Los cuervos, con sus grandes picos negros y sus pequeños ojos amarillos, graznaban sin parar en los pinos y en los cerezos. Era un sonido espantoso y amenazador. Algunos pájaros se habían posado sobre los cadáveres y les picoteaban los ojos. También rondaban perros; arrancaban trozos de carne de los cadáveres o les mordisqueaban la cara. Sachi cogió una piedra y se la lanzó a uno; se retiraron, gruñendo, y se quedaron merodeando bajo los árboles, al pie de la ladera. Un perro esquelético pasó corriendo con la panza muy pegada al suelo, con un destello en los ojos. Llevaba una cosa blanca en la boca. Sachi vio, horrorizada, que era una mano.
Un tipo de espaldas anchas estaba atravesado boca abajo en el camino, con la cara en medio de un charco de agua sanguinolenta. Tenía un brazo doblado en un ángulo grotesco, y el otro por encima de la cabeza. Tenía un desgarrón en el haori, azul, y una mancha se extendía por su espalda y teñía la tela de color morado.
Sachi se estremeció y se llevó una mano al cuello. Sintió náuseas, y se recordó por qué estaba allí. Era un hombre corpulento, como Shinzaemon. A Sachi no le habría extrañado que éste hubiera estado en la primera línea cuando atacaron los sureños. Se ató el pañuelo tapándose la cara, se recogió las faldas del kimono y se arremangó.
No eran las manos de Shinzaemon, pero Sachi tenía que asegurarse. Apretando los labios, se agachó y le tocó un hombro con las yemas de los dedos. Estaba duro y frío; no parecía un cuerpo humano. Le puso una mano debajo, con firmeza, y lo levantó. Jamás había pensado que un ser humano pudiera pesar tanto. Consiguió darle la vuelta al cadáver, lo suficiente para verle la ennegrecida e hinchada cara. No era él: se dio cuenta enseguida. Sintió tanto alivio que empezó a darle vueltas la cabeza, y volvió a soltar lentamente el cadáver.
Siguió caminando, dando traspiés. Iba abriéndose paso entre los cadáveres cuando pisó algo que parecía una ostra cruda. Era un ojo. Ya ni siquiera sentía asco, ni horror. Tenía la impresión de que ella también era un cadáver.
Alrededor de Sachi, los soldados sureños recogían a sus muertos y a sus heridos y se los llevaban. De repente, una de las chaquetas de color azul claro, medio escondida bajo un montón de cadáveres, dio una sacudida. Hubo un destello de acero: un soldado sureño levantó su espada y la dejó caer, y el movimiento cesó al instante.
Sachi se percató de que la estaban mirando. Aturdida, se ciñó el pañuelo alrededor de la cara. Un par de sucias botas de piel de animal, cubiertas de barro y de sangre, se le plantaron delante. Las mallas de extranjero que salían de las botas echaban vapor y desprendían un olor rancio a tela sucia y mojada.
—Pierdes el tiempo —gruñó una socarrona voz con acento sureño. Era el colmo del insulto: que esos salvajes se regodearan con la carnicería que habían provocado—. Aquí ya no queda nadie vivo. Ni una cucaracha. Nada.
Una mano la agarró por la manga, y Sachi se encogió. No podía soportarlo. Estaba en un lugar sagrado, rodeada de cadáveres abotargados. Ni el sureño más bruto se atrevería a profanar un sitio como aquél.
—Eh, aquí hay una cara bonita. ¿Qué me dices, Wakamoto? Buena presa, ¿no? ¿Botín de guerra?
Sachi dio un tirón y se soltó. Sabía que era una locura pelear. Como mucho, podría derribar a un soldado antes de que la derribaran a ella o, peor aún, de que se la llevaran como rehén. Pero ya no podía pensar con claridad. Buscó su daga.
Entonces se oyeron unos pasos chapoteando en el barro.
—Dejadlas en paz —bramó otra voz—. Ya hemos hecho nuestro trabajo. Dejad que busquen a sus hombres. Pero estad atentos. Que no se lleven ningún cadáver.
