Miró con fijeza a las mujeres. Sachi desvió la mirada.
—Corría por unos raíles de metal; daba vueltas y vueltas. Algunos consejeros se montaron en él. No os lo podéis imaginar: todos esos grandes oficiales con sus túnicas ondeando, dando vueltas y más vueltas. Se agarraban con fuerza, haciendo todo lo posible por aparentar dignidad. —Haru se tapó la boca con ambas manos y rió.
—Era un modelo, una especie de juguete —explicó Edwards—. Las máquinas de vapor de verdad son mucho más grandes. Deberían verlas. En mi país hay muchas. Arrastran unas enormes cajas metálicas, mucho más grandes que palanquines o baúles, llenas de mercancías y de pasajeros. Caben centenares de personas.
Las mujeres lo miraron con los ojos como platos. Era imposible imaginar un mundo tan distinto del suyo. Y sin embargo habían visto los barcos, habían oído los cañones, habían viajado en el coche con ruedas. Reconocían que en el mundo había cosas de las que ellas nunca habían oído hablar.
—Muy pronto tendrán una aquí, se lo prometo. Quizá más de una. Les ha parecido que mi carruaje iba muy deprisa, ¿no es cierto? Pues bien, esas máquinas van mucho más rápido. Podrían recorrer toda la ruta Nakasendo en un solo día.
Sachi se miró las pequeñas y blancas manos, que reposaban una sobre la otra en las faldas de su kimono. No entendía por qué alguien podía querer viajar tan deprisa, sin detenerse a admirar las famosas vistas. Lo interesante era el viaje. Por eso viajaba la gente.
—¿En serio? —dijo con una sonrisa en los labios—. Pero creo que olvidáis todas esas montañas. Me parece que sois un adivino. —No pudo reprimir el impulso de burlarse de él—. No tenéis bastoncillos de adivinación, no recitáis conjuros, ni siquiera nos habéis examinado la cara ni las manos, ni nos habéis pedido unos honorarios. Y sin embargo afirmáis que podéis ver el futuro.
Edwards le devolvió la sonrisa.
—Quizá tenga razón —dijo con picardía—. No podemos detener el progreso; llegará aunque no queramos. Y voy a decirle otra cosa: ya ha llegado un ingeniero de mi país para construir un... un... Cuando ustedes ven hogueras en las colinas, saben que hay un incendio o que se acerca un ejército... ¿no? Es algo parecido. Sirve para transmitir mensajes desde una gran distancia. Pero con mucha más precisión. Usted pulsa el mensaje aquí, en Edo, y alguien lo recibe en Osaka, por ejemplo, inmediatamente. En el mismo momento.
—Eso parece magia negra —dijo Taki con gesto de desaprobación.
Sachi frunció los labios. Había oído contar historias sobre unos extranjeros que realizaban magia, pero nunca les había prestado mucha atención. Sin embargo, lo que estaba diciendo Edwards sonaba muy siniestro. Podía imaginarse un monstruo de hierro. Tenía algo en común con esos grandes barcos que había visto con sus propios ojos y con los cañonazos que había oído. Pero enviar mensajes sin que nadie los pronunciara o los escribiera en un papel...
—Pero ¿por qué? —preguntó—. Ya tenemos «pies voladores». Tardan tres días en llevar un mensaje a Edo o a Kioto; un día si viajan a caballo. ¿Por qué querríamos que los mensajes llegaran más deprisa?
—Es como los rifles y las espadas —intervino Tatsuemon. Todos se volvieron y lo miraron. Sus mejillas habían recobrado algo de color y volvían a brillarle los ojos—. Con las espadas, gana el mejor. Pero con los rifles... El enemigo puede dispararte sin que llegues a verle la cara. Puedes matar a un hombre y ni siquiera lo sabes. Ya no hay gloria en eso. Al menos, cuando puedes verles la cara sabes que los has matado. Pero el bando que lucha con rifles gana. Vencen a los que luchan con espadas. Por eso necesitamos rifles si queremos derrotarlos. Buenos rifles. Rifles ingleses. Y si ellos tienen esos mensajes mágicos de que habla Edwards-dono, también deberíamos tenerlos. Me gustaría ver esas cosas de que habla. Me gustaría montar en un monstruo de hierro. Eso es lo que más me gustaría.
