La última concubina (31 page)

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Authors: Lesley Downer

Tags: #Drama, Histórico, Aventura

Sachi se arrodilló y abrazó a los niños, se frotó la nariz contra su áspera y bronceada piel y aspiró los olores campestres a humo de leña y a tierra de su pelo.

—¿Dónde estabas? —preguntó Chobei.

—Muy lejos.

—¿Vas a quedarte aquí?

—Eso espero —respondió Sachi mirando a su madre y sonriendo.

—Quédate, por favor —dijo la pequeña Osama.

Yuki miraba con fijeza a Chobei. Tenían casi la misma edad. Al menos, allí Yuki tendría un compañero de juegos.

—Yo me quedo —dijo Yuki con firmeza.

Asintió con una cabezada, y sus dos coletas se agitaron enérgicamente. Sonreía por primera vez desde que salieran de Kano.

Otama cogió el hervidor de agua, llenó una tetera y puso unas tazas de té alrededor del hogar. Miró a Sachi con gesto anhelante, como si quisiera retenerla allí para siempre; iba a decir algo, pero suspiró, sacudió la cabeza y desvió la mirada.

A lo lejos se oían gritos y ruido de pasos. Otama se sobresaltó y palideció. Aspiró entre los dientes y miró a todos los que estaban en la habitación. El miedo se reflejaba en su mirada.

—Fuera, niños —dijo bruscamente. Se volvió hacia Shinzaemon. El ronin estaba sentado contemplando las brasas; tenía una pequeña pipa de boquilla larga en la mano—. No puedes quedarte aquí —susurró—. Los soldados llegarán en cualquier momento. Buscan a gente como tú. Está muy sucio, pero... será mejor que subas al desván.

—En el desván no voy a servirle de mucho —objetó Shinzaemon.

Los gritos se acercaban.

—Mi madre tiene razón —intervino Sachi—. Irán a por ti. No puedes enfrentarte a todo un ejército. A las mujeres no nos harán nada.

—Deben de haber pasado por el sitio donde nos encontramos a aquellos ronin sureños —terció Taki asintiendo con la cabeza—. Deben de haber encontrado a sus camaradas. Si te encuentran aquí, se desquitarán con nosotros.

—Destrozarán toda la aldea —dijo Sachi, suplicante.

—No pienso dejaros solas.

—Si te matan no podrás protegernos —argumentó Sachi.

—Los soldados interrogan a todos los jóvenes —aportó Otama, angustiada—. Buscan a cualquier sospechoso de estar en el bando norteño.

Shinzaemon suspiró.

—Está bien. Si insistís... —dijo frunciendo el entrecejo.

—No salgáis de aquí hasta que los soldados se hayan marchado —les dijo Otama a las mujeres—. Pase lo que pase, no salgáis.

Sachi cogió una vela y echó a andar sin hacer ruido por la oscura casa, hacia una escalerilla que había en la parte trasera. Le dio un farol y una caja de yesca a Shinzaemon y abrió la trampilla. Éste escudriñó el rostro de Sachi; sus ojos destellaban como los de un gato en la oscuridad. Entonces se dio la vuelta y se metió por la trampilla. Sachi la cerró y escondió la escalerilla. Oyó crujir las tablas del suelo sobre su cabeza.

II

Mientras Otama iba a preparar la comida para los soldados, Sachi, Taki y Yuki se quedaron en las dependencias de la familia con los niños.

Sachi repasó mentalmente todo lo ocurrido ese día. La decisión de Shinzaemon, el hecho de que estuviera allí con ella, en la aldea... Jamás se habría atrevido a soñar que él hiciera algo tan drástico y maravilloso. Recordaba una y otra vez sus palabras: «Eres un ser de otro reino.» Se miró en el desazogado espejo de metal de su madre. Vio una cara pálida, ovalada, con la barbilla puntiaguda y una boca pequeña de labios carnosos, y unos ojos grandes y separados, de color verde oscuro, con las comisuras inclinadas hacia arriba. En el pasado siempre se miraba en el espejo para ver si iba bien maquillada, pero ahora contemplaba ese rostro como si lo estuviera viendo por primera vez. Se pasó un dedo por la lisa y blanca mejilla y por la pequeña y recta nariz. Ésa era la cara que veía Shinzaemon, la cara que a él le gustaba.

