La última concubina (58 page)

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Authors: Lesley Downer

Tags: #Drama, Histórico, Aventura

Edwards estiró un brazo y rozó la palma de la mano de Sachi. La joven se sobresaltó. Entonces él cerró el pulgar sobre los dedos de ella y le cogió la mano. Sachi miró su pequeña y blanca mano, que reposaba sobre la gran palma de él. Edwards tenía los dedos recubiertos de un vello rubio.

Antes de que pudiera retirar la mano, Edwards se la acercó a la boca. Sachi se puso en tensión, temiendo que se la mordiera. De pronto, la joven notó la humedad y la suavidad de sus labios sobre los dedos. El bigote de Edwards le hizo cosquillas.

Se quedaron quietos un momento: Edwards tenía los labios posados en la mano de Sachi. Entonces ella se soltó. En lo más profundo de su ser, la joven sabía que debería estar conmocionada, horrorizada. Y sin embargo, no lo estaba. Fue una caricia tan íntima, y aun así tan suave. Ella nunca había imaginado que un hombre pudiera comportarse así. Sintió como si una suave brisa apartara las telarañas y la devolviera a la vida.

Sachi se palpó el obi y notó la muletilla de Shinzaemon, y entonces comprendió que lo había traicionado. Shinzaemon la necesitaba. Su deber era esperarlo, estar allí por si algún día él regresaba.

Miró al suelo. Tenía los pies pulcramente colocados lado a lado sobre una de las piedras del sendero, con los dedos tocándose y atravesados por las tiras de seda de los zuecos. Eran los delicados pies de una cortesana. Pero ya no eran puros y blancos como la porcelana, sino marrones, manchados y salpicados de barro. Fue como un presagio. Las ramas de los árboles casi le tocaban la cabeza, las nubes surcaban el cielo y una lluvia de finas y gélidas gotas caía sobre sus hombros y su cabeza.

—Es usted tan hermosa —dijo Edwards. Habló atropelladamente, en voz baja, mirando hacia atrás por si aparecían Taki y Haru—. Si me dejara... Si me aceptara... Yo podría cuidar de usted. Ya sé que soy extranjero, pero podría acostumbrarse a mí. La querré. Usted será mi reina. La llevaré a mi país. Veremos el mundo juntos.

»Me... gusta. Me gustaría saber decírselo en su idioma, pero no hay ninguna palabra para describirlo. No es afecto, como el que siente un hombre por sus padres; ni respeto, como el que siente un hombre en su país por su esposa; ni deseo, como el que siente un hombre por una cortesana. Es más que todo eso, mucho más. Es el sentimiento que une a un hombre y a una mujer para siempre. En mi país lo llamamos rabu, "amor". Eso es lo que yo siento por usted.

Sachi soltó una risita nerviosa. Los hombres podían hablarle así a una prostituta, pero no era correcto decirle esas cosas a una mujer decente, y menos aún a una mujer de la clase social de Sachi. Había bajado un momento sus defensas, había permitido que Edwards le tocara la mano, y él ya estaba hablando como si fueran a pasar el resto de sus vidas juntos. Edwards llevaba suficiente tiempo en su país para saber que esos asuntos no tenían nada que ver con los sentimientos humanos.

Con todo, eso le hizo preguntarse con quién iba a compartir el resto de su vida. Era una viuda, y normalmente las viudas vivían con sus padres. Nadie podía casarse con una persona de otra clase social, pero ella había sido campesina y se había convertido en la concubina del shogun; ya no sabía a qué clase pertenecía. No obstante, un extranjero estaba al margen de todas las normas y las convenciones que regían la vida normal. Y Sachi tenía que admitir que se había acostumbrado a Edwards y que esperaba con impaciencia sus visitas.

Lo miró tímidamente y se sostuvieron la mirada. Sachi intentó fruncir el entrecejo para mostrar su desagrado, pero en lugar de eso, no pudo evitar sonreír.

