—Hija —dijo con solemnidad, y sus facciones se relajaron.
Compuso una sonrisa.
Sachi inclinó la cabeza. Le costó reprimir una sonrisa.
—Bienvenido —dijo, un poco tensa.
Sabía que él quería que lo llamara «padre», pero no podía. Todavía no.
—Lo siento —dijo ella. Quería ahorrarse el habitual intercambio de tópicos y cumplidos—. Ya sé que es una grosería, pero... no he podido evitar oír lo que decíais.
Haru estaba arrodillada, tapándose la cara con ambas manos. Los relucientes moños de su peinado temblaban ligeramente.
—Haru —dijo Sachi en voz baja—. Dínoslo, por favor. Te lo suplico. Mi madre...
Hubo un largo silencio. Haru levantó la cabeza. Estaba pálida y le temblaban los labios.
—Si está muerta —insistió Sachi—, necesito saberlo. Soy su hija. Tengo que rezar y hacer ofrendas. Si nadie reza por ella, se convertirá en un fantasma hambriento. Necesito asegurarme de que estará a salvo en el otro mundo.
El rostro de Haru denotaba una profunda angustia. Cerró los ojos. Cuando los abrió, dio la impresión de que contemplaba un pasado que había hecho todo lo posible por olvidar.
—Os lo conté, mi Señora... —susurró.
Pero ¿a qué Señora se estaba dirigiendo? Y ¿qué era lo que le había contado?
—Me contaste que después de mi nacimiento, mi madre regresó al palacio —dijo Sachi—. Entonces recibió la orden de volver a su casa.
Sachi recordaba perfectamente el relato de Haru. Habían ordenado a su madre ir a su casa porque su hermano, Mizuno, estaba gravemente enfermo, en su lecho de agonizante. Eso era lo que había dicho Haru. Y sin embargo... Sachi había visto a Mizuno con sus propios ojos. Jamás olvidaría ese temible rostro de halcón, picado de viruelas, ni esas musculosas manos de espadachín. Quizá hubiera estado al borde de la muerte años atrás, pero desde luego no había muerto.
—Tuvo que ir a la residencia de su familia —dijo Haru—. Dijeron que... que su hermano se estaba muriendo. Tenía que volver a su casa de inmediato. Yo la ayudé a preparar el equipaje. Nunca me había separado de ella, jamás; pero ella me dijo que debía quedarme en el palacio, que debía volver al templo y decirle a Daisuké-sama...
—Esperé, Haru, pero no viniste. —Su voz, ronca, delataba su dolor.
—Pensaba inventarme alguna excusa y salir. Pero entonces... llegó un mensaje.
Haru se tapó la cara con las mangas del kimono. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas. Se las enjugó con el dorso de la mano.
Daisuké se inclinó hacia delante y juntó las pobladas cejas. La miraba con fijeza, como si tratara de penetrar en su alma.
Haru abrió la boca y volvió a cerrarla. Sacudió enérgicamente la cabeza y dejó escapar un par de fuertes sollozos. Sachi puso las blancas y pequeñas manos sobre las de ella. Haru apretó tanto los párpados que sus ojos casi desaparecieron entre los pliegues de sus carnosas mejillas.
Balbuceó unas palabras. Sachi se le acercó un poco más tratando de entender lo que decía. Taki estaba detrás de ella. Tenía a Daisuké tan cerca que notaba el calor que emanaba su cuerpo. Oía el áspero sonido de su respiración, y olía el aroma de esa extraña fragancia, mezclada con su olor a sudor.
Haru volvió a hablar con un leve susurró. Esa vez Sachi sí entendió sus palabras:
—Decía... que había muerto. Había enfermado y había muerto, repentinamente. Eso era lo que decía el mensaje.
Sachi contuvo la respiración. Al principio no entendió lo que significaban las palabras de Haru. Y entonces lo entendió, después de que un escalofrío se extendiera por todo su cuerpo, hasta las yemas de los dedos y los dedos de los pies. La luz del sol se había ido apagando, y la llama de las velas parpadeó al soplar una leve brisa. Sachi se estremeció.
