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Authors: Lesley Downer

Tags: #Drama, Histórico, Aventura

La última concubina (16 page)

Las mujeres habían empezado a presentar excusas; decían que tenían un familiar enfermo, se marchaban del palacio y no regresaban.

Había transcurrido más de un año desde la muerte del shogun. Sachi tenía diecisiete años, era más alta y más esbelta, aunque cuando se miraba en el espejo todavía veía la cara redondeada y de suaves facciones de una niña. Tenía la piel más blanca que nunca, blanca como una flor de cerezo de las montañas, blanca como la luna, más blanca incluso que la de las orgullosas aristócratas que la rodeaban. Su pequeña nariz describía una delicada curva, y sus labios eran rojos y carnosos. Sus ojos todavía eran de color verde oscuro, como los bosques de pinos de Kiso, pero había tristeza en ellos. A veces, cuando se miraba en el espejo, le parecía ver reflejada a la princesa tal como la vio por primera vez, en la posada.

El reluciente y negro cabello de Sachi, como el de la princesa, ya no caía en cascada hasta el suelo, sino que le llegaba sólo hasta los hombros. Ambas habían tomado los hábitos, como hacían las viudas de los grandes señores. Sachi había adoptado un nombre budista: era la Retirada Shoko-in. Pero ¿cómo podía ser una Retirada, si apenas había empezado a vivir?

No había momento del día en que Sachi no pensara en el shogun. A veces veía su rostro con tanta claridad que parecía que estuviera allí. Imaginaba su sonrisa, la suave piel de sus manos, su liso y blanco torso, y sentía el calor de su cuerpo. Entonces recordaba que estaba muerto, y la sacudía un fuerte sollozo. Cuando salía de sus habitaciones, se cubría la cabeza con una casulla. Llevaba ropa sencilla y, al menos en teoría, pasaba el día rezando. Su mundo se había reducido tanto que ya no quedaba casi nada.

Cuando cerraba los ojos e intentaba dormir, veía la cara embalsamada del shogun tal como la había visto en la capilla ardiente: pintada de blanco, con las cejas perfiladas y las mejillas y los labios teñidos de rojo. Parecía tan pequeño y encogido; no se parecía en nada al joven noble que ella recordaba. Sachi reconstruía una y otra vez ese día en la gran sala, arrodillada junto a su féretro y rodeada de cientos de damas de honor, todas vestidas de blanco. Oía el murmullo de los sacerdotes recitando oraciones y olía el incienso y el aroma de miles de crisantemos blancos. El shogun era tan joven... ¡Qué forma de morir!

—¿Por qué, Taki? ¿Por qué? —se lamentaba.

—Si te hubieras educado entre samuráis sabrías que no te corresponde hacer preguntas —respondió Taki cogiéndola por el brazo y apretándoselo—. Tienes que aguantar, eso es todo.

Oyeron pasos a lo lejos: el taconear de unos zuecos de madera acercándose por el sendero. Percibieron un olorcillo almizclado y se volvieron. Tsuguko caminaba deprisa hacia ellas. Llevaba el entrecano cabello recogido en una larga cola que oscilaba a su espalda. Las dos jóvenes bajaron con premura del puente para reunirse con ella.

—Te estaba buscando —dijo Tsuguko.

Sachi comprendió, por la agitación con que sujetaba su abanico, que había ocurrido algo terrible. Fuera cual fuese la noticia, sin duda debía de ser sumamente urgente para que una gran dama como ella fuera corriendo por los jardines.

—Su Majestad el shogun... —dijo Tsuguko.

Se detuvo un momento, como si no pudiera articular las palabras, y arrugó la frente.

