—¡Deprisa! ¡Continuad! —bramó el ronin que cabalgaba junto al palanquín.
—¡Despejad el camino! —gritaron los guardias abriéndose paso a empujones.
La multitud seguía bailando, agitando los brazos y balanceándose al unísono, cantando a pleno pulmón.
Cuando el convoy llegó al puesto fronterizo que señalaba los límites de la ciudad, encontró las puertas abiertas de par en par. Los centinelas los dejaron pasar sin molestarse siquiera en inclinarse ante ellos. Parecía que el mundo se hubiera vuelto loco.
Poco a poco fueron dejando atrás los olores y el tumulto de la ciudad. El cielo, de un azul asombroso, se abría sobre sus cabezas. Los árboles proyectaban sombras alargadas. Los campos, marrones y resecos, se extendían hasta el horizonte, fundiéndose con las montañas, que brillaban bajo la pálida luz del sol invernal. Sachi empezó a relajarse. Allí fuera, entre los campos, no había donde esconderse. Si los sureños los perseguían, no tardarían en verlos. Aspiró un aire frío y limpio.
—¿A quién le importa un comino? ¿A quién le importa un comino? —murmuraba para sí.
Era una cantinela curiosamente reconfortante.
El palanquín no se detuvo hasta haberse alejado mucho de la ciudad. Taki fue a la puerta para ayudar a Sachi a descender. Ésta contempló su pequeña, delgada y decidida cara, su puntiaguda barbilla y sus grandes y fieros ojos. Veía en ella algo nuevo, como si también hubiera despertado a la vida, como si se sintiera a gusto allí fuera, en el gran mundo. Taki le había salvado la vida. De no haber sido por ella, quizá hubiera muerto. Se lanzó a sus brazos.
—¡No sabes cuánto me alegro de verte! —dijo con lágrimas en los ojos—. Has arriesgado la vida para venir conmigo.
Taki la abrazó.
—Soy tu doncella —dijo riendo y encogiéndose de hombros—. Sólo cumplía mi deber.
Se encontraban en una pequeña posada que no se parecía en nada a la clase de establecimiento donde se hospedaría una princesa. No había ni rastro de los ronin ni de nadie más; eso parecía indicar que al menos les inspiraba cierto respeto su posición.
Una mujer bajita y encorvada, con la cara redonda y risueña, las acompañó, haciendo muchas reverencias, a una destartalada habitación. Hacía años que Sachi no estaba en un lugar como aquél. Examinó las bastas paredes, las gastadas esteras que cubrían el suelo de madera y los parches de las puertas de papel. El olor a leña, a tabaco y a comida le recordó su casa y la aldea. Se sentó con Taki mientras la mujer les servía unos humeantes cuencos de fideos de alforfón. Unas horas atrás, Sachi creía que jamás volvería a comer. Estaba muerta de hambre.
—¿Cómo has podido soportarlo, Taki? —dijo—. Lo has visto todo. Estabas en medio. ¿No has tenido miedo?
Taki puso cara de desconcierto, y luego sonrió con orgullo.
—¿Lo dices en broma? —repuso—. Eran nuestros enemigos. Me he alegrado de que los mataran. Me encantaría ver sus cabezas clavadas en las puertas del castillo.
Sachi se terminó la sopa. Resultaba extraño oírle decir esas cosas a Taki. Pero ella era una samurái. Sachi tenía que aprender a ser como su doncella, y a permanecer serena y tranquila incluso en medio de la batalla. Ahora que estaban solas, lejos del castillo, era aún más necesario.
—Bueno —dijo por fin—, al menos estamos a salvo.
—No del todo —replicó Taki.
—Tienes razón —concedió Sachi—. Pero hemos dejado atrás a los sureños, de momento. El problema es que no sabemos qué nos espera más adelante. Y esos hombres... ¿quiénes son? ¿Cómo sabemos que están en nuestro bando? Ni siquiera tienen un señor ante quien responder. ¿Cómo sabemos que no van a tomarnos como rehenes?
