—En el del emperador, por supuesto —se apresuró a responder el joven—. Pero también apoyo al shogun.
—Están pidiendo a gritos la cabeza del señor Yoshinobu —dijo el otro con brusquedad—. Ya lo sabes. Los señores del sur dicen que es un traidor y que habría que ordenarle que se abriera el vientre. Será mejor que tengas cuidado con lo que dices. Lo más seguro es no tener opiniones.
Sachi sintió un intenso escalofrío, como si le hubieran clavado un cuchillo de hielo en el corazón. Si planeaban ejecutar al señor Yoshinobu, también querrían exterminar a toda su familia y a todo aquel que tuviera algún vínculo con él. ¿Qué iba a ser de la princesa y de las tres mil mujeres del castillo? Eran todas servidoras y, en la práctica, parientas del shogun. ¿Y qué sería de ella? Como concubina del predecesor del señor Yoshinobu, oficialmente era la suegra del shogun, aunque no lo hubiera conocido.
Por fortuna, sólo Taki sabía quién era Sachi. Los hombres sólo sabían que era una cortesana y una doble de la princesa. Era más importante que nunca que guardara bien su secreto.
A última hora de la tarde, el pequeño grupo subió con trabajo a lo alto de otro puerto de montaña. Una vez allí, se detuvieron, jadeando y secándose el sudor de la frente. Ante ellos se alzaba una cordillera que se extendía hasta el horizonte, cada vez más pálida, hasta desdibujarse por completo.
Sachi había visto brillar algo allá abajo. Escudriñando entre los árboles, no dejaba de mirar hacia allí. Era un río que serpenteaba por el valle, entre riscos irregulares y grises. ¿Sería... el Kiso?
—Taki, Yu-chan —dijo—. ¡Mirad!
Llevaba tanto tiempo lejos del valle que había empezado a preguntarse si todo aquello existía de verdad o si sólo se lo había imaginado. Se quedó de pie escuchando, tratando de distinguir el sonido del río que bajaba por las montañas, cargado de nieve derretida. Casi notaba el agua en la piel. Imaginó que nadaba en aquellas frías aguas con el joven Genzaburo, el cabecilla de sus aventuras, y con la pequeña y feúcha Mitsu. Éste había ido a luchar, y aquélla ya era madre; no los encontraría en la aldea cuando llegara allí.
Pero había algo más. Del valle que acababan de dejar atrás ascendía, flotando, claro como las campanadas en el aire de la montaña, un ruido parecido a truenos lejanos. Cada vez se oía más fuerte. Le recordó el sonido de las procesiones de los daimios al acercarse a la aldea: el retumbar de muchos pies desfilando. También se oía otro sonido, un rugido discordante, parecido al de un bosque lleno de animales aullando; eran voces, voces de hombre. Si eso que gritaban era una canción, no se parecía a ninguna que Sachi hubiera oído hasta entonces.
En aquel momento los vio. El valle estaba lleno de hombres, a lo largo y a lo ancho. Había hombres desfilando desde la orilla del río hasta el bosque que bordeaba el camino. Sachi nunca había visto a tantos juntos, ni siquiera cuando la espectacular comitiva de la princesa había pasado por su aldea. Avanzaban en enjambre, implacables como una invasión de cucarachas o un gran maremoto, barriendo el valle.
Soldados. Sureños. Hasta vio caballos que arrastraban cañones.
—Escondámonos en el bosque —susurró Toranosuké—. Llegarán aquí en nada. Será mejor que los dejemos pasar. Son unos brutos. No perdonan ni a mujeres ni a niños.
Otros viajeros ya se estaban escondiendo entre los árboles. En un momento, el camino quedó desierto. Sachi, Taki, Yuki y los tres hombres se metieron entre la maleza, tropezando con piedras y rocas y hundiéndose en la nieve hasta que se alejaron lo suficiente del camino. Entonces se agacharon y se pusieron a esperar. El retumbar de los pasos de los soldados y sus cantos dejaron de oírse un rato, cuando llegaron al prado de la montaña, y luego se intensificaron de nuevo hasta que el suelo empezó a temblar.
