La vida instrucciones de uso (75 page)

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Authors: Georges Perec

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Su salón parisino fue, no obstante, durante años, centro de una actividad intensa. En él se celebraron, entre los años cincuenta y cinco y los sesenta, los famosos «martes de Hutting», en los que se consolidaron artistas tan dispares como el cartelista Félicien Kohn, el barítono belga Léo van Derckx, el italiano Martiboni, el «verbalista» español Tortosa, el fotógrafo Arpad Sarafian y la saxofonista Estelle Thierarch’, y cuya influencia en ciertas tendencias mayores del arte contemporáneo no ha cesado de dejarse sentir.

No fue a Hutting mismo a quien se le ocurrió la idea de sus martes, sino a su amigo canadiense Grillner, que había organizado con éxito reuniones parecidas en Winnipeg, al final de la segunda guerra mundial. El principio de tales reuniones estribaba en la confrontación libre de distintos creadores y en ver cómo influían unos en otros. Así, en el primero de aquellos «martes», Grillner y Hutting, en presencia de unos quince espectadores atentos, se estuvieron relevando cada tres minutos ante una misma tela como si disputaran una partida de ajedrez. Pero el protocolo de las sesiones se hizo pronto mucho más refinado, solicitándose la participación de artistas que operaban en campos diversos: un pintor pintaba un cuadro mientras un músico de jazz improvisaba, o un poeta, un músico y un bailarín interpretaban, cada cual con su sintaxis propia, la obra que les presentaban un escultor o un modisto.

Los primeros encuentros fueron pacíficos, metódicos y un poquitín aburridos. Luego tomaron un cariz mucho más animado con la llegada del pintor Vladislav.

Vladislav era un pintor que había tenido su hora de gloria al final de los años treinta. Llegó por primera vez a los «martes» de Hutting vestido de mujik. Llevaba en la cabeza una especie de gorro escarlata, de un paño extremadamente fino, con una franja de pieles que lo rodeaba totalmente excepto por delante, donde se había dejado un espacio de unos diez centímetros cuyo fondo azul celeste estaba cubierto con un fino bordado; y fumaba con una pipa turca de tubo largo de tafilete adornado con hilos de oro y cazoleta de ébano guarnecido de plata. Empezó contando cómo había practicado la necrofilia en Bretaña un día de tormenta, cómo no podía pintar si no llevaba los pies descalzos y olía un pañuelo impregnado de ajenjo, cómo en el campo, tras las lluvias de verano, se sentaba en el barro tibio para recobrar el contacto con la madre naturaleza y cómo se comía la carne cruda después de machacarla tal como hacían los hunos, lo cual le da un sabor incomparable. Luego extendió por el suelo un rollo de tela virgen, la fijó al parquet con unas veinte puntas rápidamente clavadas e invitó a los asistentes a pisotearla todos a un tiempo. El resultado, cuyos grises imprecisos no dejaban de recordar los «diffuse grays» del último período de Laurence Hapi, quedó inmediatamente bautizado con el título de
El hombre de las suelas delante
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. El público, deslumbrado, decidió que de allí en adelante fuera Vladislav su maestro oficial de ceremonias; y todos se despidieron convencidos de que habían contribuido al nacimiento de una obra maestra.

El martes siguiente se vio que Vladislav hacía las cosas bien. Había convocado al «todo París» y más de ciento cincuenta personas se apiñaban en el estudio. Habían clavado una inmensa tela en las tres paredes de la gran sala (la cuarta estaba formada por una alta vidriera) y había en el centro de la estancia varias decenas de cubos, en los que estaban hundidas gruesas brochas de pintor de paredes. Los invitados, obedeciendo las instrucciones de Vladislav, se alinearon a lo largo de la vidriera y, a la señal que les dio, se precipitaron a los cubos, agarraron las brochas y corrieron a extender su contenido por la tela lo más rápidos posible. La obra producida se juzgó interesante, pero no llegó a alcanzar la adhesión unánime de sus creadores improvisados, y Vladislav, a pesar de los esfuerzos que hizo, semana tras semana, por renovarse en sus inventos, no conoció más que una boga efímera.

Lo sustituyó, en los meses siguientes, un niño prodigio, un chiquillo de unos doce años que parecía un figurín de modas, con el cabello rizado, grandes cuellos de encaje y chalecos de terciopelo negro con botones de nácar. Improvisaba «poesías metafísicas» cuyos simples títulos dejaban suspensos a sus oyentes:

Evaluación de la situación

Recuento de las cosas y los seres perdidos en el trayecto

Modo de resumir la situación

Tintineo de caballos que pastan en la noche

Resplandor rojo de una hoguera al raso

Pero por desgracia se averiguó un día que era su madre la que componía —e incluso, muy a menudo, copiaba— aquellos poemas y obligaba a su hijo a aprendérselos de memoria.

