Sachi giró sobre sí misma haciendo ondear la pesada orilla acolchada de su kimono externo alrededor de los tobillos. El negro de sus dientes estaba empezando a borrarse, y tenía una mancha difuminada sobre los ojos, donde le estaban volviendo a crecer las cejas. Su cara en forma de semilla de melón, su pequeña y arqueada nariz y sus sonrosados labios parecían aún más bonitos sin la gruesa capa de maquillaje. Y sin las capas de pesadas sedas ya no parecía una gran flor que pasaba lentamente. Podía levantarse las faldas del kimono y patinar, saltar o correr. Y su delicado cuello, del que estaba muy orgullosa, destacaba mucho más con el escote de la espalda.
Sin embargo, era una suerte que fuera invierno. Ambas tendrían que cubrirse bien la cabeza y la cara para que no se notara que no eran chonin.
Cuando el pequeño grupo emprendió de nuevo la marcha, Toranosuké —el más atractivo y refinado de los dos ronin— cabalgaba en cabeza, y Tatsuemon, el joven de lisas mejillas, sujetaba las riendas de su caballo. Las dos mujeres caminaban a cierta distancia, flanqueadas por los criados, que iban armados de espadas y bastones. Detrás iban los porteadores y los mozos de cuadra, que guiaban los caballos de carga alquilados. El segundo hombre cabalgaba cerrando la comitiva, y sus espadas hacían un ruido metálico al entrechocar.
El camino serpenteaba por la llanura entre desiertos arrozales. Daba la impresión de que evitaban el camino principal y viajaban por pequeños caminos secundarios. Repartidas por el camino había lomas coronadas con unos escuálidos abetos que señalaban la distancia de Edo: cada vez que pasaban al lado de una de esas lomas sabían que habían recorrido otros pocos ri. ¿Qué debía de estar pasando en el castillo? Todo el país estaba sumido en el caos, y allí estaban ellas, en un lugar remoto, dirigiéndose a una ciudad de la que no sabían nada, sin posibilidades de escapar y sin ningún sitio adonde ir si pudieran huir. Nadie sabía que estaban allí. Nadie iría a rescatarlas. Su único consuelo era que los guardias eran sus defensores, no sus enemigos. O, al menos, eso parecía.
De momento, los caminos eran llanos y estaban bien pavimentados, aunque a lo lejos veían alzarse las montañas. Aun así, las mujeres ya empezaban a cansarse. Taki jamás había ido a ningún sitio a pie, y Sachi había olvidado lo que significaba viajar todo el día por un camino. Ambas estaban deseando parar a descansar, pero no dijeron nada.
Un viento cortante azotaba la llanura. Siguieron adelante con obstinación, agachando la cabeza contra el vendaval. Por el cielo pasaban bandadas de gansos. De vez en cuando encontraban unos pequeños puestos donde ofrecían té y tentempiés. Los puesteros, al verlos, salían corriendo y les suplicaban que pararan y les compraran algo.
El convoy llevaba un ritmo brioso. A veces una aldea asomaba, como una isla en un lóbrego mar de color marrón, rompiendo la monotonía. El humo se arremolinaba alrededor de los tejados de paja ocultos detrás de arboledas y bosquecillos de reseco bambú. El viento sonaba al meterse por los tallos de arroz secos. Vieron pasar a granjeros tirando de sus carros, y a ancianas patizambas, tan encorvadas que parecía que rozaran el suelo con la nariz. Aunque en Edo había mucha agitación, en el campo la vida continuaba como si no pasara nada. También encontraron a refugiados de Edo que avanzaban pesadamente, arrastrando carros en los que llevaban sus pertenencias. De vez en cuando se oía aquella cantinela en la lejanía: «¿A quién le importa un comino?»
—No puedo creerlo —gruñó Talo—. En público, donde puede vernos cualquiera; sin una sola criada, disfrazadas de chonin... Si me viera mi madre, se echaría a llorar.