Su Majestad el shogun... No el señor Iemochi, por supuesto; no el joven shogun cuya muerte tanto habían llorado, sino el nuevo shogun, el señor Yoshinobu, primo del difunto shogun. Con sólo pensar en él, Sachi notaba como si unos dedos helados se cerraran alrededor de su corazón. Ella, como todas las mujeres del palacio, tenía serias sospechas sobre el señor Yoshinobu. Nunca lo había visto; de hecho no lo había visto nadie, porque él nunca había visitado siquiera el palacio. Tenía su residencia en Osaka desde mucho antes de morir Iemochi. Como príncipe regente, había gobernado con eficacia el país durante el reinado del señor Iemochi, porque Su Majestad era muy joven. Y había tomado las riendas del poder por completo tras la muerte de Su Majestad: ahora era el jefe de la casa de Tokugawa y, por lo tanto, el shogun. No había habido ningún otro candidato. El señor Iemochi no había tenido heredero. Sachi todavía sentía una punzada de dolor cada vez que lo pensaba. Si ella no hubiera fracasado en eso, si le hubiera dado un heredero, ¿quién sabía qué podía haber pasado?

Sachi contemplaba el frío rostro de Tsuguko. Las ráfagas de viento agitaban las mangas de los kimonos de las mujeres, expandiendo su perfume, y le alborotaban el corto cabello a Sachi. Las nubes cruzaban raudas el firmamento, y unas hojas amarillas caían revoloteando.

—El señor Yoshinobu... —dijo Tsuguko— ha abdicado. Ya no hay shogun.

Sachi y Taki la miraron perplejas, con los ojos como platos, intentando asimilar la gravedad de lo que Tsuguko acababa de decir.

—Pero... Pero... ¡Si acababa de convertirse en shogun! —balbuceó Sachi.

Jamás había dicho ni una sola palabra de lo que había oído en la cámara de la princesa: los detalles de la enfermedad del shogun, su espantosa muerte. Aun así, todas las mujeres daban por hecho que lo habían envenenado. Lo más probable era que hubieran puesto veneno en su pincel de escribir, porque todo el mundo conocía la costumbre del shogun de lamer la punta cuando escribía. Según los informes oficiales, Su Majestad había muerto de un infarto tras sufrir beriberi. Las mujeres no se lo creían. ¡Beriberi! El anterior shogun también había muerto de beriberi, igual que el anterior. Pero nadie daba crédito a esa versión. Además, era demasiado evidente quién podía beneficiarse de su muerte. Pero eso significaría...

—¿Insinuáis que aceptó el título... para luego abdicar? Pero... Pero... ¿por qué?

—La casa de Tokugawa lleva catorce generaciones gobernando este país, y siempre le ha procurado paz y prosperidad —dijo Tsuguko con voz comedida. Lo único que delataba su indignación era la aspereza de su voz—. Ahora el señor Yoshinobu va a echarlo todo a perder. Piensa devolverle el poder al emperador.

Además de un nuevo shogun, también había un nuevo emperador. El anterior emperador había muerto repentinamente a principios de ese año. Sachi miró con temor a Tsuguko, y luego a Taki. Ella no sabía nada del emperador, salvo que era el hermano de la princesa Kazu. Tsuguko y Taki eran de Kioto, donde el emperador tenía su corte. Se habían trasladado a Edo con la princesa, y habían llorado y llevado luto durante meses después de su muerte.

El emperador: Tenno-sama, el Hijo del Cielo. Sachi se había enterado de que existía un emperador cuando llegó al palacio de las mujeres. El emperador vivía recluido en su palacio de Kioto y nunca salía de allí. Decían que era sagrado y puro, un ser divino que tenía una conexión especial con los dioses y que realizaba rituales para asegurar que las cosechas fueran ricas y que el género humano prosperara.

El nuevo emperador, su hijo, sólo tenía quince años. Parecía improbable que a alguien tan joven pudiera interesarle ostentar el poder.

Tsuguko dejó caer los hombros, como si todo el peso del mundo se hubiera desplomado sobre ellos.

