Asombrada por la intensidad de esas palabras, Sachi levantó la cabeza.
—Te he echado de menos, niña —murmuró la princesa—. Me entristecía haberte enviado a realizar una misión tan peligrosa, sin séquito, sin ni una sola sirvienta. ¿Cómo lograste sobrevivir? Debe de haber sido terrible... Ahí fuera, sin ninguna comodidad. Me complace saber que cumpliste con tu deber. Pero fui cruel. Es imperdonable que te echara de esa forma. Me tranquiliza ver que has vuelto sana y salva.
Sachi la miró, perpleja. La princesa tenía lágrimas en los ojos. El que hubiera pensado en ella, el que hasta hubiera tratado de imaginar qué había sido de la joven, demostraba cuánto había sufrido, cuánto había cambiado.
—Alteza, ya sé que es muy grosero por mi parte, pero... ¿Y las damas? ¿Y Tsuguko?
La princesa siempre había tenido a su primera dama de honor a su lado. Sachi no quería ni pensar qué podía haberle pasado.
—Tsuguko... —dijo la princesa, y su rostro se ensombreció.
Se oyeron unos pasos por el tatami, fuera de la cámara de la princesa. Se abrió la puerta. Fuera había una alta figura arrodillada.
—Disculpad mi grosería, Alteza Imperial. Oí decir que había vuelto. ¡Shoko-in! ¡Mi nuera!
Sachi conocía esa imponente presencia y esa grave y resonante voz. Se inclinó rápidamente y se tapó la cara con ambas manos.
La Retirada llevaba un elegante pero discreto kimono de color gris. Tenía el cabello negro y reluciente, cortado por los hombros. Sus ojos brillaban como piedras preciosas; conservaba intacta su belleza. Sachi recordó a la reina de hielo del cuento popular, que atraía a los hombres con su belleza y los llevaba a las desiertas extensiones heladas, donde los dejaba morir congelados. Era tan perfecta como aterradora. La Retirada miraba a Sachi con una sonrisa meliflua. Ésta se vino abajo. ¿Había ido hasta allí para volver a ser el blanco de los sarcasmos de aquella dama? Se preparó para recibir sus críticas.
—Bienvenida —dijo la Retirada con ternura—. Has hecho un largo viaje. Has demostrado una gran valentía regresando aquí, y una firme lealtad al clan de los Tokugawa. Te acogemos en nuestros brazos.
La princesa le devolvió el saludo con una cabezada, cuidando de no inclinar la cabeza más que la Retirada. Eso indicaba que las dos mujeres seguían luchando por quién tenía precedencia, pese a que ya sólo quedaban ellas dos.
—Me alegro mucho de verte, por supuesto —dijo la Retirada dirigiéndose a Sachi. La joven inclinó la cabeza. La desconcertaba que la Retirada se mostrara cortés con ella—. Creíamos que habías vuelto con los de tu clase —continuó, articulando cada sílaba con gélida claridad—. No esperábamos volver a verte. ¿Por qué has regresado?
Sachi se estremeció. Esas palabras fueron como una lluvia de aguanieve, y la helaron hasta los huesos. Pero la severidad de la Retirada ya no le afectaba tanto como antes.
—Ya te habrás dado cuenta de que todo ha terminado —prosiguió ésta—. Aquí ya no hay nada. Se acabaron los lujos. Ya sólo hay muerte. No tienes por qué quedarte. Se han marchado todas. Todas excepto nosotras.
Se habían marchado todas... De modo que, aunque su madre hubiera estado allí, también ella... Sachi intentó tragar saliva, pero no pudo.
—Ya no haces nada aquí —añadió la Retirada con socarrona condescendencia—. Eres libre. Te sugiero que te marches mientras puedas.
—Es estupendo que hayas vuelto, querida niña —se apresuró a decir la princesa—. Nos alegramos de verte. Nos alegramos que seas tan leal a nosotros y al clan de los Tokugawa. Nos alegra tener la oportunidad de despedirnos de ti. Pero tienes que marcharte cuanto antes. La Retirada y yo pertenecemos al clan de los Tokugawa. Somos esposas, formamos parte de la familia. Pero tú eres joven. Tienes toda la vida por delante. Fui yo quien te trajo aquí; tú no decidiste venir. Ahora es mi obligación liberarte. Debes irte.
