El camino era más y más empinado, pero los viajeros no se atrevían a reducir el paso ni a descansar. Necesitaban llegar a Kano. Pero ¿qué encontrarían cuando llegaran allí? Sachi no quería ni pensarlo.
Llevaban diez días viajando cuando salieron de un bosque en lo alto de una montaña. Ante ellos, esparcidos por una lejana pradera, estaban los tejados grises y las sinuosas murallas de Kano. Al acercarse más vieron el castillo, que dominaba la ciudad con sus almenas y sus tejados de tejas, con delfines dorados en los extremos de las vigas; relucía bajo el sol como una miniatura del castillo de Edo, magnífico e imponente. Los hombres aceleraron el paso. Emocionados, les hablaron a las mujeres del famoso río de la ciudad, el Nagara, y de las deliciosas truchas que se pescaban en él.
Pero cuando traspusieron el enorme portal y entraron en las estrechas calles encontraron mansiones de samuráis abandonadas, con las puertas cerradas y trancadas, tan oscuras y tenebrosas que se diría que estaban habitadas por fantasmas. Kano parecía una ciudad fantasma. Los hombres se quedaron callados. Durante su ausencia había pasado algo muy extraño y muy malo allí.
Por fin llegaron a una gran mansión de aspecto ruinoso. Una mujer salió precipitadamente, secándose las manos en el delantal. Tenía una cara redonda, tierna y amable, con carnosas mejillas y generosos y sonrientes labios. Les hizo una reverencia tras otra para darles la bienvenida, sonriendo como una madre que recibe a los viajeros que regresan.
—Debéis de estar muy cansados. Por favor. Mi morada es muy humilde, pero pasad, por favor, y descansad.
Sachi y Taki se habían quitado las sandalias de paja y los tabi, y se estaban limpiando los pies en el umbral cuando llegó un mensajero; la reluciente caja negra que llevaba sobre los hombros se balanceaba hacia uno y otro lado. Toranosuké cogió la caja, la abrió, leyó el mensaje y se lo pasó a Shinzaemon.
—Es de nuestros camaradas de Edo —dijo Toranosuké.
Las mujeres permanecieron calladas. Estaban ansiosas por saber más, pero no se atrevían a preguntar.
—Dicen que hubo un incendio en el palacio de las mujeres —continuó—, y que quedó completamente destruido. La mansión principal del clan Satsuma ardió el día siguiente, como represalia. Los sureños que le prendieron fuego al palacio han sido apresados. Confesaron que su intención era capturar a la princesa Kazu, pero fracasaron. Su Alteza y la Retirada lograron escapar.
—Benditos sean los dioses —susurró Sachi.
Los hombres la miraron. Hubo un largo silencio.
—Has sido muy valiente ocupando el lugar de la princesa —dijo Shinzaemon. Sachi nunca le había oído hablar con una voz tan suave—. Arriesgaste tu vida. Ya no tienes que ocultar tu rostro. Dinos, ¿cómo te llamas?
Sachi no contestó de inmediato. ¿Cómo se llamaba? ¿Era la Retirada Shoko-in, Yuriko o...?
—Sachi —contestó con vacilación. Y entonces lo repitió con firmeza—: Me llamo Sachi.
Volvió a notar los ojos de Shinzaemon escrutándola. Hasta ese momento sólo se había fijado en su enmarañado cabello y en sus fieros ojos, pero entonces reparó también en su despejada frente y en sus carnosos labios. Shinzaemon sonreía.
La princesa estaba a salvo.
Sachi apenas había tenido tiempo de asimilar la noticia cuando empezó a salir gente de la casa para recibir a los recién llegados. Taki y ella quedaron olvidadas en medio del clamor.
—¿De verdad eres tú, Shin, bajo esa mata de pelo? —preguntó la mujer de la cara redonda.
Le hincó un dedo en las costillas, riendo y llorando a la vez. Shinzaemon sonrió y se ruborizó intensamente, como un crío, antes de volver a componer su ceñuda expresión de samurái.