El ruido de pasos y el golpeteo de cascos, los relinchos de los caballos y el retumbar de las ruedas de los cañones duraron horas. De vez en cuando vislumbraban, entre los árboles, algún estandarte o algún banderín agitado por la brisa. Un enorme tambor marcaba un ritmo atronador. La canción que entonaban los soldados tenía un timbre feroz que no se parecía en nada a las plañideras melodías que las mujeres tocaban con sus shamisen y sus koto, ni con las bulliciosas cancioncillas al son de las que bailaban los juerguistas en las fiestas. Al cabo de un rato, Sachi empezó a distinguir lo que decían:
Miya-sama, miya-sama...
Majestad, majestad, ante vuestro augusto caballo,
¿qué es eso que ondea con tanto orgullo?
Toko ton'yare, ton'yare na!
¿No veis los estandartes de brocado
ordenando el castigo para los enemigos de la corte?
Toko ton'yare, ton'yare na!
«El castigo para los enemigos de la corte...» ¿Cómo se atrevían a proferir esa amenaza? Allí estaban Taki y ella, miembros de la verdadera corte, obligadas a esconderse entre los arbustos mientras esos salvajes sureños avanzaban con el paso triunfante de los conquistadores, proclamándose los amos. Era una humillación intolerable.
Shinzaemon temblaba de rabia y de odio.
—Basta —murmuró por lo bajo. Había tanto ruido que nadie podía haberlo oído—. Nos estamos volviendo cobardes como mujeres. Dejad que les plante cara a esos sureños. Voy a cortarles el cuello.
—No seas estúpido, Shin —le susurró Toranosuké—. ¿Quieres morir en el camino, como un perro? Tenemos batallas más importantes que librar. Reserva tu muerte para Edo.
El sol se estaba poniendo, y las nubes se habían teñido del color de la sangre antes de que el camino quedara despejado y silencioso. Uno a uno, empezaron a salir viajeros de entre los árboles. Estaban hambrientos y sucios, cubiertos de arañazos y entumecidos después de tanto rato agachados e inmóviles. Sin embargo, sabían que aquello debía de ser sólo la vanguardia. Pronto llegarían más soldados.
En el puesto de control de Shinchaya les dijeron que al día siguiente llegaría otro destacamento. El pequeño grupo pasó deprisa, manteniendo las cabezas agachadas y mirando al suelo. La calzada estaba pisoteada y llena de roderas, y las losas, rotas y levantadas. Algunas posadas tenían las puertas destrozadas. No había comida. Los soldados se lo habían llevado todo. Al final encontraron una donde todavía quedaba un poco de té, y lo bebieron agradecidos.
Al día siguiente se pusieron en marcha mucho antes del amanecer. Querían recorrer todos los ri que pudieran antes de que llegara la siguiente división de soldados. Las mujeres iban delante, seguidas de los porteadores con los baúles. Los hombres cerraban el grupo, para que cualquiera que encontraran creyera que eran los criados.
Estaban en un tramo desierto del camino, en medio del bosque, cuando vieron a una hilera de hombres que ocupaba la calzada. Salieron más de entre los árboles, haciendo crujir las ramas y el suelo con sus sandalias de paja. Debían de ser veinte o treinta; llevaban unos uniformes mugrientos, tenían el cabello crespo y enmarañado y la cara ancha y plana. Algunos iban provistos de espadas, y otros, de rifles. Otros blandían bastones y garrotes.
«¡Sureños! —pensó Sachi—. ¡Ronin!»
El miedo le comprimía el estómago y enviaba escalofríos por su espalda. El corazón le latía con violencia, y respiraba con dificultad. Buscó la daga que llevaba escondida en la faja y se tapó la cara con el pañuelo. Sabía que Shinzaemon y Toranosuké, y quizá también el joven Tatsuemon, eran expertos espadachines. Había visto la facilidad con que la habían rescatado cuando iba en el palanquín imperial. Pero esa vez sólo contaban con sus espadas cortas, y los superaban mucho en número.
