La vida, el universo y todo lo demas (4 page)

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Authors: Douglas Adams

Tags: #ciencia ficción

- ¡Allí! - exclamó Ford.

- Ya veo - dijo Arthur, que no lo veía.

- ¿Lo ves?

- ¿Qué?

- ¿No ves - dijo Ford en tono paciente - el PRODO?

- Creí que habías dicho que era un problema de otro.

- Eso es.

Arthur asintió despacio, con cautela y con un aire de tremenda estupidez.

- Y quiero saber si lo ves - insistió Ford.

- ¿Lo ves tú?

- Sí.

- ¿Qué aspecto tiene?

- ¿Y cómo voy a saberlo, idiota? - gritó Ford -. Si lo ves, dímelo tú.

Arthur experimentó la sorda palpitación detrás de las sienes que era el distintivo de muchas de sus conversaciones con Ford. Su cerebro hizo un movimiento furtivo, como un perrillo asustado en la perrera. Ford le cogió del brazo.

- Un PRODO - explicó - es algo que no podemos ver, que no distinguimos o que nuestra mente no nos deja observar porque creemos que es un problema de otro. Eso es lo que significa PRODO. Problema de Otro. El cerebro se limita a perfilarlo, es como un punto ciego. Si se mira directamente no se ve, a menos que se sepa qué es exactamente. La única esperanza consiste en percibirlo por sorpresa con el rabillo del ojo.

- Ah - dijo Arthur -, por eso es por lo que...

- Sí - confirmó Ford, que sabía lo que iba a decir Arthur.

-...has estado saltando y...

- Sí.

..parpadeando...

- Sí. -...y...

- Creo que has captado el mensaje.

- Ya lo veo - anunció Arthur -, es una nave espacial.

Por un momento, Arthur quedó pasmado ante la reacción que provocó su descubrimiento. De la multitud surgió un rugido y la gente echó a correr en todas direcciones, gritando, aullando y tropezando en un tumulto lleno de confusión. Retrocedió asombrado y miró en torno, temeroso. Luego volvió a mirar alrededor con mayor sorpresa todavía.

- Emocionante, ¿verdad? - dijo una aparición.

El aparecido osciló ante los ojos de Arthur, aunque probablemente lo cierto era que los ojos de Arthur temblequeaban delante de la aparición.

- Q...q...q...q... - dijo con labios temblorosos.

- Me parece que tu equipo acaba de ganar - dijo la aparición.

- Q...q...q...q... - repitió Arthur, puntuando cada sonido con una presión en la espalda de Ford Prefect, que contemplaba el tumulto con ansiedad.

- Eres inglés, ¿no? - dijo el aparecido.

- Q...q...q...q..., sí - dijo Arthur.

- Pues, como decía, tu equipo acaba de ganar. El partido. Lo que significa que los otros se quedan con las cenizas. Debes estar muy contento. Confieso que me gusta mucho el criquet, aunque me molestaría que alguien me oyera decir eso fuera de este planeta.

¡Válgame Dios, no!

El aparecido esbozó lo que podría ser una sonrisa malévola, pero era difícil saberlo porque el sol estaba justo detrás de él, creando un halo cegador en torno a su cabeza e iluminando su barba y cabellos plateados, lo que le daba un aire reverente, dramático y difícil de conciliar con sonrisas malévolas.

- Sin embargo - añadió - todo terminará en un par de días, ¿verdad? Aunque tal como te dije la última vez que nos vimos, lo lamenté mucho. En fin, fuera lo que fuese lo que habrá sido, habrá sido.

Arthur intentó hablar, pero abandonó la lucha desigual. Volvió a azuzar a Ford.

- Creí que había pasado algo horrible - dijo Ford -, pero no es más que se ha acabado el partido. Tenemos que marcharnos. ¡Ah, hola, Slartibartfast! ¿Qué haces aquí?

- Pues pasear - contestó gravemente el anciano -, dar una vuelta.

- ¿Esa es tu nave? ¿Puedes llevarnos a alguna parte?

- Paciencia, paciencia - amonestó el anciano.

- Vale - dijo Ford -. Sólo que este planeta va a ser demolido bien pronto.

- Lo sé - repuso Slartibartfast.

- Bueno, sólo quería aclarar las cosas.

- Aclaradas están.

- Pues si te apetece mucho haraganear por un campo de criquet en este preciso momento...

- Me apetece.

- Entonces, es tu nave.

- Sí.

- Lo supongo - dijo Ford, volviendo bruscamente la espalda.

- Hola, Slartibartfast - dijo Arthur, al fin.

- Hola, terrícola - contestó el anciano.

- Al fin y al cabo - observó Ford -, sólo se muere una vez.

El anciano ignoró el comentario y miró fijamente el campo de juego con ojos que parecían rebosar de expresiones que no guardaban una relación clara con lo que allí pasaba. Ocurría que la multitud se agrupaba en un amplio círculo alrededor del centro del campo. Lo que veía en ello Slartibartfast, sólo él lo sabía.

