Los jardines del santuario de Hachiman, el dios de la guerra, estaban abarrotados de gente. Había mucho humo y suculentos aromas que provenían de unos pequeños puestos donde unos individuos corpulentos, con los hombros tatuados y pañuelos anudados en la cabeza, preparaban fideos de Año Nuevo y bolas de arroz, pulpo y calamares, pregonando sus productos a voz en cuello. Los juerguistas reían, gritaban y se daban empujones, recibiendo el Año Nuevo con una taza tras otra de humeante sake. Unos perros escuálidos circulaban entre la gente, olfateando en busca de comida.
—Toda esta gente me pone nerviosa —dijo Taki arrugando la nariz y retirándose, asqueada, mientras un grupo de chonin borrachos pasaba a su lado tambaleándose—. Ya sé que son gente del campo, pero aun así, que los samuráis se mezclen con plebeyos como éstos... ¡Hasta las mujeres samurái! Nunca había visto nada parecido. ¿Es que no tienen sentido del decoro?
Sachi también buscaba entre los juerguistas preguntándose si vería a algún greñudo ronin. Necesitaba saber qué estaba pasando en Edo. Pero no veía a los tres hombres por ninguna parte. Eso no la sorprendió: habría sido una temeridad que unos forajidos como ellos se hubieran dejado ver en público.
Los niños habían formado un corro alrededor de tía Sato. Le tiraban de las manos, de las faldas, de cualquier parte de su cuerpo que pudieran alcanzar.
—¡Abuelita, abuelita! ¡Danos dinero! —gritaban—. Queremos ir a rezar por la victoria.
Subieron corriendo la empinada escalera de piedra que conducía al santuario y se metieron por la enorme puerta de madera, perdiéndose de vista. Volvieron al cabo de un rato; cada uno llevaba en la mano una flecha con plumas blancas en la punta.
—Para que tengamos buena suerte —dijo con solemnidad un niño de cara regordeta, agitando su flecha por encima de la cabeza.
—Y para que consigamos la victoria —dijo Yuki agitando sus dos coletas.
—Lo que necesitamos no es la victoria, sino la paz —murmuró tía Sato meneando la cabeza.
Echó un vistazo a la multitud; la expresión de su cara era tensa y crispada. La madre de Yuki dio una pequeña cabezada.
A la mañana siguiente, la primera del Año Nuevo, Sachi y Taki se reunieron con los demás en la gran sala. Había hombres y mujeres, adultos y niños. Durante unos días, las fronteras que los separaban a unos de otros desaparecerían.
Los hombres estaban repantigados por ahí como si se encontraran en su casa; de sus gruesos trajes de color índigo asomaban unas piernas peludas, y fumaban una pipa de tabaco tras otra. Habían dejado sus espadas largas en la puerta, pero todavía llevaban la espada corta en la cinturilla. Estaban relajados, pero atentos.
Alguien sacó una baraja de cartas de poesía. Tía Sato las dejó a un lado, frunciendo el entrecejo, y dijo:
—Prima, ¿no me dijiste que tenías una baraja buena?
La madre de Yuki estaba arrodillada en un rincón. Se levantó de un brinco, como un conejo asustado, y salió corriendo; volvió con dos barajas de cartas. Tía Sato repartió una baraja poniendo las cartas boca arriba sobre el tatami, mientras la doncella colocaba unas largas velas en el centro. Todos, se acercaron a mirar. Las cartas eran de un papel muy bonito: granulado, grueso y rígido. En cada una había dos versos escritos con una caligrafía de trazos asombrosamente firmes y elegantes.
—¡Un maestro calígrafo! —murmuró Sachi.
—Es la caligrafía de mi padre —dijo la pequeña Yuki con orgullo mirando a Sachi con sus enormes e inocentes ojos.
Con su kimono de llamativos colores, con largas y anchas mangas, parecía más que nunca una mariposa.
—El padre de Yu-chan es un calígrafo muy famoso —explicó tía Sato.