Los sureños cerraron filas hasta bloquear por completo el camino. Uno avanzó hacia Sachi con una sonrisa lasciva en los labios, exhibiendo una boca de dientes torcidos. Emanaba un extraño olor a cuero. Sachi retrocedió sin apartar la vista de él, asqueada. El hombre estaba tan cerca de ella que Sachi veía sus ojos, pequeños y muy juntos, los ásperos pelos de su bigote y los negros agujeros de su chata nariz. El hombre dijo algo con un acento tan cerrado que ella no entendió ni una sola palabra.
Se le acercó un poco más. Hacía mucho ruido al respirar. Otros cinco o seis hombres la rodearon amenazadoramente. Sachi cerró la mano alrededor del puño de la daga. Nunca había tenido que usar un arma de verdad. Sólo había peleado contra mujeres, y con bastones de entrenamiento. Intentó concentrarse y recordar lo que le habían enseñado; pero oía latir su sangre tan fuerte en los oídos que apenas podía pensar.
El hombre le agarró un brazo. Sachi notó sus dedos apretándola como un torno. Sin pensar en lo que hacía, sacó la daga de la faja y se la clavó en el pecho con todas sus fuerzas. Esperaba encontrar alguna resistencia, pero la hoja de la daga entró con la misma facilidad con que un cuchillo cortaba el tofu. Cuando la retiró, un chorro de sangre caliente le manchó el kimono. El hombre le soltó el brazo y abrió la boca. La miró con fijeza, con expresión de sorpresa. Tenía una espuma sanguinolenta en las comisuras de los labios, y se le pusieron los ojos vidriosos. Hizo un ruido parecido a un suspiro y se tambaleó hacia atrás. Se le doblaron las rodillas y cayó al suelo.
Sachi jadeaba. Todo había pasado muy deprisa. Miró alrededor. Ya no sentía pánico, sino una serenidad absoluta; estaba tranquila, dispuesta a todo. Los otros soldados se le acercaban.
De pronto, Shinzaemon apareció a su lado. Se oyó un silbido, y Shinzaemon derribó a dos de los sureños con un solo golpe de espada. Se volvió y miró a Sachi como si quisiera asegurarse de que estaba ilesa. Le centelleaban los ojos.
Shinzaemon se había quitado la manga derecha del kimono para liberar el brazo con que manejaba la espada. Tenía un tatuaje, un dibujo de una flor de cerezo, que le cubría el hombro y el antebrazo. A Sachi le llamó la atención. Los porteadores, los palanquineros y los bandidos llevaban tatuajes, pero... ¿un samurái? Sin embargo, no había tiempo para esas cosas. Toranosuké y Tatsuemon también se habían quitado la parte de arriba de los kimonos y estaban desnudos hasta la cintura. Se colocaron alrededor de las mujeres para protegerlas, sosteniendo las espadas en alto con ambas manos, exhibiendo unos poderosos músculos.
Taki entrecerró los ojos. Había sacado su daga. Yuki miró a Sachi con serenidad. También ella empuñaba una daga. Tenía los grandes ojos muy abiertos.
Los soldados rugieron todos a la vez, como una manada de bestias salvajes, y se abalanzaron sobre el grupo. Shinzaemon se lanzó hacia ellos atacándolos con su espada corta. La blandía a una velocidad vertiginosa, de modo que los soldados no podían reaccionar con sus armas, más largas y difíciles de manejar. Se oyó un fuerte sonido metálico y un roce de metal contra metal cuando paró un golpe; entonces atrapó a su atacante por la muñeca y le golpeó con la espada en el cuello. La cabeza salió despedida, y el cuerpo se derrumbó. Una espada descendió detrás de él. Shinzaemon giró sobre sí mismo, paró el golpe con su espada y, con un ágil movimiento, degolló al soldado. Los tres hombres esquivaban un golpe tras otro, golpeaban, clavaban y cortaban. El ruido que hacían era ensordecedor. Las hojas de las espadas despedían unos deslumbrantes chispazos. Uno de los soldados se tambaleó hacia atrás; le faltaba medio mentón, le colgaba la lengua y sangraba a raudales. Otro tenía un brazo colgando, con los tendones cortados. Los soldados sureños heridos daban gritos y aullidos de dolor.
