Al cabo de un rato, el extranjero del pelo de color paja se rezagó un poco.
—¿Puedo andar con usted? —le preguntó a Sachi.
Sachi tuvo que contener la risa. El tipo era horroroso. Tenía pelo en la cara, como los temibles bigotes de los cascos de los samuráis. Y su olor... Además, que una samurái caminara junto a un hombre que ni siquiera era miembro de su familia (como de hecho lo era Shinzaemon) era absolutamente inadecuado. Pero era sólo un bárbaro, reflexionó Sachi, y a un bárbaro no se lo podía considerar un hombre. En realidad era como caminar con un oso o con un mono.
Sachi miró hacia atrás. Shinzaemon iba andando como si no le prestara atención a nada, pero ella sabía que lo veía y lo oía todo.
—¿A qué sitio se dirigen de Edo? —preguntó el bárbaro con atrevimiento, mirando a Sachi.
Le sorprendió y le asustó la franqueza de la pregunta. La gente normal no hacía preguntas directas, y menos aún en tiempos como aquéllos, cuando nadie sabía en qué bando estaba quién.
—¿Ha estado en Edo alguna vez? —preguntó la joven con la esperanza de que a él se le escapara alguna pista.
—Vivimos allí —contestó él—. Tenemos una casa. Una casa pequeña junto a un templo. En una colina.
Sachi había pensado que aquel hombre debía de ser mayor, por el pelo que tenía en la cara y por su extraña piel, de textura basta. Pero su voz era muy juvenil; no podía ser mucho mayor que ella. ¿Dónde estaban sus padres? ¿Qué hacía tan lejos de su casa, viajando por un país extranjero que estaba al borde de la guerra?
—Todo el mundo se marcha de Edo, y nosotros vamos hacia allí —comentó el bárbaro, como si contestara la pregunta que Sachi no había formulado, y sonrió mostrando los dientes—. Dicen que va a haber una batalla terrible, pero no parece preocupada. ¡Nunca había visto pelear a una mujer como lo ha hecho usted!
Agitaba las manos mientras hablaba. Eran unas manos grandes y fuertes, más grandes incluso que las manos de espadachín de Shinzaemon. ¡Y qué color! Blancas como la cera. El vello, claro, que tenía en los dedos brillaba como hilos de oro bajo la luz del sol. Quizá no fuera tan monstruoso. No era de la misma raza que ella, desde luego, pero al fin y al cabo parecía humano.
Sachi había oído decir que los bárbaros eran brutos e incivilizados, que no tenían modales, que se ponían agresivos cuando se emborrachaban, que se peleaban y violaban a las mujeres. Pero desde cerca no parecían tan malos. Le costaba creer que estuviera caminando y hablando con unas criaturas como ésas. Si el país no hubiera estado en guerra, si la joven no hubiera estado angustiada por lo que pudiera pasar cuando llegaran a Edo, quizá habría sido emocionante, una experiencia agradable, algo que habría podido contarles a sus nietos.
Shinzaemon no le quitaba los ojos de encima. Sachi era consciente de que, aunque ella pensara que aquel extranjero no era más que un bárbaro, Shinzaemon no olvidaba que era un hombre. También percibía la desaprobación de Taki. Pero al fin y al cabo, ella era la señora y Taki la doncella, y Sachi tenía que ser educada con sus anfitriones. Y lo cierto era que se estaba divirtiendo hablando con esa enorme y torpe criatura.
El tipo le contó que trabajaba para la Delegación británica, aunque no especificó dónde habían estado ni cuál era el motivo de su viaje. Sin duda debían de tener una misión secreta.
—Hemos vivido grandes aventuras —añadió el extranjero—. Hemos visto cosas preciosas. ¡El monte Fuji! ¿Viene usted de allí? ¿Ha pasado por el puerto Shiojiri y ha visto el monte Fuji en el horizonte? Jamás había visto nada tan hermoso. ¡Y nos hizo un tiempo estupendo!
—Su país... —murmuró ella con vacilación— también debe de ser bonito.
