La vida instrucciones de uso (73 page)

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Authors: Georges Perec

Tags: #Otros

Capítulo XCV
Rorschash, 6

Encima de la mesilla de noche del cuarto de Rémi Rorschash hay una lámpara antigua cuyo pie es un pinchacirios de metal plateado, un encendedor cilíndrico, un diminuto despertador de acero pulimentado y, en un marco de madera muy complicado, cuatro fotografías que representan a Olivia Norvell.

En la primera, contemporánea de su primer matrimonio, Olivia aparece vestida con pantalón corsario y marinera de punto a rayas horizontales, seguramente azules y blancas, tocada con una gorra de alférez de navío y con un lampazo en la mano que sin duda hubiera sido absolutamente incapaz de usar.

En la segunda, está tendida boca abajo sobre la hierba al lado de otra joven; Olivia lleva un vestido con flores y un gran sombrero de paja de arroz, su compañera bermudas y grandes gafas de sol cuya montura evoca flores de aster; al pie de la foto están escritas las palabras
Greetings from the Appalachians
encima de la firma:
Bea
.

La tercera fotografía muestra a Olivia vestida de princesa de la época renacentista: traje de brocado, gran manto con flores de lis, diadema; Olivia está posando delante de unos practicables en los que los tramoyistas fijan, mediante gruesas grapas, placas brillantes adornadas con emblemas heráldicos; la fotografía data de la época en que Olivia Norvell, que había renunciado definitivamente al cine, incluso al criptopublicitario, esperaba poder volver al teatro: decidió emplear la pensión alimenticia que le pasaba su segundo marido para el montaje de un espectáculo teatral del que sería vedette y su elección recayó en
Love’s Labour Lost
; se reservó el papel de la hija del rey de Francia y confió la puesta en escena a un joven de aires románticos, desbordante de ideas y de aciertos, un tal Vivian Belt, al que había conocido en Londres unos días antes. La acogida de la crítica fue desabrida; un gacetillero chusco y pérfido preguntó si el ruido de las butacas que se subían formaba parte del dispositivo sonoro. Sólo hubo tres funciones, pero Olivia se consoló casándose con Vivian, de quien entre tanto había sabido que era lord y rico y de quien no sabía aún que dormía y se bañaba con su perro de lanas rizadas.

La cuarta fotografía se sacó en Roma, en las horas más calurosas de un día de verano, delante de la
Stazione Termini
: Rémi Rorschash y Olivia pasan en vespa; él conduce, vestido con una ligera camisa de manga corta y un pantalón blanco, y calzado con bambas blancas, protegiéndose los ojos con gafas negras de montura de oro como las llevaban los oficiales del ejército americano; ella, con short, camisa bordada y sandalias muy destapadas, va cogida a él estrechándole la cintura con el brazo derecho, mientras con la mano izquierda dirige grandes saludos a unos admiradores invisibles.

La habitación de Rémi Rorschash está impecablemente ordenada, como si su ocupante debiera venir a dormir esta misma noche. Pero seguirá vacía. Nunca entrará ya nadie en ella, salvo, todas las mañanas, por unos segundos, Jane Sutton, que vendrá a ventilarla un momento y dejará sobre la gran bandeja marroquí de cobre martillado la correspondencia del productor, todas aquellas revistas profesionales a las que estaba suscrito —
la Cinématographie française, le Technicien du Film, Film and Sound, TV News, Le Nouveau Film Français, le Quotidien du Film, Image et Son
, etc.—, todas aquellas revistas que le gustaba tantísimo hojear despotricando, mientras desayunaba, y que, en lo sucesivo, se irán amontonando, con sus fajas intactas, acumulando para nada sus box-offices caducados. Es la habitación de un hombre muerto ya, y parece que los muebles, los objetos, los bibelots están ya esperando esta muerte futura, la están esperando con una indiferencia de buena educación, bien ordenados, limpios, petrificados ya para siempre en un silencio impersonal: la colcha perfectamente alisada, la mesita Imperio con sus patas de león, la copa de madera de olivo que aún contiene algunas monedas extranjeras, pfennigs, groschens, peniques, y una cajita de cerillas de solapa ofrecida por Fribourg and Treyer, Tobacconists & Cigar Merchants, 34, Haymarket, London SW 1, el bellísimo vaso de cristal tallado, el albornoz de género ruso color café quemado, que cuelga de una percha de madera torneada y, a la derecha de la cama, el galán de noche de cobre y caoba, con su percha entallada, con su sistema patentado que garantiza a los pantalones una raya eterna, su porta cinturón, su porta corbata disimulable y su cajoncito alveolado donde Rémi Rorschash guardaba concienzudamente todas las noches el llavero, la calderilla, los gemelos, el pañuelo, la cartera, la agenda, el reloj cronómetro y la estilográfica.

