La última concubina (66 page)

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Authors: Lesley Downer

Tags: #Drama, Histórico, Aventura

Sachi intentó levantarse y se dio cuenta de que el temblor se lo impedía. Shinzaemon saltó a la fosa, cogió a Sachi en brazos, con mucho cuidado, y la sacó de allí. Ella apoyó la cabeza sobre su hombro y supo que por fin estaba a salvo.

EPÍLOGO: EL ÚLTIMO SECRETO

Tokio, 14 de octubre de 1872.

—Hoy tiene que ser todo perfecto —dijo Taki abriendo los cajones de la caja de cosméticos y poniendo pinceles, pinzas, peinecillos y tarros de maquillaje en un pañuelo de seda, en el suelo.

La caja era una de las pocas cosas que Sachi había podido llevarse del palacio. Hasta el mango del más fino pincel era de laca, y llevaba incrustado el emblema de oro de los Tokugawa. Todos los utensilios tenían la débil pero inconfundible fragancia de esos días lejanos.

Taki salió de la habitación haciendo susurrar las faldas de su kimono, y volvió con un pequeño hervidor de hierro con el líquido para teñir los dientes. El amargo olor a hierro, vinagre y savia de zumaque se extendió por la habitación. Taki se arrodilló delante de Sachi.

Sachi contempló el delgado y pálido rostro de su amiga, sus grandes ojos y su puntiaguda barbilla. Taki estaba más delgada que nunca; era una auténtica samurái. A veces, cuando creía que Sachi no la veía, la plácida expresión que tanto le costaba mantener se esfumaba. Sachi sospechaba que pensaba en Toranosuké.

Ni Toranosuké ni Tatsuemon habían vuelto. Ese mismo año había habido una amnistía, y todos los guerreros del norte habían recibido el indulto. Hasta el almirante Enomoto, que había huido al norte con la flota de los Tokugawa, tenía un cargo importante en el gobierno. Si Toranosuké y Tatsuemon pensaban volver, sin duda tenía que ser ahora. Pero nadie sabía qué había sido de ellos. Quizá se hubieran quedado en Ezo; quizá hubieran regresado a Kano; o quizá hubieran muerto. Sachi sabía que muchos no habían vuelto de la guerra y nadie sabía qué les había pasado.

También sabía que Shinzaemon estaba decidido a averiguarlo. No iba a quedarse para siempre en Tokio, convertido en burócrata. No tardaría en marcharse pronto en busca de aventuras. Ella nunca intentaría sofocar su fogoso espíritu.

Porque, pese a todo, seguían juntos. A veces Sachi miraba hacia atrás y pensaba en la suerte que habían tenido.

Después de la muerte de Haru, habían vuelto a Tokio. Estaban convirtiendo las mansiones de los señores derrotados en ministerios del gobierno o en alojamientos para destacados personajes políticos, y poco después de su regreso, Daisuké recibió las tierras de los Mizuno. Enterraron a Haru junto a la madre de Sachi, bajo el gran cerezo del jardín.

Le encargaron al anciano que los había guiado por la montaña que enterrara a Mizuno, y dejaron que siguiera cavando la fosa en el páramo; el hombre estaba convencido de que allí encontraría oro. Edwards también parecía cautivado por el oro de los Tokugawa, y se quedó unos días más en la montaña después de que Sachi, Daisuké y los demás se marcharan. Pero no era el oro lo que le interesaba; era evidente que por fin había comprendido que Shinzaemon era mucho más que un amigo o un hermano para Sachi y que debía abandonar toda esperanza de mantener una relación íntima con la joven, y mucho menos de casarse con ella. Sachi se alegraba de que fuera así. Sabía muy bien a quién pertenecía su corazón; sabía a quién había pertenecido siempre, desde el día que viera por primera vez a Shinzaemon, el día que huyó del palacio.

