La última concubina (17 page)

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Authors: Lesley Downer

Tags: #Drama, Histórico, Aventura

—Señora Shoko-in —dijo la princesa respirando hondo—. Niña. Ya han llegado. Han entrado. Los ronin del sur han incendiado el palacio. Ahora aprovecharán el caos para buscarme y secuestrarme.

—¿Aquí, en el palacio? ¿Los ronin? —balbuceó Sachi, horrorizada, intentando entender lo que estaba diciendo la princesa—. Pero... ¿cómo es posible? ¿Cómo han podido entrar?

¿Ronin dentro del castillo? Era inconcebible. Se suponía que el castillo era inexpugnable, y el palacio de las mujeres estaba en lo más recóndito de sus terrenos. Los ronin habrían tenido que cruzar fosos, escalar inmensas murallas, cruzar puentes levadizos y esquivar a pelotones de guardias. Si era cierto, significaba que había caído el último bastión. Era para eso para lo que las mujeres llevaban toda la vida entrenándose: para defender su mundo de los enemigos, costara lo que costase.

—Tengo mis espías —añadió la princesa—. Hemos de darnos prisa.

Tsuguko estaba detrás de ella. Le brillaban los ojos. Parecía que hubiera aumentado de estatura. La invadía una emoción serena; estaba ansiosa por tomar el mando. Levantó una mano para indicar a Sachi que debía escuchar.

—Ha llegado tu hora —dijo la princesa Kazu—. Voy a pedirte un favor, el mayor favor que nadie podría pedirte. Coge mi palanquín y sal del castillo. He dado órdenes a mis guardias. Debes engañar a mis enemigos y alejarlos del palacio.

—Tú eres la única que puede hacerlo —intervino Tsuguko—. Ya lo sabes. Ésta es tu oportunidad para saldar tu deuda con Su Alteza.

Las campanas no paraban de sonar. Se oían pasos corriendo por el pasillo, tras la puerta cerrada. Empezaba a filtrarse humo en la habitación. Las damas de honor de la princesa miraban alrededor con nerviosismo.

Sachi sabía muy bien que ésa era una misión desesperada. Si hacía de señuelo para el enemigo, lo más probable era que muriese. Pero debía obedecer a la princesa. No le faltaban razones para sacrificarse por ella. Era ésta quien la había sacado de la aldea y la había instalado en una vida de lujos y privilegios, y quien se la había regalado al shogun como concubina. Sachi siempre había sabido que podía llegar un día en que se le pidiera que saldara esa deuda.

También había razones prácticas para elegirla a ella. Los ronin no sabían qué aspecto tenía la princesa. Nadie la había visto, aparte de sus damas de honor más cercanas y sus parientes de Kioto. Pero todo el mundo sabía que era una aristócrata de fina nariz con un cutis blanquísimo y que, como viuda de Su Majestad, debía de haber tomado los hábitos. Sachi se parecía mucho a Su Alteza, y también ella era monja; llevaba el pelo corto y cubierto con una casulla. Era una copia perfecta de la princesa.

Pero partir en un palanquín, sin guardias ni séquito... Nadie creería jamás que una princesa viajara de esa forma. Era un plan descabellado, pensado en un momento de pánico. Aun así, le habían encomendado una misión a Sachi, y ella tenía que cumplirla lo mejor que pudiera. Si ardía en su corazón una chispa de miedo, debía apagarla.

Respiró hondo.

—He contraído una deuda infinita con Su Alteza —dijo con voz serena pero firme—. Nunca podré saldarla. Haré cualquier cosa que me pida Su Alteza. Agradezco que me brinde la oportunidad de demostrarle mi lealtad.

—El mundo se ha sumido en la oscuridad —dijo la princesa—. Nuestros amigos se han convertido en nuestros enemigos, y nuestros enemigos, en nuestros amigos. El señor Yoshinobu nos ha traicionado, como ya sabes, y ha abdicado. Ya no hay shogun. Los señores del sur controlan a mi pobre sobrino, el emperador. Nuestras vidas han dejado de tener valor. Ya estamos muertas. Pase lo que pase, debemos servir a la casa de Tokugawa. Como tía del Hijo del Cielo y viuda del difunto shogun, puedo ser un rehén valioso. Es indispensable que permanezca aquí, en el castillo.

