La última concubina (32 page)

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Authors: Lesley Downer

Tags: #Drama, Histórico, Aventura

Más tarde volvió Otama.

—Esos oficiales... —suspiró—. Piden sake, más sake, comida, más comida. Y ¿nos pagan? No. Pero ¿qué podemos hacer? Pero bueno, ahora ya roncan.

Miró alrededor inquisitivamente. Sachi y Taki habían hecho todo lo posible para poner orden, pero había agujeros en las puertas del armario y el techo estaba hecho jirones. Otama sacudió la cabeza cansinamente y frunció los labios.

—¿Y vuestro amigo?

Sachi miró hacia arriba.

Otama fue a la cocina, levantó la trampilla del suelo y sacó un cuenco de granos de alforfón.

—Esto es lo único que me queda —dijo.

Puso leña bajo un cazo enorme, coció el alforfón y preparó con él unas gachas marrones. Sirvió un poco en un par de cuencos, cortó un rábano en conserva, puso unos trozos en dos platos y los colocó en una bandeja con dos pares de palillos. Se enderezó lentamente, con una mano en la espalda.

Sachi la miraba, intrigada. Entendía lo de los dos cuencos, porque Shinzaemon podía estar muy hambriento. Pero ¿dos pares de palillos? Otama le sonrió con dulzura, pero no dijo nada.

—Dámelo a mí —dijo Sachi.

Cogió la bandeja y una lámpara y fue hacia el fondo de la oscura casa. Puso la escalerilla en su sitio, dio unos golpecitos en la trampilla del techo y, con cuidado, la levantó un poco.

—¡Shin-kun! —llamó.

Abrió del todo la trampilla. Sosteniendo la lámpara sobre su cabeza, subió unos peldaños más y se asomó al desván.

En aquella enorme estancia, abarrotada de trastos y con las paredes inclinadas, distinguió la parte inferior de las tejas del tejado, pulcramente superpuestas unas a otras. Cuando era pequeña jugaba al escondite allí. La luz de la lámpara alumbraba herramientas de trabajo rotas, montones de cuerda y cajas viejas, y proyectaba alargadas sombras. Hacía un frío glacial. Levantó un poco más la lámpara.

Shinzaemon estaba sentado con las piernas cruzadas en medio del polvoriento suelo, envuelto en una colcha. A su lado había una espada fuera de la vaina. Sachi contuvo las lágrimas cuando lo vio mirándola. Tenía la cara negra de polvo y mugre.

—Estás ileso —dijo ella con voz ronca—. ¡He pasado tanto miedo!

—He oído a esos sureños irrumpiendo ahí abajo —dijo él—. Lo has hecho muy bien. Si hubieras gritado, habría salido de aquí y les habría cortado la cabeza a todos.

—Me alegro de que no lo hayas hecho. Si hubieran descubierto quién eres, nos habrían matado a todos. No sabía que tu tatuaje y tú fuerais tan famosos.

Se oyó un ruido, un débil susurro. Otros dientes brillaron en la oscuridad. Había alguien más en el desván, acuclillado junto a Shinzaemon: un joven alto, delgado y desgarbado. Sachi lo miró y dio un grito ahogado. Era más alto y más musculoso que la última vez que lo había visto, y le habían crecido unos pelos negros y duros en el bigote, pero era fácil reconocer la sonrisa pícara y el cabello hirsuto y desgreñado. Sachi casi lo vio trepando sin miedo por una rama poco firme o nadando como un pez en el río.

—¡Genzaburo! —exclamó—. ¡Gen! ¿Qué haces aquí?

—Reconocería esa piel tan blanca en cualquier sitio —dijo él.

Todavía tenía una voz aguda e infantil. Sonrió a Sachi como un duendecillo travieso.

—Bueno, no me sorprende lo más mínimo —replicó Sachi sacudiendo la cabeza, encantada—. ¿Qué demonios has hecho todo este tiempo?