Pero también sabía que, como mujer, no podía tomar decisiones respecto a su propia vida, fueran cuales fuesen sus sentimientos. El nuevo gobierno estaba promulgando nuevas leyes, pero éstas no afectaban a un asunto tan personal como aquél. Era evidente que Daisuké necesitaba un heredero; necesitaba adoptar un hijo. Sachi temía que una vez que se hubieran instalado, su padre solicitara los servicios de una alcahueta para concertarle citas con posibles candidatos. Muchos jóvenes ambiciosos que habían luchado en el bando de los sureños estarían dispuestos a convertirse en su esposo y en el sucesor de su padre.

Un día, poco después del funeral de Haru, Sachi estaba sentada con Daisuké en la gran sala. Él fumaba en silencio. La miró y, de pronto, dijo:

—Querida hija, no te busqué para que fueras desgraciada. —Parecía que le hubiera leído el pensamiento—. Tu madre me eligió a mí, y yo a ella —continuó—. No tengo intención de obligarte a casarte con alguien a quien no quieras. Es evidente que quieres a Shinzaemon, y que él te quiere a ti. La guerra ha terminado, él es un joven brillante, y le debo la vida. Si estoy en lo cierto, me alegrará tomarlo como hijo adoptivo.

Se casaron al poco tiempo. Sachi sonrió recordando el día de la boda. Vestía un hermoso kimono, y la llevaron por las calles en un palanquín de boda, rodeada de damas de honor y precedida por unos criados que llevan farolillos, cajas y una lanza, antes de que empezaran las ceremonias, que durarían una semana. Daisuké se había empeñado en alquilar palanquines para que trajeran a Jiroemon, a Otama, a Yuki y a los otros niños de la aldea del valle del Kiso, y los parientes de Shinzaemon también se habían desplazado desde Kano para asistir a la boda. Su severo padre y su dulce madre parecían encantados de tener un vínculo con Daisuké, un miembro importante del nuevo gobierno, y aliviados de ver a su rebelde hijo pequeño convertido, al fin, en una persona respetable. Shinzaemon había adoptado el nombre de la familia, y Sachi y él iniciaron una nueva vida juntos. Adoptaron a Yuki y se la llevaron a vivir con ellos cuando el resto de la familia regresó a la aldea.

Taki estaba concentrada y tenía el entrecejo fruncido. A ambas les encantaba ese ritual diario, que les permitía olvidarse de todo lo demás y concentrarse en esa pequeña pero importante tarea. Primero le depiló las cejas a Sachi. Luego le tiñó los dientes, le aplicó maquillaje blanco y le dibujó unas alas de palomilla en la frente. A continuación, le cepilló el largo y negro cabello una y otra vez, hasta hacerlo brillar. Una larga melena negra descendía como una cascada por la espalda de Sachi. Taki se la recogió, pero no al estilo marumage de las mujeres adultas, sino en una larga cola, sin apretar, con cintas entrelazadas, como solía llevarlo cuando vivía en el palacio. Por último, le pintó los labios de rojo.

Se oyó un ruido cerca de la puerta, y el pequeño Daisuké entró corriendo. Se sentó en el regazo de Sachi y la abrazó por el cuello.

—¡Yo también! ¡Yo también quiero ir! —gritó.

—Hoy no, Daisuké —dijo Sachi riendo y abrazándolo.

El niño empezó a toquetear los pinceles, los peinecillos y los tarros de maquillaje. Iba a ser tan guapo como su abuelo: tenía la misma cara despejada, los mismos ojos, grandes y negros. Y también era curioso, enérgico y decidido como su abuelo.

Taki había sacado algunos de los trajes de ceremonia que Sachi tenía como miembro del séquito de la princesa. Hacía años que no se los ponía. Taki la ayudó a vestirse los pesados kimonos, uno tras otro, y arregló bien las capas de diferentes colores para que asomaran pulcramente por el cuello y por los puños. Entonces le dio el abanico ceremonial.

