Wakamatsu era la última línea de defensa. Si los sureños la tomaban, quizá unas cuantas bandas de samuráis obstinados huirían más al norte y se atrincherarían allí, pero básicamente la guerra habría terminado.
Edwards arrugó la frente. Los pelos de sus cejas, de color paja, se juntaron sobre su prominente nariz. Pese a ser grande, era una nariz bonita, pensó Sachi, y de formas delicadas.
Taki encendió una pipa y se la ofreció a Edwards, que la cogió y dio unas chupadas.
—Ha caído Aizu Wakamatsu —dijo con voz bronca—. Lo siento.
Se produjo un silencio.
Aizu Wakamatsu.
Sachi cerró los ojos. Se había preparado para lo peor, pero, aun así, la noticia la conmocionó. Ella había confiado en que Wakamatsu resistiría, en que al menos el norte seguiría en manos norteñas. Para Edwards sólo era una noticia, y al menos significaba el final de la guerra. Pero para Sachi era algo personal.
Estaba segura de que Shinzaemon, Toranosuké y Tatsuemon habían estado allí. Sabía que una samurái debía sentirse orgullosa de que los guerreros de su clan pelearan con tanta valentía, y que prefirieran morir en la batalla a volver a casa derrotados. Sospechaba que Taki estaría orgullosa si moría hasta el último hombre. Pero desde que había estado en el monte Ueno todo parecía diferente. Se los imaginaba a los tres apiñados alrededor de una fogata, temblando bajo unas finas sábanas a medida que los días iban haciéndose más fríos. Quizá no tuvieran una fogata, ni sábanas, ni siquiera comida. Sachi siempre había confiado en que los norteños ganarían y en que Shinzaemon regresaría. Pero ahora esa posibilidad parecía sólo un sueño.
—Lo he sabido por el doctor Willis. —Sachi sabía que éste había ido al norte a petición del alto mando sureño, para atender a sus heridos—. Dice que la batalla fue muy encarnizada. Ambos bandos pelearon con valentía, pero el ejército imperial era más numeroso, y sus soldados iban mejor armados.
—¡El ejército imperial! —exclamó Taki con desdén clavando una aguja en su labor, como si asestara un golpe mortal.
El «ejército imperial» no era más que un nombre rimbombante que se habían puesto los sureños.
—Los norteños no tienen muchas posibilidades. Lo único que tienen son sus armas francesas. —Edwards hizo una mueca sarcástica al mencionar a los franceses—. El ejército imperial tiene...
No hacía falta que lo dijera. A los sureños los habían armado los ingleses.
—Supongo que el doctor Willis no habrá visto a ninguno de nuestros hombres —dijo Sachi.
Era una afirmación, no una pregunta. Edwards hizo una mueca y negó con la cabeza. Sachi sabía perfectamente que nunca había heridos norteños, porque los sureños siempre les cortaban la cabeza. Sabiendo esas cosas, era muy difícil conservar las esperanzas.
—Las tropas norteñas sufrieron numerosas bajas —continuó Edwards—. Y los muertos sufrirán el mismo castigo que... los hombres del monte Ueno. El mando imperial ordenó que no los enterraran.
Sachi pensó en esos hombres que habían muerto tan lejos de sus hogares, y en sus viudas y sus madres, que nunca sabrían qué había sido de ellos. Algunas tardarían meses, y otras, años, en aceptar que su esposo, su amante o su hijo nunca regresaría. Y comprendió que ella era una de esas mujeres.