Sachi estaba aturdida por el cansancio, y tenía la inquietante sensación de que había algo que no encajaba. Pese a la calurosa bienvenida, todos parecían tensos y alerta. De vez en cuando alguien miraba alrededor con nerviosismo. ¿Eran imaginaciones suyas, o la sombra del miedo se había reflejado en el rostro de aquella mujer? Casi de inmediato había desaparecido, y todos volvían a charlar animadamente.
—Fuera de aquí —dijo la mujer—. Todos adentro, deprisa.
Sachi creyó detectar un deje de apremio, casi de pánico, en su voz, pero lo atribuyó al cansancio y decidió que sólo eran imaginaciones suyas.
Una doncella acompañó a Sachi y a Taki al interior de la casa. Alumbrando el camino con una vela, las guió por un laberinto de oscuras habitaciones hasta una estancia de techo alto, situada en la parte trasera de la casa. Saludó con una reverencia y cerró la puerta corredera. Sus pasos se extinguieron poco a poco en el silencio.
Sachi y Taki, pequeñas y perdidas en aquella habitación tan grande, se acurrucaron junto a las brasas, casi apagadas, del hogar. Los tatamis estaban gastados; las puertas de papel, remendadas y vueltas a remendar. Sólo había un farol que daba una luz tenue. Estaban solas, sin ni una sola criada que las atendiera.
Sachi pensaba en la expresión de temor de aquella mujer.
—Taki —dijo—, ¿has notado algo raro?
—Parecían un poco nerviosos —respondió Taki—. Al fin y al cabo, esos hombres son ronin. Abandonar el clan es un delito. Se considera traición. Si llaman mucho la atención, van a tener problemas.
Sachi asintió. Debían de tener buenos motivos para regresar.
—Volvemos a estar solas —murmuró—. Me estaba acostumbrando a ellos. Empezaban a parecerme de la familia, casi hermanos. Sin ellos me siento sola. ¿Verdad que es extraño?
Todavía notaba la mirada de Shinzaemon grabada en ella. ¿Eran eso también imaginaciones, o se había dado él la vuelta para mirarla por última vez cuando su familia se lo llevó?
—¿Cómo se atrevía a mirarte de esa forma? —dijo Taki con desdén, como si pudiera leerle el pensamiento a Sachi—. ¿Acaso creía que estabas a la venta, como una prostituta o una geisha? Por muy ronin que sea, no puede comportarse así con una dama de la corte. ¡Qué insolente! ¿Es que no tiene modales? Me alegro de que se haya marchado. Ya sé que es leal al shogun, pero eso es lo único bueno que tiene.
La indignación de Taki hizo sonreír a Sachi. Tenía razón. Con ese pelo, Shinzaemon parecía un animal salvaje, un oso o un lobo. No podía parecerse menos al único hombre que ella había conocido y al que había querido: el amable y noble Kiku-sama.
Eso sí era un hombre: culto, delicado, sensible. ¡Ojalá hubiera sobrevivido! Sachi habría sido su concubina toda su vida, la venerada segunda esposa. ¿Qué había dicho él? «Sé como el bambú. Deja que el viento te doble, pero no te rompas nunca.» Iba a tener que ser fuerte. Pero pensar en él y en todo ese hermoso y frágil mundo que se había perdido hizo que se le anegaran los ojos en lágrimas.
—Somos exiliadas —suspiró—. Estamos abandonadas a nuestra suerte.
Pensó en el príncipe de aquella historia, Genji el Reluciente, que tocaba la flauta, compungido, mientras las olas rompían en la orilla en la lejana Suma, a centenares de ri de la corte. «Sus mangas como las grises olas del mar», murmuró. Casi había olvidado los tiempos en que era una mimada concubina, sin nada que hacer todo el día más que leer poesía y practicar el canto y la danza, rodeada de un séquito de doncellas y criadas dispuestas a servirla en todo momento. Era como si esa vida no hubiera existido jamás.