Sachi se miró en el espejo. Un escalofrío le recorrió la espalda. Vio a una mujer ataviada con las arcaicas túnicas de la concubina del shogun; una mujer con un pálido óvalo facial, con los ojos separados, rasgados, una boca pequeña de labios carnosos y una nariz aristocrática. Hacía mucho tiempo que no se miraba en el espejo y veía a su madre. Tenía veintidós años, la edad que tenía Okoto cuando conoció al padre de Sachi.

Su reflejo brillaba en el espejo. No estaba segura de quién era esa mujer a la que estaba viendo, si era la Retirada Shoko-in, la concubina viuda de Su difunta Majestad el decimocuarto shogun, u Okoto, la concubina del duodécimo shogun, Ieyoshi. Creía que había superado ya el pasado, pero éste volvía a la vida con una facilidad asombrosa. Bastaba con que se pusiera aquellos kimonos.

—Shinzaemon no me reconocerá —murmuró, intranquila.

Nunca le había hablado de su vida en el palacio de las mujeres. Todas las cortesanas habían prometido, so pena de muerte, no revelar nunca los detalles de su vida allí. Formaba parte de ese antiguo mundo de sombras y oscuridad, donde todos sospechaban de todos y todos tenían secretos. Shinzaemon también conocía ese mundo y lo respetaba, y nunca le había hecho preguntas sobre su pasado. Pero ese día Shinzaemon iba a conocer a la princesa. Ese día, la puerta se abriría un poco. Sachi se preguntó qué sentiría él, y si cambiarían sus sentimientos hacia ella.

Shinzaemon esperaba en la entrada con Daisuké. La expresión de su despejada cara, con los prominentes pómulos y los rasgados ojos de gato, era tan intensa como siempre; pero el aire de feroz e indómito guerrero había sido reemplazado por un aire de firme e inteligente determinación. Sachi se tranquilizó al verlo. Shinzaemon no vivía en un mundo de fantasmas y espíritus; no vivía en el pasado. Había abrazado el presente sin reservas.

Llevaba un traje formal —pantalones hakama almidonados y chaqueta haori—, elegantemente combinado con unas botas europeas, un bombín y un paraguas, al estilo moderno. Con el pelo corto, cortado a lo jangiri, era la personificación del joven japonés moderno. Últimamente, la gente tarareaba una cancioncilla: «Dale unos golpecitos a un moño y oirás el sonido del pasado; dale unos golpecitos a una cabeza jangiri y oirás "civilización y progreso".» En los últimos tiempos, sólo se hablaba de «civilización y progreso». Sachi no estaba muy segura de qué significaba eso. Pero sí estaba segura de que Shinzaemon era la personificación de esos conceptos.

Daisuké también iba vestido al estilo moderno. Se había retirado un poco, dejando que Shinzaemon asumiera algunos de sus deberes gubernamentales. Tenía las sienes algo más canosas, pero seguía siendo el apuesto hombre por quien Okoto lo había arriesgado todo.

Sachi vio a los dos jóvenes mirándolas a ella y a Taki, que iban hacia ellos con sus vestidos de cortesana, moviéndose muy despacio, haciendo susurrar sus pantalones y con los ruedos acolchados de los kimonos ondeando. Sabía que Shinzaemon nunca las había visto con esos trajes formales; nunca se los habían puesto fuera del palacio. Shinzaemon no dijo nada y se limitó a asentir con la cabeza.

Daisuké había palidecido. Contemplaba a su hija con una mirada extraviada que Sachi no había visto desde el día que había bajado de la montaña. Comprendió que iba vestida tal como debía de ir vestida su madre cuando acudía a sus citas en el templo. Era como si Okoto hubiera regresado del más allá.

Antes de marcharse, pasaron por las tumbas de su madre y de Haru. Sachi puso flores frescas en las vasijas y murmuró un sutra. Pensó en ellas, y sus ojos se anegaron en lágrimas. Le gustaba vivir en la residencia Mizuno, donde había vivido su madre. Daisuké había tomado una decisión acertada al solicitar esa casa.