—Sobrevivir —contestó Genzaburo—. Aquí arriba hemos estado muy distraídos. Aparecían hojas de lanza por todas partes. Era como estar en medio de una carga con bayonetas. Las hemos sorteado como hemos podido, hasta que hemos encontrado un par de vigas y nos hemos subido a ellas. Shinzaemon quería bajar y cargárselos a todos. He tenido que sujetarlo.

Shinzaemon miraba a Sachi.

—¿Esperas que me quede aquí arriba y te deje encargarte tú sola de esos brutos? —gruñó.

Bajo la luz de la lámpara, los dos jóvenes podrían haber sido tomados por hermanos. Parecía mentira que hubiera hecho falta todo un escuadrón de soldados sureños para hacerlos salir de allí.

Más tarde, después de reparar los daños lo mejor que pudieron, y cuando ya habían puesto los futones en el suelo, Otama le susurró a Sachi:

—He oído a esos sureños hablando de no sé qué bandido. ¿Se referían a tu amigo?

—Sólo son exageraciones. Mi amigo vino con nosotras para protegernos.

—No hace falta que me des explicaciones. Eres nuestra Sa. Eso es lo único que necesitamos saber. Y ese Genzaburo... —añadió componiendo una sonrisa—. Lleva tiempo recorriendo el bosque, enfrentándose él solo a los sureños. No sé a cuántos ha matado ya. Pero... tenemos que proteger a los nuestros.

Sachi miró a su madre. El pelo se le había quedado fino y escaso; tenía los nudillos hinchados y la cara arrugada, pero irradiaba serenidad, bondad y fortaleza. A Sachi la enfurecía pensar que, después de tantos años de duro trabajo, su madre tuviera que aguantar a aquellos burdos sureños que iban pavoneándose y destrozando todo lo que Otama había construido con tanto sufrimiento.

—Entonces, ¿esos oficiales sureños utilizan nuestra posada?

—No podemos negarnos. Notificaron a tu padre que vendrían. Nos ordenaron preparar camas y comida. La casa se estaba cayendo. Habíamos dejado de utilizarla como posada, porque ya no pasaban procesiones por la aldea. ¿Cuándo fue eso? ¿Hace cuatro años? ¿Cinco? Ya no venía nadie a hospedarse aquí. Los viajeros corrientes no podían permitírselo. De pronto teníamos veinte habitaciones que mantener y ningún huésped. He barrido y limpiado mucho, pero la posada está muy abandonada.

»¿Recuerdas cómo frotábamos el tatami juntas y cómo poníamos flores en los jarrones cuando iban a venir los señores? A ti se te daba muy bien lo de arreglar las flores, Sa. Y te gustaba hacerlo. ¿Y te acuerdas de padre aquí sentado, charlando con los señores? Eran tan nobles, tan circunspectos. Pasaban por nuestra aldea el mismo día, todos los años, sin falta. Sabían exactamente cuántos hombres traerían, cuánta comida necesitarían, cuántas camas. Estaba todo preparado, todo organizado y planeado. Y nos pagaban por ello, lo suficiente para ir tirando...

Hubo un largo silencio. Al final, Otama dijo:

—Hemos pasado hambre, Sa. Las cosechas han sido pésimas todos los años desde que te fuiste.

Hubo otro silencio. Sachi tenía la impresión de que Otama estaba callando algo.

Más tarde, esa noche, se abrió la puerta y apareció un hombre. Se tumbó en el tatami junto a los demás. Sachi sabía que era su padre, pero era demasiado tarde para hablar. Por la mañana, cuando la joven despertó, su padre se había marchado con Shinzaemon y Genzaburo.

A la luz del día, Sachi comprobó que los sureños habían dejado la aldea destrozada. Había antorchas consumidas por la calle. Los terraplenes de las alcantarillas no habían soportado el paso de tantos hombres y caballos, y se habían derrumbado. El suelo era una ciénaga de nieve pisoteada y sucia, y carros que arrastraban los cañones habían dejado profundas roderas. Los niños barrían los excrementos de caballo y las sandalias y las herraduras de paja.

