La última concubina (52 page)

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Authors: Lesley Downer

Tags: #Drama, Histórico, Aventura

—Fueron los cañones —respondió Sachi—. Se oían en toda la ciudad. Parecían truenos. No podía quedarme de brazos cruzados. Allí arriba había mucha gente, muchas mujeres, mirando si había alguien vivo que necesitara ayuda.

Fue lo único que se le ocurrió decir para no preguntar «¿Y Shinzaemon? ¿Dónde está? ¿Qué ha sido de él?». Tuvo que apretar los dientes para no dejar escapar esas palabras.

Tatsuemon volvió a quedarse callado.

—Edwards-dono me dijo —murmuró al cabo de un rato— que los sureños tomaron la colina y destruyeron los templos. —Se quedó con la mirada perdida, como si contemplara un espectáculo doloroso—. Esos sureños son unos cobardes —dijo de pronto—. No pelean cara a cara, como los hombres. Se esconden detrás de sus cañones. Nos bombardearon durante toda la mañana desde el otro lado del valle. Ni siquiera podíamos verlos. El ruido era terrible. Y el ruido de los proyectiles surcando el aire... parecía el rugido de un fantasma. No sabías dónde iban a caer. Los proyectiles se estrellaban contra el suelo y explotaban, abriendo inmensos cráteres, lanzando barro y tierra y carne humana, la carne de los desdichados que estaban allí. Brazos, manos, pies, piernas, vísceras, trozos de hueso saltaban por los aires. Hombres hechos pedazos. Ésa no es forma de morir. ¿Cómo se puede combatir a un enemigo que lucha así?

»El humo... me asfixiaba. Y el hedor, el hedor a sangre, a sesos y a entrañas. En Kioto no me importaba tener que matar. Eran mis enemigos. Estaba orgulloso. Pero aquí era a nuestros hombres a quienes veía morir.

»Estábamos refugiados en los árboles, tratando de apartarnos, tratando de no pisar a los muertos y a los moribundos. Y los gritos de esos hombres. Siempre confías en que cuando te llegue la hora morirás como un samurái, en silencio. Pero no todos morían así.

»Llovía —continuó—. Estábamos calados hasta los huesos. Corríamos en una dirección y luego en otra, resbalando, intentando esquivar los proyectiles.

Su voz se fue apagando. Sachi vio que volvía a tener la frente cubierta de sudor.

—Por la tarde cesaron los bombardeos. Bajamos a la Puerta Negra.

—¿Tú y...? —dijo Taki con un hilo de voz.

Todos estaban pendientes de las palabras de Tatsuemon.

—Tora, Shinzaemon y yo. Conseguimos llegar los tres. Y Gen. Genzaburo, un amigo al que habíamos conocido en Kioto. Shin había vuelto a verlo en el valle del Kiso.

—Lo sé —susurró Sachi.

—Los hombres que estaban en la Puerta Negra necesitaban refuerzos. Los sureños también tenían cañones allí. Estaban decididos a matarnos a todos. Nosotros no parábamos de disparar; nos agachábamos para cargar nuestros rifles, nos levantábamos y disparábamos, como nos habían enseñado a hacer. Al menos podíamos verlos, con sus uniformes negros, y a los de Tosa con sus pelucas rojas. Al menos no teníamos que pelear con un enemigo invisible. El ruido de mi rifle me había dejado sordo; notaba el sabor de la pólvora en la boca.

Apretó los párpados y frunció la frente.

—Defender la Puerta Negra, ésa era la orden. Estábamos los cuatro juntos. Cuando traspasaron nuestras filas, nos agachamos detrás de unas rocas y empezamos a liquidarlos uno a uno.

—¿Con las espadas? —preguntó Taki.

Miraba a Tatsuemon con ojos centelleantes, como si le hubiera gustado estar allí, peleando a su lado; como si al verlo allí se acordara del camino y sintiera una ráfaga de aire fresco después de pasar tanto tiempo recluida en la mansión.