Ford tarareaba algo. Sólo era una nota repetida a intervalos. Esperaba que alguien le preguntara qué canturreaba, pero nadie lo hizo. Si le hubiera interesado a alguien, habría dicho que se trataba de la primera nota de una canción de Noel Coward titulada «Loca por el chico», repetida una y otra vez. Entonces, le habrían indicado que sólo entonaba una nota, a lo cual hubiese contestado él que, por razones que deberían saltar a la vista, estaba omitiendo la parte de «por el chico». Le molestaba que nadie le preguntara.

- Es que - saltó al fin - si no nos vamos pronto, podríamos vernos metidos otra vez en todo el asunto. Y no hay nada más deprimente que ver la destrucción de un planeta.

Salvo, quizás, estar en él en el momento en que se lleva a cabo. O - añadió en voz baja - perder el tiempo en partidos de criquet.

- Paciencia - recomendó Slartibartfast de nuevo -. Se avecinan grandes cosas.

- Eso es lo que dijiste la última vez que nos vimos - recordó Arthur.

- Y fueron grandes - comentó el anciano.

- Sí, es cierto - reconoció Arthur.

Sin embargo, lo único que al parecer se avecinaba era una especie de ceremonia. Se montaba sobre todo en consideración a la TV, y no para los espectadores, pues desde donde estaban de lo único de que se enteraban era de lo que escuchaban por una radio que había cerca. Ford mostraba una indiferencia agresiva.

Se inquietó al oír que iban a entregar las cenizas al capitán del equipo inglés en el campo, se impacientó cuando explicaron que lo hacían porque les habían ganado por enésima vez, emitió un decidido ladrido de disgusto ante la información de que las cenizas eran los restos de una cantera de criquet y cuando, además, le pidieron que aceptara el hecho de que la cantera de criquet en cuestión se había quemado en

Melbourne, Australia, en 1882, para ilustrar la «muerte del criquet inglés», se volvió hacia Slartibartfast y respiró hondo, pero no tuvo oportunidad de decir nada porque el anciano no estaba allí. Se dirigía al campo de juego con un paso tremendamente decidido que le alborotaba la barba, los cabellos y la túnica dándole un aspecto muy semejante al que habría tenido Moisés si el Sinaí hubiese sido un campo de césped bien cortado en vez de un monte ígneo y humeante, como suele representarse.

- Ha dicho que nos reunamos con él en la nave - dijo Arthur.

- ¿Qué demonios apestosos está haciendo ese viejo idiota? - estalló Ford.

- Va a recibirnos en su nave dentro de dos minutos - dijo Arthur con un encogimiento de hombros que indicaba su total renuncia a pensar. Se encaminaron hacia la nave. Ruidos extraños llegaron a sus oídos. Trataron de no escucharlos, pero no pudieron dejar de entender que Slartibartfast exigía con irritación que le entregaran la urna de plata que contenía las cenizas.

- Son de una importancia vital para la seguridad pasada, presente y futura de la Galaxia

- decía, lo que produjo una hilaridad desatada.

Arthur y Ford decidieron no hacer caso.

Lo que ocurrió a continuación no pudieron ignorarlo. Con un ruido como el de cien mil personas que gritaran «va», una nave espacial de color blanco acerado pareció surgir repentinamente de la nada justo por encima del campo de criquet y quedó flotando en el aire con una amenaza infinita y un zumbido leve. Durante un rato no hizo nada, como si esperase que todo el mundo volviera a sus ocupaciones sin importarle que se quedase flotando allí mismo.

Luego hizo algo sumamente extraordinario. Mejor dicho, se abrió y soltó algo sumamente extraordinario: once criaturas sumamente extraordinarias.

Eran robots. Robots blancos.

Lo más extraordinario era que parecían ir vestidos para la ocasión. No sólo eran blancos, sino que llevaban lo que parecían ser palos de criquet; y no sólo eso, sino que también llevaban lo que parecían ser pelotas de criquet. Y no sólo eso, sino que llevaban almohadillas acanaladas en la parte inferior de las piernas. Estas últimas eran extraordinarias, pues parecían contener motores a reacción que permitían a aquellos robots, curiosamente civilizados, salir volando de su nave, que seguía inmóvil en el aire, y empezar a matar gente, que es lo que hicieron.

- Vaya - dijo Arthur -, parece que pasa algo.

- ¡Vamos a la nave! - gritó Ford -. No quiero saber, sólo ir a la nave - echó a correr sin dejar de gritar -. No quiero saber, no quiero ver, no quiero oír. ¡Este no es mi planeta, yo no elegí estar aquí, no deseo que me comprometan, sólo quiero salir de aquí y acudir a una fiesta con gente con la que pueda relacionarme!

Humo y llamas se alzaban del campo.

- Vaya, parece que la brigada sobrenatural ha venido hoy en gran número... - farfulló contenta una radio.

- Lo que necesito - gritó Ford, como para aclarar sus observaciones anteriores - es una buena copa y una reunión de mis pares.

Siguió corriendo, deteniéndose sólo un momento para coger del brazo a Arthur y arrastrarle con él. Arthur había asumido su actitud habitual ante los momentos críticos, que consistía en quedarse con la boca abierta y dejar que todo le resbalase por encima.