—Nadie nos mira —dijo Sachi, admirada—. Hemos desaparecido. —Le gustaba la sensación de ser invisible.
Al cabo de un rato, Taki se animó.
—Para ser samuráis sin amo, esos tipos son muy civilizados —comentó—. El que va delante parece muy culto. Y la posadera, esa campesina, ¡era casi humana!
—¡Chsss! —dijo Sachi.
Le producían una extraña fascinación esos seres desconocidos que desprendían un olor raro y ligeramente repelente. Pese a ser humanos, eran de un estatus muy inferior al suyo, hasta tal punto que el hecho de que ella fuera una mujer y ellos hombres dejaba de parecer relevante. Sabía que a Taki, una samurái de alto rango y una dama de la corte, debían de parecerle muy inferiores a ella, criaturas sin ningún valor. Taki apenas se había relacionado con varones, con excepción de sus parientes y algún que otro mercader de seda. Y ésos no eran hombres normales y corrientes, sino ronin, y estaban mucho más allá de los límites de la sociedad civilizada. Las dos mujeres caminaban como en sueños; estaban viviendo una pesadilla de la que, con suerte, pronto despertarían para encontrarse cómodamente instaladas en el palacio de las mujeres.
Pero Sachi no podía ver las cosas de la misma manera. Ella no era samurái. Con aquella sencilla ropa tejida en casa, notaba cómo se retrotraía a su antigua vida. El roce del áspero algodón le resultaba familiar y la transportaba a esos lejanos días en que deambulaba por el bosque con Genzaburo. Todo cuanto conocía estaba llegando a su fin, como había ocurrido cuando se la llevaron de la aldea. Quizá la vida fuera así. Podía terminarse en cualquier momento, como los delicados capullos rosados del cerezo, que florecían y caían el mismo día de primavera. Por eso eran tan conmovedores y hermosos.
Cada vez le costaba más mantener el engaño de que era la princesa. Cuando iba balanceándose en el palanquín, no le habían pedido que interpretara ningún papel. Pero en el camino, a la vista de todos, la tarea parecía imposible. Aun así, tenía que intentarlo.
Al menos todos eran viajeros. El viaje eliminaba las barreras, aunque sólo fuera temporalmente. «Los viajes son la vida», murmuró recordando las palabras de Basho. El anciano poeta había pasado toda su vida deambulando de un sitio a otro, intercambiando poemas con los poetas locales que iba encontrando. Sachi pensó en el shogun y en las cartas que le había enviado, en las que describía los lugares que había visto por el camino cuando viajaba a Osaka. Ella había pasado toda su vida en la aldea, o confinada en el palacio. Cierto, el palacio era un mundo en sí mismo, pero a ella estaba empezando a gustarle estar lejos de él. Ella no era como Taki. Se encontraba a gusto allí, entre esos campos, y no en una lujosa casa de muñecas llena de mujeres que hablaban en susurros.
Al cabo de un rato, el joven Tatsuemon retrocedió un poco.
—Mi amo os invita a montar en su caballo, Señoría —dijo con un hilo de voz, agachando la cabeza y mirando a Sachi con sus grandes y tímidos ojos.
—Eso es impensable. Las damas no montan a caballo.
—Mi amo me ha prevenido que me contestaríais eso, pero me ha ordenado que insista. A nadie le importa ya. ¿Estáis segura de que no queréis montar?
Sachi le sonrió. Era un muchacho muy atractivo. Parecía salido de una de las novelas de Saikaku, donde unos hermosos pajes cautivaban con su belleza a otros pajes o a sus amos samuráis.
—¿Estás al servicio del maestro Toranosuké? —le preguntó.
—Sí, Honorable Señora —contestó él ruborizándose hasta las raíces del flequillo.
—¿Cuánto tiempo llevas a su servicio?
—Los tres emprendimos el viaje cuando empezaron los disturbios —respondió el joven.
Fijó la vista en el suelo y no volvió a levantarla, y, turbado, se quedó rezagado procurando no caminar al lado de las mujeres. Sachi jamás había imaginado que algún día caminaría de otro modo que no fuera detrás de un varón, dejando una distancia de tres pasos.