Entonces arrugó la frente y sacudió la cabeza. Necesitaba que Taki le recordara que estaba jugando con fuego, que cualquier alianza debía ser autorizada por la familia o, en su caso, por la corte del shogun. Si se dejaba llevar por sus emociones, ambos acabarían sin cabeza. Mientras viajaban por el Nakasendo habían podido desobedecer las leyes de la sociedad; pero allí, en la aldea, tendrían que ser mucho más prudentes. En cualquier caso, lo único que había hecho Shinzaemon era conseguir unos días más para estar juntos. En cuanto salieran de la aldea, volverían a Edo, y allí se despedirían, seguramente para siempre. No tenía sentido preocuparse por el futuro, porque no tenían futuro. Sólo tenían el presente.

—Bueno —dijo Taki—, ya volvemos a estar solas.

Ya sólo podía verla Sachi, y su delgada cara se puso mustia. Sus grandes ojos contemplaban, tristes, la lejanía. Sachi se arrodilló detrás de ella y le masajeó los huesudos hombros. Taki dio un gruñido de agradecimiento cuando Sachi trabajó sobre un nudo particularmente rígido.

—Volveremos a verlos en Edo —dijo en voz baja, consciente de que Taki no se había sincerado con ella—. Shinzaemon es muy impulsivo —añadió—. Toranosuké es mucho más formal. Supongo que él también se habría quedado, pero pensó que tenía que llegar a Edo.

—No sé qué me ha pasado —dijo Taki, compungida—. Yo no soy así. —Suspiró, y entonces añadió—: Tendré que esperar a que estos estúpidos sentimientos pasen. Al fin y al cabo, su rango es muy inferior al mío. ¿Qué esperaba? ¿Convertirme en su amante? Soy una cortesana, voy a pasar el resto de mi vida en el palacio de las mujeres, y ya está. Aquí hay mucho humo —murmuró secándose los ojos con la manga.

Sachi sabía que no era el humo lo que estaba haciendo que se le empañaran los ojos. Abrazó a Taki y se acurrucó junto a ella.

Sachi estaba medio dormida cuando la puerta se abrió de golpe. Un soldado irrumpió en la habitación, y luego otro, y otro, hasta que había veinte o treinta apretujados en la habitación. Algunos tenían la cara enrojecida e hinchada, y les apestaba el aliento a sake. Todos empuñaban espadas. Ni siquiera se molestaron en quitarse las sandalias de paja, y pisotearon con ellas el tatami. El olor a comida, a tabaco y a sudor invadió la habitación. Sachi y Taki se enderezaron rápidamente. Llevaron a los niños a un rincón y se agacharon enfrente de ellos para protegerlos, tapándose la cara con las túnicas.

—Esos forajidos... Los tenéis escondidos aquí. Entregadlos y no os pasará nada.

Aquellos sureños parecían perros. Eran musculosos y retacones, tenían la piel áspera y bronceada, y sus ojos parecían rendijas. En lugar de la elegante armadura de los guerreros, llevaban unas estrafalarias prendas negras con las mangas ceñidas, y unos pantalones estrechos que hacían que sus piernas parecieran palos. Algunos llevaban cintas en las hirsutas cabezas, con un rectángulo de hierro para protegerse la frente. Llevaban la cabeza sin afeitar, y el largo cabello recogido en una cola de caballo. Algunos llevaban pieles de perro sobre los hombros. Se erguían, imponentes, sobre las mujeres, mirándolas acusadoramente.

Sachi los miraba con los ojos como platos, adoptando una expresión de sorpresa e inocencia. Ni siquiera se atrevía a mirar a Taki de reojo. Sabía muy bien que no podían defenderse. Las alabardas estaban fuera de su alcance, con su equipaje, y había demasiados soldados para pelear con horquillas y dagas. Además, estaban los niños. Todo el mundo sabía que los sureños eran unos rufianes muy violentos, sin conciencia ni sentimientos. Tenían fama de malcarados y malhablados, pero también eran valientes hasta la imprudencia. Sólo los dioses sabían de qué eran capaces si los provocaban.