—Ten cuidado con lo que dices —la previno Taki—. Hay espías por todas partes. No podemos hacer nada. Hemos de limitarnos a obedecer.
—¿A obedecer a quién? —preguntó Sachi—. Se suponía que teníamos que alejar a los sureños del castillo; mejor dicho, eso fue lo que me pidieron a mí que hiciera. ¡Tú ya has desobedecido! Te ordenaron que no me acompañaras.
Sachi sonrió a su amiga. Taki picoteaba sus fideos. Seguramente era la primera vez que probaba la comida de campesinos. Las voluminosas faldas de su túnica de cortesana casi llenaban la desnuda y pequeña habitación. Era una auténtica samurái, una auténtica dama de la corte.
—Pero me alegro de que lo hicieras, Taki. Me alegro mucho.
—Tsuguko comprendió que necesitabas una acompañante —dijo Taki con su habitual naturalidad—. Hasta al sureño más ignorante le extrañaría que una princesa viajara sin una acompañante, por muchos criados que llevara.
—Falta mucho para llegar a Kano —murmuró Sachi.
—Sería una locura que intentáramos llegar hasta allí —dijo Taki—. No me explico qué piensan hacer esos tipos.
Las dos mujeres se miraron.
—Pero no tenemos alternativa —observó Sachi—. No puedo revelar que no soy la princesa hasta saber que ella está a salvo. Y tampoco puedo regresar al castillo. Me han encomendado una misión y tengo que realizarla. Quizá los sureños vieran cómo el palanquín imperial salía de la ciudad. En este mismo momento podrían estar persiguiéndonos.
Se oyó un ruido sordo, y la pesada puerta de madera crujió en sus guías. Las mujeres dieron un respingo y se miraron. Sachi se tapó rápidamente la cara con la cogulla al abrirse la puerta. El hombre al que había visto sujetando las riendas del caballo entró en la habitación deslizándose sobre las rodillas.
Llevaba en las manos dos alabardas en sendas fundas de seda con elaborados bordados. Sin apartar la vista de las bastas esteras de paja, las empujó hacia las mujeres.
—Tomad —dijo con una voz ronca que delataba su juventud.
Sachi, atónita, se quedó mirando la exquisita seda de las fundas. Olvidando que estaba haciéndose pasar por la princesa, dejó que se le resbalara la cogulla y estiró un brazo para tocar con una blanca y pequeña mano el duro acero que se ocultaba bajo aquella delicada funda.
Entonces miró al hombre. Apenas podía decirse que fuera un hombre. Todavía tenía el flequillo largo, como los niños, aunque lo llevaba suelto y enmarañado en lugar de pulcramente untado con aceite. Bajo el despeinado cabello y la polvorienta ropa de viaje, no era más que un crío. Tenía un rostro tan hermoso, con los pómulos tan redondeados y lisos, que podría haber pasado por una niña de no ser por los pelos que le crecían sobre el labio. Tenía las puntas de las orejas rojas.
—Nos habéis protegido muy bien —dijo Sachi, y notó cómo sus labios componían una fugaz sonrisa.
Provista de aquella alabarda podía enfrentarse a cualquier enemigo.
El joven se ruborizó aún más. Inspiró hondo y, con voz temblorosa, balbuceó:
—Dominio de Kano. Casa de Sato. Tatsuemon de nombre. A vuestro servicio.
Una tabla crujió al otro lado de la puerta.
—Mis amos —tartamudeó—. Si sus señorías... Si sus honorables damas... Si me lo permitís...
Sachi comprendió con asombro que aquel hombre que en realidad no era más que un niño, y que acababa de blandir su espada en una brutal batalla, le tenía más miedo a ella del que ella le tenía a él. Entonces recordó el aspecto que debían de ofrecer Taki y ella, con su blanco cutis y su cara de rasgos delicados, con sus magníficos kimonos de brocado, esparciendo perfume a su paso. Hasta su túnica de monja debía de resultar sumamente lujosa. Si aquel muchacho la había tomado por una princesa imperial, debía de pensar que estaba muy por encima de las nubes. Aquellos hombres se arriesgaban a ser ejecutados por el mero hecho de atreverse a respirar el mismo aire que unos seres tan superiores.