Sachi fue a ayudar a su madre a poner orden. Vigilaba constantemente por si aparecía el soldado de la cara picada de viruelas. De pie bajo el sol matutino, no pudo evitar fijarse en lo abandonada y lúgubre que estaba la aldea. Era más pobre y más pequeña de como ella la recordaba. La aldea entera habría cabido dentro de la residencia de los Sato en Kano, y la ciudad de Kano entera habría cabido, a su vez, dentro de las murallas del castillo de Edo.

El castillo de Edo. Sachi sintió una oleada de nostalgia. De pronto comprendió que ya no pertenecía a la aldea. Ya no era la niña inocente que jugaba alegremente, para la que la aldea era el mundo. Dio un suspiro y se obligó a regresar al presente, y siguió arreglando el camino con el resto de aldeanos.

Todos hablaban mientras trabajaban. Por lo visto habían violado a la hija de un vigilante del lugar que había ido a lavar al arroyo. Un soldado sureño no había podido resistirse a la belleza de la joven. Lo habían apresado y lo habían ejecutado. Los lugareños llevaron su cabeza en un cubo. Iban a clavarla en una estaca de bambú y la exhibirían a las puertas de la aldea durante tres días, junto con un letrero donde se describirían el delito y el castigo. Era un castigo extremadamente severo para algo que, normalmente, ni siquiera se consideraba un delito. Al fin y al cabo, la víctima sólo era una mujer, una campesina. Sin duda la idea era demostrar a los aldeanos que bajo el nuevo régimen iban a estar protegidos.

Sachi sintió cierta satisfacción, mezclada con tristeza. Quizá fuera el soldado de la cara marcada.

Ya se había extendido la noticia de su regreso. Muchos aldeanos fueron a saludarla y a ver de cerca a esa niña que había desaparecido hacía más de seis años y que había regresado convertida en una gran dama.

—¿Cómo estás, Sa? ¿Te acuerdas de mí? —Era una mujer con una boca desproporcionadamente grande para su cara, llena de dientes torcidos. Llevaba un bebé atado a la espalda y un par de críos colgando de su andrajosa y remendada ropa—. ¡Soy yo, Shigé!

La hermosa y alegre Shigé, esposa del hermano de Genzaburo. En otros tiempos había sido la reina de la aldea. Ahora tenía el rostro carnoso, las mejillas curtidas por el sol, la frente arrugada, y ya se le estaba empezando a encorvar la espalda. ¿Cómo podía haber envejecido tanto y tan deprisa?

Kumé, la esposa tullida del hijo del fabricante de zuecos, se le acercó cojeando. Ella también se había convertido en una anciana. Sólo Omán, la joven de la posada contigua a la de Sachi, conservaba algo de su belleza juvenil. Todavía tenía el rostro suave y redondeado, pero ella también parecía cansada. Tenía las manos hinchadas y agrietadas, y las mejillas cubiertas de venas rojas.

Sachi las miró a todas; ellas sonreían y reían. No hacía falta que dijeran nada. Sachi sabía muy bien qué clase de vida habían llevado en esos seis años desde que ella las viera por última vez. Habían tenido un hijo todos los años. Algunos habían muerto; a los demás los habían criado. Habían atendido a los huéspedes de sus posadas; habían cocinado, limpiado, llevado agua del pozo, lavado ropa en el río, atendido sus huertos. ¿Y ella? ¿Qué había hecho ella? Esas mujeres no podían ni imaginárselo.

—¡Qué joven estás! —exclamó Shigé—. ¡Pareces la princesa de un cuento de hadas!

—Cuando pasaba gente por la aldea, siempre preguntábamos cómo iban las cosas en Edo. Queríamos asegurarnos de que estabas bien —dijo Omán—. Estábamos preocupadas por ti, porque nos llegaban malas noticias de allí. Pero aquí también hemos tenido problemas.