- Están jugando al criquet - murmuró, avanzando a tropezones detrás de Ford -. juro que están jugando al criquet. No sé por qué, pero eso es lo que hacen. ¡No sólo matan gente, la mandan hacia arriba, Ford, nos envían por los aires!

Habría sido difícil no creérselo sin conocer bastante más historia de la Galaxia de la que Arthur había aprendido hasta el momento en sus viajes. Las espectrales pero violentas formas a quienes se veía moverse entre la espesa capa de humo parecían representar una serie de extrañas parodias con los palos de criquet; la diferencia residía en que, a cada golpe, las pelotas estallaban al tocar el suelo. La primera de ellas provocó en Arthur la idea inicial de que todo aquel asunto podría ser simplemente un truco publicitario de unos fabricantes australianos de margarina.

Y entonces, tan de repente como empezó, terminó todo. Los once robots blancos se elevaron en formación cerrada entre la nube de humo, entrando con los últimos chorros de llamas en las entrañas de su flotante nave blanca, que, con el fragor de cien mil personas que decían «va», se esfumó en el aire del que había surgido.

Por un momento hubo un silencio tremendo, lleno de pasmo, y luego apareció entre el humo oscilante la pálida figura de Slartibartfast, que se parecía aún más a Moisés porque, pese a que persistía la ausencia de monte, al menos caminaba ahora por un césped bien cortado, envuelto en llamas y humeante.

Lanzó en torno una mirada vehemente hasta distinguir las apresuradas siluetas de Arthur Dent y de Ford Prefect; éstos se abrían paso entre la multitud asustada, que en aquel momento se precipitaba atropelladamente en dirección contraria. La muchedumbre, claro está, pensaba en lo raro que estaba saliendo el día y no sabía a ciencia cierta qué camino tomar, si es que había alguno.

Slartibartfast hacía gestos apremiantes y gritaba a Ford y Arthur, y poco a poco los tres fueron llegando a la nave, que seguía inmóvil tras los marcadores, inadvertida por la multitud que se precipitaba desordenadamente bajo ella y que en aquel momento tenía probablemente que enfrentarse a bastantes problemas particulares.

- ¡Han garnu granu la! - gritó Slartibartfast con su voz fina y trémula.

- ¿Qué ha dicho? - jadeó Ford mientras se abría paso a codazos.

- Que han... no sé qué - contestó Arthur meneando la cabeza.

- ¡Han garnu la gruná! - gritó otra vez Slartibartfast.

Ford y Arthur se miraron y menearon la cabeza.

- Parece urgente - comentó Arthur, que se detuvo y gritó -: ¿Qué?

- ¡Que han gurua la grunamá! - aulló Slatirbartfast, sin dejar de hacerles señas.

- Dice - explicó Arthur - que se llevan las cenizas. Eso es lo que he entendido.

Siguieron corriendo.

- ¿Las...? - preguntó Ford.

- Cenizas - contestó Arthur, pronunciando claramente -. Los restos quemados de una cantera de criquet. Es un trofeo. Al parecer - jadeó - eso... es... lo que... han venido a buscar.

Sacudió la cabeza con mucha suavidad, como si pretendiera trasladar su cerebro a un nivel más bajo dentro del cráneo.

- Qué cosa tan rara nos dice - comentó bruscamente Arthur.

- Qué cosa tan rara se llevan.

- Qué nave tan rara.

Habían llegado. La segunda cosa más rara de la nave era ver el campo del Problema de Otro en funcionamiento. Ahora veían la nave con claridad sólo porque sabían que estaba allí. Sin embargo era evidente que nadie más la veía. No porque fuese realmente invisible ni nada tan hiperimposible. La tecnología empleada para hacer algo invisible es tan infinitamente compleja, que novecientos noventa y nueve mil millones, novecientos noventa y nueve millones, novecientos noventa y nueve mil, novecientos noventa y nueve veces entre un billón resulta mucho más cómodo y eficaz guardar el objeto y pasarse sin ello. El ultrafamoso mago y científico Effrafax de Wug apostó una vez su vida a que en el plazo de un año podía volver invisible la gran megamontaña Magramala.

Tras pasar la mayor parte del año tirando de enormes Lux-O-Válvulas, Refracto-Desintegradores y Desvíos Espectr-O-Máticos, cuando le quedaban nueve horas comprendió que no lo conseguiría.

De manera que él y sus amigos, y los amigos de sus amigos, más los amigos de los amigos de sus amigos y los amigos de los amigos de los amigos de sus amigos, junto con algunos amigos suyos menos buenos que por casualidad eran propietarios de una importante compañía de transportes interestelares, produjeron lo que hoy se reconoce ampliamente como la noche de trabajo más dura de la historia, y al día siguiente, por supuesto, ya no se veía Magramala. Effrafax perdió la apuesta y, en consecuencia, la vida, sólo porque un árbitro pedante observó (a) que al andar por el área donde Magramala debía estar no tropezó ni se rompió las narices contra nada, y (b) que había una luna extra de aspecto sospechoso.

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