La última concubina (12 page)

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Authors: Lesley Downer

Tags: #Drama, Histórico, Aventura

Era la primera vez que veía a las otras mujeres desde su ascenso. Todas la observaban con curiosidad. Todavía eran niñas, con gruesas cejas negras y dientes blancos. Ella era la única que llevaba las cejas depiladas y los dientes pintados de negro, como las mujeres adultas. Sachi mantenía la cabeza agachada. La timidez le coloreaba las mejillas, pero al mismo tiempo la joven sentía un apacible orgullo.

Sus compañeras de clase la rodearon, inclinaron la cabeza y dijeron «Enhorabuena» a coro. Fuyu se encontraba entre ellas, más hermosa y coqueta que nunca, perfectamente maquillada, con el cabello reluciente, untado con aceite. Hasta compuso una gélida sonrisa cuando, con desdén, dijo: «Enhorabuena.»

La primera tarea consistía en limpiar las esterillas. Mientras las alumnas iban de un lado para otro deslizando paños húmedos por el tatami, Fuyu se coló entre Taki y Sachi y se colocó muy cerca del hombro de Sachi.

—Bueno —dijo con desprecio—, qué sorpresa. Supongo que Su Alteza obligó a Su Majestad a escoger a una de sus mujeres; y la única que tenía la edad adecuada eras tú. ¡Qué suplicio para Su Majestad tener que tocar a una criatura tan despreciable!

Sachi estaba anonadada. Fuyu debía de estar muy alterada para revelar sus sentimientos de esa manera tan grosera y directa. Empezó a andar más deprisa, pero Fuyu aceleró también.

—Si necesitas algo, cualquier cosa, dímelo —dijo Fuyu, jadeando y subiendo el tono de voz—. Debe de costarte comer arroz blanco. Te conseguiré un poco de cebada, o de mijo. O un poco de forraje de los establos. Y deberías dormir allí, por cierto. Te sentirías como en tu casa.

Sachi no dijo nada. Quizá lo que quería Fuyu fuera que se pusiera en ridículo enfadándose. Pero no iba a conseguir nada con sus provocaciones.

Cuando las esterillas quedaron impecables, las alumnas se arrodillaron en un lado de la sala y sacaron las alabardas de sus fundas. Sachi se esforzó para concentrarse en su arma. El simple hecho de sujetarla la tranquilizaba. La sacó de su funda y examinó la hoja. Era preciosa, de un acero de excelente calidad, elegantemente curvada. El borde convexo era lo bastante afilado para cortar a un hombre por la mitad de un solo golpe, y a lo largo del lado romo había un canal para que se escurriera la sangre. Como las espadas, era lo bastante dura para atravesar una armadura dos veces más gruesa que el dedo de un hombre, pero lo bastante flexible para no romperse; era obra de un fabricante de espadas cuya familia llevaba varias generaciones especializada en ese arte. La larga asta de madera estaba lacada con un dibujo de flores y tenía el emblema de los Tokugawa incrustado en oro. Sachi colocó el borde romo hacia sí y empolvó, limpió y engrasó la hoja. Pasó un paño por la empuñadura, y luego volvió a meter la hoja en su funda y dejó el arma en su bolsa.

A continuación cogió un bastón de entrenamiento de uno de los lados de la sala. Lo puso derecho; el palo era casi dos veces más alto que ella. Era de madera de roble blanco, liviano y liso, con uno de los extremos rematado en punta.

—Hacedlo lo mejor que podáis —gritó la maestra Masa, una mujer nervuda y de pelo canoso. Era casi tan alta y tan delgada como una alabarda, y tenía fama de ser una excelente espadachina—. Vivimos tiempos difíciles. Ahora que Su Majestad se ha ausentado, debemos estar preparadas para defender el castillo. Concentraos y entrenaos bien.

Las alumnas practicaron los diferentes movimientos —golpear, cortar, clavar, rechazar y bloquear—. Luego se pusieron los cascos y la ropa protectora y empezaron a entrenarse. La sala se llenó de los ensordecedores chasquidos de madera contra madera.