Sachi se esforzaba por entender lo que estaba pasando. En realidad, lo único que comprendía era la intensidad del dolor de la princesa. La princesa Kazu se había visto obligada a dejarlo todo para casarse contra su voluntad, y ahora la familia imperial y los Tokugawa estaban enfrentados. Parecía que lo único que podía hacer era cumplir su deber. Ella pertenecía a la familia Tokugawa, y seguiría perteneciendo a ella hasta el final.

—Estoy dispuesta a dar mi vida cuando se me pida —dijo Sachi—. Será un honor sustituiros en el palanquín imperial. No os decepcionaré.

La princesa tenía lágrimas en los ojos.

—Has sido como una hermana para mí —dijo con voz débil—. Sin ti, mi vida será más triste. Que los dioses te protejan. Rezaré para que volvamos a encontrarnos cuando lleguen tiempos mejores.

Agachó la cabeza y añadió:

—Hazlo lo mejor que puedas.

Tsuguko esperó a que la princesa y sus damas de honor salieran de la habitación, y entonces se dirigió a Sachi.

—Date prisa —dijo—. No hay tiempo que perder. —Abrió la puerta corredera.

Sachi agarró su fardo y su alabarda. El corazón le latía de forma extraña. No sentía ningún miedo, sino emoción. Era como si hubiera despertado de un largo sueño. Casi había olvidado lo que era sentirse viva.

El pasillo estaba abarrotado de mujeres que llevaban fardos, velas y farolillos de papel. Bajo la luz parpadeante, parecían un ejército de fantasmas, pálidos y demacrados, con extraños atuendos compuestos sin pensar. Iban despeinadas y el miedo se reflejaba en sus caras. Algunas daban empujones y lloraban de pánico. Pero la mayoría avanzaba en un inquietante silencio.

Cuando aparecieron Tsuguko y Sachi, las mujeres se pararon y se apartaron respetuosamente.

—¡Dejad paso! —bramó Tsuguko.

Empezó a abrirse camino entre la muchedumbre, alejándose de los jardines y dirigiéndose hacia la zona del palacio de donde provenía el humo. Pero había demasiada gente, así que se metió en una de las grandes salas de audiencias. Sachi la siguió restregándose los ojos. El humo se arremolinaba alrededor de ellas. Cuando se detuvo para recobrar el aliento, vio el pequeño y pálido rostro, la barbilla puntiaguda y los grandes ojos de Taki detrás de ella.

—Vuelve, Taki —susurró—. No tienes que venir conmigo.

Tsuguko se dio rápidamente la vuelta.

—Vete —rugió—. Ahora mismo. La Señora de la Alcoba Contigua irá sola. Vuelve a los jardines con las otras doncellas.

Taki no dijo nada, pero se pegó a ellas, obstinada.

—Vete —le gritó Tsuguko, furiosa—. ¿Cómo te atreves a desobedecer mis órdenes?

No había tiempo para discutir. Siguieron corriendo. Cuando llegaron al ala donde estaban las cocinas y las oficinas, el humo era tan denso que apenas veían nada. Avanzaron a tientas, dando traspiés y tapándose la cara con las mangas. Finalmente llegaron al gran vestíbulo. Las puertas estaban abiertas. Se detuvieron, jadeando, y notaron cómo el frío aire del amanecer les llenaba los pulmones.

III

La luna brillaba en el horizonte como un enorme espejo redondo y proyectaba una luz deslavazada. Pasaban hordas de hombres a toda velocidad, echando vaho por la boca. La mayoría llevaban el uniforme de los guardias de los palacios intermedio y exterior. Algunos eran bomberos de la ciudad, tipos enjutos con chaquetas marrones de piel y gruesas capuchas que les protegían la cabeza y los hombros. Corrían como una invasión de cucarachas gigantes. Algunos llevaban bombas y barriles de agua cargados con varas sobre los hombros; otros, escalerillas de bambú y largos palos con ganchos en el extremo. Los oficiales, con túnicas de brocado, dirigían las operaciones agitando sus bastones.

