—Entonces los soldados enemigos irrumpieron en el castillo. Entraron trepando por la muralla del foso. Parecían cucarachas, una invasión de cucarachas. Nosotros los atacamos, pero seguían llegando más. Muchos caían, pero seguían apareciendo otros. Llegaron al tercer recinto, y luego al segundo. Ya los distinguíamos claramente: hombres de negro, con uniformes extranjeros de perneras estrechas y cascos relucientes y puntiagudos, hombres con capas de piel de perro y los hombres de Tosa, con sus pelucas de oso, como si fuéramos a creer que eran osos y fuéramos a huir.
Dio un resoplido de burla.
—Resultaba fácil dispararles con el rifle. Yo estaba esperando que se acercaran lo suficiente. Quería bajar allí, donde estaban ellos. Quería ver sus feas caras, hacerles brotar la sangre y cortarles la cabeza. Estaba harto de esperar. Sabía que vosotras queríais que tuviera una muerte gloriosa. Eso es lo que vosotras esperabais de mí: una muerte digna de un samurái.
Les hablaba a las tres, pero sus palabras iban dirigidas a Sachi. Metió una mano en la manga, donde tenía escondido el peine. Su rostro estaba inmóvil, como si estuviera tallado en piedra, pero tenía las mandíbulas apretadas y le temblaba un músculo del cuello.
—Así es como habría sido —masculló—. En los viejos tiempos. Cuando los hombres no combatían con rifles, sino con espadas. Cuando podías ver la cara del hombre que matabas o que te mataba a ti. Cuando peleabas cuerpo a cuerpo y ganaba el mejor.
Shinzaemon tenía el ceño fruncido. Las mujeres lo escuchaban fascinadas.
—Todo ha terminado —dijo con aspereza—. No se trata sólo de que el norte haya perdido y el sur haya ganado. Los viejos tiempos han pasado para siempre. —Meneó la cabeza—. El honor, el deber, la ley de la espada, todo eso... ha terminado.
—Pero... ¿qué pasó? —pregunto Sachi.
Shinzaemon hablaba con tanto apasionamiento que la joven sintió miedo.
—El vigésimo primer día del noveno mes nos tenían acorralados. Llevábamos un mes sitiados y casi nos habíamos quedado sin alimentos y sin munición. Nos bombardearon todo el día. Nosotros contraatacamos, les causamos algunas bajas... Los veíamos caer. También murieron muchos de los nuestros. Aquello apestaba a cadáver; había demasiados muertos para enterrar. El final se acercaba y nos miraba a los ojos.
»Todos sabíamos qué pasaría a continuación. Habría un montón de broza en la ciudadela principal; rechazaríamos al enemigo hasta que nuestro señor se abriera el vientre. Entonces, los que todavía estuvieran vivos le prenderían fuego al castillo y explotaría el polvorín. Vivos o muertos, habíamos cumplido con nuestro deber. Y si moríamos, habríamos muerto con honor.
Taki había dejado su labor. Sachi todavía tenía el entrecejo fruncido, y contemplaba el fuego como si viera arder Wakamatsu.
—Esa noche, todos los que todavía nos teníamos en pie celebramos una fiesta. Encendimos hogueras, cantamos y bailamos. Queríamos despedirnos a lo grande. Toranosuké representó el Atsumori. Siempre ha sido muy buen bailarín.
Cautivada de nuevo por sus palabras, Sachi vio las caras iluminadas por las hogueras y las antorchas. Oyó las canciones, vio los comedidos pasos de las danzas Noh, el lento ondear de los abanicos. Todos los movimientos eran deliberados y perfectos, como había sido siempre a lo largo de los tiempos: los guerreros solazándose antes de la gran batalla final.