—Han visto a ese alborotador venir hacia aquí —gritó un tipo corpulento, de tez morena, con barba y con la nariz rota—. Se hartó de los suyos en Kioto. Un tipo con un tatuaje en el hombro. Una bestia salvaje. —Miró a las dos jóvenes con recelo, entrecerrando los ojos—. Una banda de norteños ha matado a unos cuantos de los nuestros. Al menos eran veinte, según dijeron los supervivientes. Su cabecilla respondía a esa descripción.

Sachi no pudo evitar sentir cierta satisfacción. ¿Al menos veinte? Se alegraba de haber causado esa impresión.

—Si tenéis a algún fugitivo escondido aquí, entregadlo y no os haremos daño.

Sachi estaba a punto de contestar cuando uno de los soldados levantó su rifle y golpeó la puerta de un armario con la culata. Los otros lo imitaron, abriendo grandes agujeros en las puertas de papel. Entonces se oyó un ruido de astillas rotas: otro había clavado su lanza en el techo. Los soldados empezaron a clavar sus bayonetas y sus lanzas en el techo, gritando: «Atraparemos a ese canalla. Seguro que está ahí arriba.» Empezó a caer polvo, y todos empezaron a toser. Las mujeres se encogieron, asustadas por el ruido y la confusión.

A Sachi le latía tan fuerte el corazón que temió que lo oyeran los soldados. Miró a hurtadillas, sin atreverse a penas a respirar y temiendo ver sangre en la hoja de una lanza. Desesperada, rezó a los dioses, suplicándoles que Shinzaemon se hubiera quedado donde ella lo había dejado, al fondo de la casa, y para que se le hubiera ocurrido tumbarse sobre una de las gruesas y pesadas vigas.

El entramado de bambú del techo colgaba hecho tiras. Sachi se tapó la cara con el pañuelo y agradeció que la habitación estuviera tan oscura que los hombres no pudieran verla con claridad. Respiró hondo, se levantó y se enfrentó a los soldados. Tenía la boca seca. Se convenció de que estaba en la sala de entrenamiento del palacio de las mujeres, enfrentándose a su oponente. Intentó controlar su voz.

—¿Cómo os atrevéis a entrar así en nuestra casa? —dijo. Le salió una voz clara y firme, como si volviera a estar en el palacio de las mujeres, dando órdenes a las sirvientas. Temía haber perdido el acento del dialecto de Kiso, pero entonó las palabras perfectamente—. Aquí no hay nadie —continuó en un tono sereno pero autoritario, adquiriendo confianza a medida que hablaba—. Deberíais avergonzaros. Ésta es la casa de Jiroemon, el jefe de esta aldea. No somos campesinos a los que podáis mangonear. ¿Cómo os atrevéis a destrozar así nuestra casa?

Se produjo un silencio. Los soldados miraban a Sachi, boquiabiertos.

—Aquí no hay nadie aparte de las mujeres —dijo con firmeza. Estaba muy tranquila—. No tenemos nada que esconder. ¿No me creéis? Os lo demostraré. Venid.

Los guió por todas las habitaciones, abriendo una puerta tras otra, y abriendo los armarios donde se guardaba la ropa de cama. Cuidó de que los soldados no se acercaran al oscuro rincón donde estaba la escalerilla que conducía al desván.

—¿Lo veis? —dijo abriendo la última puerta—. Aquí no hay nadie. Sólo nosotras.

—Esa mujer tiene agallas —murmuró un soldado por lo bajo.

—Sí —coincidieron los otros—. Quizá sea una muchacha de campo, pero tiene el corazón de una samurái. Tendríamos que dejar tranquilas a esas mujeres.

Uno a uno, los soldados guardaron las espadas en sus vainas. Algunos parecían un poco avergonzados. Se dirigían en masa hacia la puerta cuando el de la barba se volvió.