—Aquí, en el palacio, llevamos una vida maravillosa —dijo dando un suspiro—, lejos del mundo exterior. Pero hasta tú, pese a lo joven que eres, sabrás pronto la verdad. Desde hace años hay terribles batallas en Kioto, prácticamente desde que la princesa se marchó de allí. En Kioto todo el mundo teme por su vida. Nadie sabe qué pasará. Todos los días hay escaramuzas, asesinatos, atentados, a veces batallas campales. Ha ardido gran parte de la ciudad, y hasta han atacado el palacio imperial.

—Han sido los ronin —dijo Taki con el ceño fruncido—. Los ronin del sur.

Sachi dio un grito ahogado. Ronin. Sabía quiénes eran: samuráis sin amo, hombres que llevaban las dos espadas, pero que habían abandonado su clan y no le rendían cuentas a nadie. No tenían señor al que dar explicaciones, ni nadie que se responsabilizara de sus actos. Eran hombres sin nombre, sin cara, salvajes que actuaban fuera de la ley, conscientes de que con sus actos no podían perjudicar a su clan. Lejos de formar un ejército organizado, cometían actos de violencia a diestro y siniestro, violando, saqueando y asesinando. Empuñaban sus dos espadas sin reserva. Para ellos, el único límite era la muerte.

—Su Majestad me habló de... de los rebeldes de Choshu —susurró Sachi—. Dijo que iba a sofocar su levantamiento.

Tsuguko asintió con la cabeza.

—Es cierto —afirmó—. El origen de todos los problemas que hay en Kioto está en los clanes de los dominios del sur: Choshu, Satsuma, Tosa y los otros grandes dominios del sudoeste. Sus señores se han levantado contra los Tokugawa e intentan arrebatarles el poder. Los señores del norte son leales e intentan contenerlos y mantener la paz, pero los del sur son ricos y poderosos, y los bárbaros ingleses los han armado.

—Pero ¿por qué quiere el shogun, el señor Yoshinobu, entregarle el poder al emperador? —preguntó Sachi.

—Los señores del sur tienen pensadores muy listos que han extendido la idea de que el shogun recibe su poder del emperador, y de que generaciones atrás el emperador delegó en el shogun para que gobernara como representante suyo —explicó Tsuguko.

—Pues yo me crié en Kioto y nunca oí decir nada parecido —masculló Taki.

—Dicen que ya ha llegado el momento de que el shogun devuelva ese poder —prosiguió Tsuguko con aspereza—. Eso no es más que un pretexto, por supuesto. El anterior emperador, el hermano de Su Alteza, no quería saber nada de esas exigencias. Quizá fuera por ese motivo por lo que... En fin, el caso es que murió. Su hijo es muy joven y fácil de manipular. Es un títere. De lo que se trata es de saber quién va a mover los hilos. En la corte del emperador hay hombres poderosos que están aliados con los señores del sur.

»Pero el señor Yoshinobu también es muy inteligente. Ha entrado en un complicado juego. Y aunque ha abdicado como shogun, sigue siendo el jefe de la casa de Tokugawa. Eso nada puede cambiarlo. Los clanes del norte apoyan incondicionalmente a los Tokugawa y pelearán hasta la muerte por ellos. Y todo el mundo sigue venerando al señor Yoshinobu, haga lo que haga. Lo que importa es lo que representa, no lo que es.

»Lo más alarmante es que el enemigo se acerca. Incluso aquí, en Edo, hay bandas de ronin del sur. Recorren la ciudad haciendo estragos en nuestras calles, saqueando, incendiando casas y matando a cualquiera que sea sospechoso de apoyar al shogun. Los habitantes de Edo no se atreven a salir de sus casas.

»Los disturbios se oyen desde aquí, desde el palacio; debes de haberlos oído. Aquí estamos a salvo, pero no por mucho tiempo. No sabemos qué va a pasar, ni hasta cuándo podremos seguir llevando esta vida. Tarde o temprano, los sureños intentarán tomar el castillo. Es inevitable. El castillo es el último bastión de los Tokugawa. Es posible que también intenten capturar a la princesa y a la Retirada y retenerlas como rehenes. Debemos estar preparadas.

