¿De verdad se había perdido todo: los tesoros, los valiosos kimonos y las exquisitas piezas de laca? ¿Qué había sido de las mujeres, de la Retirada, con sus doscientas ochenta damas de honor, cada una con su séquito de doncellas, y de la anciana Honju-in y sus numerosas y decrépitas damas de honor? Sachi siempre había creído que su hogar era su aldea, pero se equivocaba. Su hogar era el palacio, y todas esas mujeres —algunas más bondadosas que otras— se habían convertido en su familia.
Desde la muerte del shogun, la vida había dejado de tener sentido para Sachi. Ahora tenía una misión: hacer de señuelo, engañar a los sureños y alejarlos del castillo para que la persiguieran a ella en lugar de a la princesa. La joven sabía que su vida no tenía ningún valor. Las mujeres estaban en este mundo para obedecer, sin cuestionar y sin pensar. Eso era lo que ella tenía que hacer: dejar de pensar. Murmuró el poema elegiaco que el poeta Narihira había compuesto en la era Heian:
Tsui ni yuku / Que es un camino
Michi to wa kanete / que algún día todos recorreremos
Kikishikado / ya lo había oído decir,
Kino kyo to wa / pero nunca pensé que hoy
Omowazarishi o / traería ese lejano mañana.
Sachi palpó la empuñadura de la daga que llevaba firmemente sujeta en el obi y acarició sus sedosos hilos. En el palacio le habían enseñado que debía estar preparada en todo momento para proteger a su señor, o incluso para quitarse la vida de modo que no pudiera capturarla el enemigo. Pero el privilegio del suicidio no era para ella. Si se quitaba la vida, habría fracasado en su misión. La princesa se quedaría sin doble.
Estaba serena mentalmente, pero su cuerpo reaccionaba al miedo. El corazón le latía tan deprisa que apenas podía respirar. Notaba un fuerte dolor en el vientre, como si le estuvieran clavando un cuchillo, y ese dolor la consumía. Sachi detestaba la vergüenza y la ignominia de esa sensación. Necesitaba sofocar su miedo. Aunque había ascendido en la jerarquía del palacio, las aristócratas seguían susurrando que ella no era más que una campesina. Ahora tenía la oportunidad de demostrar su valía: cuando llegara el momento, les demostraría a todos de qué era capaz la concubina del señor Iemochi.
Intentó respirar más despacio. Necesitaba pensar, concentrarse, prepararse. ¿La tomarían como rehén? ¿Qué debía de sentirse al morir? La suya era una historia sin final.
Acabó pensando en Su Majestad, como solía hacer. Recordó los días y meses de tristeza: los treinta días del duelo, los meses de restricciones rituales, los cantos ante su tablilla funeraria en los días siete, catorce, veintiuno, treinta y cinco, cuarenta y nueve y cien después del funeral. Sachi había rezado día y noche para que el shogun volviera a nacer, a salvo, en el Paraíso Occidental. Y allí estaba ahora, con diecisiete años, convertida en viuda y en monja, aprisionada en aquella diminuta caja, precipitándose hacia un destino inimaginable.
Estaba completamente sola, sin nadie que la ayudara ni le indicara qué debía hacer. Si se presentaba alguna decisión importante, tendría que tomarla ella sola.
Sachi no sabía cuánto tiempo llevaban viajando cuando, de pronto, hubo un tumulto. Oyó arrastrar de pasos, y luego gritos. Apartó un poco las tablillas de la cortina y miró con cautela.
Se encontraban en un estrecho callejón, entre altas paredes. La joven entrevió una amenazadora figura en las sombras, y luego otra, y otra. Iban cubiertas con gruesas capas de ropa acolchada. Sachi vio dos espadas, una larga y otra corta, asomando por debajo de las capas. Dos espadas: eso significaba que pertenecían a la clase de los samuráis. Pero no vestían como samuráis. Llevaban la cara tapada con pañuelos; lo único que se les veía eran los ojos, relumbrantes. Eran ronin, probablemente del sur, y llenaban el callejón.
