—Tenemos que marcharnos cuanto antes —dijo Toranosuké—. Os llevaremos a la aldea, y entonces nos iremos. Tenemos un trabajo que hacer.
A partir de ese momento, se mantuvieron alejados del camino principal. Tomaron senderos que atravesaban los bosques y que discurrían por los acantilados, y treparon y descendieron por precipicios utilizando unas desvencijadas escalerillas de hierro mientras el río Kiso pasaba allá abajo. No volvieron a ver a los sureños, pero el estruendo de sus pies resonaba por el valle y sus rudas voces entonaban su canto de victoria.
Taki y Yuki avanzaban con dificultad; tenían las manos arañadas y ensangrentadas. Hasta a los hombres les costaba seguir los estrechos senderos y trepar para atravesar saltos de agua. Sachi, en cambio, estaba acostumbrada a caminar por la montaña, a buscar pequeños senderos para atravesar bosques que parecían impenetrables y a hacer ruidos para ahuyentar jabalíes y osos. Se oía crujir las ramitas, el ruido de las ramas al romperse y rugidos y gruñidos de animales. Pero Sachi no tenía miedo. Los porteadores los seguían, ágiles como monos pese a las pesadas cargas que transportaban; ellos también se encontraban cómodos en aquel entorno.
Cuando oscureció, encontraron la cabaña de un ermitaño. Estaba vacía y ruinosa, pero al menos era un lugar seco y seguro, y estaba lejos de los soldados. Retiraron las hojas que se habían acumulado en el suelo, amarillas y enmohecidas; encendieron un fuego y se acurrucaron en el suelo de madera, sin quitarse la ropa de viaje. Aquello era lo más bajo que Sachi había caído desde que abandonara el palacio. Despertó entumecida y sucia, con los músculos doloridos de los esfuerzos del día anterior.
Iban siguiendo el curso del río cuando a Sachi empezó a resultarle familiar el entorno.
—Sé dónde estamos —dijo—. Cuando era pequeña venía a jugar aquí.
Le dio un vuelco el corazón. Aquel pequeño grupo se había convertido en su familia, pero cuando se separaran, no volverían a encontrarse nunca.
Desde el encontronazo con los soldados, algo había cambiado. Había un entendimiento tácito entre ellos. Shinzaemon y Sachi caminaban juntos, mucho más adelantados de los demás. Y sin embargo, hablaban poco.
Entonces llegaron a un pequeño riachuelo que discurría entre rocas cubiertas de musgo. Sachi vaciló y fingió que tenía miedo. Shinzaemon le dio la mano. Después de ayudarla a cruzar el riachuelo, no se la soltó.
Se sentaron juntos en la ladera de una montaña. Abajo, la ruta Nakasendo serpenteaba por la zona umbría de la ladera. Había nieve que todavía no se había fundido. Se oía ladrar a unos perros. Entonces el camino describió una curva, y Sachi atisbó unos pocos tejados cubiertos de bastas tejas grises sujetadas con piedras. Ascendía un olorcillo a humo de leña. Era su aldea.
Shinzaemon le acarició la mejilla y el pelo. Fue una caricia ligera, la caricia de un espadachín.
—Llevo luchando desde que era niño —dijo en voz baja—. Es lo único que sé hacer. Me entrenaba a diario, todo el día. Lo único que quería era llegar a ser un gran espadachín, ser uno con mi espada. Pero ahora el mundo ha cambiado. Parece más grande. Estaba decidido a morir sirviendo a mi señor, pasara lo que pasase. Tú has despertado mis ganas de vivir.
La miraba a los ojos.
—Esta cara... La recordaré siempre —declaró—. Cuando luche, estarás a mi lado, como lo estuviste ayer. Y cuando muera.
—Rezaré con todas mis fuerzas para que no te maten —dijo ella—. Cuando termine la guerra, ven a buscarme.
Shinzaemon le cogió las manos.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó—. ¿Te quedarás aquí con tu familia?
Esas palabras la conmocionaron. Comprendió que ella tampoco sabía la respuesta. Meneó la cabeza.
—¿Cómo voy a considerarlos mi familia si hemos estados separados tantos años? —susurró—. No soy la misma persona que cuando me marché de aquí. Sé que tarde o temprano tendré que volver al castillo de Edo. Allí es donde me corresponde estar.
Shinzaemon la miró frunciendo ligeramente las pobladas cejas.
—Todavía hay una posibilidad de llegar a Edo —dijo—. ¿Por qué no vienes con nosotros? El ejército sureño llegará en cualquier momento. Es muy peligroso que te quedes aquí.
—Pero estoy tan cerca... —objetó ella—. Tengo que ver a mis padres. No volveré a tener otra oportunidad.
Le dolió pronunciar esas palabras, cuando él estaba a punto de marcharse y ella no volvería a verlo jamás. Pero era lo que tenía que hacer. Se apretó los ojos con la manga. Una mujer como ella, una guerrera, no debía llorar.
El resto del grupo se acercaba con los porteadores. Shinzaemon le sujetó las manos con fuerza.
—Eres un ser de otro reino —dijo—. Si he podido conocerte, ha sido sólo por la guerra. Prometí que te protegería y cumpliré mi promesa. No te dejaré aquí sola. Toranosuké y Tatsuemon pueden hacer lo que quieran. Me quedaré al menos hasta que haya pasado el ejército sureño. Ya los buscaré en Edo dentro de unos días.
Sachi lo miró, asombrada.
—¿Estás diciendo...?
No podía creer lo que acababa de oír. Shinzaemon la miraba a los ojos, y Sachi compuso una temblorosa sonrisa. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas, pero no le importó.
Mientras Shinzaemon le explicaba su decisión a Toranosuké, Sachi observaba atentamente el rostro de Taki, imperturbable como correspondía a una mujer de su posición. Con todo, no apartaba la vista de Toranosuké, como si confiara en que él se quedara también. Pero éste arqueó las cejas, sorprendido, como diciendo que él estaba muy por encima de esos descabellados impulsos.
—¡Estamos en guerra! —dijo—. ¿Lo has olvidado? Precisamente tú, Shin. Jamás habría imaginado que pudieras ablandarte así. Tenía razón. Te has relacionado demasiado con mujeres.
—Dame dos días —dijo Shinzaemon—. Quizá tres. Nos veremos en Edo.
Toranosuké rió y le dio una palmada en el hombro.
—¡No te precipites, Shin! —añadió—. Nada de heroicidades en solitario, ¿de acuerdo?
Sachi comprendió que Toranosuké no había reparado en el interés que Taki sentía por él, y eso le produjo cierta tristeza. Pero ni siquiera esa tristeza podía impedir que la dicha se reflejara en su cara.
Se despidieron todos haciéndose reverencias, dándose las gracias con fórmulas de cortesía y deseándose buena suerte. Mientras se inclinaban una y otra vez, Sachi, Taki y Yuki vieron cómo Toranosuké y Tatsuemon montaban en sus caballos y salían al galope hacia Edo. Shinzaemon sonreía y les decía adiós con la mano.
Las tres mujeres se dieron la mano, y Sachi las guió pendiente abajo, hacia la aldea.
Al llegar a la curva donde el camino empezaba a descender, Sachi giró un momento la cabeza y miró hacia atrás. Dio un grito ahogado. El largo camino, bordeado de pinos, se extendía hasta un lejano bosque, y las montañas bordeaban el valle como las murallas de una fortaleza: aquél era el sitio desde donde, con sus amigos —la pequeña Mitsu, el esbelto Genzaburo y su hermano pequeño, Chobei—, habían visto aparecer la comitiva de la princesa. Recordó los primeros gritos que oyeron flotar desde la otra punta del valle, poco más que un susurro en el viento —«Shita ni iyo! Shita ni iyo! ¡Arrodillaos! ¡Arrodillaos!»—, y los estandartes que vieron asomar entre los árboles.
Estaba allí plantada, embelesada, cuando Taki levantó un delgado dedo. Se oía un ruido en la lejanía, un rugido sordo parecido al que Sachi había oído años atrás allí mismo. Parecía el ruido del Kiso bajando lleno, cargado de nieve derretida, pero Sachi sabía que no era eso. Al cabo de un momento, los sonidos se hicieron más definidos: el estruendo de enormes tambores, voces masculinas cantando a voz en cuello una canción de victoria, el estruendo de pasos, el crujir de cientos de sandalias de paja. Era el temido ejército de pacificación. Había más regimientos de zafios sureños marchando desde Kioto hacia la aldea.
No había tiempo que perder. Se volvieron y echaron a correr, resbalando por la helada calzada. Encontraron un letrero de madera donde figuraban los nombres de todas las familias que vivían en la aldea, que señalaba la entrada en la misma. Al lado estaba el barril de agua, con unos cubos amontonados encima, siempre lleno por si se declaraba un incendio. La nieve lo cubría todo y le daba un aspecto fresco y limpio.
Todos aquellos años Sachi se había aferrado al recuerdo de las casitas de madera con sus tejados de tejas grises de pizarra, sujetadas con piedras, tan limpias y tan pulcras, rodeadas de pequeños muros de piedra. Cuando la vida se le hacía insoportable, imaginaba que volvía a estar allí. Y allí estaba.
Pero había algo raro. La aldea siempre había estado abarrotada de viajeros, de mujeres que barrían las calles y de niños que recogían excrementos de caballo y sandalias de paja desechadas. Siempre se oía ruido de pasos, voces, el traqueteo de los telares y las ruecas. La última vez que Sachi estuvo allí, las calles estaban llenas de gente, y todos estaban muy emocionados porque la princesa iba a pasar por la aldea.
Pero ese día estaba silenciosa y desierta. Todavía olía a humo de leña y a sopa de miso, pero ni siquiera se oía cacarear a los gallos. Todas las casas tenían las puertas cerradas.
Sachi, Taki y Yuki se recogieron las faldas del kimono y echaron a correr; los porteadores las siguieron. Sachi miró alrededor. Shinzaemon caminaba con aire despreocupado, con las dos espadas firmemente metidas en la faja, con esos andares fluidos típicos de un samurái, como diciendo: «¿Correr? ¿Yo?» Iba quedándose más y más rezagado. Pasaron por delante de la posada de la familia de la pequeña Mitsu y llegaron ante la posada de Genzaburo. Al otro lado de la calle estaba el largo muro de la espléndida posada donde se alojaba el daimio. Era la de la familia de Sachi.
Jadeando, las mujeres entraron por el portal, pasaron bajo las ramas del nudoso cerezo al que Sachi solía trepar de niña y se colaron detrás del macizo muro encalado que ocultaba la posada y a los señores que se alojaban allí de los ojos del pueblo llano. Ante ellos estaban el sombreado patio y el porche de madera donde Sachi se había arrodillado cuando vio por primera vez a la princesa. La posada tenía un aspecto un tanto abandonado y triste, pero estaba todo tal como Sachi lo recordaba: los intrincados jardines, el pozo, el cobertizo de los palanquines, los establos... Pero ¿qué había pasado con la rampa que utilizaban los palanquineros para que los viajeros se apearan de los vehículos? Sachi era la encargada de rastrillarla y mantenerla limpia y perfectamente lisa. Ahora asomaban hierbajos y piedras entre la nieve.
Sachi guió a los demás; rodeó el edificio, se dirigió a las dependencias de la familia y abrió la pesada puerta de madera. El chirrido que hizo al deslizarse por las guías era tan familiar que se estremeció. Vaciló un momento, temiendo lo que iba a encontrar allí dentro. Entonces respiró hondo y entró en el vestíbulo de suelo de tierra. Taki y Yuki se quedaron fuera, tímidas. Shinzaemon acababa de aparecer.
—Deprisa —dijo Sachi.
—Pero si es... una casa de campesinos —dijo Taki—, No puedo entrar en una casa de campesinos. Me... me contaminaría.
Taki tenía los ojos muy abiertos, en un gesto de horror. Rodeada de ronin blandiendo sus espadas no tenía miedo, pero Sachi sabía muy bien que, para Taki, mezclarse con campesinos era como estar rodeada de animales salvajes. Sonrió para tranquilizarla.
—Es mi casa —dijo con dulzura—. No somos campesinos, sino samuráis del campo. Somos samuráis del campo.
Dentro había humo suspendido en el aire. Unas hojas de pino chisporroteaban y silbaban en el hogar, desprendiendo un fragante olor a madera. La abollada tapa de la tetera de hierro, tiznada, que colgaba sobre el fuego se sacudía ruidosamente.
—¿Hay alguien en casa? —preguntó Sachi.
Su voz sonó débil y aflautada en aquella sala de alto techo. Volvió a llamar.
Apareció una mujer; la oscuridad impedía verle el rostro.
—¿Quién es? —preguntó con voz trémula.
Permaneció allí, con las rodillas dobladas y con una mano en la cadera. Tenía la espalda tan encorvada que la cabeza estaba casi a la misma altura que las rodillas. Tenía el cabello entrecano, y la cara surcada de arrugas. Pero era la misma cara que Sachi había guardado todo ese tiempo en su mente.
—Madre —dijo—. Soy yo. Sa. He vuelto a casa.
Otama se quedó allí plantada, con una mano en la espalda, meciéndose hacia delante y hacia atrás, escudriñándola con sus vidriosos ojos.
—Sa —dijo, maravillada.
Se arrodilló despacio, con mucho dolor, y posó la frente sobre la desteñida estera de paja.
—Levántate, madre —dijo Sachi con lágrimas en los ojos.
—¡Cómo has crecido! —exclamó Otama—. ¡Y cómo hablas! Te has convertido en toda una dama. Entra, deprisa. Los soldados llegarán en cualquier momento.
El acento de Otama era tan hogareño y familiar —como el agua brincando sobre los guijarros— que Sachi sonrió pese a estar llorando. Los cuatro viajeros se desataron las sandalias de paja, se sacudieron el polvo de la ropa, se limpiaron los pies y pisaron las esterillas. Los porteadores descargaron el equipaje y lo amontonaron en el suelo de madera del pasillo que discurría junto a las habitaciones. Mientras viajaban, siempre habían parecido unos pocos fardos sin importancia, pero allí, en aquella casa, eran una cantidad impresionante y ocupaban mucho espacio.
A Otama no pareció sorprenderle lo más mínimo que Sachi hubiera llegado con unos amigos. Ésta había olvidado lo sencilla que era la vida en el campo; no estaba complicada con normas, como la vida en la corte o entre samuráis. Entre éstos era impensable que una mujer estuviera a solas con un hombre, pero allí a nadie le importaba: la vida era mucho más fácil y había mucha más libertad. Hombres y mujeres se mezclaban, y no había nada raro en que viajaran juntos. Los padres de Sachi siempre habían sido tolerantes. A Otama ni siquiera le sorprendieron los acompañantes de Sachi: la delgadísima y pálida cortesana, la niña samurái y el greñudo ronin. Por el camino pasaba toda clase de gente.
Entraron correteando dos niños y se quedaron plantados, con la cabeza agachada. El mayor levantó la vista y la miró con unos grandes y serios ojos. Sachi reconoció su pelo de punta y su redonda e inquisitiva cara.
—¿Te acuerdas de Hermana Mayor, Chobei?
Cuando Sachi lo vio por última vez, Chobei era sólo un niñito. Ahora tenía la misma edad que tenía Sachi cuando se fue al palacio. Se lo había imaginado a menudo con su áspero kimono marrón, jugando con un lagarto en el camino, el último día, cuando fueron a contemplar la comitiva de la princesa. Y el bebé que Sachi llevaba a la espalda era la pequeña Osama, que había muerto. Aquélla debía de ser Ofuki, que había nacido después de que Sachi se marchara de la aldea.