—Teníamos rifles, rifles franceses. Nos habíamos entrenado mucho: practicábamos puntería y aprendíamos a cargar y disparar deprisa. Tora lo hacía muy bien. Nunca fallaba. Cuando un soldado enemigo cargaba contra él, Tora le disparaba en la cara. Shin chillaba como un enloquecido, disparando y clavando su bayoneta. La mitad de los sureños huyeron al verlo. Le vi matar a diez hombres. No, a veinte. Habríais estado orgullosa de él.

Tenía la mirada extraviada. Sachi sonrió. Se imaginó a Shinzaemon peleando con arrojo, sin una pizca de miedo.

—Gen también era un terror. Mató a muchos enemigos. Sí, sabíamos usar nuestras armas. Pero teníamos que parar para cargarlas. El enemigo tenía rifles que nunca paraban de disparar. Era como una lluvia de balas. Entonces cargaron contra nosotros; eran una horda. Cada vez que matábamos a uno aparecía otro. No paraban de llegar más hombres. Nos obligaron a subir más y más por la colina. Por el camino perdimos de vista a Gen. No sé qué fue de él.

Sachi se quedó callada. No se sentía capaz de decirle que Genzaburo había muerto.

—Al final nos obligaron a subir a la cima de la colina. Creo que fue entonces cuando... me dieron.

Arrugó la cara.

—Fue un buen combate —murmuró—. Un combate glorioso. Murieron muchos hombres, pero tuvieron una muerte digna. Pero yo... no pude hacer nada. Les fallé a mis camaradas y a mi señor. Estoy avergonzado. Tendría que estar muerto, como todos los demás.

Como todos los demás... A Sachi se le cortó la respiración. Sintió que se asfixiaba. Intentó controlar el temblor de su voz y dijo:

—¿Quieres decir que... Toranosuké y Shinzaemon...?

—Ellos estaban allí cuando... Estábamos todos juntos —dijo, impotente—. No sé qué les pasó.

Todavía había esperanzas. Sachi tenía la boca tan seca que no podía hablar.

—¿No los visteis? —preguntó Tatsuemon—. Cuando me encontrasteis a mí... ¿No estaban ellos allí también?

—No, no estaban allí —susurró Sachi.

No sabía qué decir. No quería que Tatsuemon pensara que sus camaradas se habían ido y lo habían abandonado en el campo de batalla. Pero tampoco quería que creyera que habían muerto.

—Quizá fueron a buscar ayuda —especuló Sachi.

—¿Ayuda? —Tatsuemon compuso una triste sonrisa—. Me dieron por muerto. Fue una masacre.

—Los buscamos —terció Taki—. Recorrimos todo el campo de batalla.

—Deben de estar vivos —dijo Sachi con voz temblorosa. Necesitaba convencerse tanto como él. Inspiró y añadió con firmeza—: Estoy segura.

Tatsuemon asintió.

—Eso es —dijo—. Eso fue lo que pasó. Se marcharon al norte. Siempre decíamos que si lográbamos salir vivos iríamos al norte. Tengo que ir allí. Tengo que encontrarlos.

Sachi cerró los ojos. Volvía a estar en el puente. Notó los brazos de Shinzaemon alrededor de su cuerpo; vio sus ojos, clavados en los de ella. Alguien tan lleno de vida como él no podía estar muerto. Y si Shinzaemon estaba vivo... Sachi tenía que hacerle llegar un mensaje. Tenía que decirle dónde estaba, para que cuando regresara...

Miró a Tatsuemon, se agachó y acercó los labios a su oreja.

—Cuando encuentres a tus camaradas, ¿querrás...? —susurró.

Se miraron a los ojos, y Tatsuemon asintió con la cabeza.