Hubo un largo silencio. Al ver que los demás agachaban la cabeza y que su semblante se ensombrecía, Sachi no se atrevió a preguntar por qué no participaba él en aquella reunión. Yuki se le arrimó y, en voz baja, dijo:
—¿Conoces «Cien poemas de cien poetas»? Es mi juego favorito.
Tío Sato, el esposo de tía Sato, se sentó con las piernas cruzadas. Su enorme barriga sobresalía tanto que casi le tapaba la cinturilla. Tenía la cabeza muy redonda y una reluciente calva, y lo observaba todo atentamente con unos ojillos escondidos entre los gruesos párpados.
Le lanzó una sonrisa a la pequeña Yuki, cogió la segunda baraja, la barajó y escogió una carta. Parecía muy pequeña en su enorme mano. Recitó, con voz grave, los primeros versos de un poema:
Si sólo para soñar
una noche de primavera
hago de tu brazo mi almohada...
Todos se inclinaron hacia delante, examinando las cartas dispuestas en pulcras hileras sobre el tatami. Yuki estiró un bracito y cogió una carta.
—¡Suo! —chilló—. ¡Es Suo!
Leyó en voz alta los dos últimos versos con su aflautada voz:
Cómo me arrepentiré
de haber manchado mi nombre.
Cuando Yuki hubo pronunciado las últimas sílabas, la habitación volvió a sumirse en el silencio, y sus palabras quedaron suspendidas en el aire. Los adultos, turbados, miraban fijamente el tatami. Sachi miró alrededor y se preguntó si ese poema tendría alguna relación con lo que le había pasado a la familia de Yuki.
De pronto todos empezaron a hablar otra vez, casi con demasiada premura. Como si quisiera disimular la turbación general, tío Sato puso la carta que sujetaba en la manita de Yuki. La niña se la mostró a Sachi.
Debajo del poema había un diminuto retrato de la poetisa Suo. Era una dama con cara de muñeca del período Heian; estaba lánguidamente reclinada, con la pequeña cabeza asomando de su túnica de doce capas, de llamativos colores. Su cara era una mancha blanca con dos puntos que representaban los ojos y una boca. Pero las cejas, en la parte alta de la frente, le daban una expresión de desdén. La lujosa túnica y el aire de melancólica resignación le recordaron a Sachi, inevitablemente, a la princesa Kazu. La princesa y sus damas —y también Sachi— solían vestir así. Sachi recordó las discusiones que había tenido con la Retirada y sus damas, que vestían a la florida moda de Edo. Hasta hacía poco, la forma de vestir de unas y otras parecía muy importante, pero ya no. El palacio se había incendiado. Sachi necesitaba saber dónde estaba la princesa y cómo estaba celebrando el Año Nuevo.
Yuki la miraba con interés.
—¿Tú te vestías así cuando vivías en Edo? —preguntó.
—No —mintió Sachi tragando saliva. Le temblaba la voz. Intentó sonreír y añadió—: Me vestía más o menos como aquí.
Nadie debía saber nada sobre el palacio ni sobre la vida que llevaban allí. Ése era su secreto, y debían guardarlo con celo.
Tío Sato cogió otra carta y leyó la primera mitad del poema con su grave voz. Antes incluso de que hubiera terminado, Yuki había dado un grito y había cogido la carta donde estaba escrita la segunda mitad. Leyó los versos, triunfante. Taki también estaba inclinada sobre las cartas, con un brazo estirado; se tomaba el juego tan en serio como Yuki. Al poco rato, ambas tenían un montoncito de cartas a su lado.
Cuando sólo quedaban unas pocas cartas por emparejar, se oyeron ruidos al otro lado de la entrada lateral. La pesada puerta de madera se abrió de par en par y entró una fría ráfaga de viento que hizo parpadear la llama de las velas. Los criados corrieron a coger los mantos y las espadas de los recién llegados.
La gran sala se llenó de gente. Estaban todos arrodillados, saludándose con reverencias.
