Shinzaemon seguía en pie. Taki corrió a su lado, balanceando su alabarda. Sachi la siguió.
—No son campesinas —oyó decir a uno de los sureños.
Sabía que tan pronto como cogieran sus armas resultaría evidente que no eran campesinas. Sólo las mujeres samurái llevaban alabardas y podían pelear como ellas. Y ellas no eran simples samuráis, sino mujeres de la corte, entrenadas para defender al shogun.
El tipo de la cara marcada había visto su ocasión. Enarbolando la espada, se colocó enfrente de Sachi. Ésta levantó la alabarda.
—No hagas ninguna tontería —dijo el soldado con sorna—. Sólo conseguirías hacerte daño.
Empezó a describir un círculo alrededor de Sachi, manteniéndose a una distancia prudente de la alabarda de la joven. Ella estaba plantada, lista para atacar, apuntándolo con la alabarda. Fue girando sobre sí misma, siguiendo la trayectoria de su oponente. Necesitaba mantenerlo apartado de sí. Si se le acercaba demasiado, él tenía las de ganar. El corazón le latía muy deprisa, pero mantenía la mente concentrada y la respiración acompasada.
—No quiero estropear tu bonita cara —gritó el hombre por encima del estruendo de las espadas—. Baja el arma y no te haré nada.
Sachi no dijo nada. Sujetaba la alabarda con ambas manos, atenta a cada movimiento de su oponente. Si se le acercaba un poco más, sería suyo.
Siguieron avanzando y retrocediendo, como si danzaran. El soldado, con una sonrisa en los labios, dio un paso hacia ella; levantó la espada, y Sachi vio un destello. Dio un grito, se lanzó hacia delante y atacó, cortándole la tela del pantalón y la espinilla. Levantó el arma y giró sobre sí misma, preparada para asestar otro golpe. Él saltó hacia atrás, gritando y haciendo una mueca de dolor. Una mancha empezó a extenderse en la negra pernera de su pantalón.
—Ahora me has hecho enfadar —rugió el tipo.
Se le oscureció y se le hinchó la cara, como si fuera un sapo, y se abalanzó sobre Sachi, enarbolando la espada con ambas manos. Pero la alabarda era más larga.
Sachi estaba serena, equilibrada, esperando. El hombre alzó la espada. Ella se lanzó hacia delante y paró el golpe con la hoja de la alabarda. Se oyó un ruido desgarrador. La fuerza del golpe hizo retroceder a Sachi varios pasos. Resbaló, y puso una mano para enderezarse. Cuando miró hacia arriba, vio la espada cortando el aire hacia ella. Antes de tener tiempo para respirar, había levantado la alabarda y había parado el golpe. Hizo girar la hoja. Notó el silbido del aire, percibió el acre olor de aquel hombre, que se tambaleó torpemente hacia delante, desequilibrado por su propio impulso.
Sachi se puso en pie de un brinco y giró sobre sí misma, apuntando a su oponente en el pecho con la alabarda. Se le había soltado el pelo, y le tapaba la cara. No sentía miedo, sólo una especie de euforia salvaje.
Con el rabillo del ojo veía a Shinzaemon peleando como un loco, golpeando, acuchillando, parando golpes, clavándoles la punta de la espada en el pecho a sus atacantes y cortándoles la cara. Taki estaba a su lado, atacando con su alabarda mientras los cuerpos de los sureños se amontonaban en un ensangrentado montón enfrente de ellos. Pero la avalancha los estaba obligando a retroceder. Sachi tenía que acabar deprisa con aquél para ir a ayudarlos.
El hombre se puso en pie, rugiendo como una bestia herida. Arremetió contra Sachi. La joven vio el odio reflejado en sus pequeños y negros ojos. El fragor del combate —los golpes metálicos, los gritos de guerra de Shinzaemon, los aullidos de dolor— se apagaron, y se produjo un silencio aterrador. Estaban ellos dos solos en el mundo. Su alabarda se había convertido en una prolongación de su cuerpo.
Se concentró en los ojos de su oponente. Él esgrimió la espada. Sachi saltó hacia atrás, y la espada se estrelló contra la hoja de su alabarda. Entonces ella se lanzó hacia delante e hincó una rodilla en el suelo.