¿Y si Shinzaemon no volvía nunca? Ya había transcurrido medio año desde la última vez que Sachi lo viera, y desde entonces no había sabido nada de él. ¿Iba a pasar el resto de su vida de luto, esperando eternamente? Intentó imaginarse la vida sin él. Sería más aburrida y más triste, pero continuaría de todos modos. Tendría que continuar. Sin embargo, costaba imaginar qué le depararía el futuro. Todos los lazos que unían a los individuos a la sociedad —los lazos de la familia, del clan, del dominio— parecían ausentes en su vida. Su padre, Daisuké, en realidad no formaba parte de su vida; estaba en Osaka. Sachi incluso había intentado volver a la aldea, pero sabía que tampoco allí tenía ningún vínculo. Creía que pasaría toda la vida en el palacio, pero se había convertido en una refugiada, instalada en la casa de otro. Tendría que empezar desde cero.
—Y los hombres que vuelvan a sus casas —dijo Edwards con brusquedad— no tendrán empleo, ni trabajo, ni dinero. Tendrán que ir al exilio, a Suruga, con el shogun Yoshinobu.
Sachi se sentía abrumada por la tristeza, como si ya nada pudiera hacerla sonreír. La guerra había terminado; los habían derrotado. No podían hacer otra cosa que aguantar. Aceptar, aguantar, sobrevivir. Ya no había nada que esperar.
Hizo un gran esfuerzo y levantó la cabeza.
—¿Y Tatsu? —preguntó.
—No sé nada de él —contestó Edwards—. ¿Cómo va a enviarnos noticias?
—Hasta vos parecéis triste —dijo ella—, y sin embargo, vuestra gente apoya a los sureños.
—Me importa este país —repuso Edwards—. No soporto verlo desgarrado.
A Sachi le sorprendió el fervor de su voz.
—Y usted. Me importa usted —continuó él. De pronto, su tono de voz se había suavizado. Sus ojos, grandes y redondos, revolotearon por la cara de Sachi—. Todos ustedes —se apresuró a añadir.
Pero era demasiado tarde. Sachi había visto cómo la miraba, había percibido el deje de anhelo de su voz. Edwards ya no era un extranjero con la piel y el pelo de otro color y con los ojos de otra forma. Era un hombre. Sachi sintió un escalofrío y un cosquilleo en el estómago. Bajó la mirada.
—Al menos habrá paz —dijo él rompiendo el silencio—. La gente podrá reconstruir su vida.
Las mujeres asintieron sin decir nada.
—Tengo otra noticia para ustedes. Una buena noticia.
Una buena noticia. Costaba imaginar que pudiera haber buenas noticias.
—El nuevo gobierno va a instalar su capital en Edo. A partir de ahora, se llamará To-kyo, la Capital del Este.
Pero Edo era Edo. Era la ciudad del shogun. Cambiarle el nombre y convertirla en la capital de los sureños era como... no sólo ocuparla, sino destruirla, convertirla en algo que no era, someter la ciudad y a sus habitantes. Un nuevo nombre eliminaría el alma, la vida y la personalidad de la ciudad.
—¿Cómo va a tener el país una nueva capital? —se extrañó Sachi—. La capital es Kioto.
—Habrá dos capitales —explicó Edwards—. Kioto será la capital occidental, la capital del emperador. Edo será la capital oriental. El gobierno y los negocios estarán en Edo, como hasta ahora. Volverán todos; incluso habrá más gente que antes. La ciudad volverá a estar viva. La reconstruirán. Tendrán que acostumbrarse a llamarla Tokio. Es una gran noticia para Edo. Todo saldrá bien.
Entonces Daisuké también volverá, pensó Sachi. Le escribía de vez en cuando desde Osaka, hablándole de lo que hacía allí, del tiempo, de que estaba muy ocupado y bien de salud, pero nunca le hablaba de la guerra ni de los grandes cambios que estaban transformando su país. Y Sachi tampoco esperaba que lo hiciera.
—La guerra todavía no ha terminado —dijo Taki—. Aquí todos odian a los sureños. Nunca controlarán esta ciudad.
—No, la guerra no ha terminado. Pero terminará pronto —afirmó Edwards.
Entonces cambió de postura, estirando primero una pierna y luego la otra. Sus ceñidos pantalones extranjeros hicieron mucho ruido al rozar el tatami.