Las compañeras de Sachi, que se habían criado en casas de samuráis, habían aprendido a manejar la alabarda cuando eran muy pequeñas, porque tenían que estar preparadas para defender sus casas cuando los hombres se ausentaban. Entre los samuráis, las alabardas —naginata, «espadas de puño largo»— formaban parte del ajuar de las novias. Eran largas y livianas: lo bastante livianas para que las empuñara una mujer, y lo bastante largas para que pudiera darle un buen golpe en las piernas a su oponente antes de que éste pudiera acercarse lo suficiente para agarrarla o golpearla con su espada. Durante muchos años —los reinados de doce generaciones de shogunes, más de lo que nadie podía recordar—, Japón había vivido en paz. Aparte de ahuyentar a algún ladrón o algún bandido de vez en cuando, las mujeres no creían tener que utilizar una alabarda para defenderse. La práctica de la alabarda se había convertido, en gran medida, en una forma de arte marcial, una disciplina del cuerpo y de la mente.

Pero en el palacio de las mujeres, el entrenamiento con la alabarda se tomaba muy en serio. El palacio era la residencia del shogun. Él iba al palacio exterior, donde se reunían los hombres, para ocuparse de los asuntos de Estado, pero el palacio de las mujeres era donde se relajaba y donde pasaba las noches. Y como es lógico, allí no había guardias varones. Se exigía a todas las mujeres del palacio que dominaran la alabarda, para que pudieran defender al shogun si algún día atacaba algún enemigo. Todo el mundo sabía que las mujeres del palacio del shogun eran excelentes guerreras, y para alcanzar ese nivel de habilidad había que entrenar rigurosamente y practicar a diario.

Sachi había empezado tarde a entrenarse, pero ese día se sentía invencible. Notaba el cuerpo ligero como una pluma. Se lanzó hacia delante, golpeando a su oponente como si manejara una guadaña; luego se apartó antes de asestar una descarga de golpes. Notaba la ligereza del palo que tenía en la mano y cómo el extremo vibraba al cortar el aire.

Pero comparada con Fuyu, Sachi era torpe. Fuyu era la mejor luchadora de la clase. Su palo y ella parecían una misma cosa que fluía con elegancia, sin interrupciones entre los golpes que asestaba. Ofrecía un hermoso espectáculo.

No llevaban mucho rato practicando cuando Fuyu se separó de su pareja de entrenamiento. Sachi vio con el rabillo del ojo cómo Fuyu se le acercaba. Se le plantó firmemente delante y se quedó mirando con fijeza a Sachi; le temblaban los párpados y sus ojos parecían dos delgadas rendijas. Daba la impresión de que había perdido por completo el control de sí misma.

—Qué piel tan blanca y tan bonita tienes —dijo, burlona, con voz temblorosa—. Qué orgullosa estás de tus cejas afeitadas y de tus negros dientes. Te crees que nos engañas, ¿verdad? Sabemos muy bien qué clase de persona eres. Bueno, campesina, vamos a ver cómo peleas.

Fuyu sonrió. Sachi recordó las advertencias de Tsuguko y de Haru. Sabía que Fuyu peleaba mucho mejor que ella. No iba a haber clemencia. Sachi iba a recibir una paliza, sin duda alguna, pero nada habría podido impedir que aceptara el desafío de Fuyu. No había nada peor que ser considerada una cobarde. Sachi se irguió, intentando expresar un desprecio comparable al de Fuyu. Pensó en la mirada serena y en la frescura de la piel del shogun. Iba a demostrarles a todos que era digna de ser su concubina.

Sachi saludó con una cabezada. Entonces se preparó: separó los pies, sujetó el bastón con ambas manos, sin apretarlo, y respiró hondo. «Concéntrate —se dijo—. Busca el equilibrio.»

Un instante más tarde, Fuyu se abalanzó sobre ella, fulminándola con la mirada y con la frente salpicada de sudor. Sachi temblaba como un ratón de campo que ve cómo un halcón se abate sobre él; no podía moverse, no podía escapar. Agitando el bastón y gritando a pleno pulmón, Fuyu intentó darle en el pecho.

