Y sólo con el advenimiento de los ordenadores de bolsillo ha salido finalmente a la luz la sorprendente verdad, que es ésta: Los números escritos en la cuenta del restaurante dentro de los confines del local no siguen las mismas leyes matemáticas que los números escritos en cualesquiera otros pedazos de papel en las demás partes del Universo.
Ese solo hecho desencadenó una tempestad en el mundo científico. Lo revolucionó por completo. Tantísimas conferencias de matemáticas se dieron en tantos restaurantes buenos, que muchas de las mentes más agudas de una generación murieron de obesidad y de insuficiencia coronaria, por lo que la ciencia de las matemáticas sufrió años de retraso.
No obstante, poco a poco fueron comprendiéndose las consecuencias de la idea. Para empezar, había sido muy fuerte, muy estúpido y demasiado lo que habría dicho el hombre de la calle: «Pues claro, eso ya lo sabía yo». Luego se inventaron ciertas frases, como «Estructuras Interactivas de la Subjetividad», y todo el mundo pudo tranquilizarse y acostumbrarse a ello.
A los pequeños grupos de monjes que rondaban por las más importantes instituciones de investigación cantando extrañas salmodias en el sentido de que el Universo no era más que un producto de su propia imaginación, se los apartó al fin mediante la concesión de un permiso para que representaran teatro en la calle.
- Fijaos, en los viajes espaciales - dijo Slartibartfast manipulando ciertos instrumentos en la Cámara de Ilusiones Informáticas -, en los viajes espaciales...
Se interrumpió y miró en torno.
La Cámara de Ilusiones Informáticas era un alivio reparador tras las monstruosidades visuales de la zona central de cálculo. No había nada. Ni información ni ilusiones; sólo ellos, paredes blancas y unos cuantos instrumentos pequeños que al parecer debían conectarse a algún sitio que Slartibartfast no encontraba.
- ¿Sí? - le apremió Arthur. Se le había contagiado el sentido de la urgencia de Slartibartfast, pero no sabía qué hacer con ello.
- ¿Sí, qué? - preguntó el anciano.
- ¿Qué decías?
- Los números son horribles - contestó Slartibartfast lanzándole una mirada severa.
Prosiguió su búsqueda.
Arthur asintió prudentemente para sí. Al cabo del rato comprendió que aquello no le llevaba a ningún sitio y decidió que después de todo podría decir «¿qué?».
- En los viajes espaciales - repitió Slartibartfast -, todos los números son horribles. Arthur volvió a asentir con la cabeza y miró a Ford en busca de ayuda, pero éste se encontraba practicando una actitud malhumorada con muy buenos resultados.
- Sólo trataba de evitaros la molestia - dijo Slartibartfast, suspirando - de preguntarme por qué se hacían todos los cálculos de la nave en el cuaderno de cuentas de un camarero.
- ¿Por qué se hacían todos los cálculos de la nave en el cual...? - preguntó Arthur frunciendo el entrecejo.
- Porque en los viajes espaciales todos los números son horribles - contestó
Slartibartfast.
Vio que no comprendían su punto de vista.
- Escuchad - dijo -. En el cuaderno de cuentas de un camarero, los números bailan. Debéis de haber visto el fenómeno.
- Pues...
- En el cuaderno de cuentas de un camarero - prosiguió Slartibartfast -, realidad e irrealidad chocan a una escala tan fundamental que una se convierte en la otra y todo es posible dentro de ciertos parámetros.
- ¿Qué parámetros?
- Es imposible saberlo - contestó el anciano -. Ese es uno de ellos. Extraño, pero cierto.
Al menos, a mí me parece raro; y tengo la seguridad de que es verdad.
En ese momento localizó la ranura en la pared que había estado buscando, encajando en ella el instrumento que tenía en la mano.
- No os alarméis - previno, lanzando una súbita mirada de alarma al instrumento y retrocediendo -, es...
No oyeron lo que dijo, porque en ese instante la nave dejó de existir y vieron precipitarse hacia ellos una nave de combate, del tamaño de una pequeña ciudad del centro de Inglaterra; sus láser de batalla, encendidos, hendían la noche.
Una pesadilla de luces burbujeantes arrasó la negrura, cercenando un buen trozo del planeta que se encontraba justo detrás de ellos.
Con la boca abierta y los ojos desorbitados, fueron incapaces de gritar.
Otro mundo, otro día, otra aurora.
El alba despuntó silenciosa con un resplandor diminuto. Varios billones de trillones de toneladas de núcleos de hidrógeno sobrecalentados estallaron; ascendieron despacio por encima del horizonte y lograron parecer pequeños, fríos y ligeramente húmedos.
En todos los amaneceres hay un momento en que la luz flota y la magia es posible. La creación contuvo el aliento.
Tal momento pasó sin incidentes, como suele ocurrir en Squornshellous Zeta.