—Son mi hermano y su familia —dijo tía Sato, sonriente, con la elegancia propia de una buena anfitriona. Pero Sachi no pudo evitar detectar un deje de tensión en su voz—. Ya conoces a Shinzaemon, claro.
Sachi levantó su abanico para taparse la cara y mirar, curiosa, desde detrás de él. No había olvidado la sonrisa de Shinzaemon. El joven estaba más acicalado. Llevaba el enmarañado cabello recogido en una cola de caballo, y tenía las bronceadas mejillas recién afeitadas. Sin su caballo y su larga espada, parecía incómodo y fuera de lugar. Se quedó allí plantado, con el ceño fruncido, como si hubiera preferido estar en otro sitio.
Tía Sato presentó a Sachi y a Taki al padre de Shinzaemon —un individuo corpulento y de aspecto severo—, a su madre —menuda y de voz suave—, a su hermano mayor —un joven con gafas— y a su esposa. Sachi nunca había pensado que un personaje rebelde como él pudiera tener una familia respetable y educada, pero la tenía.
Shinzaemon fue el siguiente en ser presentado. Sachi estaba de rodillas junto a Taki, con la vista clavada en el suelo. Quería levantar la cabeza para ver esos ojos que la habían mirado con tanta insolencia, para ver si había una chispa en ellos, para saber si también ahora la miraba. Le habría gustado decirle: «Prometiste que nos protegerías, pero no hemos vuelto a verte.»
Pero no lo dijo, por supuesto. Mantuvo la cabeza agachada y murmuró educadamente:
—Gracias por protegernos.
Taki se tapó la cara con las manos y no dijo nada.
—Lo siento —murmuró él—. Me gustaría poder hacer algo más por vosotras.
Esa formalidad no encajaba con él. De pronto hubo un gran alboroto, y los hijos de tía Sato se apiñaron alrededor de Shinzaemon.
—¡Primo Shin! —gritó una voz atronadora. Era Gennosuke, el hermano mayor—. ¡Cuánto tiempo sin verte!
—¿Dónde has estado? —preguntó otro—. ¿Qué ha pasado con tu pelo? ¿Es así como se peinan en Edo?
—Ya va siendo hora de que te lo cortes —gritó el que había hablado primero—. Te necesitamos aquí. Nosotros también luchamos, ¿sabes? ¿Qué hay de ese duelo que me prometiste?
—Cuando quieras —contestó Shinzaemon con su áspera voz—. No tienes ninguna posibilidad.
Todos rieron.
—Ya veo que no has cambiado —dijo la segunda voz.
—Por aquí —dijo tío Sato, poniéndose trabajosamente en pie, y condujo a los hombres a sus dependencias.
Mientras las doncellas preparaban sake y comida para los invitados, las mujeres recogieron las cartas para echar otra partida. Los niños pronto se concentraron en el juego.
La menuda y regordeta madre de Shinzaemon entabló conversación con las recién llegadas. Parecía mentira que aquella mujer de hermoso rostro fuera la madre de Shinzaemon. Como todos los habitantes de aquella extraña ciudad, la angustia se reflejaba en su mirada.
Tía Sato se arrodilló a su lado.
—Tu hijo ha crecido —comentó.
Sachi se inclinó sobre las cartas, fingiendo interesarse por el juego, pero no podía dejar de escuchar. Estaba muerta de curiosidad.
—Ya no es un crío —dijo la madre de Shinzaemon, que tenía un fuerte acento de Kano. Parecía triste y resignada—. Ha manchado de sangre su espada.
—¿Cuánto tiempo ha pasado ya? ¿Tres años? ¿Cuatro?
—Fue antes de que empezara a haber problemas. Pensábamos que no regresaría nunca. Al menos no ha hecho caer en desgracia a la familia. Su padre lo ha reprendido severamente, pero no hay forma de hacerlo entrar en razón. No quiere escuchar a su padre, y mucho menos a mí.
—En este mundo no hay sitio para los que no se adaptan —dijo tía Sato sacudiendo la cabeza—. El martillo aplasta el clavo que sobresale.