Y allí estaba, en Kano, un lugar espantoso, desolado y azotado por el viento. Hasta la habitación olía a viejo. El frío y la humedad le roían los huesos. Por muchas prendas que se pusiera, una encima de otra, y por mucho que se acercara al fuego, no lograba entrar en calor. Le castañeaban los dientes. Tenía los pies helados bajo los delgados tabi de algodón.
—Al menos sabemos que Su Alteza está a salvo —dijo Taki acercando sus delgadas manos al fuego—, y tú has cumplido tu misión. Ya no tienes que hacerte pasar por la princesa. Supongo que deberíamos volver a Edo e informar de lo ocurrido. Deben de estar esperándonos.
Taki tenía razón. Sachi era libre. No tenía que quedarse en aquella espantosa ciudad ni un solo minuto más. Pero Edo estaba llena de rebeldes sureños, como les había dicho Tsuguko. Y los caminos eran peligrosos; no podían ir hasta allí solas. Además, estaba cansada. Y Taki tampoco parecía dispuesta a dar media vuelta y volver enseguida. Ahora que estaba fuera del palacio, todo parecía diferente.
—Su Alteza ni siquiera sabe que estoy viva —susurró Sachi—. Ella me ordenó marchar. No le debo tributo a nadie más, sólo a ella. Y ahora esos lazos se han roto. Mi destino está en mis propias manos.
Hizo una pausa para respirar, asombrada de sus propias palabras, tan rebeldes. En el palacio había aprendido a decir siempre lo que era adecuado. Sabía qué tenía que decir, incluso sentir, en cada momento del día. Pero ahora las cosas habían cambiado.
Taki la miró con sus grandes ojos.
—No digas eso —dijo con severidad. La samurái que llevaba dentro afloraba en su chillona voz—. Estás olvidando cuál es tu deber. En este sitio horrible no hacemos nada. Esto es el fin del mundo. No podemos estar en deuda con gente así. Tenemos que volver a Edo, con los nuestros.
—Pero cuando la princesa me ordenó marchar, rompió mis lazos con ella —argumentó Sachi—. Tú también desobedeciste cuando me seguiste. Esos hombres prometieron protegernos, y ahora han desaparecido. Espero que vuelvan pronto.
Sachi nunca había visto a Taki tan preocupada como en ese momento. La ansiedad se reflejaba en su demacrada cara.
—No podemos quedarnos aquí —masculló Taki mirando con fijeza el raído tatami—. Somos demasiado sospechosas. Nuestro aspecto, nuestra forma de hablar... Todo. Pero tampoco podemos marcharnos solas. Somos mujeres, y estamos casi en Año Nuevo. El tiempo va a empeorar. Encontraremos todas las posadas cerradas. Y aunque consiguiéramos volver a Edo, ¿qué íbamos a hacer una vez allí? Ya vimos lo que pasaba en las calles.
—Hemos de esperar y averiguar qué está sucediendo en Edo —dijo Sachi con firmeza.
Alguien había entrado sus fardos y los había amontonado pulcramente en el pasillo que discurría por uno de los lados de la estancia. Hasta la cortesana de inferior categoría habría tenido al menos un baúl, y con toda seguridad, un séquito de soldados, doncellas, criadas, cocineras, sirvientes encargados de llevar los zapatos, porteadores encargados de transportar la bañera, y cantidades ingentes de equipaje. Pero lo único que ellas tenían era un triste montón de cosas envueltas en unos rectángulos de seda basta.
—Tendremos que vender un vestido para pagar nuestra manutención —dijo Taki con melancolía—. Ni siquiera recuerdo qué ropa cogí.