—Tápate bien la cara con la casulla —le dijo Tsuguko a Sachi—. Y no digas nada.

Sachi se calzó unas botas de paja y siguió a Tsuguko por la pasarela cubierta, ciñéndose la túnica. Taki las seguía, jadeando.

Había fuego por todas partes. Las paredes, enyesadas, y los tejados de tejas grises resplandecían con una luz fantasmagórica cuando las llamas estallaban en las ventanas y pasaban de un edificio a otro con un estruendo ensordecedor. Los bomberos trepaban por las escalerillas de bambú y corrían por los tejados, arrancando tejas y rodándolos con chorros de agua. Abajo, las mujeres seguían huyendo del palacio en llamas.

Sachi se quedó un momento quieta, contemplando el edificio que había sido su hogar durante tantos años. Le habría gustado pensar que lo que estaba viendo era un sueño. Pero el frío le indicaba claramente que no lo era. Se estremeció. Ni todas las capas de seda acolchada que llevaba eran suficientes para protegerla.

Había grupos de damas de honor apiñadas junto a las puertas de los cobertizos de los palanquines. Contemplaron a Sachi con envidia cuando los guardias la saludaron y la acompañaron a las cocheras imperiales.

El palanquín de la princesa estaba abierto. Sachi lo miró y de pronto lo reconoció. Era el mismo palanquín que había visto años atrás, cuando la princesa Kazu llegó con su séquito a la aldea. Todo era tal como ella lo recordaba: las paredes rojas lacadas, con adornos de oro y con el crisantemo imperial; los ornamentos de oro del techo y las cortinas de bambú con gruesas borlas rojas. Era evidente que si la princesa hubiera intentado escapar no lo habría hecho en un vehículo tan llamativo.

De pronto Sachi recordó a la mujer que se había apeado de ese lujoso vehículo aquel día, en la aldea, y cómo miraba alrededor, aterrada. Ya entonces, Sachi sospechó que aquella mujer era una doble de la princesa, y que por eso tenía tanto miedo. Ahora le había llegado el turno a Sachi. Pero ella era una samurái, una guerrera. Ella no tendría miedo, y si lo tenía, nadie lo notaría.

Subió al palanquín, dobló las piernas bajo el cuerpo y se metió los faldones bajo las rodillas. Fuera había mucho alboroto.

—¡Dejadme pasar! —Era la chillona vocecilla de Taki—. ¡Soltadme!

—¡Criatura estúpida! ¡Lo estás estropeando todo! —bramó Tsuguko con su imperiosa voz.

De pronto Sachi vio la cabecita de Taki. Había una firme determinación en sus grandes ojos, ligeramente saltones. Se agarró a la puerta del palanquín con los huesudos brazos, como si intentara trepar a su interior. Sachi dio un grito ahogado. Por un momento, se sintió tan invadida de asombro y de alegría que no pudo moverse. Entonces, con el corazón desbocado, le cogió un brazo a Taki y tiró de ella. Tsuguko gritó, enfurecida. Unos musculosos brazos rodearon a Taki y tiraron de ella.

A Sachi le brotaron lágrimas de disgusto y frustración. Intentó controlar sus emociones. Si Taki la hubiera acompañado, se habría sentido capaz de soportar cualquier cosa. Ahora no tenía más remedio que soportarlo ella sola.

La puerta se cerró de golpe. Los palanquineros asieron la vara, dieron un gruñido y se cargaron el palanquín sobre los hombros.

De pronto a oscuras, Sachi notó cómo se elevaba la caja del palanquín. Perdió el equilibrio y cayó contra una de las paredes. Era la primera vez que subía a uno de esos vehículos, y el extraño y repentino movimiento la había pillado desprevenida. Era como estar en una barca, en un mar muy picado; recordó las barcas que navegaban por el río Kiso y en los transbordadores que había cogido con el séquito de la princesa cuando se dirigían a Edo. ¿Quién habría podido pensar, ni siquiera una hora antes, que fuera a acabar en un lugar tan extraordinario?