El extranjero le explicó que venía de una pequeña isla, muy lejana. Había tardado dos meses en llegar a Japón. Su país lo gobernaba una emperatriz que vivía en un palacio casi tan espléndido como el castillo de Edo, aunque no tan grande. El país se llamaba Inglaterra.
—¿Su país lo gobierna una mujer? —preguntó Sachi, incrédula.
Hasta ese momento, se había creído todo lo que el hombre le había contado. Pero un país gobernado por una mujer... Eso no podía ser cierto. Quizá aquel tipo no hablara su idioma tan bien como ella había creído. O quizá todo lo que le había contado eran sólo historias.
Había dicho que venían de Inglaterra. Si eran ingleses, debían de estar en el bando de los sureños. ¿De verdad creía ese tal Edwards que Sachi no era más que una civil que había sido atacada por unos ronin? Claro que no. Al fin y al cabo, él había visto a los soldados sureños muertos y heridos esparcidos por el camino. Había pasado por encima de ellos. Quizá sospechara que era una dama de la corte del shogun y una figura destacada del bando norteño a la que los sureños darían cualquier cosa por capturar. Tendría que ser muy prudente.
Al atardecer vieron luces centellear a lo lejos; había tantas que parecía que las estrellas se hubieran caído del cielo. Había una densa nube de humo sobre las montañas que casi oscurecía el cielo.
—Fogatas —dijo Shinzaemon—. Nos estamos acercando. Ese mono... Habla como si creyera que es un ser humano —añadió con un gruñido—. ¿Cómo puedes hablar con él? Es inglés. Ya sabes en qué bando están los ingleses. ¿Qué hace viajando por el país? Debe de ser un espía. Esos extranjeros son todos espías.
—No te enfades, y menos ahora que estamos a punto de separarnos —le suplicó Sachi—. Ya sabes que tengo que ser cortés. Somos sus huéspedes.
—Podríamos haber continuado perfectamente nosotros solos —protestó Shinzaemon—. Mucho mejor, de hecho. Yo habría podido protegeros.
—Todavía tenemos que pasar por el puesto de control de Itabashi, y Edo estará invadida de sureños. Así creerán que formamos parte del séquito de los extranjeros. Es el disfraz perfecto. ¿No lo ves? Podrás echar un vistazo a las fuerzas sureñas. Podrás informar a la milicia de muchas cosas: cuántos son, qué armas tienen...
—Supongo que tienes razón —admitió Shinzaemon a regañadientes—. Quizá vea algo útil.
Al día siguiente, cuando llegaron al puesto de control de Urawa, había estandartes rojos ondeando frente a las puertas, con una cruz blanca dentro de un círculo. Al verlos, a Sachi le dio un vuelco el corazón. Era el emblema de Shimazu, el más implacable de los caudillos sureños. Eso significaba que era verdad que el enemigo estaba a las puertas de Edo. También había otros estandartes: rojos, con el crisantemo dorado del emperador. Sachi había oído rumores de que los sureños se hacían llamar ejército imperial, y allí estaba la prueba.
El camino estaba atestado de soldados enemigos e iban a tener que pasar entre ellos. Sachi bajó la alabarda, con la esperanza de que, con tanta aglomeración, los soldados creyeran que sólo era un bastón. Pasó entre el gentío con la cabeza agachada, sin separarse de los extranjeros. Taki y Shinzaemon iban detrás de ella. Sachi caminaba lenta y pausadamente, colocando los pies con cuidado, como si pisara cáscaras de huevo, concentrándose en cada paso que daba e intentando que ni el más leve temblor de sus labios o sus manos delatara el miedo que la atenazaba. El corazón le latía muy deprisa. Miles de soldados, todos dirigiéndose al mismo sitio, esperando la orden de entrar en la ciudad. Y eso sólo era el principio. Sachi rezó a los dioses para que hubiera un ejército tan formidable como aquél esperando para rechazarlos cuando llegaran allí.