—No podemos volver atrás, pero la situación mejorará, de eso no cabe duda. El emperador está por encima de los sureños y de los norteños. Él unirá el país. Ya no habrá diferentes provincias, sino un solo país.
—Usted es extranjero —murmuró Taki—. ¿Qué sabe de nuestro país?
Habían discutido sobre eso muchas veces. Todos sabían que el emperador no era más que un niño, y que los que estaban detrás de él y lo manipulaban eran sureños. Eran ellos los que iban a gobernar, no el emperador. Taki frunció el entrecejo y siguió cosiendo. Estaba terminando la boca de una manga de un kimono de invierno confeccionado con la tela y el color adecuados para una chonin.
Edwards se inclinó hacia delante. Sus azules ojos destellaban.
—También tengo una noticia que le interesará a usted, Tayiko. ¿Quiere que se la diga? El emperador...
—¿Qué pasa con Su Excelencia?
—... va a venir a Edo.
—¿Su Excelencia? ¿Aquí? —dijo.
Edwards había logrado por fin atraer su atención. A Taki se le iluminaron los ojos y se le colorearon las mejillas.
—Ya ha salido de Kioto —confirmó Edwards—. Llegará dentro de pocos días. Si quiere, la llevaré a ver cómo entra en la ciudad. Será una procesión espléndida, la más espléndida que usted haya visto jamás. Va a vivir...
Las mujeres susurraron las palabras con incredulidad.
—¿En el castillo de Edo?
La atmósfera de la sala se ensombreció. El shogun había sido expulsado junto con la princesa, Sachi y todos sus miles de damas y cortesanos. Ahora serían el emperador y su corte —su esposa, sus concubinas, sus damas de honor, sus cortesanos, su personal, sus guardias, cocineros, sirvientes, doncellas, doncellas de doncellas, doncellas de doncellas de doncellas— los que ocuparían las suntuosas cámaras recubiertas de pan de oro con sus artesonados y sus techos lacados. Serían ellos los que disfrutarían de las obras de teatro, la música y los concursos de poesía en aquellas opulentas salas; serían ellos los que caminarían por los jardines y pasearían en barca por los lagos, los que admirarían las flores de cerezo en primavera y las hojas de arce en otoño. Vivirían la vida que la princesa, Sachi, Haru y Taki —incluso la pobre Fuyu— creían que iban a vivir siempre. Ése era el golpe más duro.
Por lo visto, Edwards pensaba que se avecinaba un glorioso nuevo mundo. Pero no iba a ser glorioso para todos.
Sin embargo, por mucho que tuvieran que sufrir Sachi y las otras mujeres, no podían hacer otra cosa que venerar al emperador. Resultaba difícil imaginar a Su Excelencia como un ser humano, y mucho menos un ser humano que podía vivir en un palacio o pasear por un jardín. Sachi sabía que el emperador era sobrino de la princesa, y por lo tanto era un ser humano, al menos en cierto sentido. Pero también estaba en contacto con los dioses. Si el país existía, si se sucedían las estaciones y si, año tras año, había una cosecha de arroz, era gracias a él. Los sacerdotes se ocupaban de las personas, velaban por su salud, las protegían de los accidentes y les impartían bendiciones. Su Excelencia se ocupaba del mundo entero.
—Se llamará Castillo de Tokio —continuó Edwards. Le temblaba la voz, porque se daba cuenta del impacto que sus palabras tenían en las mujeres—. Van a repararlo y reconstruirlo.
Taki puso otro taco de tabaco en la pipa de Edwards, la encendió y se la ofreció. Luego encendió pipas para ellas.
A Sachi le costaba aceptar el final de todo lo que ella había conocido y amado. Había olvidado que todo era pasajero en este mundo fugaz. La riqueza, la felicidad, la salud, la belleza... Podías tenerlo todo, y haberlo perdido todo al día siguiente. La vida no era más que el aleteo de un gorrión, un fugaz parpadeo. Todo cambiaba; todo pasaba. Era una lección que debía procurar tener siempre presente.