—Eso no me lo habías dicho, Hermana Mayor —dijo Sachi con aspereza.
Daisuké clavó un enorme puño en el tatami.
—¿Al día siguiente? —rugió—. Eso es imposible. ¿Cómo pudo morir tan de repente?
Haru tenía los hombros caídos.
—Quizá enfermara —dijo esquivando la mirada de Daisuké. Era como si le arrancaran las palabras, como si recitara algo que se había repetido un millón de veces para convencerse de que era verdad, como un conjuro que podía ahuyentar la mala suerte—. Acababa de tener un bebé. Muchas mujeres mueren de parto. Es peligroso cansarse después de dar a luz. Las parteras han de permanecer siete días sentadas para impedir que la sangre les suba a la cabeza. Supongo que eso fue lo que pasó.
Daisuké le lanzó una mirada acusadora.
—¿Tú lo crees, Haru? ¿Crees que eso fue lo que pasó? Estábamos juntos. Yo la vi después de que diera a luz. Estaba bien.
Haru se encogió.
—La familia le ofreció disculpas al shogun por haberlo privado de su concubina —murmuró—. Le enviaron dinero, mucho dinero. Al fin y al cabo, ella era una posesión muy valiosa. Honju-in vio la carta y nos lo contó. Creo que era una advertencia para que no olvidáramos... que lo que mi Señora había hecho era un delito. Para que las demás no cometiéramos el mismo error.
La arruga que Daisuké tenía entre las cejas se marcó aún más. Apretó los enormes puños hasta que se le marcaron las venas. Tenía el vello de los nudillos erizado.
—Así que murió de la noche a la mañana. Y ¿fuiste a la residencia de su familia para el funeral?
—No se anunció su funeral, sólo su defunción. Las mujeres no podíamos salir del castillo por motivos personales. Pero logré escabullirme. No para ir al funeral. Fui al templo. Pero tú ya te habías marchado. Y te habías llevado... a tu hija, mi Señora.
—Y ¿de verdad te creíste que ella había muerto?
—No lo sé —respondió Haru. Entonces abrió mucho los ojos y miró a Daisuké—. No, nunca me lo creí. Cuando las mujeres cometen un delito como el que cometió ella, las familias hacen cosas muy raras. A veces encierran a la mujer para siempre. A veces la ejecutan. Pero muy a menudo no son capaces de hacerlo, así que se inventan alguna historia y la esconden en algún sitio. Quizá la metieran en un convento. Yo no fui a su funeral, no vi el cadáver, no participé en ninguna práctica religiosa. No celebré el séptimo día posterior a su muerte, ni el decimocuarto, ni ningún otro. Para mí, ella sigue viva.
Bajo la luz de las velas, Daisuké parecía viejo y cansado. Clavó los ojos en el tatami. Sus labios dibujaban una mueca de tormento. Cogió el michiyuki y enterró la cara en él. Cuando volvió a dejarlo, el exquisito bordado estaba manchado de lágrimas.
—Al fin y al cabo, para mí ambos habíais muerto, y ahora estáis aquí —dijo Haru con voz queda.
Permanecieron callados un rato, sin atreverse a mirarse, hasta que las brasas empezaron a apagarse y a ponerse grises. Taki llenó una pipa y apretó el tabaco. Cogió unas tenazas, removió las brasas hasta que encontró un carbón encendido, encendió la pipa y se la ofreció a Daisuké. Él cogió la delicada boquilla con sus enormes dedos y, lentamente, como si fuera muy anciano, se la llevó a los labios. Taki preparó una pipa para Sachi, otra para Haru y, por último, una para ella.
—El ruiseñor ha muerto —dijo Sachi contemplando las apagadas brasas. De pronto sintió frío, y sus ojos se llenaron de lágrimas—. Padre, me gustaría que nos hubiéramos encontrado antes.