Taki miró con altanería al joven y dio una cabezada mientras Sachi volvía a taparse la cara con la casulla. Se abrió la puerta y entraron dos hombres. Uno de ellos se les acercó, arrastrándose, mientras que el otro permaneció arrodillado junto a la puerta.
Aquéllos sí eran hombres. Hombres de verdad, y no niños como el joven Tatsuemon. Sachi sintió un momento de puro pánico. Hacía años que no estaba ante esos seres tan exóticos y peligrosos. Los envolvía un débil olor salado, mezclado con el olor a humo de tabaco. ¿Y Taki? ¿Habría hablado ella alguna vez con un hombre desde que, de niña, jugaba con sus hermanos?
Taki rompió el silencio.
—¿Cómo os atrevéis a presentaros ante nosotras sin pedir permiso? —preguntó empleando el lenguaje con que las damas de la corte se dirigían a los plebeyos—. Podríamos haceros ejecutar como a criminales, negándoos el privilegio del suicidio, por vuestra indecorosa conducta.
—Nuestra ofensa es imperdonable —murmuró el primer hombre al mismo tiempo que se inclinaba hasta tocar la raída estera con la frente. Era la voz que Sachi había oído fuera del palanquín, suave y culta pese a la áspera entonación de samurái—. Lamentamos haberos molestado. Toranosuké de los Matsunobe, a vuestro servicio —añadió haciendo una reverencia.
—Shinzaemon de los Nakayama, dominio de Kano —gruñó el segundo.
—¿Adónde nos lleváis? —les espetó Taki.
—Lo lamentamos mucho —respondió el primero—. Tuvimos que tomar una decisión rápida. La seguridad de Su Alteza es lo primordial. Circula el rumor de que los sureños la están buscando y de que están decididos a capturarla. No podemos permitir que eso ocurra. Tenemos asuntos urgentes que atender en Kano y os llevamos allí. Os buscaremos un lugar seguro donde podáis esconderos hasta que haya pasado el peligro. Nos comprometemos a procuraros seguridad y bienestar. Os protegeremos con nuestras vidas si es necesario.
—¿Y si no queremos ir con vosotros? Kano está cerca de Kioto, ¿no? Tengo entendido que aquello es un avispero.
—Nos responsabilizamos de vosotras —dijo el hombre—. Nuestros destinos se han unido.
Sachi lo miró por debajo de la casulla. El hombre vestía como un samurái, con varias capas de gruesas prendas de abrigo. Pero su cabello era largo y no estaba untado con aceite, sino recogido en una reluciente y negra cola y atado con un grueso cordón morado. Resultaba extraño que tuviera tanto cabello, porque los samuráis se afeitaban la parte superior de la cabeza. Las manos que tenía apoyadas en las ásperas esteras de paja eran suaves, demasiado suaves para tratarse de un soldado. No parecía la clase de persona capaz de provocar el caos que ella había presenciado desde el palanquín.
El otro hombre permanecía arrodillado en silencio. De pronto levantó la cabeza, y por un momento sus miradas se cruzaron. Sachi jamás había visto una cara parecida: tersa, con pómulos prominentes y unos ojos de mirada penetrante, cuyos extremos se inclinaban hacia arriba, como los de un gato. Tenía una cicatriz en la mejilla. Tenía una mata de pelo, tupida como la cola de un zorro, y unas manos grandes y fuertes, manos de espadachín. Sachi sintió un estremecimiento de algo semejante al miedo y desvió rápidamente la mirada.
—Estamos en guerra —dijo el hombre—. Todos tenemos que sufrir. No hay mucho tiempo. Si no queréis venir con nosotros, os dejaremos aquí.