Sachi miró a Taki y a Haru, y sus miradas se cruzaron. Ellas también tenían la mano en el puño de la daga. Sachi estaba tan horrorizada que había olvidado el peligro que corrían. Si esos sureños las arrestaban, descubrirían que eran fugitivas, damas de clase alta del bando de los norteños que habían desacatado su sentencia de reclusión. No sólo se exponían a que las devolvieran a la mansión, sino a que las encarcelaran, o incluso a que las ejecutaran.
Con la cabeza agachada, y sin dejar de vigilar a los soldados sureños, reemprendieron su tarea. En silencio, avanzaron por el campo de batalla, inclinándose sobre cualquier cadáver que pareciera remotamente familiar, examinándole la cabeza y las manos, los zuecos y las sandalias, buscando alguna pista. Algunos ya empezaban a hincharse y tenían la cara deforme e irreconocible. Otros no tenían cara o estaban espantosamente desfigurados. A uno de los cuerpos que levantaron se le salieron las vísceras.
El estrecho paso que rodeaba la Puerta Negra estaba lleno de muertos. Muy lentamente, las mujeres avanzaron hasta la cuesta que conducía al templo, que estaba en lo alto de la colina. Había cadáveres por todas partes, tirados en las empinadas cuestas que bordeaban el sendero y despatarrados en el suelo.
Mareada de calor y conmocionada, Sachi estaba mirando un montón de cuerpos cuando vio una cara que creyó reconocer. Sintió una fuerte sacudida. Giró la cabeza y se tambaleó hacia atrás, con una mano en el cuello. Se quedó allí plantada, jadeando, con los puños tan apretados que notaba cómo las uñas se le clavaban en las palmas. Respiró hondo y se obligó a mirar otra vez. El rostro de mejillas hundidas, los enmarañados mechones de pelo negro y tieso, la cinta blanca en la cabeza, los miembros desgarbados... No podía ser otro.
Sachi se arrodilló tratando de controlar las arcadas. Unos fuertes sollozos la hacían temblar de pies a cabeza. Un delgado brazo la apretó con fuerza por los hombros.
—Gen —susurró Taki.
Sachi asintió; se había quedado sin habla. Genzaburo, su amigo de la infancia, que había sobrevivido a tantos apuros y que se había embarcado en tantas descabelladas aventuras. Sachi jamás había visto esa cara sin una pícara sonrisa en los labios. Ahora estaba inerte y cérea; tenía los ojos opacos y los labios pálidos. Genzaburo parecía muy joven. Estaba tumbado boca arriba, y tenía el torso empapado de sangre. Las moscas zumbaban alrededor de las manchas oscuras y se aglomeraban en sus ojos y en su boca.
—Vienen solados sureños —susurró Taki tirándole del brazo para que se levantara.
—No podemos dejarlo aquí —gimió Sachi.
—Podéis rezar si queréis, pero no podéis mover los cadáveres —bramó una áspera voz.
Sachi respiró hondo. Estiró un brazo para acariciarle la mejilla. Estaba fría y gomosa. Temblando, horrorizada, ahuyentó las moscas y le cerró los ojos. Se arrodilló, llorando, y rezó una oración.
Taki la cogió del brazo y se lo apretó.
—Era un campesino, pero murió como un samurái —dijo apartándola de allí—. Tuvo una muerte digna.
Cuando llegaron al final de la cuesta, sólo encontraron un mar de barro, lleno de cráteres que indicaban dónde habían caído los proyectiles. Las magníficas paredes rojas con sus relucientes tejados de tejas habían desaparecido por completo. Nada indicaba que allí hubiera habido un templo. Sólo quedaba un edificio en pie, en medio de las ruinas. La gran campana de cobre con su base de piedra, su armazón de madera y su tejado de tejas había sobrevivido milagrosamente. Unos sacerdotes caminaban alrededor haciendo sonar campanas, enviando sus oraciones al cielo: oraciones por el alma de los muertos.