Sachi apenas recordaba qué significaba tener un padre. Desde que se marchara de la aldea y entrara en el palacio de las mujeres, había vivido rodeada de mujeres. Y de pronto se había encontrado fuera, tomando decisiones y asumiendo responsabilidades. Ahora sabía que alguien velaba por ella.
Ahora entendía muchas cosas: lo difícil que había sido para Daisuké, un funcionario del gobierno imperial, ir a visitarlas a esa casa, dejarse ver entrando en la residencia de unas mujeres que no sólo eran partidarias del clan derrotado de los Tokugawa, sino que pertenecían a la familia del shogun. Lo peligroso que debía de haber sido para él asegurarse de que Sachi estaba protegida; proporcionarle socorro a la familia del enemigo era un delito. Y sin embargo, Daisuké lo había hecho durante meses, sin esperar reconocimiento ni gratitud y sin que Sachi supiera siquiera que lo estaba haciendo. Ahora sabía qué significaba tener un padre. Daisuké había hecho lo que habría hecho un padre.
Éste asintió con gravedad. Sachi vio que había captado lo que pensaba y lo que sentía.
Sus miradas se encontraron. Él tenía bolsas debajo de los ojos, y arrugas en las comisuras. Tenían forma de almendras amargas, como los ojos que Sachi veía cuando se miraba en el espejo.
Daisuké tomó las pequeñas manos de la joven entre las suyas y las envolvió. Tenía las palmas suaves como la seda; eran manos de funcionario, no de carpintero.
—Hija —dijo Daisuké—, no era mi intención que oyeras estas terribles palabras. Venía a decirte que vuelvo a Osaka. Dicen que Osaka podría convertirse en la nueva capital.
Sachi se puso en tensión.
«¿La capital de qué? —le habría gustado preguntar—. ¿De quién? La guerra todavía no está ganada.» Pero no quería estropear el lazo que acababa de unirlos a su padre y a ella. Era demasiado valioso.
—Me encargaré de que estéis seguras y de que no os , falte de nada —dijo Daisuké—. No habrá visitas de los soldados sureños, ni tendréis problemas con saqueadores ni ladrones. No requisarán la mansión, y nadie tendrá que marcharse. Espero... Creo que tu madre todavía vive. En cuanto pueda, en cuanto termine la guerra y el país vuelva a vivir en paz, la encontraré. Te prometo que la encontraré.
Parecía que nunca fuera a parar de llover. Las hojas de los árboles goteaban en las ramas y también se amontonaban, empapadas, en el suelo. Nunca había habido un año más triste y lúgubre. La ciudad estaba más y más desolada; hasta las orillas del foso del castillo se estaban desmoronando y cayendo al agua. Cada vez que Sachi las veía se habían derrumbado un poco más. Nadie habría sospechado que, sólo unos meses atrás, Edo había sido una ciudad gloriosa.
Y de pronto, un día, los rayos del sol entraron a través de las rendijas de las puertas de madera. El aire estaba limpio y frío. Desde dentro de la sombría mansión, Sachi oyó pasos en las losas del patio.
Le dio un vuelco el corazón. Pensó que debía de ser un mensajero, un «pies voladores» que le traía una carta del norte. Se lo imaginó, delgado y enjuto, plantado ante la puerta con su uniforme negro y su sombrero plano de paja, jadeando y empapado de sudor. El mensajero haría una reverencia, abriría su ornamentada caja lacada y le entregaría un rollo de papel. Al desenrollarlo, ella reconocería la caligrafía. Serían los dos últimos versos del poema que le había enviado a Shinzaemon. Suspiró. Era todo tan caótico que seguramente ya ni siquiera había servicio postal.
Hacía ya mucho tiempo que Tatsuemon se había marchado llevándose el poema de Sachi. Al menos ahora Shinzaemon debía de saber dónde estaba ella. Todos los días, la joven se decía que quizá recibiera una carta suya, pero todos los días se llevaba una decepción.
Recordaba el día que Tatsuemon —tan joven y tan valiente— se había despedido de ellas. Volvía a tener las mejillas rellenas y sonrosadas, y estaba emocionado ante la idea de emprender el camino él solo.