—No te precipites, Shin —masculló el primero. Resultaba extraño, y hasta emocionante, hallarse en compañía de tres hombres después de tanto tiempo, y oírles hablar entre ellos con sus ásperos modos—. No podemos hacer eso. Nuestro deber es proteger a la princesa.
—También tenemos otros deberes. Hablando perdemos el tiempo. Rápido. Díselo.
El primero se volvió de nuevo hacia las mujeres.
—Me temo que sus señorías tendrán que soportar aún mayores molestias —dijo—. Estamos llamando demasiado la atención. Debéis dejar vuestros palanquines. Esta gente os los guardará. Podéis confiar en ellos.
—¿Qué? —exclamó Taki—. Y ¿cómo vamos a viajar? ¿No pretenderéis...?
No terminó la frase. El hombre hizo una reverencia. Taki estaba indignada. Miró a Sachi, que dio una cabezada. No podían hacer nada. Además, pese a lo lujoso que era, estaba empezando a odiar el palanquín imperial. El hombre aspiró entre los dientes como disculpándose.
—Y... Disculpad nuestra tosquedad, pero... Vuestra ropa. Hemos hablado con la dueña de la posada. Ella os proporcionará otra. Transportaremos vuestras prendas con el debido cuidado.
De la calle llegaba una cantinela: Ee ja naika? Ee ja naika? ¿A quién le importa un comino? ¿A quién le importa un comino?
Sachi ya llevaba el pelo corto, y no le costó trabajo hacerse la clase de moño que llevaban las chonin, las mujeres de la ciudad. Pero a Taki la melena le llegaba hasta el suelo. Con gran ingeniosidad, y sin parar de admirar su belleza, la dueña de la posada se lo peinó, se lo retorció, se lo enrolló, y le aplicó aceite hasta conseguir un peinado a la moda de las chonin. Taki enrolló cuidadosamente sus valiosos kimonos de seda y los envolvió para que los cargaran en los caballos de carga. Una campesina convertida en concubina haciéndose pasar por una princesa disfrazada de chonin, pensó Sachi. Podía ser cualquier cosa; bastaba con que se cambiara de ropa.
En el campo de batalla, rodeada de montones de cadáveres, hablando con unos salvajes que amenazaban con hacerlas prisioneras, Taki no había tenido miedo. Sin embargo, parecía desconcertada —incluso horrorizada— por la repentina decadencia de su estatus. Ella provenía de una familia de alcurnia; no tenía nada en común con esos rudos soldados ni con los chonin. Sí, era la doncella de una dama, pero del palacio más magnífico del país. Jamás había llevado otra cosa que no fueran prendas de la seda más fina. Estaba acostumbrada a ponerse un kimono limpio y unos calcetines blancos —los tabi— nuevos todos los días. Acarició las prendas de áspero algodón con consternación.
—Vestidas así, los sureños nunca nos encontrarán —dijo Sachi—. Ni siquiera se fijarán en nosotras. Piensa en Zeami, tu autor favorito —añadió tratando de consolarla. A Taki le encantaba recitar los versos de ese gran autor teatral—. «Si se esconde, es una flor. Si no se esconde, no es una flor.» Eres como una flor, una flor única. O un cuenco de té coreano. O un pabellón. Sí, eres como un Pabellón del Té: muy sencillo y normal, sin lujo ni esplendor, y por ello más bonito.
—Sí, pero los Pabellones del Té están en el jardín de las residencias de los nobles, y no en las calles, invadidos por los plebeyos —se lamentó Taki—. ¡Huele tan mal! ¡Y este vestido raspa!
Sachi miró a su amiga y sonrió. Eran unas chonin un poco raras, desde luego. El pálido rostro de Taki, con su puntiaguda barbilla, sus grandes ojos y sus altaneras cejas, quedaba extraño enmarcado por aquel peinado de mujer de ciudad, decorado con peinecillos y horquillas. Su delgado cuerpo, normalmente oculto bajo las acampanadas faldas de los trajes de la corte, parecía desgarbado y torpe con esos otros kimonos, mucho más sencillos.