Por la noche llegaron a Itabashi —«puente de madera»—, el último puesto de control del Nakasendo. Casi habían llegado a Edo. Sólo faltaban dos ri para llegar al centro, donde se erguía el castillo. Bordeando el camino había antorchas encendidas, y fogatas en las colinas de los alrededores.
Mucho antes de entrar en Itabashi, oyeron gritos y risas y el tañido de los shamisens. Las posadas y las hosterías estaban llenas a rebosar. Había faroles encendidos enfrente de todas las casas. Los soldados enemigos pululaban por las calles, bebiendo sake de unos frascos de bambú, hablando y riendo a carcajadas con su grosero acento. Había muchas geishas y prostitutas que agarraban a los hombres que pasaban con aire arrogante e intentaban llevárselos a sus establecimientos. Los porteadores, los criados y los mozos de cuadra iban a la caza de clientes. Hasta los mendigos sonreían, encantados con tanta juerga. ¡Con lo cerca que estaban de Edo, la ciudad del shogun, y se recreaban sin reparo con los enemigos! ¿No le importaba a nadie en qué bando estuvieran esos soldados, o sólo les interesaban sus monederos? Sachi imaginaba a qué se debía. Todos sabían que se acercaba el final, de modo que ¿qué más daba ya? Al menos querían divertirse.
Habían llegado al último puesto de control antes de llegar a Edo. Sachi y sus acompañantes iban cabizbajos, pero cuando los guardias vieron los palanquines de los bárbaros, se arrodillaron e hicieron señas al grupo para que pasara. Al pasar por la puerta, de pronto Sachi se percató de lo cansada que estaba. Tenía los pies hinchados y rozados, y las piernas le pesaban tanto que creía que jamás podría volver a andar. El dedo pequeño del pie derecho le dolía muchísimo; debía de tener otra ampolla. Tendría que vendárselo y cambiarse las sandalias.
Entonces levantó la cabeza. Entre las casas que bordeaban la calle atisbo unos campos de arroz salpicados de granjas, y más allá... Tejados, tejados de tejas, un gran océano de tejados brillando bajo la luz del atardecer, extendiéndose hasta donde alcanzaba la vista. Edo.
Por un instante, la ciudad le pareció tan hermosa como el Paraíso Occidental, como si el buda Amida esperara allí para recibirlos. En la parte oriental de la ciudad, más oscura, las luces centelleaban y unas volutas de humo ascendían en espiral, como si ardieran un millar de quemadores de incienso. Entre los tejados había manchas de color rosa que quizá fueran cerezos. Y había también zonas oscuras: los bosques y los anchos tejados de las residencias de los daimios. ¿Eran imaginaciones suyas o veía, justo en el centro, las almenas, los jardines y los bosques del castillo?
Shinzaemon contemplaba la ciudad. Sachi vio en su rostro el anhelo de llegar allí, de reunirse con sus camaradas, de prepararse para la guerra. Entonces Shinzaemon se volvió. Sus ojos se encontraron, y se sostuvieron la mirada. Taki contemplaba la ciudad con expresión de aturdimiento y alivio.
Pero no tardaron en percatarse de que algo no iba bien. En cuanto se pusieron de nuevo en marcha, cansados y doloridos, vieron que las tiendas y los puestos estaban destrozados, y que habían entrado en los almacenes. Las puertas y las ventanas estaban rotas. Había persianas arrancadas, astillas de madera, ábacos y rollos de seda tirados por el suelo, y barriles de arroz volcados. Las tiendas que se habían librado del ataque estaban cerradas a cal y canto. Caminaron en silencio. Sachi no se atrevía siquiera a expresar con palabras lo que estaba pensando: si aquello estaba así, ¿cómo estaría Edo?
Shinzaemon iba andando detrás de ella. Estaban ya dentro de la ciudad cuando la alcanzó. Miró a los guardias samuráis para comprobar que no pudieran oírlo, y dijo:
—Yo estaré allí. —La calle se desviaba hacia la izquierda, entre tiendas ruinosas, hacia el templo Kanei-ji—. La milicia está alojada allí, en el monte Ueno. Primero os acompañaré hasta el castillo.