La joven oía el chacoloteo de cascos y el crujido de pies recubiertos de paja. Levantó un poco las tiras de la cortina de bambú. La pálida luz del amanecer iba venciendo la oscuridad, bruñendo el pan de oro del interior de las paredes y dibujando el contorno de su blanca y pequeña mano. Sachi se encontraba en un palacio móvil en miniatura, pintado con rocas ornamentales, un serpenteante arroyo y cerezos en flor.

Vio las enormes siluetas de unos guerreros a caballo y de unos guardias que corrían a pie detrás de ellos. Su palanquín formaba parte de un convoy; estaban bordeando el muro interior de las dependencias de las mujeres, y se dirigían a buen paso hacia la entrada principal del castillo. En todos los años que Sachi había pasado encerrada en el palacio, nunca había traspasado esa puerta. Detrás de ella rugían las llamas, y se oía el estruendo de la mampostería al caer. Sachi no soportaba pensar en la princesa y en las otras mujeres. Y Taki... ¿Qué había sido de ella?

De pronto se sumergieron en la oscuridad del portal. Pasaron entre dos altas puertas de madera reforzadas con barras de hierro y enormes cerrojos. Al otro lado continuaban los jardines. Bordearon zonas ajardinadas, estanques ornamentales, pabellones solitarios y bosquecillos de criptomerias. Los pinos estaban apuntalados para soportar el invierno, y tenían las ramas fuertemente atadas con cuerdas.

Tras largo rato llegaron ante otro portal, muy fortificado; tenía unos enormes muros inclinados, construidos con bloques de granito, y tejados de tejas con delfines dorados en lo alto. Los guardias apostados a ambos lados de la puerta agacharon la cabeza al pasar el palanquín. Más allá había un largo puente. Los primeros rayos de sol brillaban en las verdes aguas de un ancho foso, donde nadaba una pareja de patos. Sachi se dio la vuelta con la esperanza de ver el castillo por última vez, pero éste quedaba oculto tras una nube de pinos negros y tras los gigantescos bloques de granito de las murallas. Una lengua de fuego lamía el firmamento donde antes estaba el palacio de las mujeres.

Se hallaban en una ancha avenida bordeada de imponentes muros, detrás de los que se alzaban unos enormes tejados de tejas. La calle estaba llena de hombres que caminaban, corrían o circulaban en sillas de manos. Eran criaturas extrañas, como las que Sachi había visto años atrás marchando por el camino que atravesaba su aldea. Algunos iban encorvados y tenían las manos nudosas; otros eran fornidos y musculosos. Unos caminaban con aire arrogante, como los samuráis, y otros, sigilosamente, como los chonin. Incluso dentro del palanquín, Sachi percibía el olor de sus cuerpos. Parecía increíble que esos seres fueran humanos.

Pero ¿por qué no se habían arrodillado? Algunos observaban el palanquín con insolencia y se agachaban para escudriñar el interior. Sachi era consciente de lo sospechoso que resultaba el palanquín: era un blanco móvil que parecía proclamar que en su interior viajaba una dama rica y aristocrática. El corazón empezó a latirle más deprisa. ¿Eran imaginaciones suyas, o había hostilidad en la mirada de esos hombres? Hasta le parecía que los palanquineros la zarandeaban sin miramientos, como si supieran que no transportaban a nadie importante.

Dando brincos en su cajita, Sachi se sentía como esos prisioneros a los que había visto pasar por su aldea, transportados en jaulas de mimbre. Cerró de golpe la cortina de la ventana. Las sacudidas del palanquín la mareaban y le producían sueño, pero Sachi no se atrevía a cerrar los ojos. Si los sureños habían penetrado lo suficiente en el interior de los terrenos del castillo para prenderle fuego al palacio de las mujeres, no podían estar muy lejos de allí. Sachi tenía que mantenerse alerta. Si tenía que pasar algo, sería ahora que estaban fuera de las murallas del castillo. Se enderezó, se alisó las faldas del kimono e intentó poner en orden sus ideas.

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