Pero la princesa tampoco había podido elegir. Sachi lo sabía muy bien. Aquél no era un mundo en el que las personas pudieran decidir su destino, y menos aún la princesa.
—Y... ¿qué haréis vos? —preguntó con un susurro.
—Nos atacarán en cualquier momento —contestó la princesa. Lo dijo con naturalidad, casi con indiferencia, y Sachi vio que su rostro denotaba serenidad y que le brillaban los ojos. Era como si estuviera hablando de su boda, y no de una cruenta batalla—. La ciudad está sitiada. Dicen que hay cincuenta mil soldados sureños en Shinagawa e Itabashi esperando la orden de atacar. Cuando llegue el momento, nuestros hombres lucharán hasta la muerte. La ciudad arderá. La Retirada y yo nos quedaremos aquí. Es nuestro sitio. Si toman el castillo, será con nosotras dentro. Lo quemaremos y nos mataremos. Vete, niña. Vete ahora mismo.
De modo que ésa era la razón por la que la princesa parecía tan cambiada, tan viva. Allí estaba el destino que ella tanto ansiaba. Estar presente al final, arder con el mayor castillo del país. Era un destino que había que recibir con gozo.
Por unos instantes, Sachi también se sintió embriagada, arrastrada por la emoción de la princesa. Pero entonces pensó en Shinzaemon. Ya no quería abrazar la muerte como a un amante, como haría una samurái. La princesa y la Retirada no tenían motivos para vivir, para envejecer. Ella sí. En su imaginación ya estaba escabulléndose del condenado castillo. Taki iría con ella. Esperarían en la Puerta Tsubone a que apareciera Shinzaemon. Le suplicaría que huyera con ella. Él se negaría, por descontado; hablaría del honor y del deber, pero ella rebatiría todos sus argumentos: Shinzaemon tenía que protegerla; ése también era su deber. Al final, lo conseguiría. Se imaginaba a los tres saliendo de la ciudad, ingeniándoselas para evitar a los soldados, volviendo al Nakasendo, desapareciendo en las montañas.
Pero entonces Sachi recordó que tenía que encontrar a su madre. Necesitaba averiguar qué había sido de ella. ¿Cómo podía irse ahora, si había alguna posibilidad, por pequeña que fuera, de que su madre todavía viviera y estuviera esperándola? De cualquier forma, Sachi no tenía alternativa. Sabía cuál era su deber y qué tenía que decir. Era una guerrera, una samurái, y debía estar dispuesta a morir como haría una samurái, con orgullo y valor. No importaba lo que sintiera, no importaba lo que quisiera hacer; como concubina del difunto shogun, su deber era morir con la princesa y con la Retirada. Era lo menos que podía hacer.
—¡Eso nunca! —dijo con serenidad y firmeza—. Yo también soy una Tokugawa, por humilde que sea. Su Majestad se dignó tomarme como concubina, su única concubina. Compartiré el destino de los Tokugawa, sea el que sea.
La Retirada la traspasó con sus feroces y negros ojos.
—¿Te atreves a llamarte una Tokugawa? —le espetó componiendo una mueca de desprecio—. ¡Olvidas quién eres! Ni siquiera eres una samurái. Eres una campesina. No se te ocurra soñar que puedas seguir nuestro código. Márchate ahora que todavía puedes.
Pero Sachi le había perdido el miedo a la Retirada.
—Honorable Señora —dijo con calma—, soy tan Tokugawa como vos. Yo no elegí el lugar de mi nacimiento, pero puedo elegir el lugar de mi muerte. Mis orígenes no importan; sé cuál es mi deber.
—Te ordeno que te marches, niña —dijo la princesa—. Se está agotando el tiempo. No estás obligada a quedarte. Debes obedecer.
—Nunca. Si morís aquí, yo también moriré.