—Montarás —dijo Edwards—. Los mensajes mágicos llegarán el año que viene. No necesito consultar a los espíritus para asegurártelo. Y después llegará el monstruo de hierro. Pase lo que pase con la guerra, tendrás tu monstruo de hierro.
Sachi iba todos los días al parapeto y contemplaba el paisaje ennegrecido por el fuego y la lejana colina, y sin embargo, comprobaba que nada cambiaba con el transcurso de los días. En el pasado, después de un incendio la gente salía enseguida a reparar los daños y empezaba a reconstruir las casas. Pero un terrible letargo se había apoderado de la ciudad. Sachi temía que los bosques y los páramos invadieran Edo, y que pronto no quedara ni rastro de que allí había habido una ciudad. Aislada en un solitario esplendor en la mansión de lo alto de la colina, tenía la impresión de que la vida de toda aquella gran metrópoli se había escurrido junto con la sangre de sus guerreros. También su vida se había limitado, y ya no había nada más que las cuatro paredes que la rodeaban. Sachi y Taki dormían juntas, con las alabardas a mano. Las otras damas de honor, y hasta las invisibles sirvientas que siempre pululaban por la casa, habían desaparecido. Haru se ocupaba de la princesa y de cocinar. A veces oían voces en las zonas más recónditas de la mansión, pero aun así parecía que estuviera habitada por fantasmas.
El anciano las custodiaba. Por la noche oían el tableteo de su látigo de madera. Resonaba, frío y seco, por los silenciosos jardines, para prevenir a cualquier intruso que pudiera querer colarse bajo el edificio y clavar un cuchillo a través de los tatamis.
Todos los días Sachi se preguntaba qué pasaría al día siguiente. Tarde o temprano se les acabarían el dinero y las provisiones. Iban a visitar a Edwards siempre que podían, es decir, siempre que les enviaba el carruaje. Les contaba historias de los extraños países que había visitado y también de su país, donde las mujeres de buena familia no tenían que pasar toda la vida encerradas en sus casas. Aunque no lo dijera, Sachi temía el momento en que Tatsuemon se hubiera recuperado del todo, porque entonces ya no tendrían excusas para ir allí de visita.
Unos días más tarde, Haru llegó, recorriendo las vacías habitaciones de la mansión, con un mensaje: Su Alteza requería la presencia de la Retirada Shoko-in inmediatamente.
Desde que se instalaran en la mansión Shimizu, la princesa no había salido de sus habitaciones. Era como si pensara que ella era la responsable de todo lo que había sucedido; como si la frialdad con que había tratado a Su Majestad fuera lo que había provocado todo aquel desastre.
Sachi estaba ansiosa por verla. De las tres mil mujeres que vivían en la residencia de Su Majestad, sólo quedaban ellas cuatro. Como la princesa estaba recluida, toda la responsabilidad del mantenimiento de la casa recaía sobre los débiles hombros de Sachi. Además, la joven estaba preocupada. Se preguntaba qué querría Su Alteza precisamente ahora.
De las habitaciones de la princesa salía humo de incienso con perfume de sándalo, clavo, canela, jengibre, ámbar gris y otras especias que ardían en su altar budista. Era un olor misterioso, sagrado, intenso; una fragancia misteriosa y sobrecogedora que evocaba la oscuridad y el suntuoso mobiliario de los templos, el oro de los altares, los rezos de los sacerdotes, el sonido de los tambores, la devoción de millones y millones de fieles y el humo de las piras funerarias. Al aspirarlo, el espíritu de Sachi se serenó, y sus pensamientos se orientaron de nuevo hacia la realidad. Oía el murmullo de una plegaria. Esperó un momento y abrió la puerta corredera.