Sachi se quedó sin habla. Se le llenaron los ojos de lágrimas. No soportaba la idea de perder a Shinzaemon.
Poco después cruzaron el foso exterior. A la derecha estaba el barrio de los samuráis, con sus anchas avenidas y los altos muros que ocultaban los palacios de los daimios; a la izquierda, el laberinto de estrechos callejones donde vivían los chonin. Sachi se fijó en que los canales, que estaban llenos de gente y de barcas cuando los vio por última vez, se encontraban vacíos. Un silencio terrible lo dominaba todo, como si una plaga mortal se hubiera apoderado de la ciudad. Los olores de la vida cotidiana habían desaparecido, y sólo se percibía un débil olor a polvo. Algunos daimios hasta se habían llevado sus palacios con ellos. El pequeño convoy pasó por el enorme portal, que estaba abierto. Al otro lado de los muros Sachi no veía sino una gran extensión cubierta de arena, sin ningún edificio. ¿Cómo podía haber cambiado todo tan deprisa? El día que salió de allí en el palanquín imperial, la ciudad era un sitio ruidoso y lleno de vida. Ahora parecía un cementerio habitado por fantasmas. Intentó no pensar en lo que podía haberles pasado al castillo y a las mujeres del palacio.
Cruzaron otro foso, y luego otro. Estaba anocheciendo cuando llegaron al puente Hirakawa. Al otro lado había un inmenso portal de madera, reforzado con bandas de hierro: era la puerta Tsubone, o «Puerta de las Damas del Shogun», por donde se accedía a las dependencias de las mujeres del castillo de Edo. El portal estaba alojado en un liso muro de granito que se alzaba hacia el oscuro cielo. Sachi le dio la mano a Taki, y ambas se quedaron quietas contemplándolo. Un rayo de sol brillaba en las quietas aguas del foso.
Sachi cerró los ojos. Por un instante, le pareció que regresaba al pasado: vio las estancias con sus paredes doradas y relucientes, con pinos, grullas y pájaros pintados; los exquisitos techos artesonados; los suntuosos kimonos. Hasta las doncellas llevaban kimonos magníficos, mucho más elegantes que los que había visto ella desde que saliera del palacio. Mientras vivía allí, había olvidado ese otro mundo donde había gente pobre, donde a veces no tenían nada para comer. Pero ahora era el palacio lo que parecía un sueño, tan irreal como el palacio submarino de la hija del rey dragón que debía de haberle parecido al pobre Urashima.
Sachi había visto el palacio en llamas. Pero sólo había ardido una parte de una de las ciudadelas del enorme complejo del castillo. En el resto, la vida debía de continuar como siempre. Seguramente las mujeres se habrían trasladado a otra parte del castillo.
¿Y su madre? Apretó el fardo que contenía el michiyuki e intentó imaginarse a la mujer que lo había llevado. ¿También ella era sólo un sueño?
Había llegado el momento que Sachi tanto temía. Había intentado no pensar en él, con la esperanza de que no llegara nunca. Pero ya no podía seguir evitándolo.
Ella y Shinzaemon se quedaron de pie al final del puente. Los extranjeros estaban allí cerca, pero eso no les importó. Había patos nadando en las turbias aguas del foso. La luna, pálida, había aparecido ya en el cielo, aunque el sol todavía no se había ocultado.
Shinzaemon le cogió una mano a Sachi. La de él, grande, envolvió la de ella, pequeña y blanca, y la apretó con fuerza. Sachi notó las durezas que le había hecho en la palma el puño de la espada. Notaba la aspereza de su palma en la de ella, olía el débil olor a sal de su piel, notaba el calor de su cuerpo. Las lágrimas brotaron en sus ojos, pero las contuvo. Quería suplicarle que se quedara, pero sabía que no podía hacerlo. Dejó vagar la mirada por sus delicadas facciones, por sus carnosos labios.