La Retirada dio un suspiro, y la expresión de su rostro se suavizó. ¿Eran imaginaciones de Sachi, o hasta había una lágrima en esos feroces y negros ojos?
—Tienes una gran fuerza de espíritu —dijo al final la Retirada.
—La Honorable Señora ordenó a nuestras damas de honor que se marcharan —dijo la princesa—. Les gritó, les dijo que era una orden. Creyó que se quedarían.
—Se llaman samuráis —dijo la Retirada—, y le tienen miedo a la muerte. Pensé que se sentirían orgullosas de quedarse y morir aquí juntas. Pero huyeron todas. —Volvió a hacer una mueca—. Se fueron corriendo con sus familias. En los viejos tiempos, todas se habrían quedado aquí.
La princesa y la Retirada se miraron y sonrieron, triunfantes. Sachi nunca las había visto tan felices y orgullosas, como si hubiera llegado el momento, como si estuvieran a punto de ver cumplido el destino que llevaban tanto tiempo esperando. Ya no eran víctimas a las que habían obligado a casarse contra su voluntad. Sus ojos brillaban como los de unas jovencitas que, temblorosas, esperan a su primer amante, como si tuvieran toda la vida por delante; sin embargo, no era la vida, sino la muerte, lo que anhelaban con tanta impaciencia.
—Los tiempos han cambiado —dijo la princesa—. Ya no estamos en el período de los estados guerreros, cuando la gente podía decidir morir en grupo.
—Me entristece ver cómo los principios caen en decadencia —dijo la Retirada. Miró a los ojos a Sachi, con una sonrisa en los labios—. Empezaste la vida como campesina, pero es verdad que tienes corazón de samurái.
—Después del incendio, la princesa nos pidió a todas que nos marcháramos —explicó Haru—. Era muy peligroso quedarse aquí. La Retirada dijo que era una orden. Aquí, en el castillo, nuestras vidas corren peligro. Nos atacarán en cualquier momento. Los sureños han sitiado la ciudad. Si logran tomar el castillo, habrán tomado el país.
Haru había recogido las bandejas de la cena y estaba arrodillada, dándole vueltas y más vueltas al abanico con sus regordetas manos. Las velas chisporroteaban y crepitaban en los altos candelabros de oro repartidos por la habitación. Las llamas le daban un resplandor amarillento a su cara, y su luz parpadeaba en sus redondeadas mejillas, en las finas arrugas de su frente, en su pequeña nariz y en los relucientes rizos de su peinado. Los colgadores donde estaban los kimonos proyectaban sombras alargadas. Sachi imaginó que estaba fuera, en los jardines, contemplando la inmensa silueta del castillo, que se erguía ante ella con sólo unas finísimas rendijas de luz contra la oscuridad.
—Pero tú no te marchaste, Hermana Mayor —dijo Sachi—. La princesa te dijo que podías irte, pero tú te quedaste.
—¿Por qué iba a marcharme? —dijo Haru con brusquedad— ¿Adónde? ¿Qué querías que hiciera? —Sachi la miró con gesto de sorpresa. El carnoso rostro de su maestra había cambiado. Sus pequeños ojos se habían abierto más y tenía las cejas juntas, como si algún recuerdo doloroso hubiera aparecido de motu propio en su mente. Tenía la mirada perdida en la lejanía, como si contemplara algún pasado remoto y olvidado—. ¿Volver con una familia y a una región que no conozco? —dijo—. Ese remoto lugar del que procedo no significa nada para mí. Siempre he vivido aquí. Ésta es mi familia, y éste es mi hogar.
—Pero...
Sachi recordó la historia del cadáver aparecido en el palanquín que Haru le había contado, y muchas otras cosas extrañas y terribles que habían ocurrido en el castillo. Haru siempre se quejaba de que aquél era un lugar desgraciado; siempre decía que echaba de menos la compañía de los hombres. Sin embargo, cuando tuvo la oportunidad de salir del castillo, había elegido quedarse.
Haru miraba con fijeza a Sachi. La joven se rebulló y desvió la mirada; de pronto se sentía incómoda.