Uno de los individuos dio un salto hacia delante. Se oyó un desgarrador y gutural gemido, hubo un destello azulado, y luego se oyó algo parecido a la hoja de una espada clavándose en la carne.
Sachi dio un grito ahogado y salió despedida hacia delante cuando el palanquín se detuvo bruscamente. Oyó el chirrido de las espadas al salir de sus vainas y el entrechocar de una hoja contra otra. El silbido de las espadas, los golpes del acero contra el acero y los gritos cada vez se oían más cerca, hasta llegar justo frente al palanquín y formar un fuerte estruendo. Sachi asió su daga e, impotente, permaneció sentada en el frágil palanquín, obligándose a no pensar y a estar preparada. La sangre susurraba tan fuerte en sus oídos que casi no oía nada más. El palanquín se balanceaba y daba fuertes sacudidas; la joven se zarandeó y cayó al suelo, magullada. Oyó el retumbar de unos pasos que se alejaban.
Entonces oyó unas ásperas voces que gritaban en un dialecto cantarín. Sachi no entendía lo que decían, pero reconoció el acento. Era una versión masculina y basta del cadencioso lenguaje que empleaban las damas de la Retirada para hablar entre ellas. Eso demostraba que estaba en lo cierto: esos hombres eran sureños.
Jadeando, Sachi se levantó del suelo. Se sentó muy tiesa, se alisó las faldas, se arregló el cuello, se puso bien la casulla y asió la empuñadura de su daga. Había llegado el momento. Tendría que soportar la humillación de la captura. Pero pensaba oponer resistencia: eso no podían impedírselo.
Se quedó muy quieta, intentando no moverse, casi sin respirar. No se oía nada. De pronto, una mano sacudió la puerta del palanquín.
Entonces la joven oyó algo inesperado: cascos de caballos que se acercaban por detrás. Debían de ser más rebeldes sureños. Se oyó una fuerte explosión que retumbó en sus oídos. Conocía ese ruido: lo había oído sonar al otro lado de las murallas del castillo, pero nunca tan cerca. Eran disparos de mosquete. Hubo otra descarga, y luego otra. Oyó gruñidos y gritos, el chirrido del acero contra los huesos y los golpes de los cuerpos al caer al suelo. A continuación se hizo un silencio sepulcral, interrumpido por el solitario trino de un pájaro. Soplaba un viento frío.
Sachi respiró hondo. El corazón le latía tan fuerte que no podía creer que los hombres que estaban fuera no lo oyeran. Se irguió con orgullo, con la mano sobre la daga. Estaba dispuesta a demostrarles que una muchacha de diecisiete años —y, además, campesina, por si no lo sabían— podía ser tan valiente o más que cualquier samurái.
Oyó una voz de hombre. Estaba muy cerca, al otro lado de las delgadas paredes de madera del palanquín. Era una voz cultivada, aunque con un leve deje rural. Hablaba con tanta claridad y con tanta educación que Sachi podía entender casi todo lo que decía. Dio su nombre —Toranosuké de la familia Matsunobe— y el de su dominio, Kano. Por lo visto le estaba pidiendo que se identificara.
¡Kano! Sachi se quedó paralizada. Kano estaba cerca de Kioto y de su aldea. Pero no sabía cuál era su filiación política, ni si esos hombres eran partidarios del norte o del sur. Fuera como fuese, tenía que convencerlos de que era la princesa. ¿Qué habría hecho la princesa en una situación así? ¿Se habría dirigido a ellos? ¿Habría abierto la puerta del palanquín? Seguro que no. La princesa no se habría dejado ver por ningún hombre.
El silencio se prolongaba interminablemente. Entonces Sachi oyó una voz de mujer, fina y aguda como el chillido de un ratón.
—¡Deteneos, señor!