Sachi notó la ráfaga de aire al descender el bastón hacia ella. Estaba preparada, con el bastón bien sujeto. Esquivó el golpe, aunque la fuerza de éste la hizo retroceder un poco y tambalearse. Su bastón todavía temblaba cuando Fuyu giró sobre sí misma y le asestó un golpe tras otro en el pecho, en la cabeza, en las pantorrillas. Sachi saltaba y danzaba, bloqueando y esquivando golpes. Lo único que podía hacer era esquivar el ataque. Intentó golpear a su oponente, pero era inútil.

Entonces Fuyu, jadeando, hizo una pausa lo bastante larga para que Sachi recuperara el equilibrio. Cuando Fuyu volvió a lanzarse contra ella, Sachi estaba preparada. La joven recibió el golpe en el mango del bastón, giró sobre sí misma, de puntillas, y atacó con el extremo de la hoja. Fuyu la obligó a retroceder, golpeándola en el pecho y en las pantorrillas, pegándole en las muñecas, intentando obligarla a soltar el bastón.

Sachi respiraba con dificultad. Perdió momentáneamente la concentración y bajó la guardia. Un fuerte golpe en las costillas la hizo tambalearse y retroceder. Fuyu arremetió contra ella, le dio una tunda con el bastón, asestándole una lluvia de golpes. Entonces se arrodilló y le hincó el bastón en el estómago. Sachi se dobló por la cintura; se le había cortado la respiración. La sala le daba vueltas. Oía el zumbido de su sangre. Fuyu se erguía ante ella, con el rostro lívido y con el bastón en alto.

En la mente de Sachi apareció una imagen del shogun y del hijo que quizá estuviera formándose dentro de ella. De pronto recuperó la concentración. Se incorporó respirando a bocanadas. Las dos jóvenes empezaron a describir círculos, sin dejar de mirarse a los ojos y apuntándose con los bastones. Sachi sólo veía la cara de odio de Fuyu y las paredes de la sala de entrenamiento, que giraban con ella.

Entonces Fuyu dio un paso atrás y levantó el bastón, que descendió hendiendo el aire. Sachi esquivó el golpe. Los dos bastones dieron un fuerte porrazo.

Sachi saltó hacia atrás, giró sobre sí misma y atacó a Fuyu, obligándola a retroceder. Golpeó con un extremo del bastón, y luego con el otro, sin darle tiempo a Fuyu para recuperar el equilibrio. La incredulidad se reflejó fugazmente en el rostro de Fuyu. Sachi había conseguido ponerla a la defensiva. Se había convertido en aire, en fuego, y el bastón formaba parte de su cuerpo, era una extensión de su brazo. Se lanzaba hacia delante y hacia atrás, acompañando los movimientos con el peso del cuerpo, pegando, empujando, intentando romper las defensas de Fuyu.

Fuyu tenía la cara hinchada. Daba la impresión de que fuera a romper a llorar. Perdió la concentración. En ese momento Sachi la golpeó en el brazo. Fuyu gritó, furiosa. Sachi se arrodilló y golpeó a su oponente en las piernas.

Fuyu volvió a atacar. Estaba roja de ira. Golpeó a Sachi en el estómago. Sachi intentó esquivar el golpe, pero se le soltó el bastón de las manos. Perdió el equilibrio, trastabilló un poco y cayó al suelo. Antes de que pudiera levantarse, Fuyu empezó a asestarle un golpe tras otro en la espalda, en las piernas y en los brazos. Entonces tiró el bastón y saltó sobre ella, aporreándola con los puños.

Sachi se retorcía e intentaba defenderse con los puños, pero Fuyu la había inmovilizado. Rodaron por el suelo, dándose puñetazos y patadas y arañándose. Sachi notó cómo las manos de Fuyu se cerraban alrededor de su cuello. Agarró a Fuyu por el pelo y se estremeció de orgullo al ver que le arrancaba un mechón. Fuyu dio un chillido y aflojó un poco las manos. Sachi se incorporó rápidamente, sujetó a Fuyu y se arrodilló encima de ella. Fuyu forcejeaba y chillaba sin cesar. Sachi le agarró un brazo y se lo retorció en la espalda, hasta que Fuyu golpeó el suelo con la mano que tenía libre en señal de sumisión.