Sachi estaba como petrificada; se sentía como una de las rocas del jardín. Había pasado tantos años aprendiendo las normas y las tradiciones de las mujeres del palacio, haciendo todo lo posible para formar parte de esa antigua forma de vida. Había creído que nada podría cambiarla, pero ahora se precipitaba hacia un terrible final. La oscuridad rodeaba su frágil mundo y amenazaba con engullirla en cualquier momento.

—Yo daría mi vida por la princesa —dijo en voz baja—. Vos ya lo sabéis.

—Prepárate —repuso Tsuguko—. El momento podría llegar antes de lo que pensamos.

II

Sachi oyó, a lo lejos, el tañido de las campanas que anunciaban los incendios. Al principio sonaban débilmente, pero se fueron intensificando. Alguien la estaba sacudiendo.

—¡Despierta! ¡Despierta! —Era la voz de Taki.

Las campanas sonaban también fuera de su sueño, y no lejos, en la ciudad, sino allí mismo, en el castillo. Sachi despertó de golpe. Apartó el edredón y se puso a temblar cuando el gélido aire traspasó su túnica. Por todas partes había mujeres poniéndose en pie. Pesadas prendas rozaban la puerta, cerrada, y se oían susurros apremiantes. Todavía era de noche. Había faroles encendidos por toda la habitación. Sin tiempo para esperar a que Taki la ayudara a vestirse, Sachi agarró la primera túnica que encontró, se la puso y se tapó con la casulla. Deslizó su daga en el obi y escondió su peine, su espejo, sus amuletos y su pañuelo dentro de la manga.

Taki estaba enrollando algunos de los kimonos bordados más valiosos y liando con ellos los libros de poesía preferidos de Sachi. Incluso en el castillo, con sus macizas murallas de piedra, sus gruesas paredes enyesadas y sus robustas vigas y pilares de madera, el fuego representaba un peligro real. Unos años atrás, había ardido el segundo de los tres palacios fortificados que había en los terrenos del castillo. Había muerto mucha gente, y muchas partes del palacio habían quedado destruidas por dentro.

Sachi echó un rápido vistazo alrededor por si había algo que quisiera llevarse y vio un polvoriento fardo en un rincón: era el que se había llevado de la aldea. Por alguna extraña razón, de pronto aquella tela vieja y hecha jirones parecía mucho más valiosa que todo el oro y los brocados que la joven había acumulado en los años que llevaba en el palacio. Se lo puso bajo el brazo y cogió la bolsa de seda que contenía su alabarda del soporte de la pared.

De pronto se produjo un silencio. Dejaron de oírse pasos arriba y abajo, como si las mujeres que avanzaban a empellones se hubieran petrificado. Entonces se oyó un susurro parecido al del viento acariciando un campo de hierba crecida: el sonido de muchas mujeres conteniendo la respiración a la vez. Se abrió la puerta de la habitación de Sachi. Plantada en el umbral, entre las sombras, había una pequeña figura. Una pálida cara brillaba en la oscuridad, medio escondida entre los pliegues de la casulla con que se cubría la cabeza.

Era la princesa. Irrumpió sin esperar a que la anunciaran, y se quedó muy quieta en medio de la habitación. La envolvía un sutil aroma de perfume almizclado. Jadeaba, y tenía los puños tan apretados que se le habían puesto los nudillos blancos. Tsuguko y un grupo de damas de honor entraron en la habitación detrás de ella. Sorprendidas, Sachi y sus criadas soltaron sus fardos, se arrodillaron y pegaron la frente al tatami.

—Mi señora Shoko-in —dijo la princesa dirigiéndose a Sachi por su nombre formal.

Sachi levantó la vista. Era la primera vez que la veía sin maquillaje. Con los ojos sin perfilar y con el cabello sin peinar parecía una niña. Tenía la piel tan transparente que no parecía humana; no parecía una criatura de este mundo. Pero había algo más. Había un brillo en sus ojos, una adusta determinación que Sachi nunca había visto hasta entonces.

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