La joven blandió la alabarda con decisión, apuntando al soldado en el cuello. Notó el peso de la hoja, el impulso, y oyó el silbido que produjo al describir un arco en el aire.
De pronto, la cabeza del soldado salió despedida hacia arriba. Sachi, asombrada, miró la alabarda. La hoja había cortado el musculoso cuello del hombre con la misma suavidad con que un cuchillo atraviesa el agua.
El cuerpo sin cabeza siguió tambaleándose mientras del cuello salía un chorro de sangre; entonces cayó hacia un lado y se derrumbó. La cabeza rodó por el suelo y cayó a la alcantarilla. El agua se dividió y pasó a ambos lados, tiñéndose de rojo.
Sachi salió de su trance y fue corriendo a entrar en la refriega. Vio que habían herido a Shinzaemon. El joven peleaba con la mano izquierda, y le sangraba el brazo derecho. Los sureños caían uno tras otro, pero seguían incorporándose otros al ataque.
De pronto se oyó un estruendo ensordecedor. Sachi se sobresaltó y miró alrededor. Conocía ese ruido, aunque nunca lo había oído tan cerca. Era un disparo. Todos se quedaron paralizados. Entonces sonó otro disparo.
La mitad de los sureños estaban tendidos en el suelo, gimiendo o chillando de dolor. Algunos estaban callados. Taki y Shinzaemon estaban inclinados sobre sus armas, secándose la sangre y el sudor de la frente. Tenían la ropa hecha jirones y el pelo alborotado; pero sólo Shinzaemon estaba herido, y la herida no parecía grave.
Sachi corrió hacia Shinzaemon.
—Estoy bien —dijo él haciendo una mueca mientras se arrancaba un trozo de las faldas del kimono para vendarse la herida—. Sólo es una cicatriz más.
Los viajeros estaban de pie, a cierta distancia, observando, perplejos. Al oír los disparos, todos se habían quedado callados. Entonces empezaron a chillar y a correr en todas direcciones.
En medio del tumulto, nadie se había fijado en que habían llegado unos palanquines, acompañados de una escolta de samuráis. Dos figuras saltaron y se metieron entre la multitud, sosteniendo en alto sus rifles. De los cañones salía humo.
Pero ¿qué eran, hombres u ogros? Tenían dos ojos, dos orejas y dos manos, pero eran enormes y muy corpulentos, como gigantes. Sus hombros y sus cabezas sobresalían entre la masa de gente. Tenían la cara curtida y con las facciones muy marcadas, no lisa y redonda, y la nariz monstruosamente grande. ¿Serían tengu, los duendes de nariz larga que vivían en las montañas? Pero los tengu tenían la cara roja. Esas criaturas eran terriblemente pálidas, como fantasmas. Uno tenía el pelo del color de los tallos de arroz en otoño, mientras que el de otro era del color de la tierra. Y llevaban una ropa muy extravagante que Sachi no había visto jamás hasta entonces.
La multitud se apartó al irrumpir esas criaturas. Algunos se arrodillaron y pusieron la cabeza en el suelo. Otros se quedaron plantados, como hechizados, con la boca abierta. Algunas mujeres huyeron gritando.
El tipo de la cabeza de color paja no hizo ningún caso. Caminó derecho hacia el centro de la pelea, pasando por encima de los sureños heridos. Desprendía un olor fétido que lo envolvía como la niebla. Era el olor a carne de los parias.
Claro. No eran tengu, sino algo mucho más espeluznante y extraño. Eran tojin, extranjeros. Sachi había oído hablar de los «bárbaros apestosos», pero no conocía a nadie que hubiera visto uno. Que ella supiera, estaban confinados en una pequeña aldea de las afueras de Edo llamada Yokohama, en un puerto cercano a Osaka y en un puñado de puertos más. Sachi había visto los grabados de Yokohama que representaban a esas exóticas criaturas con sus temibles narices, sus extraños trajes y sus extraordinarias viviendas. En el palacio de las mujeres había muchos de esos grabados. También había oído decir —era un rumor muy extendido— que la causa original del levantamiento de los sureños era que ningún shogun había logrado echar a los bárbaros. Al menos, ése había sido el pretexto.