La sala estaba en silencio; sólo se oían los jadeos de Sachi y de Fuyu. Una larga sombra se proyectó sobre las dos jóvenes. Masa estaba de pie a su lado, contemplándolas.

—¡Basta! —gritó la maestra—. No traigáis vuestros sentimientos personales a esta sala. Estáis rompiendo la regla principal del código de los samuráis. El entrenamiento debe realizarse con humildad. ¿Me habéis oído?

Sachi se quitó el casco con cuidado. Estaba cubierta de cardenales, pero no le importaba. Le lanzó a Fuyu una mirada de triunfo. Pero sabía que ya tenía una enemiga.

Las mujeres se apiñaron junto a la entrada de la sala y se calzaron las sandalias de madera. Fuyu miraba con odio a Sachi. Tenía la cara, redondeada y con la nariz respingona, húmeda de lágrimas, y los labios apretados. Se agachó y cogió una sandalia con barro incrustado. Antes de que alguien pudiera impedírselo, echó el brazo hacia atrás y pegó a Sachi en un lado de la cabeza con la sandalia.

Tambaleándose de dolor, Sachi se llevó una mano a la cabeza. Una sandalia manchada de barro: no había peor insulto que ése. El dolor no tenía ninguna importancia, lo intolerable era la humillación. Sachi sabía que, en otros tiempos, una samurái se habría suicidado tras ser objeto de semejante ofensa. Pero ella no pensaba hacer eso. Ella no era una samurái, ni lo sería nunca. Practicaría sin descanso hasta poder derrotar a Fuyu con facilidad. Y algún día le devolvería el insulto.

—Al fin y al cabo —dijo Taki con un susurro triunfante al mismo tiempo que rodeaba a Sachi con un delgado brazo—, Su Majestad te escogió a ti, no a Fuyu.

IV

Unos días después de la partida del shogun, llegaron cartas para la princesa Kazu, para el Cuervo Viejo, su madre, y para la Retirada, su madre adoptiva. También había una carta para Sachi. La joven se la llevó a la habitación que compartía con Tsuguko y la sostuvo largo rato antes de desenrollarla poco a poco. Estaba escrita en una hoja de papel de madera de morera ligeramente perfumada. La caligrafía era exquisita: suave pero apasionada, como Su Majestad. Sachi se lo imaginó sentado en su palanquín, o frente a una mesita en una de las paradas de descanso, manejando el pincel con soltura y elegancia. La mayoría de las mujeres de la clase de los samuráis sólo conocían el alfabeto hiragana, pero Sachi, que se había educado en el palacio de las mujeres, también había empezado a aprender los caracteres chinos de kanji en que estaba escrita la literatura clásica. Todavía no lo dominaba lo suficiente para descifrar todas las palabras de la carta del shogun, pero entendió que en ella describía sus viajes. Terminaba la misiva con un poema en que se refería a unas hermosas flores que había visto y que, según decía, le habían hecho añorar su adorable rostro.

Lo malo era que Sachi tenía que contestar al shogun. La joven había estudiado lo suficiente para reconocer los trazos de una mano diestra. Pero su caligrafía era tan infantil que sin duda le causaría una mala impresión al shogun, y sus composiciones poéticas todavía eran muy elementales.

También recibió una carta de su madre. El sacerdote de la aldea se la había escrito con una caligrafía sencilla y de trazos redondeados. Al desenrollarla, Sachi sintió una profunda nostalgia de su hogar.

«Nos hemos alegrado mucho de saber de ti y te agradecemos que seas tan buena hija —decía Otama—. No sabíamos qué había sido de ti. No nos atrevíamos a escribirte al castillo. Pensábamos que ahora que vives allí te avergonzarías de nosotros. Por favor, cuídate con este tiempo tan húmedo. Nos alegra saber que trabajas mucho. Por favor, asegúrate de no ser una carga para las buenas personas que te han adoptado. Nos enorgullece que te hayan ascendido a doncella de rango medio. Como ya sabes, hay muchos disturbios en el camino, pero no te preocupes por nosotros. Estamos todos bien.»

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