La princesa había convertido su habitación en un santuario. La tablilla conmemorativa de Su Majestad reposaba sobre el altar, rodeada de ofrendas y de velas en las que ardían altas llamas amarillas. Una pequeña figura estaba arrodillada ante el altar, pasando las cuentas de su sarta.
Sachi se arrodilló junto a la princesa. Sus ojos dieron con el daguerrotipo del amable y joven rostro de Su Majestad. Creyó volver a estar en el palacio de las mujeres, en una habitación llena de biombos dorados e iluminada con enormes velas, con una multitud de sirvientas esperando en las sombras. Las voces y las risas de las mujeres flotaban a través del pan de oro de las paredes y por los artesonados exquisitamente tallados, con grullas y tortugas, pavos reales y dragones. Las acolchadas orillas de los kimonos hacían frufrú al rozar el tatami. Todo lanzaba destellos dorados: las túnicas colgadas en los colgadores lacados, los estantes delicadamente escalonados, las cajas de cosméticos, los juegos de té de porcelana.
Recordó las obras de teatro y las danzas. Y la primera vez que vio a Su Majestad. Había oído su risa y miró a través de la celosía, y entonces lo vio, montado a caballo, con el halcón en la muñeca, rodeado de cortesanos. Entonces sólo era una cría y acababa de llegar al palacio; una doncella de rango inferior que todavía hablaba con acento rústico. Lo había admirado desde lejos: tan esbelto, tan joven, tan apuesto. Recordó la noche que habían pasado juntos: las sábanas de seda, el calor del cuerpo del shogun, su pálido torso y su pícara sonrisa. Ahora Sachi era una gran dama, y una samurái, pero aun así tuvo que tragar saliva para contener las lágrimas.
Pero había otro recuerdo que se enfrentaba con ése y que amenazaba con extinguirlo. Temió que la princesa pudiera leerle el pensamiento y que viera la imagen de Shinzaemon que ocupaba su mente.
Pero la princesa ya no parecía estar en este mundo. Envuelta en la fina seda de su kimono de verano, parecía frágil e incorpórea como un junco. Sachi veía las azules venas y los finos huesos bajo la transparente piel de sus manos, y se fijó en que tenía los ojos grandes y luminosos, como si ya contemplaran el otro mundo. Por muchos golpes que le asestara el destino, llevaba la nobleza en la sangre. Era la hermana del difunto emperador. Eso nadie podía arrebatárselo.
—Fueron tiempos felices —murmuró la princesa. Hacía mucho tiempo que Sachi no oía esa aguda y aflautada vocecilla—. O al menos, cuando pienso en ellos, me parecen felices. Me alegro de verte. Floreces como una campanilla. Yo, en cambio, me estoy apagando.
Sachi clavó los ojos en el tatami y escuchó con reverencia.
—Estoy segura de que oíste los cañones —continuó—. Ya debes de saber que los últimos partidarios de los Tokugawa (la milicia) han sido derrotados o expulsados de Edo. Ahora hay un nuevo gobierno que gobierna en nombre de Su Excelencia el emperador, mi sobrino. —Dio un resoplido, una especie de amarga risa—. Me han notificado sus intenciones. También esta precaria vida que llevamos aquí ha terminado. Tienen que castigar al clan Tokugawa. Van a reducir nuestro estipendio y el de nuestras sirvientas, y van a expulsarnos de Edo. Tenemos que ir a Suruga, donde está exiliado el shogun retirado, el señor Yoshinobu.
Sachi frunció la frente, tratando de asimilar la gravedad de lo que estaba diciendo la princesa. Sin sus estipendios, estaban arruinadas. Tendrían que buscar una forma de ganarse la vida, o morirían. Y lo peor de todo era que iban a exiliarlas a Suruga. Parecía el fin del mundo.
Entonces comprendió las consecuencias de esa sentencia. Si... Cuando... Shinzaemon fuera a buscarla —suponiendo que Tatsuemon lo hubiera encontrado—, esperaría encontrarla en la mansión Shimizu. Y aunque Tatsuemon no lo encontrara, Shinzaemon pensaría que Sachi estaba en Edo. Pero si se marchaba a Suruga, nunca volvería a verlo. Ni a él ni a su padre.