Luego se sucedieron un obrero místico, una artista de strip-tease, un vendedor de corbatas ambulante, un escultor que se calificaba a sí mismo de neorrenacentista y tardó varios meses en arrancar de un bloque de mármol una obra titulada
Jimena
(a las pocas semanas apareció en el piso de los vecinos de abajo una grieta inquietante en el techo y Hutting tuvo que reparárselo, así como tuvo que cambiar también su propio parquet), el director de una revista de arte, un émulo de Christo que envolvía en bolsas de nailon pequeños animalitos vivos; una cupletista de café concert que llamaba a todo el mundo «moreno», un animador de radio-crochet, un tiarro sólido con chaleco de pata de gallo, rizos en las sienes, anillos de sello y dijes fantasía, que jaleaba con la voz y con una mímica digna de un comentarista de lucha libre las actuaciones de bailarines y músicos; un diseñador publicitario aficionado al yoga que durante tres semanas intentó en vano iniciar en su arte a los demás invitados haciéndoles tomar la posición del loto en medio del gran estudio; la dueña de una pizzería, una italiana de voz melosa, que cantaba impecablemente arias de Verdi mientras improvisaba spaghetti con salsas sublimes, y el antiguo director de un pequeño zoo de provincias que había adiestrado unos fox-terrier en el salto mortal hacia atrás y unos patos a andar circularmente, y que se instaló en el estudio con una otaria malabarista que consumía cantidades asombrosas de pescado.

La moda de los happenings, que empezó a invadir París al final de aquellos años, fue quitando interés a aquellas reuniones. Los periodistas y los fotógrafos, que las habían seguido con asiduidad, acabaron encontrándolas un poco avejentadas y prefirieron otras ceremonias más salvajes en el transcurso de las cuales fulanito se divertía comiendo bombillas mientras menganito desmontaba sistemáticamente todos los tubos de la calefacción central y zutanito se cortaba las venas para escribir un poema con su sangre. Hutting, por otra parte, no puso mucho empeño en que volvieran: había acabado por darse cuenta de lo mucho que lo aburrían aquellas fiestas, que nunca le habían aportado nada. En 1961, después de una estancia en Nueva York, que había alargado él más que de costumbre, advirtió a sus amigos que renunciaba a aquellos encuentros semanales, tan previsibles que resultaban ya cansados, y que convendría ahora inventar algo nuevo.

Desde entonces el gran estudio está desierto casi siempre. Pero, tal vez por superstición, Hutting ha dejado en él abundante material y, en un caballete de acero iluminado por cuatro focos que caen del techo, un gran lienzo titulado
Eurídice
, que a él le gusta decir que quedará incompleto.

El lienzo representaba una estancia vacía, pintada de gris, prácticamente sin muebles. En el centro, un escritorio de un gris metálico en el que están puestos un bolso, una botella de leche, una agenda y un libro abierto que muestra los dos retratos de Racine y Shakespeare
91
. En la pared del fondo, un cuadro que representa un paisaje con una puesta de sol. Al lado una puerta medio abierta, por la que se adivina que, hace un instante, acaba de desaparecer Eurídice para siempre.

Capítulo XCVIII
Réol, 2

Poco después de mudarse a la calle Simon-Crubellier, los Réol se encapricharon de un dormitorio moderno que vieron en el gran almacén donde Louise Réol trabajaba de facturadora. La cama sola costaba 3.234 francos. Con el cubrecama, las mesillas de noche, el tocador, el puf que hacía juego con él y el armario de luna, pasaban de los once mil francos. La dirección del almacén concedió a su empleada un crédito preferencial de veinticuatro meses sin entrada; el interés del préstamo se fijó en un 13,65 %, pero contando los gastos de formación del expediente, las primas del seguro de vida y los cálculos de amortización, los Réol se encontraron con unos plazos mensuales de novecientos cuarenta y un francos con treinta y dos céntimos, que automáticamente se descontaron del sueldo de Louise Réol. Ello representaba cerca del tercio de sus ingresos y no tardaron en darse cuenta de que les sería imposible vivir decentemente en aquellas condiciones. Por lo que, Maurice Réol, que estaba de redactor auxiliar en la CATMA (Compañía de Seguros de Transportes Marítimos), decidió pedir un aumento a su jefe de servicio.

La CATMA era una sociedad aquejada de gigantismo cuyo acrónimo sólo correspondía parcialmente a unas actividades cada vez más numerosas y multiformes. Réol, por su parte, estaba encargado de preparar mensualmente un informe comparativo sobre la cantidad y el importe total de pólizas suscritas en las colectividades de la región Norte. Estos informes y los que redactaban los compañeros de la misma categoría de Réol sobre la actividad de otros sectores económicos o geográficos (seguros suscritos entre los agricultores, los comerciantes, las profesiones liberales, etc., en el Centro-Oeste, en la región Ródano-Alpes, en Bretaña, etc.), se incluían en los informes trimestrales de la Sección «Estadística y Previsiones», que el jefe de servicio de Réol, un tal Armand Faucillon, presentaba a la dirección el segundo jueves de marzo, junio, septiembre y diciembre.