—Dile a tu amo que nos gustaría hablar con él —dijo.
Taki la miró y frunció el entrecejo, pero Sachi no le hizo caso.
Toranosuké alcanzó a las mujeres, pero se quedó un par de pasos detrás de ellas.
—Maestro Toranosuké —dijo Sachi al cabo de un rato—. Esa canción... ¿No cantaban algo sobre las mariposas del oeste? —Cuando pronunció esa palabra, de pronto lo entendió: mariposa.
Cho cho. Claro. Era una canción sobre el dominio sureño de Choshu.
—Cho es Choshu, Honorable Señora —explicó él amablemente—. Choshu está en el sudoeste. Lo que quieren decir es que los clanes de Choshu están en camino.
—¿Es eso cierto? ¿Están en camino?
—No temáis, Honorable Señora. Los derrotaremos, por supuesto. Pero son buenos guerreros y tienen armas extranjeras. Nos hemos encontrado con ellos muchas veces en las calles de Kioto. Y ahora se han aliado con el clan Satsuma...
—¿En Kioto? ¿Estuvisteis allí? —intervino Taki con voz crispada.
Claro, Taki era de Kioto. Su familia estaba allí. Era su hogar, y también el de la princesa. Era la ciudad imperial, la ciudad del emperador.
—Sí, Señora.
—Nos dijeron que hubo un incendio —farfulló Taki—. Que la ciudad fue presa de las llamas. Y que los Choshu atacaron el palacio imperial.
Se oyó un gruñido. Era el otro hombre, el que iba detrás. Sachi se volvió y lo miró; él desvió la mirada, casi a regañadientes. De modo que la estaba observando. Claro, tenía que protegerla. Pero... ¿Eran imaginaciones suyas o había algo extraño en su mirada? Quizá lo contrariara tener que llevar con ellos a unas mujeres débiles que les harían avanzar más despacio. Quizá fuera la forma en que llevaba esas prendas a las que no estaba acostumbrada, o su forma de andar, dando pasitos como las damas de la corte en lugar de andar como un pato sobre unas piernas arqueadas como las campesinas. Sin duda alguna, una verdadera princesa preferiría morir que pisar el mismo suelo que una compañía de samuráis, y ronin por si fuera poco.
Sachi siguió caminando, consciente de que aquel hombre no dejaba de mirarla.
Esa noche se detuvieron en una posada. Sachi y Taki estaban agotadas; les dolían las piernas y tenían ampollas en los pies. Después de bañarse y comer, se dejaron caer en sus aterciopelados futones. Oyeron voces en la habitación de al lado. Los hombres intercambiaban poemas: uno recitaba unos versos, y el otro continuaba. Entonces sonaron las notas de una flauta, infinitamente tristes, y voces masculinas que cantaban en voz baja. Era una de esas cancioncillas melancólicas que cantan los viajeros sobre la nostalgia que sentían de sus hogares.
Cuanto más se alejaban de Edo, más irregulares eran los campos de arroz, y más descuidados estaban. Se alzaban colinas cubiertas de una maraña de árboles; parecían jorobas de dragones enterrados tiempo atrás que ahora surgieran del suelo. El pequeño grupo se relajó un tanto, aunque no podían olvidar que era posible que los sureños les siguieran la pista.
En una aldea consiguieron contratar una silla de manos y palanquineros para llevar a Sachi y a Taki hasta la siguiente. Las mujeres se turnaron para montar en la silla de manos, envueltas en tantas capas de ropa como pudieron encontrar. Ya no les importaba su aspecto. La silla era pequeña —mucho más pequeña que un palanquín—, y hacía mucho frío, pero ellas preferían eso a andar. Tenían los delicados pies llenos de ampollas y en carne viva. Hasta Taki había dejado de preocuparse por el decoro y, de vez en cuando, montaba en uno de los caballos. El negro de los dientes de Sachi ya se había desteñido, y la joven volvía a tener los clientes blancos de una niña, como Taki. También le estaban creciendo las cejas, y hada ya horas que no se ponía la casulla.