Revolviendo en el montón, Sachi dio con el harapiento fardo que se había llevado de su pueblo. Estaba frío y húmedo. Se lo acercó a la nariz y cerró los ojos, aspirando los débiles y sencillos olores a humo de leña, miso y estiércol: los olores de su aldea, de su hogar. Eso la transportó al día en que la princesa había llegado allí. Recordaba que su madre se había dado la vuelta, que las lágrimas resbalaban por sus mejillas y que se las había secado con el dorso de las manos. Pero había otro olor mezclado con los olores de la aldea, un olor misterioso y sutil, parecido al elegante perfume de algunos nobles o algunas grandes damas.
Tiró del nudo del envoltorio de seda. La tela estaba medio podrida, y se desgarró antes de que Sachi la hubiera desanudado.
Dentro había un grueso rollo de brocado. Sachi lo miró, atónita. Aquello no era suyo; no lo había visto nunca. Lo sacudió un poco. Quizá hubiera algo dentro. Despacio, como un gran tronco descendiendo por el río Kiso, el brocado rodó sobre el tatami, desenrollándose.
Era una prenda del color del cielo un reluciente día de invierno, y tenía bordadas hojas y flores diminutas: delicados capullos morados de ciruelo, racimos de puntiagudas hojas de bambú y pinchudas ramitas de pino. Al desplegarse, iluminó la lóbrega habitación como si hubiera entrado en ella la luz del sol.
—Pino, bambú y cerezo —exclamó Taki—. ¡Es un traje de Año Nuevo!
Una muñeca de trapo cayó rodando de entre sus pliegues.
—¡La pequeña Semilla! —gritó Sachi, y agarró la muñeca, desteñida y gastada, hecha con dos bolsas de crespón rojo cosidas, rellenas de granos de soja; la más pequeña representaba la cabeza, y la más grande, el cuerpo.
Esa muñeca había sido el juguete favorito de Sachi. La abrazó y notó su blando peso en las manos. También había unas pocas sartas de monedas de cobre, atadas con hebras de cáñamo. Para cualquiera que viviera en el palacio, no tenían prácticamente ningún valor; sin embargo, ella sabía cuánto tenía que haberse sacrificado su madre para reunirías.
Taki estaba examinando la prenda de brocado.
—¡Qué brocado tan fino! —dijo pasando los delgados dedos por la tela—. ¡Es una túnica de cortesana! Debe de estar quebradiza después de tantos años.
La extendió sobre el raído tatami. Los grupos de hojas y flores formaban un paisaje. En uno de los hombros, la barandilla de un pabellón asomaba por detrás de las hojas. En las caderas había una valla de bambú con una rústica verja, y, debajo, una cortina ondulada por una brisa imaginaria. Un arroyo plateado discurría por la espalda del vestido. Cerca del dobladillo había un carruaje como los de los nobles del período Heian. Los arreos estaban enroscados en el suelo, como si los bueyes se hubieran soltado aprovechando la ausencia de su amo, que quizá estuviera visitando a la dama imaginaria que vivía en aquel jardín.
—Es un michiyuki —murmuró Sachi—. Un abrigo largo. ¡Es un tesoro! ¡Lleva años en ese fardo, y nunca lo habíamos abierto!
Lo cogió con cuidado, temiendo que se despedazara al tocarlo. Se levantó, se lo echó sobre los hombros y se lo ató por la cintura con el gastado obi de algodón. Las dos capas de tela cayeron en cascada desde sus caderas, y la cola se arremolinó a sus pies.
Sachi se había transformado: ya no era una trotamundos con un andrajoso kimono de chonin, sino una dama de la corte más elegante de la tierra. Se deslizó por la habitación abriendo las faldas para mostrar el forro. Luego estiró ambos brazos y dio unos pasitos. La pesada tela oscilaba y brillaba, susurrando al rozar el gastado tatami.
—«Es la capa de plumas de un ángel» —cantó Taki con voz débil.
Era cierto. Parecía la capa de ángel que encontraba el pescador en la obra de teatro Noh.
—«Una capa que no podría llevar ningún mortal» —recitó Sachi recordando el siguiente verso.