloriosamente, como una samurái, sino allí mismo, en aquella fosa hedionda.
Mizuno jadeaba.
—Mayotta na! murmuró con una voz bronca—. Mayotta na! Te has perdido, ¿eh?
De pronto Sachi lo entendió. Le estaba preguntando si se había perdido por el camino al otro mundo. No era a ella a quien veía, sino a su madre. Al fantasma de su madre, que había regresado para atormentarlo.
—Mayotta na! Mayotta na! Te has perdido. Te has perdido —murmuraba una y otra vez. Era como un exorcismo; debía de pensar que si repetía esas palabras lograría hacerla desaparecer—. Pero estás caliente —dijo. Por un instante pareció recobrar los sentidos, y su rostro reflejó desconcierto—. ¿Cómo has logrado calentarte? Estabas fría cuando te enterré. Fría como la tierra. No quería hacerlo, ya te lo dije. Pero no tuve más remedio. Era mi deber. Y ahora no me dejas en paz. Te has perdido, ¿eh? ¿No encuentras el camino? Has venido a llevarme contigo, ¿no?
Le tapaba la nariz y la boca con un brazo. Sachi jadeaba; olía a suciedad y a sudor, y los duros pelos de la piel de Mizuno le hacían cosquillas en la cara. Quería gritar para que Shinzaemon y Daisuké fueran a rescatarla, pero ellos se habían alejado mucho y no creyó que la oyeran. Quizá nadie la encontraría y se pudriría en aquel hoyo, en medio de la hierba.