Una nube de humo con la dulce fragancia del tabaco fue llenando la gran sala. Edwards contempló las inexpresivas caras que lo rodeaban.
—Me han dicho que esos palacios y esas mansiones tenían hermosos jardines —dijo con dulzura—. El de esta casa aún debe de conservarse.
—Hace mucho tiempo que se marcharon los jardineros —susurró Sachi—. Está muy descuidado.
—¿Les importaría enseñármelo? —dijo Edwards—. Será agradable dar un paseo.
Las tres mujeres se recogieron las faldas de los kimonos y se calzaron zuecos.
Las hojas estaban cambiando de color, y los jardines eran un derroche de tonos cobrizos, dorados, anaranjados y rojos. Edwards iba delante, apartando las goteantes hojas de hierba y los helechos y sujetándolos para que pasaran las mujeres. Sachi iba detrás, pisando con cuidado con sus altos zuecos, de piedra en piedra, tratando de no pisar el barro ni los montones de enmohecidas hojas. Cuando resbalaba en una zona cubierta de musgo húmedo, Edwards le daba la mano para sujetarla. Resultaba desconcertante que un hombre estuviera tan pendiente de sus necesidades. Sachi sabía que los hombres eran los amos, y las mujeres, sus servidoras. Así era como funcionaba el mundo. Los hombres iban delante, y las mujeres los seguían a tres pasos de distancia. Ellos no se preocupaban por si una mujer se mojaba o se ensuciaba la ropa. Al principio, Sachi se sentía un poco incómoda y turbada por el comportamiento de Edwards, tan poco viril; pero al cabo de un rato empezó a encontrar reconfortante su cortesía.
Llegaron al lago. En medio había una isla con un farol de piedra medio oculto entre los árboles. Había una garza real —una mancha blanca— sobre una roca; en otra, un par de tortugas que parecían de piedra; unos patos correteaban por allí; hasta había un embarcadero con unas cuantas barcas amarradas. Sachi creyó estar en el palacio de las mujeres, paseando por el lago en una de aquellas barcas de recreo lacadas de rojo, acariciando el agua con los dedos mientras las intérpretes cantaban y tocaban sus instrumentos. Pero las barcas flotaban en unas aguas verdes y pestilentes, y tenían la pintura descolorida y desconchada.
Miró alrededor. Taki y Haru se habían quedado rezagadas. Sachi estaba a solas con un hombre. Con un extranjero: Edwards. Se detuvo al reparar en lo indecoroso de esa situación. Se disponía a gritarles que se dieran prisa cuando se apoderó de ella una alocada intrepidez. Todo había terminado: los sureños habían ganado la guerra y el país estaba destrozado. Todo lo que siempre habían dado por hecho había demostrado ser tan insustancial como la pelusilla de miscantus que flotaba en el viento. Ya nada importaba, sólo el presente. Sachi ya no era la concubina del shogun. Era sólo ella misma. Y Shinzaemon... Quizá hubiera llegado el momento de admitir la cruel realidad: lo más probable era que hubiera muerto.
Edwards se había parado. Se quitó el sombrero, alto, negro y ligeramente arrugado. Su desaliño tenía cierto atractivo. Los japoneses, con sus ojos estrechos, entrecerrados, ocultaban su alma en su interior. Pero él, con sus grandes ojos redondos... Veías su alma reflejada en ellos. Se miraron, y Sachi se fijó en el color: eran de un azul asombroso, tan azules como el cielo en verano. El pelo no era de color paja, sino oro, como el hilo de oro. Bajo la luz del sol, formaba un halo alrededor de su cabeza. Su gran nariz y su barbilla, sus ojos, hundidos en la cara, sus pobladas cejas... Ese ser que parecía de otro mundo la tenía hechizada.