La bruma estaba pegada a la superficie de los pantanos. Daba un color gris a los árboles y oscurecía los altos juncos. Permanecía inmóvil como aliento contenido.
Nada se movía.
Silencio.
El sol luchaba débilmente con la niebla, intentando difundir algo de calor, derramar un poco de luz, pero estaba claro que aquel sería otro día de arrastrarse lentamente por el cielo.
Nada se movía.
Silencio, otra vez. Nada se movía. Silencio.
Nada se movía.
En Squornshellous Zeta solía haber días así con mucha frecuencia, y aquél iba a ser sin duda uno de ellos.
Catorce horas después el sol se ocultó sin remedio al otro lado del horizonte con la sensación de haberse esforzado inútilmente.
Volvió a aparecer pocas horas después; enarcó los hombros e inició su nueva ascensión por el firmamento.
Pero esta vez ocurría algo. Un colchón acababa de encontrarse con un robot.
- Hola, robot - saludó el colchón.
- Blap - repuso el robot sin dejar lo que estaba haciendo, que consistía en caminar muy despacio describiendo un círculo diminuto.
- ¿Contento? preguntó el colchón.
El robot se detuvo y miró al colchón. Con curiosidad. Era evidente que se trataba de un colchón muy estúpido. El colchón le devolvió la mirada con los ojos bien abiertos.
Tras calcular en diez significativas décimas la duración exacta de la pausa necesaria para manifestar con mayor verosimilitud un desprecio general hacia todo lo relacionado con los colchones, el robot siguió caminando en estrechos círculos.
- Podríamos mantener una conversación - sugirió el colchón -. ¿Te agradaría?
Era un colchón grande, probablemente de muy buena calidad. En realidad, muy pocas cosas se fabrican actualmente, porque en un Universo infinitamente grande, como, por ejemplo, en el que nosotros vivimos, la mayoría de los objetos que puedan imaginarse, y muchos que es imposible concebir, crecen en alguna parte. Hace poco se descubrió un bosque en el que la mayoría de los árboles daban destornilladores de chicharra como fruto. El ciclo vital de esa fruta es muy interesante. Una vez recogido es preciso guardarlo en un cajón polvoriento donde permanezca durante años sin ser molestado. Entonces, una noche madura de pronto, se desprende de la piel exterior, que se desintegra convirtiéndose en polvo, y se transforma en un pequeño objeto de metal imposible de identificar con pestañas en ambos extremos, una especie de arista y como un agujero para albergar un tornillo. Cuando uno lo encuentra, se suele tirar. Nadie sabe lo que se gana con ello. Es de suponer que, en su sabiduría infinita, la naturaleza lo esté solucionando.
Tampoco sabe nadie a ciencia cierta el provecho que los colchones sacan de la vida. Son criaturas grandes, amistosas, que llevan una tranquila vida privada en las marismas de Squornshellous Zeta. A muchos los atrapan, los exterminan, los secan y los despachan para dormir en ellos. A ninguno parece importarle, y a todos los llaman Zem.
- No - dijo Marvin.
- Me llamo Zem - anunció el colchón -. Podemos hablar un poco del tiempo. Marvin volvió a hacer una pausa en su paseo cansino y laborioso.
- Esta mañana - observó - el rocío ha caído claramente con un ruido sordo especialmente desagradable.
Siguió andando, como si la súbita conversación le hubiese impulsado a nuevas cumbres de melancolía y abatimiento. Caminaba con tenacidad. Si hubiera tenido dientes, los habría rechinado en aquel momento. Pero no tenía. Y no lo hizo. Su trabajoso camino lo decía todo.
El colchón chalpoteaba alrededor. Eso es algo que sólo pueden hacer colchones que viven en marismas, por lo que tal palabra ya no es de uso común. Chalpoteaba de una manera simpática, desplazando un volumen bastante grande de agua. Hizo unas cuantas burbujas que saltaron graciosamente por la superficie. Sus franjas azules y blancas resplandecieron brevemente con un súbito y débil rayo de sol que inesperadamente logró pasar entre la niebla, haciendo que la criatura se calentara por un instante.
Marvin prosiguió su paseo.
- Me parece que estás pensando algo - dijo el colchón, chalpoteante.
- Más de lo que puedas imaginarte - repuso Marvin en tono sombrío -. Mi capacidad de actividad mental de todo tipo es tan ilimitada como la extensión infinita del espacio mismo.
Descontando, por supuesto, mi capacidad de ser feliz.
Continuó con sus pasos pesados.
- Mi capacidad de ser feliz - prosiguió - cabe en una caja de cerillas sin quitar primero los fósforos.