El extranjero abrió la boca y gritó. Sachi se irguió y lo miró a los ojos. Ella no pensaba huir, ni ponerse a chillar. No debía olvidar que era la Retirada Shoko-in, la concubina de Su difunta Majestad. Señaló el arma que el hombre llevaba en la mano. ¿Qué pensaba hacer con ella? ¿Pensaba matarlos a todos?
El hombre la miró con sus extraños ojos, muy claros, y Sachi se sintió incómoda. Le habría gustado poder ocultar su cara, pero había perdido el sombrero y el velo. El extranjero volvió a hablar. Su voz era tan sonora que Sachi se sobresaltó. Para su sorpresa, vio que lo entendía. Hablaba una versión un tanto afectada de su lengua, aunque con un acento extraño.
—No se preocupe, señora. Sólo he disparado al aire. ¿Puedo ayudarla? ¿Se encuentra bien?
Entonces les gritó a los sureños:
—¿Qué es esto? ¿Atacáis a mujeres? ¿Todos vosotros contra un solo hombre? ¡Qué vergüenza!
Los pocos sureños que todavía se tenían en pie miraron al suelo, ceñudos. Estaban magullados y ensangrentados, jadeaban y tenían los negros uniformes desgarrados y el pelo alborotado.
—Ese hombre es un forajido —gruñó uno señalando a Shinzaemon.
—Eso no es cierto —protestó Sachi con fiereza. Tenía que pensar deprisa—. Es mi... guardaespaldas. Nos estaba protegiendo a mí y a mi doncella. A mi... amiga.
Los soldados sureños se susurraban cosas al oído. Todavía tenían las espadas en la mano, y les temblaban los dedos alrededor de la empuñadura.
—¡Bárbaros entrometidos! —dijo uno por lo bajo—. ¡Nos las pagaréis! ¡Esperad y veréis!
—Veo que habéis olvidado la proclama del emperador —dijo el extranjero sin alterarse. Todavía tenía el rifle en la mano. Estaba nuevo y reluciente, y no se parecía a los anticuados mosquetes de los aldeanos del valle del Kiso—. Se acabó eso de matar extranjeros. Vosotros los sureños os llamáis hombres del emperador. ¿No tenéis ningún respeto por el decreto de Su Excelencia?
Se volvió hacia Sachi.
—Señora —dijo—, ¿van ustedes a Edo? Nosotros también. Los escoltaremos a usted, a su amiga y a su guardaespaldas. Viajen con nosotros. Nuestros guardias los protegerán. No tema.
Sachi, perpleja, lo miró fijamente. ¿Viajar con unas criaturas salvajes e impredecibles como ésas? No sabía nada de ellos. A la gente normal, la gente de su país, podía leerle el rostro; podía descifrar sus sentimientos, aunque estuvieran ocultos bajo las fórmulas que prescribía el decoro. Pero no había forma de saber qué estaban pensando esos bárbaros. Era la idea más descabellada que jamás había oído.
Y sin embargo... Estaban en guerra. Ya habían comprobado que era peligroso transitar el Nakasendo, y Edo era aún más peligroso. Los bárbaros tenían rifles y una escolta de samuráis provistos de espadas y bastones; aunque Sachi tampoco sabía quiénes eran esos samuráis. ¿En qué bando estaban? ¿Bajo las órdenes de quién? Debían de ser espías, encargados de vigilar a los bárbaros. Si Sachi y sus acompañantes decidían aceptar su ofrecimiento, tendrían que vigilar lo que decían.
Pero aunque Shinzaemon podía pelear como un demonio, estaba solo. Lo más importante ahora era terminar el viaje y llegar a Edo —donde estaba la princesa, y quizá también su madre— antes de que los sureños cerraran por completo la ciudad.
Sachi miró a Taki, que estaba limpiando la hoja de su alabarda con las faldas del kimono. Se le había soltado el pelo y lo tenía completamente enmarañado. Su delgado rostro estaba manchado de sangre sureña, pero sus enormes ojos tenían un brillo intenso y triunfante. Taki miró a Sachi, arqueó las cejas y ladeó la cabeza como diciendo: «Haz lo que quieras. Las cosas ya no pueden empeorar.»