Así que Toranosuké, con su hermoso rostro y su noble porte, había representado el Atsumori, el cuento de un apuesto y joven guerrero que muere en la batalla. Después, su asesino encuentra una flauta de bambú junto a su cadáver y se da cuenta de que ése era el joven cuya música había llegado flotando desde el campamento enemigo la noche anterior. Era una obra conmovedora que expresaba la gloria, el romance y la exquisita tristeza de la muerte de un guerrero; una obra perfecta para un samurái que iba a luchar al día siguiente. Sachi se imaginó a Toranosuké, con el rostro inmóvil como una máscara de teatro Noh, moviendo su abanico mientras bailaba y recitaba con su grave voz:
Pero la noche del sexto día del segundo mes
mi padre Tsunemori nos reunió a todos.
«Mañana —dijo— libraremos nuestra última batalla.
Esta noche es lo único que nos queda.»
Cantamos canciones y bailamos.
Sachi miró a Taki. El semblante de su amiga no había cambiado, pero brillaba una débil luz en sus grandes ojos. Estaba murmurando los mismos versos.
Pero al mismo tiempo que Sachi se figuraba la escena, ésta empezaba a borrarse, como una pintura sobre oro en la que éste empezaba a deslustrarse. Después de haber visto los fastuosos rifles y las hileras de cadáveres, y de haber oído el rugido de los cañones; después de haber visto los grandes buques en el puerto de Edo, y de haber oído hablar de los monstruos de hierro, esa escena que Shinzaemon estaba describiendo no parecía más real que una obra de teatro. La era de los guerreros había sido gloriosa; pero él tenía razón: había terminado. En el nuevo mundo que estaba surgiendo no había sitio para los samuráis.
—Al día siguiente, todos esperábamos la orden. Sabíamos qué orden sería: «Sin rendición. A muerte.» —Shinzaemon agachó la cabeza—. Pero no fue ésa la orden que nos dieron. Fue... «Nos hemos rendido. Entregad las armas.»
Así que era eso lo que había pasado. Sus hombres, los guerreros norteños, se habían rendido. Como alfeñiques. Como mujeres. Como si les importara más su vida que el honor. Los guerreros norteños eran hombres que estaban dispuestos a morir por su país, su señor o su familia, sin pensar en ellos mismos. Sin su honor, era difícil saber por qué luchaban. Taki y Haru se removieron, incómodas.
—Mientras nosotros luchábamos y moríamos, el señor negociaba a nuestras espaldas. La guarnición entera tuvo que afeitarse la cabeza. —Shinzaemon hizo una mueca y se tiró del pelo—. Un criado salió con un estandarte con dos caracteres escritos: «Ko-fuku.» Rendición. Lo seguía el shogun; se había afeitado la cabeza y llevaba el traje de ceremonia. Ése era el hombre por el que nuestros camaradas habían dado la vida, el hombre por quien estábamos dispuestos a matar y a morir. Ni siquiera había tenido valor suficiente para quitarse la vida.
»Entonces nos dijeron que había que entregar el castillo. Teníamos que salir en fila y rendirnos. Había tantos muertos en el suelo que pisábamos los cadáveres de nuestros camaradas.
»Entonces fue cuando comprendí que no había servido para nada. Algunos soldados desenvainaron las espadas y se abrieron el vientre allí mismo. Los demás íbamos dando traspiés, como si no supiéramos dónde estábamos. Todos lanzaban las armas y salían por el portal principal. Toranosuké, Tatsuemon y yo nos miramos. "No puedo", dije. "Yo tampoco", dijo Toranosuké. Agarramos nuestras espadas y cogimos todos los rifles que encontramos. Entonces nos escabullimos por una puerta trasera. Conseguimos esquivar a los soldados sureños, aunque nos cruzamos con un par de patrullas y hubo un par de escaramuzas. Y llegamos al campo.
»Toranosuké y Tatsu querían ir a Sendai; querían llegar allí antes de que zarpara la flota de los Tokugawa. Estaban decididos a ir al norte y seguir luchando. Pero para mí todo había terminado. Ya no tenía nada por lo que luchar. Así que eché a andar.
Sachi quería ponerle una mano sobre el brazo para que Shinzaemon supiera que ella entendía lo avergonzado y traicionado que se sentía, pero se quedó quieta, contemplando el fuego. Porque Shinzaemon había sobrevivido, y ella se alegraba. Él había peleado sin tregua; había hecho cuanto había podido, y ella estaba orgullosa. Y ahora, en lugar de yacer pudriéndose en un campo del norte, estaba allí con ella. Había vuelto a su lado.