—Estoy impaciente por ver a Tora y a Shin —había dicho.
Sólo tenía un poco de pelusilla encima del labio superior, y todavía no se afeitaba al modo samurái. Seguía llevando el flequillo largo, como los niños. Tenía quince años, edad suficiente para matar y para que lo mataran, como cualquier samurái. Sin embargo, Sachi estaba acongojada. Tatsuemon todavía era un muchacho.
Se preguntó, atemorizada, qué habría sido de él. Los caminos estaban plagados de soldados sureños, y las probabilidades de que Tatsuemon hubiera llegado sano y salvo a su destino eran escasas.
Y aunque Tatsuemon hubiera conseguido encontrar a Shinzaemon y a Toranosuké, seguramente estarían escondidos, sitiados en algún castillo. Le pasó por la cabeza brevemente la idea de que podría estar herido o muerto, pero la ahuyentó en seguida. Pensar en eso era tentar a la suerte.
Pero todo eso no era más que una fantasía. Los pasos que hacían crujir la grava no eran de un mensajero. Éstos llevaban sandalias de paja o zuecos de madera. Sólo conocía a una persona que caminara con ese paso tan firme y decidido: Edwards, con sus largas piernas y sus botas de piel de animal. Las losas del vestíbulo gimieron cuando entró.
Sachi había pensado que cuando Tatsuemon se marchara no volverían a ver a Edwards. Dejaría de enviarles el carruaje, y esa ventana que había abierto al mundo exterior se cerraría de golpe. Pero se había equivocado. Edwards seguía visitándolas.
La primera vez que lo invitaron a la mansión, Taki se había escandalizado. Pero Sachi le recordó que Edwards era un extranjero, y que en realidad no era un ser humano, de modo que no estaban cometiendo ninguna falta de decoro. En cualquier caso, estaban en deuda con él. Edwards las había rescatado del monte Ueno y se había portado muy bien con Tatsuemon. Prácticamente era de la familia. Además, ellas lo necesitaban. Como trabajaba en la delegación británica, siempre estaba al día de las noticias y las mantenía informadas sobre lo que ocurría en el frente.
Sachi fue a la gran sala. Edwards ya estaba allí, de cuclillas en el tatami, con las rodillas muy prominentes, como las horquillas del peinado de una cortesana. Sachi se fijó en su gran torso bajo la áspera chaqueta de lino, y en sus largas piernas, torpemente dobladas. Edwards ocupaba toda la habitación. Al entrar Sachi, él alzó la mirada. Parecía preocupado; la joven se dio cuenta de que traía malas noticias. Qué raros eran los extranjeros, pensó. Edwards, pese a ser un hombre hecho y derecho, no sabía ocultar sus sentimientos. Lo que estaba pensando en ese momento —ya fuera rabia, miedo o preocupación— estaba escrito en su cara, como si fuera un niño.
Sachi pronunció los saludos y los cumplidos de rigor y recogió las manos sobre el regazo. La sala quedó en silencio.
—Trae noticias —se dijo en voz baja—. Ha pasado algo.
El miedo la atenazaba. Desde hacía un mes, sólo había habido malas noticias para los que anhelaban el regreso del shogun. Los sureños estaban arrasando. Primero habían tomado la ciudad de Nagaoka. La ciudad había quedado reducida a escombros; el castillo, destrozado; y habían muerto la mayoría de sus defensores. Cinco semanas más tarde habían conquistado Yonezawa. Ahora Aizu Wakamatsu estaba sitiada. Wakamatsu era la ciudadela norteña, la capital de la resistencia, la fortaleza más antigua y poderosa del norte del país. Todos los que seguían siendo leales al shogun y a la causa norteña se habían retirado allí, y desde hacía un mes había encarnizados combates. Cada vez que Edwards les llevaba noticias, éstas eran que los atacantes habían penetrado un poco más en la ciudad, tomando un foso tras otro. Según su último informe, habían llegado a las murallas exteriores del castillo. Dijo que el castillo estaba muy fortificado, y que al menos aguantaría un tiempo.