Sachi estuvo a punto de gritar de sorpresa. ¡Taki! ¿Qué demonios estaba haciendo allí? Pero el horror sustituyó rápidamente al alivio inicial. Aunque eso significara faltar a la promesa que le había hecho a la princesa, saltaría del palanquín y lucharía al lado de su dama de honor. Haría cualquier cosa para impedir que le hicieran daño a Taki.
—Soy Takiko, de la casa imperial, servidora del shogun y escolta de la dama que viaja en ese palanquín —dijo la voz con claridad—. Si queréis hablar con ella, podéis hacerlo a través de mí.
Un instante más tarde, los grandes ojos de Taki aparecieron al otro lado de la cortina.
—¿Estás bien? —susurró.
—Me alegro mucho de verte, Taki. ¿Cómo has llegado hasta aquí?
—Ya te lo contaré más tarde. Nos han atacado los sureños. Entonces han aparecido estos otros tipos y los han rechazado. Los sureños deben de haber ido a buscar refuerzos.
—Pero ¿quiénes son? ¿Quiénes son esos hombres?
—No estoy segura. Voy a hablar con ellos.
Sachi oyó la clara voz de Taki, y una voz masculina que le contestaba. Entonces Taki volvió junto a la ventana.
—Son de Kano. Dicen que están en nuestro bando. Quieren que vayamos con ellos.
—Así que nos están secuestrando.
—Dicen que no pueden arriesgarse a que la princesa caiga en manos de los sureños, y que eso será lo que pasará si nos dejan aquí. Además, no puedes abandonar tu misión y volver al palacio.
—Pero ¿cómo sabemos que son lo que dicen que son?
—Tendremos que confiar en ellos. No tenemos alternativa. Han matado a nuestros guardias, y nuestros palanquineros y nuestro séquito han huido.
—¿Que han huido? dijo Sachi con desprecio.
—Nos han traicionado. Hay rebeldes sureños por todas partes. Tenemos que seguir fingiendo. Si los sureños piensan que la princesa ha huido a las montañas, nos seguirán a nosotras y no irán al palacio. Ése es nuestro deber. Estos hombres tienen un carro de equipaje y porteadores.
—Pero ¿quiénes son? —insistió Sachi.
—Ronin.
Ronin. Sachi nunca se había encontrado cara a cara con esas criaturas. Los ronin eran unos seres temerarios y peligrosos que no tenían que rendirle cuentas a nadie. Seguramente cambiaban de bando según como soplaran los vientos. Pero Sachi y Taki estaban en sus manos. No tenían más remedio que aceptar su palabra.
—Quieren verte —dijo Taki—. Quieren asegurarse de que no hay ningún hombre en el palanquín. Voy a abrir la puerta. No digas nada. Sólo agacha la cabeza. Luego volveré a cerrarla.
Sachi se tapó con la casulla al mismo tiempo que se abría la puerta. La luz del sol inundó, deslumbrante, el interior del palanquín. Sachi se irguió con toda la dignidad de que fue capaz y dio una breve cabezada, como había visto hacer a la princesa. Fuera se destacaban tres siluetas. Dos estaban montadas a caballo, y la otra de pie, sujetando las riendas de su montura. Tenían las coronillas hirsutas y sin rasurar. Ni siquiera llevaban moño. El otro llevaba el pelo suelto y desmelenado, y los otros dos, recogido de cualquier manera en una cola de caballo. Sachi jamás había visto a unos hombres tan salvajes y desaliñados.
Un poco más allá había unos palanquines volcados, y cuerpos tirados por el suelo de los que todavía brotaba sangre. Algunos se retorcían. La tierra estaba tan mojada que parecía que hubiera llovido; pero los charcos eran de un rojo repugnante, y ya empezaban a congelarse por los bordes. Había extraños objetos esparcidos que parecían rocas. Sachi contuvo un grito al reparar en que esos objetos tenían pelo, orejas y caras. Un desagradable olor impregnaba la atmósfera: la mezcla de olor a sangre, a carne y a excrementos humanos. Cuando el hedor alcanzó el palanquín, Sachi contuvo una arcada y se ciñó más la casulla.