—¿Y Tsuguko? —preguntó precipitadamente.
Haru regresó de golpe al presente.
—Nadie lo sabe. Tú fuiste la última que la vio. ¿No te llevó ella hasta el palanquín imperial?
Claro. Imaginó a aquella alta figura recorriendo las habitaciones, llenas de humo, rodeada de llamas que crepitaban cada vez con más furia. Era imposible que hubiera vuelto a aquel infierno y que hubiera sobrevivido. Debía de haber perecido allí. Era una buena muerte, una muerte admirable: había muerto cumpliendo con su deber. Aun así, los ojos de Sachi se llenaron de lágrimas. Tsuguko le había enseñado muchas cosas, y siempre la había defendido. ¿Por qué tenía que ser tan triste la vida?
Haru era una mujer alegre y risueña, pero esa noche parecía inquieta. Daba la impresión de que no podía quitarle los ojos de encima. Abrió la boca para decir algo, pero la cerró otra vez; entonces cogió una labor y volvió a dejarla. Sachi se fijó en que Haru también tenía lágrimas en los ojos.
En el rincón estaba el fardo que la joven se había llevado de la aldea. El michiyuki que había dentro parecía relucir, atraer su mirada. Sachi recordó que Haru había creído reconocer el emblema del peine. El mismo emblema estaba bordado en el michiyuki. Puso el fardo en el suelo, ante ella, y empezó a desatar el nudo. Haru estiró un brazo y le quitó el fardo de las manos.
Sachi observaba con curiosidad.
Haru terminó de deshacer el nudo del fino envoltorio de seda. Allí estaba el michiyuki, doblado, tan brillante que iluminaba los oscuros rincones de la habitación.
Haru dio un grito ahogado y palideció, como si hubiera visto un fantasma. Se quedó contemplando el michiyuki, estiró un tembloroso dedo y lo tocó, como si no pudiera creer que fuera real, como si temiera que se desintegrara. Entonces levantó y sacudió la prenda, que desprendió un débil y añejo olor a almizcle y aloe, a ajenjo e incienso. Se llevó la tela a la cara, inspiró hondo y entrecortadamente y rompió a llorar.
Sachi la miró, horrorizada. Haru ni siquiera se había fijado en el emblema; era el propio michiyuki lo que había producido un efecto tan dramático. El miedo le atenazó el estómago a Sachi, se lo apretó como un puño de hierro. Al final hizo un esfuerzo y dijo:
—Tú... lo sabes, Hermana Mayor.
—Ha pasado tanto tiempo. Tantos años. —Haru se enjugó las lágrimas con las mangas y extendió el michiyuki cuidadosamente sobre su regazo—. Eres igual que ella, Hermana Menor —dijo con un áspero susurro—. Siempre lo pensaba, pero no podía creerlo. Me decía que era una coincidencia, que me estaba fallando la memoria. ¿Cómo podía ser verdad?
Sachi puso ambas manos sobre el tatami para serenarse. La verdad sobre su madre —y sobre su identidad— estaba muy cerca, y sin embargo, de pronto Sachi no estaba segura de estar preparada para oírla. Tenía miedo.
—¿A quién me parezco? —susurró—. ¿A quién me parezco, Hermana Mayor?
—Hacía mucho tiempo que no la veía. Y entonces llegaste tú. Al principio no eras más que una cría. Pero luego, a medida que crecías, cada vez te parecías más a ella... Y ahora, ahora que has estado lejos y que vuelvo a verte... Es como si ella hubiera vuelto. Como si volviera a estar aquí.
—Mi madre... —dijo Sachi.
Haru estaba sollozando. Durante un rato no pudo hablar. El perfume del michiyuki impregnaba la habitación. Una vela parpadeó y se apagó. La luz de la luna se filtraba por el fino papel blanco de las ventanas. El castillo, que antaño estuvo lleno de voces, pasos y risas, estaba totalmente silencioso; sólo se oían el silbido del viento en los árboles del jardín, el ululato de un búho y los sollozos de Haru.