Shinzaemon miró a Sachi, a Taki y a Haru y sonrió, como si se hubiera librado de una pesada carga.
—Me tapé la cabeza hasta que volvió a crecerme el pelo —prosiguió—, y me hice pasar por monje budista. Volví por caminos secundarios y me perdí. Una noche acabé en un pueblo, en las estribaciones del monte Akagi. Parecía un pueblo fantasma. La gente estaba asustada. Nadie quería hablar conmigo. Me pareció reconocer el emblema del portal de una mansión que había en las afueras del pueblo, pero no lograba identificarlo. Al día siguiente llegué al río Toné, al mismo sitio por donde lo habíamos atravesado en primavera. Esta mañana, cuando te he oído hablar con tu padre, he pensado que podría ser el emblema de los Oguri. Quizá ese día, cuando lo vimos, Oguri huía de Edo y volvía a su casa.
Las mujeres guardaron silencio. El que por casualidad Shinzaemon hubiera visto el emblema de Oguri no parecía una pista muy valiosa.
A la mañana siguiente tomaron la ruta Nakasendo, que serpenteaba majestuosamente por la ciudad y discurría junto al largo muro de la extensa residencia de los señores Maeda. El monte Ueno se alzaba, oscuro y silencioso, a lo lejos.
Daisuké había decidido que viajarían en un convoy de palanquines hasta donde pudieran. Sachi se recostó en los cojines de su vehículo y se preparó para un largo viaje. Las paredes de madera crujían y traqueteaban. El palanquín se balanceó bruscamente al tomar una curva, y la joven se sujetó al cordón para no caerse. Se zarandeaba sin cesar mientras los palanquineros corrían, dando rítmicos y acompasados jadeos. Sachi oía el crujir de sus sandalias de paja golpeando el suelo de tierra, y sus gruñidos y maldiciones cuando remontaban una cuesta.
Pese a estar incómoda, Sachi se alegraba de volver a estar en marcha después de tantos meses escondida en la mansión, esperando a que terminara la guerra y preguntándose si terminaría algún día. Entonces el palanquín dejó de mecerse un momento; Sachi se inclinó hacia delante y separó las tablillas de la persiana de bambú. La ciudad volvía a la vida. Las casas volvían a alzarse sobre sus cenizas. Las tiendas volvían a abrir, y las calles estaban abarrotadas de gente.
Hacia la hora del caballo, cuando el sol alcanzaba el punto más alto en el cielo, llegaron al puesto de control de Itabashi. La última vez que Sachi había pasado por allí, el puesto estaba atestado de soldados. Ahora, al verlos llegar, los guardias les hicieron señas para que pasaran, y ni siquiera tuvieron que parar.
Habían salido de la ciudad, y avanzaban entre huertos de moreras. Las hojas, secas, susurraban en las ramas de los árboles. De vez en cuando olía a estiércol y a excrementos humanos, que los campesinos esparcían por los campos de arroz y por los huertos para abonarlos. A ratos adelantaban a otros transeúntes que iban más despacio. Sachi oía el chacoloteo de cascos o los pesados pasos de bueyes cargados de arroz, seda, despojos de pescado, sal o tabaco. Entonces los palanquineros aceleraban el paso y los sonidos y los olores iban extinguiéndose.
Sachi intentaba no pensar en lo que encontrarían más adelante. Se alegraba de que Daisuké y Shinzaemon estuvieran con ella, y también Edwards. Era un alivio dejar que ellos se encargaran de todo y tomaran las decisiones. Había empezado una nueva vida; ya no estaba sola.