Edwards despegó los labios para decir algo más, pero ella levantó una mano. Oyeron voces a sus espaldas. Taki y Haru se acercaban por el sendero.

Al día siguiente se oyeron pasos en el patio. Parecían sandalias de paja. Taki corrió al vestíbulo. Cuando volvió, su sonrisa iluminó la tenebrosa cámara, alumbrando los rincones más oscuros. Se paró en el umbral. Llevaba un rollo de papel en las manos.

Sachi lo desenrolló. Allí, escritos con su varonil caligrafía, estaban los dos últimos versos del poema que ella le había enviado:

Akatsuki shirade / aun así me entregué a ti

Hito o koikeri / sin pensar en el amanecer.

Y una sola palabra: Nantonaku. «De alguna forma.»

—Sin pensar en el amanecer.

El amanecer era el momento en que los amantes debían separarse; eso era lo que significaba el poema. Pero «sin pensar» describía el modo de actuar de Shinzaemon. A él no le importaba lo que los demás pensaran o esperaran. Él ignoraba a los demás, hacía las cosas a su manera. Sachi estaba muy contenta. El amanecer estaba acercándose, el amanecer de una nueva era. Quizá, como Daisuké siempre prometía, sería una era en que las personas como ellos podrían estar juntos. Quizá fuera cierto que había un futuro para ellos. De alguna forma.

Sachi releyó las palabras de Shinzaemon una y otra vez. Estaba vivo y pensaba en ella. La paciencia de Sachi había recibido su recompensa.

Pero mientras pensaba en Shinzaemon sintió cierta tristeza, y cierta vergüenza, al recordar su encuentro con Edwards del día anterior. Pese a la franqueza de éste, ella nunca podría saber qué pensaba, sentía o veía su alma extranjera. Seguramente sólo está jugando, se dijo. Había oído decir que a los extranjeros les gustaba jugar con las mujeres. Sin embargo, Edwards había sido tan gentil, tan considerado. Nadie la había tratado jamás de esa forma. Sachi había estado preguntándose si debía contarle a Taki lo que había pasado, pero entonces comprendió que no podía.

Poco después oyó un crujido de botas de piel de animal en el patio. Se armó de valor y le dijo a Taki:

—Dile que no me encuentro bien.

Nantonaku. De alguna forma. Pero «de alguna forma» podía significar mucho tiempo.

Al principio, Sachi se sobresaltaba cada vez que oía el más leve ruido en el patio, y enviaba a Taki a ver quién era. Pero pasaban los días y no llegaba ningún mensaje más; no había ni rastro de un guerrero enmarañado con ojos de felino. Sachi se dio cuenta de que había olvidado qué aspecto tenía Shinzaemon. El cabello alborotado, los ojos... Eso sí lo recordaba, porque se los había imaginado infinidad de veces; pero aparte de eso, no estaba segura de reconocerlo cuando lo viera. Quizá Shinzaemon tendría esa mirada ausente que tenía Tatsuemon, como si estuviera viendo escenas horribles. Había pasado meses luchando por lo que ya debía de saber que era una causa perdida. Debía de estar muerto de cansancio, escuálido, hambriento, destrozado, triste, quizá desilusionado y amargado.

Había pasado mucho tiempo. Edwards le había hablado a Sachi de otras formas de ver el mundo, de otras formas de vida...

Edwards. De ahí era de donde provenían todos sus recelos. Él la había cambiado, como habían hecho los sureños con Edo al invadirla; la había llenado de incertidumbre y de dudas.

Sachi pensó que Edwards estaría tan avergonzado por lo atrevido de su conducta que no volvería a saber nada de él. Un par de rechazos, y ya estaría. El primer día que fue a visitarla, ella le había enviado un mensaje diciendo que no se encontraba bien. El segundo día le envió el mismo mensaje. Pero aunque se negara a verlo, Sachi no podía evitar rememorar aquel encuentro, y sentía el mismo delicioso escalofrío que le había recorrido la espalda cuando él le acarició la mano con los labios. Entonces Taki volvió con un gran ramo de flores y hojas de otoño: camelias, crisantemos silvestres, ramas cargadas de hojas de arce de color rojo, naranja y amarillo. Sachi profirió una exclamación, admirada. Taki fue a buscar un jarrón y, juntas, arreglaron las flores.