Uno de los soldados apuntó con su rifle. Sachi no podía lanzar la daga, porque se habría quedado desarmada. Se quitó una horquilla de hierro y, al mismo tiempo que el cabello caía sobre su cara, apuntó y la lanzó. La horquilla describió un arco. Sachi sintió una oleada de satisfacción cuando el soldado soltó su rifle y se tambaleó hacia atrás, llevándose las manos a la cara; la sangre se filtraba entre sus dedos.
Otro soldado echó a correr hacia ella, produciendo una corriente de aire, con la espada en alto. Sachi giró sobre sí misma, paró el golpe con la daga y se la clavó en el cuello a su agresor.
El camino estaba cubierto de sangre; había cuerpos despedazados y desgarrados por el suelo, y miembros seccionados. El resto de los sureños dieron media vuelta y huyeron. Toranosuké levantó su espada y la blandió, golpeando a uno de los soldados en la espalda. Éste vaciló un instante; luego se derrumbó hacia delante produciendo un ruido sordo. Los tres ronin corrieron tras ellos, gritando, abalanzándose sobre los más lentos y acuchillándolos. Les arrebataron las espadas y los rifles. Cuando Toranosuké arrancó su espada de la espalda del soldado caído, la sangre salió a borbotones, como una fuente negra. Los tres ronin se pasearon entre los caídos, cortándoles la cabeza a los cuerpos que todavía se movían.
—El ejército sureño no tardará en llegar —masculló Shinzaemon—. No podemos dejar a ninguno con vida, o nos delatarían.
Rodaban cabezas por todas partes. Había un olor nauseabundo, un hedor a carne, a sangre, a sudor y a excrementos humanos: un olor a matanza.
Otros viajeros que se habían escondido detrás de los árboles contemplaban la escena, horrorizados.
—¡Imbéciles! —gritó uno—. Ahora estamos perdidos.
—¿Quieres que te gobiernen esos canallas sureños? —preguntó otro—. ¡Estamos con vosotros! —le gritó a los ronin.
Sachi limpió su daga con el ensangrentado kimono. Le temblaban las manos. Taki encontró un haori limpio en un fardo y la ayudó a ponérselo. Los tres hombres estaban limpiando sus espadas y poniéndose bien los kimonos. Mientras se limpiaba la cara e intentaba arreglarse el cabello, Sachi notó que Shinzaemon la miraba.
—¡He matado a uno, tío Shin! —gritó Yuki—. Le he clavado la daga en el estómago.
—Bien hecho. Has vengado a tu padre —dijo Shinzaemon.
—Todavía no he terminado —repuso Yuki.
—Así que ésos son los sureños —dijo Sachi—. Son una chusma.
—Son vulgares campesinos —replicó Shinzaemon componiendo una mueca de desdén—. Están muy mal entrenados. Unos matones; muy violentos, sí, pero no saben manejar la espada. Espera a que llegue el verdadero ejército; entonces sí nos vamos a divertir.
Su voz se suavizó cuando dijo:
—Eres una guerrera.
Sachi notó que se sonrojaba de orgullo.
—Nunca había matado a nadie —dijo—. No sabía que algún día tendría que hacerlo.
Había demostrado —y se había demostrado a sí misma— que podía usar cualquier arma que tuviera a mano con la habilidad y la serenidad de una samurái. Miró alrededor y contempló el escenario de la carnicería. La primera vez que había visto cadáveres esparcidos por el suelo había sido cuando Taki había abierto la puerta de su palanquín, el día que conoció a los tres ronin. Esa vez estaba horrorizada y asqueada. Pero ya no sentía más que cansancio y una serena satisfacción. Al fin y al cabo, aquellos hombres eran enemigos. Miró a Taki, que estaba alisándose el cabello como si no hubiera pasado nada fuera de lo normal.