Shinzaemon había envainado la espada y estaba rompiendo un trozo de tela de algodón para hacerse un cabestrillo. Miró a Sachi, encogió los anchos hombros y murmuró:
—¿Qué otra cosa podemos hacer?
Sachi suspiró e inclinó la cabeza.
—Gracias —dijo.
El bárbaro se quitó el sombrero e hizo una rígida reverencia.
—Me llamo Edwards —se presentó—. Edowadzu.
Sachi intentó pronunciar las sílabas.
—Edo-wadzu. —Como Edo, la ciudad de Edo.
Jamás había oído un nombre tan extraño.
El hombre del pelo de color tierra se les acercó.
—Satow. A su servicio. Vengan con nosotros, por favor.
Los dos gigantes iban en unos desgarbados palanquines, construidos especialmente para ellos para que les cupieran las largas piernas, y transportados por seis palanquineros cada uno. Los seguían sus sirvientes, que iban en dos palanquines normales, y una comitiva de porteadores con sus pertenencias. Sachi, Taki y Shinzaemon iban a pie detrás, con sus caballos de carga. La escolta de samuráis marchaba delante y detrás. La multitud avanzaba en la dirección opuesta —criados samuráis de las casas de los daimios que desfilaban con denuedo; comerciantes seguidos de interminables comitivas de porteadores que transportaban su equipaje en cestos; mendigos y hombres de aspecto amenazador, quizá militares, que se tapaban la cara con los sombreros de paja—. Pero viajando en compañía de aquellos extranjeros y sus guardias, Sachi, Taki y Shinzaemon se sentían seguros al fin.
La siguiente ciudad que encontraron estaba abarrotada de gente. La multitud que llenaba las calles avanzaba a empujones, gritando «Tojin! Tojin! ¡Extranjeros! ¡Extranjeros!». Sachi distinguió otros gritos: «¡Estúpidos bárbaros! ¡Echemos a los bárbaros! ¡Fuera de aquí!» Confiaba en que los extranjeros no pudieran entenderlos. La gente los miraba, intrigada; se apartaban unos a otros a codazos y estiraban el cuello para mirar dentro de los palanquines. Los samuráis los apartaban empujándolos con sus bastones y gritaban: «¡Arrodillaos! ¡Arrodillaos!» Nadie les prestaba la más mínima atención a Sachi, Taki y Shinzaemon. Todos estaban demasiado entretenidos tratando de ver a los tojin.
El camino seguía serpenteando, siguiendo el trazado de un río, entre campos de arroz bordeados de cerezos que empezaban a florecer; unas neblinosas montañas se alzaban en la lejanía. Cuando salieron de la ciudad, los palanquineros dejaron los vehículos en el suelo y los extranjeros se apearon, gruñendo y estirando las largas piernas. Qué criaturas más extrañas, pensó Sachi. ¿Cómo podían estar tan incómodos viajando en unos palanquines tan lujosos? En lugar de sandalias, sus palanquineros les llevaron unas botas enormes y relucientes que olían a piel de animal. Los extranjeros se las pusieron dando suspiros de alivio y siguieron a pie.
Sachi, Taki y Shinzaemon se mantenían a cierta distancia. Taki, normalmente tan temeraria, parecía tenerles un miedo atroz a esos monstruos. Shinzaemon había viajado mucho, y se había cruzado otras veces con criaturas como aquéllas. Sin duda debía de odiarlos como el que más, y le habría encantado liquidarlos, pero también era consciente de que atacar a extranjeros no sólo iba en contra del decreto del emperador, sino también de la política del shogun retirado, su amo. Tenía que ser cortés con ellos, sintiera lo que sintiese. Sachi comprendió, por su ceñuda expresión, por su forma de andar y por cómo tamborileaba con los dedos en el puño de su espada, que estaba haciendo un esfuerzo ímprobo. Y por si fuera poco, tenía que soportar la humillación de hacerse pasar por un vulgar guardaespaldas. No era de extrañar que adoptara una actitud huraña.