El tercer día, Edwards le envió un misterioso objeto. Era pequeño, redondo y metálico. Sachi lo examinó, y entonces intentó ponérselo en un dedo. Encajaba a la perfección. Se lo quitó rápidamente. No le pareció correcto ponérselo.

Sachi nunca había visto un comportamiento semejante. Se decía que debería estar enojada, pero lo cierto era que se sentía halagada. Shinzaemon llevaba mucho tiempo lejos. Cuando regresara, suponiendo que regresase, sería como un extraño irrumpiendo en la vida de Sachi. Y Edwards estaba allí mismo. No podía pasar nada si le permitía visitarla otra vez, aunque sólo fuera por Taki y por Haru, porque ellas también disfrutaban de su compañía.

Así que Edwards reanudó sus visitas.

Entre tanto, se acercaba el día de la llegada del emperador a la ciudad.

—Tenemos que llevar ropa nueva para ir a recibirlo —dijo Taki, que estaba muy emocionada.

No sabían qué ponerse. No podían llevar los kimonos de las damas de la corte del shogun, por descontado. El shogun y su familia eran enemigos del Estado, y Sachi temía que si las reconocían acabarían las tres en jaulas de prisioneros y las mandarían a Suruga. Al final decidieron vestirse de chonin acomodadas. Cuando llegaron los mercaderes, Haru encargó rollos de seda de colores y estampados a la moda chonin, y Taki y ella se pusieron a trabajar con las agujas.

Para Sachi era evidente que tampoco podían ir con Edwards. Desfilar en público con un extranjero de tanta estatura, con esa nariz tan prominente, y con su tropa de guardaespaldas habría sido una locura. Tenían que ir solas.

El día antes de la llegada de la procesión, Sachi recibió un mensaje de Daisuké: iba a volver a Edo y las acompañaría.

A la mañana siguiente, temprano, Taki ayudó a Sachi a prepararse. Le tiñó los dientes de negro, le afeitó las cejas y le hizo un peinado de chonin, recogiéndole el pelo en un lustroso moño y clavándole horquillas y peinecillos. A continuación la ayudó a ponerse los kimonos. La seda, nueva, tenía un tacto frío y crujiente. El kimono exterior, forrado, era de un bonito color rojo, con estampado de hojas de arce en el ruedo. Taki lo había tenido toda la noche cerca de un incensario, y desprendía un elegante olor a almizcle. Taki y Haru también llevaban unos preciosos kimonos nuevos.

Daisuké las esperaba en el patio. Bajo la débil luz de la mañana, irradiaba dignidad y poder. Llevaba un traje de ceremonia: pantalones hakama negros y un haori con las hombreras almidonadas. Sachi reparó en que había engordado, y la barriga sobresalía por encima de su obi. Hasta llevaba dos espadas en el cinturón. Era un hombre influyente y de rango elevado.

Daisuké había dicho que quería ser un padre del que Sachi pudiera enorgullecerse, y eso lo había conseguido. Sachi lo saludo con serena alegría. Tuvo la impresión, como le pasaba cada vez que él la miraba, de que Daisuké también veía a alguien nuevo en ella.

—Hija —dijo él sonriendo.

—Padre —repuso ella, e inclinó la cabeza.

Al salir de la mansión, Sachi vio que lo habían limpiado y ordenado todo. Habían reconstruido las paredes del foso y las partes del puente que se habían derrumbado. También habían desherbado las calles, y las habían barrido y regado para asentar el polvo. Olía a tierra húmeda y a lluvia.

Las grandes avenidas que discurrían entre los palacios de los daimios ya no estaban desiertas y silenciosas. Estaban llenas de gente que se apresuraba, en un torrente interminable, hacia el castillo. La plaza que había frente al castillo ya estaba abarrotada de hombres y mujeres con sus mejores galas, kimonos de seda de colores rojo y dorado relucientes.