Bajo un sol de mediodía abrasador, Sachi y Taki, empapadas de sudor, circulaban entre los cadáveres tratando de examinarlos. Había muchas mujeres ocupadas en la misma tarea. Nadie decía nada. De vez en cuando, una mujer paraba en seco, se inclinaba para examinar una cara y agachaba la cabeza. Algunas mujeres estaban arrodilladas en silencio, montando guardia junto a un muerto. Los soldados se paseaban a grandes zancadas, asegurándose de que nadie intentara llevarse un cadáver.
Sachi se levantó con dolor. Taki parecía un fantasma; estaba agotada y cubierta de mugre. Tenía la mirada inexpresiva, como si hubiera visto tanto que ya no pudiera sentir nada; como si hubiera muerto por dentro. Sachi supuso que ella debía de tener el mismo aspecto. De pronto notó cómo le dolía la espalda, y las picaduras de mosquito que tenía en los brazos. Tenía las manos en carne viva, y le sangraban los pies, rozados por la arenilla, las piedras y los trozos de metal que cubrían el suelo.
—No puedo seguir buscando —murmuró—. Gracias por ayudarme.
—No te estaba ayudando —replicó Taki—. He venido porque he querido. Me importan esos hombres. Ya lo sabes. Shinzaemon, Tatsuemon y... y...
Tenía la voz ahogada, y los ojos llorosos. Sachi sabía qué era lo que no se sentía capaz de decir: «... y Toranosuké.» Le rodeó los delgados hombros con un brazo y la abrazó con fuerza.
El tañido de una campana resonó por la cumbre de la colina, monótono. Un sacerdote avanzaba hacia ellas dando traspiés; tenía la negra túnica manchada de hollín y de barro. Tenía la cara gris, y la barbilla cubierta de una barba rala. Llevaba un brazo en cabestrillo. Con el otro sujetaba una campanilla. Al llegar a su lado, hizo sonar una vez más la campanilla, y entonces se detuvo.
—¿Buscáis a vuestros muertos?
Sachi y Taki asintieron. Era reconfortante ver a un ser humano que no fuera un enemigo, que hubiera presenciado la batalla y que hubiera sobrevivido.
—Muchos se han ido al norte. Los sureños creen que nos han derrotado, pero los nuestros volverán. Su Reverencia el superior también ha huido.
El sacerdote señaló aquel mar de barro.
—Mirad esto —dijo—. Salvajes. —Escupió en el suelo—. Hasta ayer, esto era el templo Kanei-ji. Ahora los tesoros han desaparecido: las salas, los libros, las bibliotecas, las estatuas... Todo. Al menos Su Reverencia logró huir. Que los dioses y los budas lo protejan.
—¿Estabais vos aquí?
—Sí —afirmó el sacerdote—. Nos defendimos, pero nos acorralaron, y mataron a la mitad de nuestros hombres con sus bombardeos. ¡Y se llaman samuráis! Se esconden detrás de esas armas extranjeras. Ni siquiera puedes verlos, y mucho menos acercarte lo suficiente para clavarles una espada. Luego nos acribillaron a balazos. Conseguimos detenerlos en la Puerta Negra hasta mediada la tarde. Murieron muchos hombres. Si los vuestros estuvieron aquí, puedo aseguraros que lucharon como héroes. Podéis estar orgullosas de ellos.
El sacerdote se alejó, deteniéndose en cada cadáver que encontraba. Las mujeres oían el triste sonido de la campanilla por la cumbre de la colina.
Haru estaba arrodillada a cierta distancia, al borde de la meseta, donde empezaban los bosques. Había encontrado a un soldado herido. Era menudo y endeble, y no aparentaba más de quince años. Sus pantalones plisados y su haori estaban cubiertos de barro, y tenía un brazo torcido en un ángulo extraño. Le sangraba una herida que tenía en la cabeza.