Esta habitación, hoy muerta, fue el comedor sala de estar de casi cuatro generaciones de Gratiolet: Juste, Emile, François y Olivier vivieron aquí desde el final de los años 1880 hasta principios de los cincuenta.

La calle Simon-Crubellier se empezó a parcelar en 1875 en unos terrenos que pertenecían mitad a un comerciante de madera llamado Samuel Simon y mitad a un alquilador de coches de punto, Norbert Crubellier. Sus vecinos inmediatos —Guyot Roussel, el animalista Godefroy Jadin y De Chazelles, sobrino y heredero de la señora de Rumford, que no era otra que la viuda de Lavoisier— habían empezado a edificar desde hacía tiempo, aprovechando la parcelación de las inmediaciones del Parc Monceau, que haría del barrio uno de los lugares favoritos de los artistas y pintores de la época. Pero Simon y Crubellier no creían en el futuro residencial de aquel suburbio dedicado aún a la pequeña industria y en el que abundaban lavaderos, tintorerías, talleres, cobertizos, almacenes de todo tipo, manufacturas y pequeñas fábricas, como la Fundición Monduit y Béchet, calle de Chazelles, n.º 25, donde se había realizado la restauración de la columna Vendóme y donde, a partir de 1883, se edificaría, trozo a trozo, la gigantesca Libertad de Bartholdi, cuyas cabezas y brazos dominaron durante más de un año los tejados de las casas circundantes. Simon se contentó, pues, con vallar su terreno afirmando que siempre estaría a tiempo para parcelarlo cuando se dejara sentir la necesidad de hacerlo; y Crubellier instaló en el suyo unas cuantas construcciones de madera en las que reparaba sus fiacres más desvencijados; ya estaba construido casi todo el barrio cuando, comprendiendo por fin dónde residía su interés, se decidieron los dos propietarios a abrir la calle que desde entonces lleva su nombre.

Juste Gratiolet tenía negocios desde hacía, tiempo con Simon y en seguida se quedó una parcela. Un mismo arquitecto, Lubin Auzère, premio de Roma, construyó todos los edificios del lado impar; el lado par se le había confiado a su hijo Noël: ambos eran arquitectos honrados, pero sin inventiva, y construyeron unas casas casi idénticas: fachadas de sillares, la parte de atrás era de lienzos de madera, balcones en las plantas segundas y quintas y dos plantas debajo del tejado, una de ellas de buhardillas.

Juste Gratiolet vivió muy poco en la casa. Prefería su granja del Berry o, para sus estancias en París, una casita que alquilaba por años en Levallois. No obstante, se reservaba algunos pisos para él y sus hijos. Se arregló el suyo con una simplicidad extrema: un cuarto con alcoba, un comedor con una chimenea —ambas estancias tenían parquet a la inglesa, gracias a la máquina acanaladora que acababa de patentar— y una gran cocina con baldosas hexagonales que dibujaban cubos ilusorios visibles partiendo de dos divisorias diferentes. Había agua corriente en la cocina; la electricidad y el gas no se instalaron hasta mucho más tarde.