—Un último vistazo —gruñó, entrecerrando los ojos y mirándola con desconfianza.

Sachi se alegró de haberse tapado la cara con el pañuelo. El soldado entró de nuevo con otros dos, y alumbraron todos los rincones oscuros con sus faroles. Sachi siguió el ruido de sus sandalias de paja por el tatami, temiendo que en cualquier momento encontraran la escalerilla, miraran hacia arriba y vieran la trampilla del techo. Le pareció oír un débil crujido en el desván, y confió en que los sureños no lo hubieran oído.

Tenía que hacer algo. Se quitó el pañuelo de la cara, fingiendo que se le había caído y que volvía a anudárselo.

—¡Eh, mirad! —gritó un soldado, y le arrancó el pañuelo de la cara—. ¡Qué belleza!

De pronto, el soldado la agarró por los hombros y la empujó contra una pared. Sachi contuvo la respiración. Parecía mentira que un hombre pudiera ser tan bruto, aunque fuera sureño. El soldado tenía la cara picada de viruelas, la barbilla hirsuta y unos ojillos porcinos. Le apestaba el aliento.

Los otros formaron un corro alrededor de ella, mirándola con lascivia. Sachi pensó que, al fin y al cabo, para ellos sólo era una campesina. Podían hacerle lo que quisieran con total impunidad.

—Ésta es para mí —dijo el de la cara marcada, rociándola de saliva—. Botín de guerra. Ven con nosotros, muchacha. ¡Somos los conquistadores!

Sachi intentó apartar al soldado al mismo tiempo que buscaba su horquilla. Por un instante se olvidó de todo; sólo era consciente del repugnante y sudoroso cuerpo de aquel hombre inmovilizándola contra la pared. Pensaba sacarle los ojos, aunque los soldados los mataran a todos.

Y entonces se quedó quieta. Recordó, con horror, que allí fuera había todo un ejército. No podía defenderse, porque si lo hacía, los sureños destrozarían la aldea. Bastaba con mirar a esos brutos, con su pestilente olor y su bronceada cara, para comprender que los matarían a todos.

El tipo le estaba arrancando la ropa a Sachi cuando Taki se levantó y fulminó con la mirada a los soldados. Sus enormes ojos echaban chispas, y ni siquiera trató de disimular su refinado acento de Kioto. Con su chillona voz, y con un tono de profundo desdén, dijo:

—¿Qué sois, hombres o animales? —Su voz se alzó sobre el alboroto—. Deberíais avergonzaros. Somos súbditos leales del emperador, pero no estamos dispuestos a que nos gobiernen unas bestias salvajes. ¡Así que éstos son los sureños! Irrumpís en la casa, asustáis a los niños. No sé a quién ni qué andáis buscando, pero no están aquí. ¿Es que no lo veis? Ya habéis causado bastante daño. ¡Sois peores que animales!

Los hombres se callaron. Algunos arrastraban los pies y miraban al suelo. El soldado de la barba había vuelto para ver qué pasaba. Se abrió paso a empujones entre el grupo de soldados, agarró al de la cara marcada por los hombros y lo apartó de un empujón. El tipo se tambaleó y cayó al suelo.

—¿Quieres que te corten la cabeza? —rugió el de la barba—. Ya has oído lo que ha dicho el comandante. Deja a esas mujeres en paz. Tenemos que ganarnos a los lugareños, no aterrorizarlos. Aquí no hay nadie. Vámonos.

—Volveré —dijo el de la cara marcada mirando con lascivia a Sachi.

Salieron todos afuera, pero seguían mirando alrededor con recelo y murmurando por lo bajo.

Se cerró la puerta y la habitación volvió a quedar en silencio. Sachi y Taki se miraron; ambas estaban temblando. Sachi pensó que acababa de volver a la aldea y ya había puesto a su familia en peligro.

—Será mejor que comprobemos si Shinzaemon sigue ahí arriba —dijo Taki—. Estoy segura de que volverán. ¿No me dijiste que aquí estaríamos a salvo? Pues no lo estamos.

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