La princesa se había quedado callada. En el pasado, siempre anunciaba las malas noticias con gemidos y lamentos, y en cambio ahora emanaba una serenidad casi sobrenatural. Tal vez esos meses de oraciones y meditación le habían proporcionado una paz interior que le había permitido elevarse sobre los problemas de este mundo.
—Tendrán que vaciarse doce mil casas —continuó la princesa, indignada—. Cien mil personas. El gobierno nos ha dado un mes para recoger nuestras cosas. Cuando nos marchemos, la ciudad quedará vacía. Este gobierno quiere destruir Edo y todo lo que representa.
Sachi sabía cuál era su deber, sabía qué tenía que decir:
—Estoy a las órdenes de Su Alteza. Si así lo deseáis, me iré de Edo cuando le convenga a Su Alteza.
Pero de pronto se apoderó de ella una firme determinación. Se quedaría en Edo, pasara lo que pasase. No le importaba tener que esconderse. No pensaba marcharse y que la enviaran a un lugar desconocido y remoto.
Hubo un largo silencio. La princesa miraba a Sachi como si quisiera grabarse su cara en la memoria. Sachi se preguntó si la rebeldía se reflejaría en su expresión.
—Eres como una hermana para mí —dijo con un hilo de voz—. Mi hermana pequeña. Nunca olvidaré cuando te vi por primera vez en tu aldea. Yo no solía fijarme en la gente del campo. Pero tú... Me miraste con tus grandes ojos, tan vivaracha y tan curiosa, y supe que no tenías ningún miedo. Y tu cara se parecía tanto a la mía... Eras como yo, pero más joven y más feliz.
La princesa se irguió, y sus labios compusieron una sonrisa.
—Cuando me casé con el shogun juré compartir el destino de los Tokugawa —continuó—. El mundo ha avanzado, pero yo no formo parte de él. Nunca podré formar parte de él. Tú eres diferente. Tú nos trajiste alegría a todos. Incluso a Su Majestad, pese a su corta vida: tú lo hiciste feliz. Siempre has cumplido con tu deber. Ahora te libero. Anulo cualquier obligación que hayas podido tener hacia mí. Si quieres desobedecer el edicto, puedes hacerlo. Estoy segura de que encontrarás alguna forma de quedarte aquí, en Edo. Yo me iré al exilio.
Sachi estaba arrodillada, con las manos sobre el tatami. La miró con lágrimas en los ojos. Sus destinos habían estado entrelazados mucho tiempo.
—Es posible que nunca volvamos a vernos —dijo la princesa Kazu—. Aunque me obligaron a marcharme de Kioto y a abandonar a mi familia, siempre te he tenido a ti como hermana. Nunca te olvidaré.
Había terminado el verano. Hacía frío y humedad —se acercaba el primer tifón del otoño—, y Sachi estaba muy nerviosa. Temía oír en cualquier momento el ruido de los pasos de los soldados irrumpiendo con órdenes de desalojar la casa. Pero pasaban los días y no sucedía nada. A veces se preguntaba si la princesa se habría equivocado, si no habría ningún decreto o si nadie estaría dispuesto a hacerlo respetar.
Pero cada vez que iban de visita a la casa de Edwards, comprobaban que la ruta Tokaido estaba abarrotada de refugiados. Se veían arrastrados por una inmensa masa de gente de caras grises y transidas que avanzaba dando traspiés, pisándose unos a otros, arrastrando carros cargados de bultos. Todos aquellos refugiados, pensó Sachi con pesar, debían de haber sido burócratas, funcionarios, guardias, empleados, oficiales al mando de uno u otro departamento, subsecretarios de subsecretarios, damas de honor, doncellas, cocineras... Todos debían de haber estado al servicio de alguna rama de la familia Tokugawa. Ninguno había hecho ni más ni menos que lo que se esperaba de un leal servidor. Ahora se habían convertido en traidores, y los echaban del único hogar que habían tenido, condenados para siempre a la desgracia, al exilio y a la pobreza.