Pero a medida que avanzaban, Taki estaba más y más callada. Sachi imaginó que debía de estar desesperada por averiguar qué había pasado en la capital, donde vivía su familia y donde ella se había criado, pero que no quería hablar con unos hombres como aquéllos. Al final la venció la curiosidad.
—Buen hombre —dijo.
Resultaba difícil adoptar un aire digno cuando ibas dando tumbos en una silla de manos, vestida como una plebeya, pero Taki lo logró.
Toranosuké había esperado educadamente a que Taki se dirigiera a él. La joven habló sin mucho entusiasmo del tiempo y de los famosos templos que habían dejado atrás, y abordó el asunto que en realidad le interesaba.
—¿Qué dicen en Kioto sobre Su Excelencia y...?
A principios de ese año, sólo cinco meses después de la muerte del shogun, las mujeres habían oído extraños y terribles rumores sobre el emperador, el hermano de la princesa Kazu. Por lo visto, uno de sus pajes había tenido la viruela. El único que se había contagiado de todo el inmenso palacio imperial era el emperador. Tenía treinta y cinco años y era un hombre sano y robusto. Lo habían tratado los mejores médicos y parecía que se estaba recuperando bien. Pero de pronto su estado había empezado a empeorar. Al día siguiente, llegó la noticia de que había muerto. Su hijo, el príncipe Mutsuhito —el sobrino de la princesa—, había sido proclamado Hijo del Cielo. En público, la princesa siempre había mantenido una fachada de estoica serenidad. Pero Sachi no había olvidado sus convulsivos sollozos detrás de los biombos.
Se produjo un largo silencio.
—Mi Señora —dijo Toranosuké—, todo el mundo sabe que a Su Excelencia lo asesinaron...
Las mujeres se estremecieron. Sus sospechas se habían confirmado.
—... los cortesanos que se aliaron con los clanes del sur. Su Excelencia era un hombre de opiniones y principios severos. Ahora ya pueden hacer lo que quieran. El joven Hijo del Cielo sólo tiene quince años, y les resultará fácil controlarlo.
—Recuerdo a Su Excelencia —le susurró Taki a Sachi enjugándose las lágrimas—. Me presentaron en la corte antes de que abandonáramos Kioto.
Se oyó una voz detrás del convoy.
—Nosotros somos leales sirvientes de los Tokugawa. Llevamos años luchando. Defendimos el palacio imperial cuando lo atacaron los sureños e intentaron capturar al Hijo del Cielo. Abandonamos nuestros hogares cuando todavía éramos unos críos para pelear. Entregamos nuestra sangre. La mayoría de nuestros camaradas han muerto. Y ¿por qué? Ahora el shogun ha abdicado. ¿Por qué? Que nos lo digan. ¿Por qué?
Sachi y Taki se volvieron, asombradas. Era el otro ronin, Shinzaemon.
Se quedaron todos callados. Todos tenían la impresión de haber hablado demasiado. Cuando los hombres volvieron a hablar, fue para decirles a las mujeres los nombres de los templos por los que pasaban y de las montañas que se elevaban en el horizonte. A veces cantaban o recitaban poemas. Pero nadie volvió a mencionar al emperador, al shogun ni la guerra.
El camino empezó a ascender por las montañas, y el paisaje cada vez era más escarpado. Subieron penosamente una montaña tras otra. Cada vez que llegaban, jadeando, a la cumbre de una montaña veían otra, aún más alta, alzándose ante ellos, cubierta de un bosque impenetrable. Sachi estaba agotada, pero también llena de júbilo, y gozaba respirando el aire del campo. El viento silbaba entre la larga hierba. Cada vez caminaban más deprisa, soplándose en los dedos, cruzando los brazos sobre el pecho y metiendo las manos en las axilas para mantenerlas calientes.