Sachi buscó papel y un pincel y le pidió a Taki que le moliera un poco de tinta. Pensó un rato. Ese poema del poeta Teika, escrito mucho antes de la era Tokugawa, que hablaba de estar juntos, de temer que llegara el amanecer porque el futuro sólo podía traer tristeza... expresaba sus sentimientos a la perfección. Con la caligrafía más fluida y bonita de que fue capaz, escribió los tres primeros versos:

Hajime yori / Hace mucho tiempo

Au wa wakare to / aunque sabía que encontrarnos

Kikinagara / sólo podía significar separarnos

Shinzaemon sabría el final:

Akatsuki shirade aun así me entregué a ti

Hito o koikeri sin pensar en el amanecer.

Añadió una breve nota: «En la mansión Shimizu... esperando.»

Releyó lo que había escrito, comprobó que estaba satisfecha con cada trazo del pincel, sopló sobre la tinta y esperó a que se secara. Entonces enrolló la hoja y escribió el nombre de Shinzaemon en la parte exterior. Se la puso en la mano a Tatsuemon y le cerró los dedos.

—No lo olvides —susurró.

III

Edwards fue a tomar el té con ellas. Estaba de cuclillas en el suelo, incómodo, con las largas piernas dobladas a cada uno de sus lados, como un grillo. Tenía un cuerpo muy anguloso, del que sobresalían los codos y las rodillas; a su lado, el de Sachi era redondeado y compacto. Se inclinó y cogió una taza de la bandeja que sujetaba la doncella. Sachi se fijó en sus enormes y blancas manos, con unos dedos anchos, con los extremos cuadrados, recubiertos de vello rojizo. La taza de porcelana parecía aún más diminuta y frágil en sus manos.

Mientras se tomaba el té, Sachi miraba alrededor, curiosa. La casa del extranjero era muy peculiar. Tenía tatamis y puertas y ventanas correderas, como cualquier otra, pero estaba llena de extraños objetos: unos recipientes que parecían arcones, puestos de pie, y una mesa tan alta que sólo un gigante podría haber escrito en ella. El tablero de la mesa quedaba a la altura de la cabeza de Sachi, que estaba sentada en el suelo.

En la hornacina, en lugar de una pintura o una caligrafía, había un retrato de una mujer, pintado con una sustancia densa y oleosa. Tenía las mejillas abultadas y unos enormes ojos redondos, como los de Edwards; llevaba un objeto metálico y reluciente en la cabeza que parecía el emblema del casco de un samurái. Llevaba un voluminoso vestido, aún más suntuoso que un kimono de cortesana, pero tenía los brazos y los hombros desnudos. Sachi iba a preguntarle a Edwards si era una cortesana cuando él se fijó en que estaba contemplando el retrato y dijo:

—Es la reina de mi país, la reina Bikutoria.

Sachi dio un suspiro de alivio y se alegró de no haber dicho nada. Qué extraño país, gobernado por una mujer semidesnuda que vestía de una forma tan indecorosa. Entonces percibió un olor empalagoso y picante, muy distinto de los sutiles aromas a que ella estaba acostumbrada, superpuesto a un olor a humedad. La casa estaba impregnada de misteriosos olores extranjeros, y le producía una mezcla de fascinación y repulsión. Lamentaba que Tatsuemon tuviera que estar en un sitio así, y sin embargo también le tenía envidia. Luego estaba el olor que desprendía Edwards, ese penetrante olor corporal, a la carne que comía. Al principio lo había encontrado repugnante, pero ahora lo encontraba excitante. Era un olor agreste, a animal salvaje.

—¿Puedo preguntaros...? —dijo Haru deslizándose hacia delante sobre las rodillas.

Sus pequeños y sesgados ojos estaban muy abiertos, y en su redondeado rostro se reflejaba la curiosidad. Sachi rezó para que no hiciera ninguna pregunta ofensiva. Haru nunca perdía su desenfadado sentido del humor ni su afición a las historias picantes, ni siquiera en los peores momentos. Sachi recordaba una vez, cuando era joven —el día después de dormir con Su Majestad—, en que Haru le había hablado de los polvos de lagarto asado, que despertaban el deseo de cualquiera que los comiera; y esos chistes que hacía sobre los tallos de seta.