Sachi había oído ese proverbio un millar de veces, pero ese día las palabras le produjeron una profunda aprensión. Sin duda alguna, un ronin era un clavo que sobresale.
—Siempre fue un luchador. Se pasaba el día practicando con la espada en lugar de leer libros —dijo su madre dando un suspiro.
—Es un buen espadachín —replicó tía Sato con firmeza—. Uno de los mejores.
—Necesitamos a hombres como él —admitió su madre—. Si sobrevivimos, ya habrá tiempo más tarde para los libros. Me estremece pensar qué pasará ahora, ahora que el señor...
Tía Sato le puso una mano sobre la rodilla para prevenirla; ambas miraron a la madre de Yuki —estaba arrodillada en un rincón, retorciéndose las manos y contemplando las cartas, pensativa— y se callaron.
Sachi no era la única que había escuchado esa conversación. Taki también lo había oído todo. Sachi se inclinó hacia ella y le susurró:
—Tengo que hablar con Shinzaemon antes de que se marche. Necesito saber qué está pasando en Edo. Esos tres nos han traído, y tienen que ayudarnos a salir. No podemos quedarnos aquí para siempre.
Taki arqueó las cejas y la miró con gesto burlón. Sus grandes ojos expresaban desaprobación. Sachi sabía muy bien que una dama como ella no debía hablar con un hombre. En todo caso, era Taki quien debía dirigirse a él. Pero a Sachi no le importaba.
Las doncellas estaban cerrando las persianas y encendiendo las lámparas, y las mujeres ya se habían cansado de jugar con las cartas de poesía. De pronto se oyeron unos fuertes gritos.
—¡Mocoso insolente! ¿Dónde está tu sentido del deber? —Era tío Sato—. Si no fueras el hijo de mi hermano, desenfundaría ahora mismo mi espada.
—Iré al norte cuando lo estime conveniente, y no antes —contestó la voz de Shinzaemon—. Tengo un trabajo que hacer aquí. Me gustaría haber regresado antes.
Sachi se puso en pie y corrió hacia el vestíbulo. Shinzaemon, enfurecido, estaba poniéndose la larga espada en el cinto y echándose un manto sobre los hombros.
—Maestro Shinzaemon —dijo con voz débil.
Él se dio la vuelta, sorprendido.
—Disculpadme —dijo ella—. Os agradecería mucho que nos hicierais una visita cuando tengáis noticias. Necesitamos saber si la situación se ha calmado en Edo. Eso nos ayudaría mucho.
Shinzaemon se paró en seco. Miró a Sachi con fijeza, recorriendo su cara y su pelo con la mirada, deteniéndose en cada una de sus facciones: la pequeña nariz, los rosados labios, el blanco cutis, los verdes ojos.
Sachi hizo un esfuerzo y rompió el hechizo bajando la vista y mordiéndose el labio.
—Por supuesto —dijo él, y dio una brusca cabezada—. Así lo haré.
Entonces se abrió la puerta y Shinzaemon salió a la oscura calle.
Al principio, Sachi y Taki escuchaban, esperanzadas, por si oían a tía Sato o a la doncella correteando por la casa para anunciar que Shinzaemon o Toranosuké estaban en el vestíbulo. Cada vez que se abrían las puertas, levantaban la cabeza, expectantes. Pero siempre resultaba que iban a llevarles la comida, a hacerles la cama o a invitarlas a la gran sala para charlar con las otras mujeres.
Poco a poco iban acostumbrándose a su nueva vida. Sus espléndidos kimonos —el único recuerdo que tenían de la vida que habían llevado en el palacio— estaban guardados en hatillos, acumulando polvo. Sachi intentaba no pensar en esa otra extraña prenda que se había llevado, sin saberlo, de su aldea. Pero cuando veía con el rabillo del ojo el pañuelo de seda con que estaba envuelta, creía verla relucir en el interior, como una brasa. Ciertamente parecía la capa de un ángel. Era demasiado bonita. La asustaba, como si estuviera encantada.