El segundo día llegaron al río Toné. Los pies de los porteadores hicieron crujir la grava; bajaron el palanquín al suelo y Sachi se asomó y estiró las entumecidas piernas. Edwards ya había desmontado de su caballo y estaba junto a la puerta, ofreciéndole una mano para ayudarla a bajar. Sachi rió y le apartó la mano; se alisó las faldas, aliviada de volver a pisar suelo firme. Era agradable respirar el aire otoñal y oír el canto de los pájaros y el susurro del agua que acariciaba la orilla. Las últimas hojas caían flotando, las nubes surcaban el cielo y un par de garzas reales pasaron agitando sus blancas alas.
Shinzaemon ataba los caballos y daba instrucciones a los porteadores mientras Taki, Haru y Daisuké se apeaban de sus palanquines. Edwards también fue a ayudar a Taki y a Haru. Ésta fue la última en salir. Estaba pálida y demacrada.
Sachi volvió a recordar las palabras de Haru. Ella era la única que conocía a Mizuno. Parecía algo más que nerviosa; parecía asustada.
Oguri y Mizuno habían cruzado el río por aquel punto; Sachi es taba convencida de que se dirigían hacia las montañas. Pero luego habían desaparecido sin dejar rastro, como si se los hubiera tragado la tierra. Se estremeció y se ciñó los kimonos.
Al otro lado del río, la ruta Nakasendo serpenteaba por una pradera. A lo lejos, Sachi distinguió a personas y varias posadas; luego el camino desaparecía entre un grupo de tejados de paja. Detrás de las montañas, el cielo era del color de una antigua túnica añil, lavada muchas veces hasta quedar casi desteñida. En la orilla del río había campos de arroz. Había destrozados fajos de arroz, atados formando conos; el viento agitaba los desordenados tallos.
Shinzaemon miraba al otro lado del río con el ceño fruncido, como si rebuscara en su memoria. Sus espadas relucían en su costado, y Sachi vio que llevaba también una pistola metida en el cinturón. Shinzaemon se volvió y miró a Daisuké.
—Estaba allí —dijo—. Creo que ése era el pueblo de Oguri.
Daisuké asintió lentamente.
—He estado haciendo indagaciones —dijo—. La familia de Oguri es de esta región. Tienes razón: si encontramos su pueblo, quizá lo encontremos a él. Y quizá pueda decirnos dónde está Mizuno.
—Fue hace seis meses —intervino Taki—. Podríamos estar yendo en la dirección opuesta. Y Oguri y Mizuno estaban en el bando perdedor. Deben de haberse escondido.
—Es la única pista que tenemos —dijo Daisuké. Miró a Shinzaemon y añadió—: ¿Recuerdas cómo se llegaba a ese pueblo?
—No estaba en el Nakasendo. Tenemos que tomar ese sendero que penetra en el bosque —dijo señalando un estrecho camino.
El río fluía perezosamente, gris como el cielo. Un desvencijado transbordador zigzagueaba despacio hacia ellos. Subieron a bordo, dejando los palanquines y los caballos en el pueblo. El anciano barquero, con una chaqueta happi recogida alrededor de los muslos, se apoyó con todo el cuerpo en la vara y estuvo a punto de caer al agua cuando el transbordador se separó de la orilla.
Ya en el otro lado, echaron a andar por oscuros bosques de pinos de hojas oscuras y altísimos cedros. Las hojas de pino crujían bajo sus pies, y la débil luz del sol se filtraba entre las copas de los árboles, cubriendo el sendero de motitas.
Edwards iba en cabeza con Daisuké, hablando con su resonante voz y agitando sus grandes manos. Por lo visto hablaba de la estructura del nuevo gobierno y de cómo ganarse a la población de Edo. Al fin y al cabo, Edwards era un diplomático y un representante del país que había armado a los rebeldes, y Daisuké, un funcionario del nuevo gobierno formado por esos mismos rebeldes. No era de extrañar que tuvieran mucho de qué hablar. Con todo, Sachi sentía cierta aprensión. Se preguntaba si no sería la verdadera intención de Edwards impresionar a su padre; quizá pretendiera pedir su mano. Sería algo inaudito que su padre aceptara a un extranjero como hijo adoptivo; sin embargo, era un hombre muy moderno, y quizá quisiera establecer una alianza con los ingleses.