—En vuestro país... —susurró Haru tapándose la boca con una mano, y luego con la otra, y con los ojos fijos en el tatami—. ¿Es cierto que tenéis unos monstruos de hierro que corren más que un caballo? He oído decir que pueden recorrer en un día la distancia que un hombre recorrería en siete.

Sachi miró a Tatsuemon. El joven se hallaba lánguidamente recostado, pero Sachi vio que estaba escuchando. Quizá un poco de conversación insulsa lo animara y lo distrajera de sus siniestros pensamientos. Sonrió y meneó la cabeza.

—¡Monstruos de hierro! —exclamó—. ¡Qué cosas dices, Hermana Mayor!

—Pero esos barcos que vimos en la bahía... eran monstruos de hierro —intervino Taki—. Quizá también haya monstruos de hierro que viajan por tierra.

Las mujeres miraron a Edwards con expectación. El extranjero miraba sin comprender a Haru, con la frente arrugada y las claras cejas juntas. Entonces echó la cabeza hacia atrás y rió mostrando los dientes.

—Es verdad —dijo—. ¿Cómo sabe usted eso, Haruko?

—Una vez vi uno —contestó Haru.

Se ruborizó tanto que le brilló el dorso de las manos; luego bajó las manos al regazo y miró alrededor. Sus labios compusieron una provocativa sonrisa.

—¿Que viste uno?

Sachi y Taki la miraron asombradas. Los redondos ojos de Edwards se redondearon aún más, y sus labios dibujaron una amplia sonrisa.

—Sí —afirmó Haru asintiendo con la cabeza.

Miró alrededor para ver si Tatsuemon estaba escuchando, y entonces hizo una pausa para mantenerlos a todos en suspense.

—Cuéntanoslo, Hermana Mayor —le suplicó Sachi.

El rostro de Haru se ensombreció, como si le produjera dolor rememorar el pasado. Respiró hondo.

—Nunca lo olvidaré —dijo en voz baja—. Fue la primera vez que vinieron los extranjeros, hace catorce años. Vinieron al castillo. Eso fue poco después de la muerte del shogun Ieyoshi. Lo había sucedido el shogun Iesada.

Catorce años, pensó Sachi; cuatro años después de su nacimiento, después de que su madre... desapareciera sin dejar rastro.

—Las mujeres estábamos deseando ver a los extranjeros —continuó Haru—. No nos permitían entrar en el palacio de los hombres, desde luego, pero llevaron a los extranjeros al gran patio que había en medio del palacio. Nos sentamos detrás de las celosías para observarlos desde allí. Era la primera vez que los veía.

Miró a Edwards y se le marcaron unos hoyuelos en las rellenas mejillas.

—Nos parecieron espeluznantes —dijo esbozando una sonrisa de arrepentimiento—. Nos alegramos de que no pudieran vernos aunque miraran hacia donde estábamos. Creo que sabían que nos hallábamos allí, aunque permanecíamos calladas como ratones. Entonces fue cuando vimos el monstruo de hierro. Lo habían llevado para regalárselo a Su Majestad. Jamás habíamos visto nada tan grande. Era negro y reluciente, como un enorme tronco de árbol tumbado. Y era de hierro.

Se oyó un susurro. Tatsuemon se había incorporado y estaba inclinado hacia delante; le brillaban los ojos. Miraba a Haru como si no quisiera perderse ni una sola palabra de su relato.

—¡Y qué ruido hacía! Parecía una anciana roncando. Eso fue lo que dijimos todas. Echaba humo, tanto humo como un millar de fogatas o... o como la chimenea del horno de un ceramista, o de un fabricante de espadas. O esos barcos que vimos en la bahía.

—¿O un cañón? —preguntó Tatsuemon inesperadamente—. ¿Tanto humo como un cañón? ¿Y un estruendo tan fuerte?

—No, no era humo. Era vapor —la corrigió Edwards—. Lo llamamos «máquina de vapor». He oído hablar de ese episodio. La primera delegación americana se lo regaló al shogun. Aunque no creo que le sirviera de mucho. Decían que vivía recluido en ese palacio.

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