Pero se movía y gemía débilmente. Tenía los labios agrietados y le ardía la cara, ennegrecida y cubierta de polvo. Haru había desgarrado parte de la tela que se había llevado y le había vendado con ella la cabeza. Lo tenía abrazado y movía la cabeza hacia uno y otro lado, tratando de ahuyentar las moscas que zumbaban alrededor de sus sangrantes heridas.
—Te pondrás bien —le susurraba una y otra vez.
Se volvió hacia Sachi y Taki.
—Necesita agua y ayuda, y rápido. Esos sureños son unos asesinos. Están decapitando a los heridos. —Sus lágrimas caían sobre la ensangrentada cara del soldado—. Estaba aquí, rodeado de cadáveres, esperando a la muerte. Miradlo. Sólo es un niño.
—Si nos descubren vamos a tener problemas —dijo Taki—. Llorar por él es una cosa, y ayudarlo, otra. No olvides que somos fugitivas. Deben de estar buscándonos.
—Pero si lo dejamos aquí morirá —dijo Sachi.
Era como si aquel muchacho representara a toda la milicia. Si al menos podían salvarlo a él, habría valido la pena morir.
—Ojalá tu padre estuviera aquí —dijo Haru mirando a Sachi—. Ahora es cuando lo necesitamos.
Sachi miraba al joven con fijeza. Tenía unas manos delgadas e infantiles, como las manos que le habían dado su alabarda hacía una eternidad. Tenía la cara gris, cubierta de sangre y polvo; una cara redonda, con el flequillo todavía sin cortar... Le dio un vuelco el corazón. De pronto volvía a estar en el camino, caminando hacia Kano, despidiéndose en la aldea cuando él había marchado a caballo, tan valiente, con Toranosuké. Y allí estaba ahora, muriendo ante sus ojos.
¡Tatsu! —dijo con un grito ahogado—. ¡Somos nosotras, Tatsuemon! ¡Sachi y Taki!
Le cogió una mano y se la apretó, frotándole la palma, intentando infundirle un poco de vida, y el muchacho dio un débil gemido. Las mujeres se miraron, angustiadas, unas a otras. Si Tatsuemon estaba allí, Shinzaemon y Toranosuké no podían estar muy lejos. Seguro que habían luchado hombro con hombro. Frenéticas, empezaron a levantar los cadáveres que había alrededor, tratando de darles la vuelta para verles la cara. Pero no encontraron ninguno que se pareciera a ellos.
Del otro lado de la meseta llegaba el sonido de voces sureñas. Oían a los soldados hablando y riendo, chapoteando por el terreno fangoso. Entonces llegó flotando otra voz. El hombre gritaba, furioso, con un acento extraño.
Un extranjero.
Sachi levantó la cabeza y vio acercarse a unos soldados sureños con un grupo de extranjeros. Uno era una criatura de aspecto temible, un verdadero gigante. Destacaba entre los sureños, e incluso hacía que el otro extranjero pareciera pequeño. Tenían ambos una barba negra y rizada.
Entonces Sachi se fijó en el segundo hombre. ¿No era...? Sí, era el extranjero que las había rescatado cuando las habían atacado los sureños. Recordaba su tez dorada y su reluciente cabello, y cómo había aparecido de pronto, disparando con su rifle, dispersando a los soldados. Recordaba cómo Taki, Shinzaemon y ella habían viajado con él y con su amigo en sus desgarbados palanquines, especialmente diseñados para que les cupieran las largas piernas, y cómo las habían escoltado a Taki y a ella hasta las mismas puertas del palacio.
Sachi sintió un arrebato de júbilo y de alivio. Él las ayudaría. Volvería a rescatarlas.
Pero Sachi estaba cubierta de barro y de sangre. ¿Cómo iba a reconocerla?
Desesperada, intentó recordar su nombre bárbaro mientras el grupo se les acercaba. Tenía la boca seca y la mente en blanco. Tenía que pensar; necesitaba concentrarse. Hizo un esfuerzo tremendo. Su nombre... tenía algo que ver con la ciudad de Edo, ¿no?
Entonces lo recordó. Pronunció las cuatro sílabas con voz ronca: