—Este emblema... es de mi madre. Si pudiera identificarlo, quizá lograra encontrar a su familia. Y también a ella.
Taki cogió la tela y la acarició con aire pensativo. Luego examinó el peine y negó con la cabeza.
—Lo he visto en algún sitio, pero no recuerdo dónde —comentó.
Se quedaron calladas observando el michiyuki y el peine.
—Bueno —dijo Taki al fin—, una cosa sí puedo decirte. Esto es un abrigo de concubina. Sólo a las concubinas del shogun les está permitido llevar esta clase de prendas. Diría que es de la corte del duodécimo shogun, el señor Ieyoshi. Tiene sentido, ¿no? ¿No naciste tú alrededor de esas fechas?
—No sé cuándo nací. Lo único que sé es que fue en el año del perro.
—Tienes dieciocho años, ¿no? Igual que yo. Ese año era perro de hierro. Su Majestad todavía debía de estar en el trono.
—Así que es un abrigo de concubina de cuando nací... —dijo Sachi.
—Debe de serlo. Por eso llegaste aquí envuelta en él.
—Pero ¿no lo ves, Taki? ¿No te das cuenta de lo que eso significa? Si éste era el abrigo de mi madre, ella... debía de ser concubina. O al menos debía de serlo cuando yo nací. ¡Debía de ser una de las concubinas del señor Ieyoshi!
—Eso es imposible —dijo Taki con rotundidad—. ¿No dijeron tus padres que tu verdadero padre era un chonin?
Las jóvenes se miraron. Una concubina del shogun no podía haber tenido una aventura con nadie, y menos aún con un chonin de baja estofa. Era inconcebible. Habría sido una terrible infracción del deber, un delito espantoso.
—Quizá el hombre que te trajo aquí no fuera tu padre —especuló Taki—. Quizá le ordenaran decir que lo era. Quizá fuera un mensajero, un criado...
—O quizá mi madre no fuera concubina. Quizá alguien le diera el michiyuki... —susurró Sachi.
Volvió a coger la prenda y enterró la cara en ella. Olía a mujer. ¿Qué le decía ese olor? Olía a almizcle, a aloe, a ajenjo, a incienso; mezclado con humo de leña de las noches que su padre había pasado viajando.
Extendió el michiyuki sobre sus rodillas. Era exquisitamente fino y suave. Los hilos dorados y plateados del brocado se habían endurecido con el tiempo, y crujieron cuando les pasó los dedos por encima. En el dobladillo, un carruaje de noble, con los arreos enrollados en el suelo, como si los bueyes se hubieran soltado y se hubieran marchado; en las faldas, un portal con tejadillo de paja, con las cuerdas de la cortina oscilando, como si alguien acabara de pasar por él, y una verja rústica en una valla de bambú; y a lo largo de la costura de la manga, la barandilla de un pabellón con vistas a un riachuelo... Sólo una mujer hermosa podía haber llevado semejante prenda.
¿Y si fuera cierto?, pensó Sachi. ¿Y si su madre había sido una concubina y su padre un chonin? Eso explicaría por qué su madre no había podido quedarse con ella, por qué la habían llevado a la aldea. Quizá habían tenido que llevarla al campo para que nadie se enterara del delito de su madre. Pero ¿qué ciase de mujer sería capaz de hacer eso? Sólo una que se había dejado llevar por una pasión tan arrolladora que ya no le importaba su deber. Y qué secreto había tenido que esconder.
Sachi dio un grito ahogado y se enderezó. Pensó en Shinzaemon y notó cómo la sangre le coloreaba las mejillas. Ella había estado a punto de cometer el mismo delito. No le había entregado su cuerpo a otro hombre, pero le había dejado entrar en su corazón. ¿Habría heredado el carácter imprudente de su madre?, se preguntó. ¿Corría por sus venas la misma sangre temeraria?
Ese pensamiento la horrorizó por unos instantes. Quizá el michiyuki le había revelado su secreto como advertencia. Si Sachi pudiera encontrar a su verdadera madre, quizá comprendiera los irreflexivos impulsos que la movían también a ella.
Miró a Taki, que la miraba con fijeza, con los ojos muy abiertos. Sachi comprendió que estaba pensando lo mismo que ella.
—Mi madre podría estar todavía en el palacio de las mujeres —susurró—. Eso explicaría por qué aquí nadie sabe nada de ella.
—Cuando murió Su Majestad, la habrían llevado a Ninomaru, la segunda ciudadela, donde viven las viudas —dijo Taki, pensativa—. Como a Honju-in.
Sachi recordó a la anciana, marchita y reseca como una hoja de otoño. Era ella quien le había dicho: «Sólo eres un vientre de alquiler.» Sachi y Taki no habían conocido a las otras concubinas del señor Ieyoshi. Sólo Honju-in había tenido el honor de darle un hijo varón, y sólo ella había ejercido poder en el palacio. Las demás habían tomado los hábitos.
—Tengo que encontrar a mi madre, Taki —dijo Sachi.
—En ese caso, hemos de volver inmediatamente a Edo —replicó Taki—. Los sureños se dirigen a la ciudad, y sin duda tomarán el castillo. Quizá las mujeres ya se hayan marchado, y no habrá forma de encontrarla.
—Tengo que intentarlo.
Pero en cuanto Sachi volviera a Edo, tendría que despedirse de Shinzaemon. Cuanto más retrasara su partida, más tiempo podrían estar juntos. Aunque tenían que ocultar sus sentimientos, a Sachi le gustaba saber que Shinzaemon estaba allí, notar su presencia, mirarlo de vez en cuando: sus grandes manos, su delicada nariz, su rebelde mata de pelo. Sachi podía pasar un poco más cerca de él de lo que era estrictamente correcto, y notar el calor de su cuerpo y oler su olor salado. A veces sus manos se rozaban, o notaba los ojos de él fijos en ella. Pero cuando llegaran a Edo, todo eso habría terminado. Shinzaemon entraría en la milicia y lo más probable era que lo mataran. Eso era lo que él mismo esperaba.
Sin embargo, Sachi sabía que no podía retenerlo mucho más tiempo. Shinzaemon era demasiado rebelde para quedarse en una aldea perdida en las montañas, y para dejar que su vida girara en torno a una mujer; aunque Sachi sospechaba que también él, consciente de que podía morir pronto, quería aprovechar todo el placer que pudieran aportarle esos últimos momentos.
Habían envuelto el michiyuki cuando se abrió la puerta exterior. Entró una corriente de aire helado, y con ella Shinzaemon y Genzaburo. Cerraron la puerta y se quedaron de pie en la entrada; tenían las mejillas coloradas, como si hubieran estado practicando con las espadas.
—Bueno, hoy la suerte ha estado de su parte —dijo Genzaburo arqueando las cejas al mismo tiempo que se quitaba los zapatos y se limpiaba los pies antes de pisar el tatami.
—Pero tú te has defendido bien —dijo Sachi sonriéndole.
Genzaburo era como un hermano para ella, un personaje de su infancia, impetuoso y despreocupado. A ella siempre había algo que la preocupaba, mientras que él, pasara lo que pasase, siempre mantenía una actitud optimista.
Genzaburo asintió y dijo:
—No te preocupes por lo de ese tipo que dijo ser tu padre. A mí me adoptaron tres veces. Tengo cuatro padres y seguramente mi verdadera madre es esa anciana arrugada que regenta la Casa de las Orquídeas. Es cuestión de suerte. Tus padres te quieren. Aquí siempre tendrás un hogar.
—Ya lo sé —repuso ella—. Pero ya no pertenezco a este lugar. He pasado demasiado tiempo lejos.
Sachi miraba a Shinzaemon, que estaba dejando su espada larga en el estante. Se percató de que él quería decir algo.
—Tenemos noticias —comentó en voz baja—. Ha salido otro destacamento de sureños de Kioto. Tengo que marcharme antes de que lleguen aquí. De momento el camino estará tranquilo. Quizá sea mi última oportunidad hasta dentro de un tiempo.
Había llegado el instante que Sachi tanto había temido. Pero sabía que ya estaba preparada para marcharse. Tenía que volver a Edo, al palacio, con la princesa, y... quizá con su madre.
—Ya llevo mucho tiempo limpiando mis espadas —dijo Shinzaemon con la mirada clavada en el suelo, arrastrando los pies. Sachi reconoció su gesto de determinación—. Ahora ya están afiladas. Tengo que volver al camino y ayudar con la defensa. Si quieres quedarte más tiempo aquí, puedes irte con Gen. Él saldrá dentro de unos días. Pero creo que deberías venir conmigo.
Shinzaemon habló con indiferencia, como si no le importara si Sachi se iba con él o con Genzaburo, pero ella sabía que le estaba pidiendo que tomara una decisión.
—Así... que te marchas a Edo —dijo.
Al avispero. Shinzaemon asintió.
A Taki le brillaban los ojos. Su cara había cobrado vida. Era evidente dónde prefería estar.
—¿Tú qué opinas, Taki? —dijo Sachi—. Quizá haya llegado el momento de regresar a Edo. Nos llevaremos las alabardas. Yuki se quedará en la aldea; aquí estará a salvo. Una niña sería un estorbo, y necesitamos viajar deprisa.
—Es una buena decisión —dijo Taki, radiante—. Pero tendremos que ir con cuidado. El Nakasendo estará lleno de sureños, gente como ese repugnante soldado de la cara marcada.
Sachi miró a Shinzaemon y sonrió.
—Taki y yo vamos contigo —dijo.
Jiroemon dio un suspiro cuando Sachi fue a decirle que se marchaba; luego sonrió con resignación, como si supiera que era inevitable, y asintió con su enorme cabeza.
—A Edo, ¿no? —dijo—. Si no tuviera una posada de que cuidarme y una aldea que vigilar, me iría contigo. El camino es largo —añadió, y dio una calada a su pipa—. Ochenta y un ri. Entre siete y diez días de viaje, calculo; quizá un poco más. Depende de la nieve que encontréis en los puertos de montaña. Déjame darte un consejo. La gente suele ir demasiado deprisa al principio. Ve despacio y camina a un ritmo constante, y cuídate los pies. Así aguantarán hasta el final. Y asegúrate de que llegas a una posada todas las tardes, antes del anochecer. No conviene seguir caminando después del ocaso. Ese Shin... Es buen chico, y valiente. Él cuidará de ti. Y recuerda, cuando llegues a Edo, busca a tu padre. Él debe de estar buscándote a ti.
Sachi asintió.
—Siempre sabré que tengo un padre aquí —dijo enjugándose las lágrimas con la manga.
Se marcharon al día siguiente. Otama se levantó antes del amanecer y fue al bosque a recoger helechos y tallos de cola de caballo para prepararles la comida. Se secaba las lágrimas con la manga mientras iba poniendo la comida en unas cajas de madera lacada; eso iba a ser lo último que podría hacer por su hija. Sachi también lloraba. Era cruel haber vuelto a casa por un tiempo tan breve y marcharse otra vez en busca de una madre que quizá no fuera más que un fantasma.
Pero ahora que había decidido irse, sabía que era lo mejor para todos. Tenía que buscar a su madre; Taki estaba completamente fuera de lugar en la aldea, y ansiosa por volver a Edo, donde, aunque no pudiera ver a Toranosuké, al menos estaría un poco más cerca de él; y en cuanto a Shinzaemon, Sachi sabía que tenía que irse. De todas formas, su intención era quedarse sólo un par de días en la aldea. Por mucho que les doliera, tenían que marcharse.
Yuki asintió con serenidad cuando Sachi le dijo que debía quedarse en la aldea. Allí había encontrado un nuevo hogar. Chobei y ella se habían hecho amigos, y Otama y Jiroemon estaban dispuestos a reemplazar a los padres que la niña había perdido. Sin embargo, Yuki era una niña guerrera. Sachi sabía que no aguantaría mucho en la aldea, y le aseguró que cuando las cosas se hubieran calmado un poco, volvería a buscarla y podría marcharse con ella.
Sachi sólo se llevó el michiyuki. Dejó el resto de sus pertenencias, y dio instrucciones a su familia para que empeñaran sus túnicas si necesitaban dinero.
Los tres viajeros llevaban tan poco equipaje que sólo alquilaron un par de caballos de carga. Se pusieron mantos, leotardos y unos anchos sombreros de paja de viaje. Sachi y Taki llevaban sus alabardas a modo de cayados. Jiroemon, Otama, Yuki y los niños los acompañaron hasta las puertas de la aldea y les hicieron reverencias y ademanes hasta que se perdieron de vista. Gen también fue a despedirlos; sonreía y gritaba: «¡Nos veremos en Edo!» El olor a humo de leña y a sopa de miso, los ladridos de los perros y los cacareos de los gallos se perdieron en la lejanía. La aldea iba haciéndose cada vez más pequeña a sus espaldas, y Sachi oía la voz de Otama, cada vez más débil: «Vuelve pronto», y el eco de la voz de Jiroemon, más grave. Con lágrimas en los ojos, murmuró el haiku que Basho había escrito cuando estuvo en Kiso, aunque en otra estación:
Okuraretsu / Primero me dicen adiós,
Okuritsu hate wa / luego digo yo adiós, y entonces...
Kiso no aki / otoño en Kiso.
La vida no era más que una serie de despedidas; conocías a personas, te encariñabas con ellas, y luego tenías que separarte de ellas. Y al final de ese viaje habría otra despedida, cuando Shinzaemon entrara en la milicia. Dio un suspiro y apartó esa idea de su mente.
Incluso allí, en las montañas, donde la nieve no había hecho más que empezar a fundirse, ya brotaban las flores en algunos cerezos. La primavera anterior, Sachi estaba en el castillo. Recordó que salía a los jardines con las otras mujeres para admirar las frágiles flores; se les empañaban los ojos al pensar en la brevedad de su belleza y en la fugacidad de la vida. ¿De verdad había pasado un año entero?
Mientras se alejaban de la aldea, oían correr el agua y vieron el río Kiso destellando a lo lejos. El camino se adentraba, serpenteando, en el bosque, entre cipreses y pinos y bosquecillos de susurrante bambú. La calzada estaba pavimentada, y había escalones tallados en las cuestas. Caminaban despacio y a un ritmo constante, como les había aconsejado Jiroemon. Se habían atado campanillas en los tobillos para asustar a los osos negros que vivían en las montañas. Cuando encontraban arroyos, saltaban de piedra en piedra o de roca en roca. A lo lejos oían las campanillas de las recuas de caballos de carga que avanzaban por el fondo del valle, y los pasos de bueyes que arrastraban carros cargados de arroz, paja o sal.
Era reconfortante estar de nuevo en marcha. A veces Shinzaemon se adelantaba, y a veces se quedaba en la cola del grupo, vigilando a los porteadores y los caballos de carga. Sachi observaba tímidamente sus anchas espaldas y su rebelde cabello, y escuchaba el crujido de sus sandalias de paja en el suelo de tierra, y su grave voz cuando gritaba a los porteadores. Le habría gustado poder detener el tiempo, convertir cada instante en una hora.
Estaban en medio de las montañas, en un tramo poco frecuentado de la ruta Nakasendo, avanzando por un denso bosque, cuando Sachi oyó unas voces ásperas. Estaban rodeados de altos árboles que impedían ver el camino con sus gruesos troncos. Cerró una mano alrededor del puño de su alabarda. Unos hombres salieron de detrás de los árboles, blandiendo bastones y hoces. Eran bandidos.