Daisuké iba en cabeza abriéndose paso entre la multitud hacia la Puerta Wadakura, el portal por donde entraría el emperador. Sachi lo seguía de cerca, apretujada entre cuerpos duros y blandos, altos y bajos, ricos y pobres, cuerpos que ofrecían resistencia y cuerpos que se apartaban. Había hombres, mujeres, ancianos, jóvenes, niños y personas que llevaban bebés a la espalda. Escudriñó aquel mar de caras. Se preguntó si vería un rostro conocido, enmarcado por una enmarañada melena, con ojos de felino. De vez en cuando veía a alguien que le recordaba a Shinzaemon; luego volvía a mirar y se daba cuenta de que no era él.

Habían llegado junto a un cordón de soldados cuando Sachi se fijó en una mujer que estaba entre el gentío. Llevaba unos espléndidos kimonos con un gran escote en la espalda que revelaba una sugerente extensión de piel sin maquillar, como las geishas o las prostitutas. Todo el mundo miraba expectante hacia el sitio por donde iba a aparecer el emperador, y sin embargo ella miraba en la dirección opuesta mientras se mordía el labio inferior. Contemplaba el castillo como enajenada, admirando con incredulidad las murallas, las torrecillas y las blancas y altísimas paredes. Una lágrima resbalaba por su maquillada mejilla.

—No fueron tiempos tan maravillosos —dijo Sachi en voz baja.

Pero incluso mientras lo estaba diciendo sabía que no era verdad. Esas puertas también estaban cerradas para ella. Ese mundo frágil y hermoso había desparecido para siempre, como una valiosa vasija de porcelana que se rompe al caer al suelo.

Daisuké les había conseguido sitio cerca de la puerta, en un recinto reservado a los funcionarios del gobierno, donde estarían protegidas de la aglomeración. Sachi miró a la multitud que tenía delante. Nunca había imaginado que pudiera haber tanta gente en el mundo.

—Míralos —dijo Fuyu secándose los ojos y la nariz con la manga del kimono—. Primero están dispuestos a morir por el shogun, y luego mira, se inclinan ante el emperador. Cuando regresen los hombres de Wakamatsu, volverán a lanzar vítores por el shogun.

A Sachi le dio un vuelco el corazón, y de pronto se le quedó la boca seca. Los hombres. Seguro que Shinzaemon estaba entre ellos.

—¿Van a volver? —preguntó.

—Los que han sobrevivido. Ya vienen hacia aquí. Llegarán dentro de unos días. Nosotros sabemos quiénes son los verdaderos héroes. Les daremos la bienvenida que se merecen.

Se acercaba la hora del caballo, cuando normalmente habría habido miles de fuegos encendidos para preparar la comida. Pero ese día estaba prohibido encender fuego. A lo lejos se oían unos débiles sonidos. Todos guardaban silencio, tratando de atrapar aquella melodía que se acercaba flotando. Era música, una música antigua y de otro mundo. Sachi se estremeció. Parecía que los dioses estuvieran bajando a la tierra.

Por encima de sus cabezas, diminutos a lo lejos, aparecieron unos estandartes que ondeaban lentamente hacia el gentío. Oscilaban de un lado a otro agitados por la brisa. Eran de color rojo oscuro, y llevaban un círculo dorado: el emblema del crisantemo del emperador. La luz del sol destellaba en las puntas de las picas, las lanzas y las alabardas, lanzando deslumbrantes destellos. Sachi entrecerró los ojos y atisbo una masa de altas y negras figuras que avanzaban en solemne procesión: los altos sombreros negros, lacados, de hileras e hileras de cortesanos. Cascos planos, cascos puntiagudos, cascos con cuernos, cascos de todo tipo de formas y colores avanzaban formando bloques compactos. A lo lejos, los techos lacados de los palanquines brillaban bajo el sol..

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