Entonces se cerró la puerta.
Sachi intentó no pensar en lo que acababa de ver, pero la imagen se había grabado en sus retinas. No dejaba de representarse aquella espeluznante escena y los terroríficos gritos y gemidos que había oído. Se estremeció, horrorizada. Esos hombres habían muerto como samuráis: unos, intentando capturarla; otros, para protegerla. Entre ellos estaban los guardias y los palanquineros que habían viajado con ella, y sin embargo, una vez muertos eran todos iguales.
Pero al menos tenía a Taki. Sabiendo que ella estaba cerca, Sachi ya no estaba tan dispuesta a morir. La próxima vez que le pidieran que entregara la vida, pelearía, y duro.
Quizá lograran escapar. Pero ¿adónde podían ir? El palacio de las mujeres había quedado reducido a cenizas. Sólo quedaba un lugar seguro: la aldea. Por un instante, Sachi se imaginó en la casa con tejado de tejas, con el río fluyendo más abajo y la montaña alzándose detrás. Esa imagen era algo a lo que aferrarse, algo real en medio de toda aquella locura. Si sobrevivía, si salía con vida de aquella caja, encontraría el camino para llegar hasta allí.
Se oía barullo a lo lejos. De pronto todos los sentidos de Sachi se pusieron en alerta. Aguzó mucho el oído. Los sureños... Pero el ruido no provenía de detrás de donde estaban, sino de más adelante. Además, si los sureños atacaban, se les acercarían sigilosamente.
Se oía un febril repicar de campanillas y gongs, silbidos de silbatos y golpes de tambor. Sachi miró a través de las tablillas de la cortina de bambú. Se habían alejado de las anchas avenidas donde estaban las mansiones de los daimios y circulaban por callejones bordeados de viviendas y tiendas destartaladas. Un torrente de gente, doblada bajo el peso de enormes fardos atados a la espalda, corría en la misma dirección que ellos.
El ruido era cada vez más intenso. Al principio, Sachi no distinguió las palabras, pero poco a poco empezó a entenderlas. La gente cantaba: «Ee ja naika? Ee ja naika? ¿A quién le importa un comino? ¿A quién le importa un comino?»
Después venían unos versos que no tenían ningún sentido, sobre «mariposas que venían volando del oeste». La melodía era tan pegadiza que al poco rato Sachi se sorprendió tarareándola. Pese a todo, tenía que sonreír. No había oído ese tipo de lenguaje desde que saliera de su aldea.
El convoy se detuvo. La calle que tenían delante estaba tan abarrotada de gente que era imposible pasar. La multitud se retiró un momento, como sorprendida por la intrusión del palanquín imperial, y a continuación se cerró alrededor de él. Había individuos con trajes de color rojo intenso y con farolillos rojos en la cabeza, hombres que daban brincos ataviados con kimonos de mujer y mujeres con chaquetas happi y mallas de hombre. Algunos hombres, y también algunas mujeres, se habían quitado la ropa y retozaban medio desnudos, exhibiendo la curtida piel, reluciente de sudor. Se abrieron paso hasta el palanquín de Sachi y escudriñaron el interior a través de la cortina.
—¡Eh, señora! ¡Venga a bailar! —gritaban—. ¡Venga a bailar! ¿A quién le importa un comino? ¿A quién le importa un comino?
Algunos tenían cuencos de sake, trozos de pescado y pastelillos de arroz, y los acercaban a la cortina. Sachi se encogió y arrugó la nariz para protegerse del pestazo a sudor, a comida y a sake, y de las miradas de los curiosos. En la aldea había habido muchos festejos, y también en el palacio habían representado las danzas de verano para recibir a los espíritus de los difuntos. Pero aquellas danzas tenían un desenfreno, una desesperación, que ella desconocía. El viento hacía volar pedazos de papel parecidos a los amuletos que vendían en los templos. La gente los perseguía e intentaba hacerse con ellos.