Shinzaemon y Daisuké se marcharon en un carruaje; Sachi y Taki iban detrás en otro. El anciano guardia estaba en la puerta y los saludó con una cabezada cuando salieron. Su amable y curtida cara, su amplia sonrisa y sus arqueadas piernas siempre hacían sonreír a Sachi. Aquel hombre era un vínculo con el pasado. Las había protegido en el palacio y en la mansión Shimizu. Cuando echaron a los Shimizu, Sachi se lo había llevado a su nueva residencia. Ahora el anciano los protegía allí, aunque era tan viejo y estaba tan débil que en realidad eran ellos quienes lo protegían a él.

Había rickshaws por todas partes; los japoneses los llamaban jinriki-sha, «ruedas tiradas por humanos». Habían aparecido de la noche a la mañana, como setas. Traqueteaban por las calles, tirados por unos tipos escuálidos y tatuados que gritaban a voz en cuello, avisando a los peatones para que se apartaran de su camino. Sachi recordó lo emocionada que estaba la primera vez que montó en el carruaje de Edwards. Ya se había acostumbrado a ir por la ciudad a toda velocidad. Había muchos vehículos de ruedas en las calles: carruajes, omnibuses tirados por caballos, rickshaws de dos ruedas, rickshaws de cuatro ruedas... Resultaba difícil circular, pues había tráfico en todas direcciones; Sachi pensó que eso debía de ser una señal de civilización y progreso. Otra señal era que habían aparecido extranjeros en masa, y que estaban cambiando el aspecto de la ciudad. Ya habían construido un alto edificio, con una luz destellante en lo alto, en el puerto —lo llamaban «faro»—, y habían instalado un telégrafo, tal como había predicho Edwards cuando les habló de los «mensajes mágicos».

Daisuké miraba alrededor, radiante de alegría. Él lo había visto venir todo. Le encantaba estar a la vanguardia de los cambios, ayudando a diseñar y construir ese nuevo Japón. Sachi estaba orgullosa de su padre.

Una masa de gente caminaba en la misma dirección que Sachi, Daisuké y su grupo. Todos iban espléndidamente vestidos, como cuando fueron a presenciar la majestuosa entrada del emperador en Tokio. Aquel día, estaban nerviosos y resentidos, como si no supieran qué les deparaba el futuro y no les gustara que les impusieran aquel gobierno. Lo único que habían visto era cómo se cerraban las puertas, el final de algo. Nunca se les había ocurrido pensar que esas puertas pudieran estar a punto de abrirse a un nuevo mundo que no se parecía a nada que ellos pudieran haber imaginado.

Ese día, en cambio, la gente estaba alegre y reinaba una atmósfera festiva. Las mujeres iban vestidas como de costumbre, pero los hombres llevaban botas, sombreros o chaquetas europeos con su atuendo habitual, y se veían muchos cortes de pelo jangiri entre otras cabezas peinadas a la moda tradicional, con la cabeza afeitada. Sachi se preguntó si Fuyu estaría por allí. No la había visto desde el día que se encontraron viendo llegar al emperador al castillo. Era como si las mujeres del palacio —tres mil mujeres— se hubieran esfumado.

Iban todos hacia uno de esos espectaculares edificios de diseño occidental que tanto le gustaban a Daisuké. Se trataba, en realidad, de dos edificios de piedra blanca que recordaban las torres gemelas de vigilancia de un castillo, engalanados por dentro y por fuera con banderas y farolillos de colores, como si se celebrara una fiesta. Unos oficiales escoltaron a Daisuké, Shinzaemon, Sachi y Taki hasta el interior. Sachi contempló el espacioso y aireado edificio y se sintió intimidada. Al fondo había un pasillo descubierto, parecido a las pasarelas que conducían de un edificio a otro en el palacio, o a una versión enorme del hanamichi, el «camino de flores» por el que los actores paseaban entre el público en las funciones de teatro kabuki. Discurría por el medio de una extensión de tierra completamente llana y lisa.

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