En principio, Réol veía a su jefe de servicio todos los días entre once y once y media en el transcurso de lo que se llamaba la Conferencia de Redactores, pero difícilmente esperaba poder abordarlo en aquel marco para hablarle de su problema. Además, el jefe de servicio solía enviar casi siempre a su subjefe de servicio y sólo dirigía personalmente la Conferencia de Redactores cuando empezaba a sentirse la urgencia de redactar los informes trimestrales, o sea a partir del segundo lunes de marzo, junio, septiembre y diciembre.

Una mañana en que, excepcionalmente, asistía Armand Faucillon a la Conferencia de Redactores, Maurice Réol se decidió a pedirle una entrevista. «Entiéndase con la señorita Yolande», respondió muy amablemente el jefe de servicio. La señorita Yolande custodiaba las dos agendas de visitas del jefe de servicio, una, una agenda de formato pequeño, para sus visitas personales, la otra, un dietario de despacho, para sus visitas profesionales, y una de las tareas más delicadas de la señorita Yolande consistía precisamente en no equivocarse de agenda y en no apuntar dos visitas para la misma hora.

Armand Faucillon era sin duda alguna un hombre muy ocupado, pues la señorita Yolande sólo le pudo dar hora a Réol para después de seis semanas: entre tanto el jefe de servicio tenía que ir a Marly-le-Roi a participar en la reunión anual de jefes de servicio de la zona Norte y a su regreso tendría que dedicarse en seguida a corregir y revisar el informe de marzo. Después, como hacía todos los años, concluida la reunión de la directiva del segundo jueves de marzo, se iría diez días a la montaña. Quedaron, pues, para el martes 30 de marzo a las once treinta, después de la Conferencia de Redactores. Era un día bueno y una buena hora, pues todo el mundo en el servicio sabía que Faucillon tenía sus horas y sus días: los lunes estaba de mal humor como todo el mundo, los viernes, como todo el mundo, estaba distraído; y, por último, los jueves tenía que participar en un seminario organizado por uno de los ingenieros del Centro de Cálculo sobre «Ordenadores y Gestión de Empresa» y necesitaba todo el día para leerse los apuntes que había intentado tomar en el seminario anterior. Ni que decir tiene, además, que por la mañana no había quien le hablara de nada antes de las diez y por la tarde antes de las cuatro.

Desgraciadamente para Réol, el jefe de servicio se rompió la pierna esquiando y no volvió hasta el ocho de abril. Entre tanto, la Dirección lo había nombrado miembro de la Comisión paritaria que debía viajar a África del Norte para examinar el contencioso que existía entre la Sociedad y sus antiguos socios argelinos. A su regreso, el veintiocho de abril, el jefe de servicio anuló todas las visitas que podía permitirse anular y se encerró durante tres días con la señorita Yolande para preparar el texto que acompañaría la proyección de las diapositivas que se había traído del Sáhara («Mzab la de los de mil colores, Ouargla, Touggourt, Ghardaïa»). Y luego se fue el fin de semana, fin de semana que se alargó, pues la Fiesta del Trabajo caía en sábado y, como se acostumbraba hacer en casos así, los ejecutivos de la empresa tenían la posibilidad de cogerse el viernes o el lunes. El jefe de servicio volvió, pues, el martes cuatro de mayo y se asomó un momento a la Conferencia de Redactores para invitar a los empleados de su servicio y a sus señoras a la proyección comentada que organizaba al día siguiente a las ocho en la sala 42. Tuvo una frase amable para Réol, recordándole que tenían que verse. Réol fue corriendo al despacho de la señorita Yolande y consiguió una entrevista para dentro de dos días, que sería jueves (el ingeniero del Centro de Cálculo dirigía un cursillo en Manchester, por lo que su seminario quedaba provisionalmente suspendido).

La sesión de proyecciones no fue realmente un éxito. La asistencia era escasa y el ruido del proyector apagaba la voz del conferenciante que se embrollaba en sus períodos. Encima, cuando el jefe de servicio, después de mostrar un palmar, anunció dunas y camellos, apareció en la pantalla una fotografía de Robert Lamoureux en
Soñemos
de Sacha Guitry, a quien siguieron luego Héléna Bossis en el estreno de
La p… respetuosa
, y Jules Berry, Yves Deniaud y Saturnin Fabre, con trajes de gala de académicos, en una comedia ligera de los años veinticinco, titulada
Los inmortales
, que se inspiraba muy servilmente en
El frac verde
. Enfurecido, el jefe de servicio mandó encender las luces, y se descubrió entonces que el técnico que había puesto las diapositivas en el proyector se encargaba de preparar simultáneamente la conferencia de Faucillon y la que había de dar al día siguiente un famoso crítico teatral sobre «Esplendor y miseria de la escena francesa». El incidente se zanjó rápidamente, pero el único pez gordo de la Sociedad que se había molestado en acudir, el director del departamento «Extranjero», lo aprovechó para zafarse con el pretexto de una cena de negocios. En cualquier caso, al día siguiente, el jefe de servicio estuvo de un humor más bien hosco y cuando Réol fue a verlo y le expuso su problema, le recordó casi con sequedad que las proposiciones relativas a aumentos de sueldo eran examinadas en noviembre por la Dirección de Personal y que era absolutamente imposible tomarlas en consideración a partir de aquella fecha.

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