El colchón porreteó. Ese es el ruido que hacen los colchones vivos que habitan en las marismas cuando la historia trágica de una persona les conmueve profundamente. Según el Diccionario Maximégalon ultracompleto de todas las lenguas que jamás existieron, esa palabra también puede significar el ruido que hizo el ilustre lord Sanvalvwag de Hollop al descubrir que había olvidado por segundo año consecutivo el aniversario de su esposa. Como sólo hubo un ilustre lord Sanvalvwag de Hollop, que nunca se casó, tal palabra sólo se emplea en sentido negativo o especulativo, y existe una corriente de opinión cada vez más fuerte que mantiene que el Diccionario ultracompleto de Maximégalon no vale la flota de camiones necesaria para transportar su edición microfilmada. Es bastante extraño que el diccionario omita la palabra «chalpoteante», que sencillamente significa «al modo de algo que chalpotea».
El colchón porreteó de nuevo.
- Noto un desaliento profundo en tus diodos - repasató (para el significado de la palabra «repasatar», adquiérase un ejemplar del Habla de los pantanos de Squornshellous en cualquier librería de saldo, o bien cómprese el Diccionario ultracompleto de Maximégalon, pues la Universidad se alegrará mucho de quitárselo de las manos y recuperar unos terrenos preciosos para estacionamiento de coches) -, y eso me entristece. Deberías ser más como los colchones. Nosotros llevamos una vida retirada en el pantano, donde nos sentimos felices de chalpotear, de repasatas y de considerar la humedad de manera bastante chalpoteante. A algunos nos matan, pero todos nos llamamos Zem, así que nunca sabemos quiénes son exterminados y de ese modo el porreteo se reduce al mínimo. ¿Por qué paseas en círculo?
- Porque tengo la pierna pegada - contestó sencillamente Marvin.
- Me parece - repuso el colchón, lanzándole una mirada compasiva - que es una pierna bastante inadecuada.
- Tienes razón - convino Marvin -, lo es.
- Bum - observó el colchón.
- Supongo que sí - dijo Marvin -; y también creo que encontrarás muy divertida la idea de un robot con una pierna artificial. Deberías contárselo después a tus amigos Zem y Zem, cuando los veas; se reirán, si es que los conozco, que no los conozco, por supuesto, salvo en la medida en que conozco todas las formas de vida orgánica, que es mucho más de lo que yo desearía. Ja, mi vida no es más que un engranaje de tornillo sin fin.
Siguió caminando en un círculo reducido, en torno a su delgada pierna artificial de acero que daba vueltas en el barro pero que parecía clavada en él.
- Pero ¿por qué sigues dando vueltas y más vueltas? - preguntó el colchón.
- Sólo para dejar clara mi actitud - repuso Marvin sin dejar de dar vueltas.
- Considérala aclarada, querido amigo - frangolló el colchón -, considérala aclarada.
- Sólo un millón de años más - repuso Marvin -, sólo otro rápido millón. Luego tal vez lo intente al revés. Sólo para variar, ¿comprendes?
En el más profundo recoveco de sus muelles el colchón sintió que el robot deseaba ardientemente que le preguntara cuánto tiempo había estado caminando de aquella forma absurda e inútil, y así lo hizo.
- Pues por encima del millón y medio, algo más - contestó Marvin en tono frívolo -. Pregúntame si me he aburrido alguna vez, vamos, pregúntame.
Y así lo hizo el colchón.
Marvin ignoró la pregunta, limitándose a caminar con nuevo énfasis.
- Una vez di un discurso - dijo de pronto y, al parecer, de manera inconexa -. Quizá no comprendas en seguida por qué saco a relucir ese tema, pero ello se debe a que mi mente funciona a una rapidez fenomenal y a que, según un cálculo aproximado, soy treinta billones de veces más inteligente que tú. Déjame ponerte un ejemplo. Piensa un número, cualquiera.
- Humm, el cinco - dijo el colchón.
- Incorrecto - repuso Marvin -. ¿Lo ves?
El colchón quedó muy impresionado y comprendió que se hallaba en presencia de un intelecto nada desdeñable. Se estremeció en toda su longitud, produciendo pequeñas y animadas ondas en su charca, poco honda y cubierta de algas.
- Háblame del discurso que diste una vez - instó el colchón, peceando -. Tengo muchas ganas de oírlo.
- Por varias razones tuvo muy mala acogida - dijo Marvin, que se detuvo para hacer una especie de gesto apresurado y torpe con su brazo no del todo bueno, aunque estaba mejor que el otro, que tenía desalentadoramente pegado al costado izquierdo -. Lo di por allá, a un kilómetro y medio de distancia, más o menos.
Señalaba todo lo bien que podía, con intención evidente de dejar absolutamente claro que era allí: entre la niebla, al otro lado del cañaveral, en una parte de la ciénaga que parecía exactamente igual a cualquier otra.
- Allí - repitió -. Yo era una especie de celebridad en aquella época.
El colchón se sintió lleno de emoción. Nunca había oído que se dieran discursos en Squornshellous Zeta, y menos que los pronunciaran celebridades. Un escalofrío le recorrió la espalda, le exprimió y le hizo soltar agua.