No le preguntaron nada más de lo que había hecho ni lo que había sido. Quizá ellas también temieran asomarse al profundo abismo que las separaba. Sachi pensó en Urashima, el joven y atractivo pescador del cuento de hadas, que se enamoró de la hija del rey dragón. Había desperdiciado tres años en su palacio bajo el mar, bailando, dándose festines y haciendo el amor. Cuando volvió a su aldea, todo había cambiado. Al final encontró a una anciana que recordaba haber oído hablar, cuando era pequeña, de un hombre que había desaparecido en el mar. No habían pasado tres años, sino trescientos.

Sachi había estado fuera demasiado tiempo. Habían pasado demasiadas cosas en las vidas de todos. Se habían distanciado tanto que ya no podían salvar la brecha que los separaba. Siempre había deseado volver, como Urashima, pero ya era demasiado tarde. La aldea había sido como un ancla para ella, el sitio que siempre podría llamar su hogar. Pero ya no era el sitio que ella recordaba. Sachi era Urashima.

La historia terminaba mal. La hija del rey dragón le había dado a Urashima una caja y le había advertido que no debía abrirla bajo ningún concepto, pasara lo que pasase. Sentado en la playa, desconsolado, él pensó que ese regalo era lo único que le quedaba, y decidió abrirla. Una voluta de humo salió formando una espiral. Eran aquellos trescientos años. Se le puso el pelo blanco, y su cuerpo se desmenuzó. En sólo unos instantes, no quedaba de él más que un montoncito de polvo.

III

Cuando Sachi regresó a la casa, su padre, Jiroemon, estaba sentado con las piernas cruzadas junto al fuego. Shinzaemon y Genzaburo estaban con él. De sus pequeñas pipas de boquilla larga salían volutas de humo. Se miraban unos a otros con gravedad por encima de las brasas.

—Conque lo han declarado traidor, ¿no? —dijo Jiroemon—. No tardarán mucho en pedir su cabeza.

—Ya lo han hecho —gruñó Shinzaemon. Sachi se quedó en el umbral. Debían de estar hablando del shogun retirado, el señor Yoshinobu. Se quedó inmóvil, escuchando la grave voz de Shinzaemon. Le encantaba cómo hablaba cuando creía que no había mujeres cerca, el burdo lenguaje de hombres que empleaba, la aspereza con que pronunciaba las sílabas—. Tienen ejércitos en las tres rutas principales, cerniéndose sobre Edo —iba diciendo—. A medida que avanzan, van apoderándose de los dominios que encuentran. Todos los señores se están pronunciando a favor del sur. Temen que si no lo hacen los declararán traidores.

Al ver a Sachi, interrumpieron su conversación.

—He vuelto —se limitó a decir.

Taki estaba arrodillada y en silencio en un rincón alejado de la habitación. Otama le había dado una labor para que cosiera, porque la joven había dicho que sólo se sentía cómoda con una aguja en las manos.

Esa mañana, cuando se hubieron marchado los últimos soldados, Taki había ido a sentarse en la posada. Decía que se sentía más cómoda en esas grandes habitaciones con su tatami con reborde dorado, por muy viejo y gastado que estuviera. También había ido a visitar el jardín. Pero no quería salir y mezclarse con los aldeanos. Sachi lo entendía. Taki era una cortesana, y estaba acostumbrada a vivir recluida en oscuros interiores.

Taki se deslizó hacia delante y, sin decir nada, se unió al grupo. Preparó una tetera y le sirvió una taza a cada uno. Luego se sentó.

Jiroemon hizo una reverencia, como si lo desconcertara que una cortesana le preparara el té. Entonces miró a Sachi y dijo:

—Me alegro de verte, hija mía. Mi pequeña princesa.

Removió las brasas y puso otro taco de tabaco en el pequeño cuenco de su pipa. Al menos él no había cambiado. Estaba algo más viejo, más rígido, más lento. Su mata de pelo, recogida en una cola de caballo, tenía mechones de canas. Pero seguía siendo el padre alto y digno de confianza que ella recordaba, y su voz seguía siendo grave y tranquilizadora, como antaño. Sachi miró su enorme mano, las uñas ennegrecidas y partidas, y recordó lo segura que se sentía de pequeña cuando él la cogía en brazos.

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