Ningún vecino actual ha conocido a Juste Gratiolet, pero varios inquilinos —la señorita Crespi, la señora Albin, Valène— tienen un recuerdo muy preciso de su hijo Emile. Era un hombre de aspecto severo y de semblante preocupado, lo cual no es extraño si se piensa en los problemas que le acarreó ser el mayor de los cuatro hermanos Gratiolet. Sólo se le conocían dos distracciones: tocar el pífano —había formado parte de la Banda Municipal de Levallois, pero ya sólo se acordaba de interpretar
El alegre labrador
, lo cual solía irritar a su auditorio— y oír la radio: el único lujo que se permitió en toda su vida fue la compra de un aparato de T.S.F. ultramoderno: al lado del dial donde venían indicadas unas estaciones de nombres exóticos o misteriosos —Hilversum, Sottens, Allouis, Vaticano, Kerguélen, Monte Ceneri, Bergen, Tromsö, Bari, Tánger, Falun, Horby, Beromünster, Puzzoles, Mascate, Amara— se encendía un círculo y cuatro haces ortogonales emitidos por un punto brillante se iban estrechando, a medida que se captaba más exactamente la longitud de onda buscada, hasta no ser más que una cruz de una delgadez extrema.

El hijo de Emile y de Jeanne, François, tampoco fue un hombre muy jovial: era un ser alargado, de nariz angosta, mirada gacha, aquejado de una calvicie precoz, que causaba una impresión de melancolía casi angustiosa a veces. No pudiendo vivir únicamente de las rentas que le producía la casa, se colocó de contable en un comercio de despojos al por mayor. Sentado en un despacho acristalado que dominaba el almacén desde arriba, iba alineando sus columnas de cifras, sin más diversión que el espectáculo de los carniceros con blusas sanguinolentas despachando montones de cabezas de vaca, de bofes, de bazos, de asaduras, de lenguas y de mollejas. A él le horrorizaban los despojos y su olor le resultaba tan fétido que estaba a punto de desmayarse cada mañana cuando tenía que cruzar la gran nave para llegar a su despacho. Esta prueba cotidiana no contribuyó, que digamos, a alegrar su humor, pero permitió durante unos años que los amantes de riñones, hígado y molleja de vaca de la casa pudieran abastecerse de modo excelente y a unos precios que resistían cualquier competencia.

Del mobiliario de los Gratiolet no queda nada en la vivienda que ha hecho arreglar Olivier para él y su hija en el séptimo piso. Primero por falta de espacio y luego por necesidad de dinero, se fue deshaciendo uno tras otro de todos los muebles, alfombras, mantelerías y cachivaches. Lo último que vendió fueron cuatro grandes dibujos que había heredado Marthe, la mujer de François, de un primo lejano, un suizo muy emprendedor que había hecho fortuna durante la primera guerra mundial comprando vagones de ajos y gabarras de leche condensada y vendiendo trenes de cebollas y vapores de crema de gruyère, pulpa de naranja y productos farmacéuticos.

El primer dibujo, firmando por Perpignani, se titulaba
La bailarina de las monedas de oro
: la bailarina, una bereber de vestiduras abigarradas, con una serpiente tatuada en el antebrazo derecho, baila en medio de las monedas de oro que le tira la multitud que la rodea;

el segundo era una copia meticulosa de
Entrada de los cruzados en Constantinopla
, firmado por un tal Florentin Dufay, que se sabe que fue algún tiempo por el estudio de Delacroix, pero dejó muy pocas obras;

el tercero era un gran paisaje del estilo de los de Hubert Robert: al fondo unas ruinas romanas; en primer término, a la derecha, unas cuantas muchachas, una de las cuales lleva en la cabeza una gran canasta casi llena de agrios;

el cuarto, por último, era un estudio al pastel de Joseph Ducreux para el retrato del violinista Beppo. Este virtuoso italiano, cuya popularidad permaneció viva durante el período revolucionario («Io tocaré el violino» respondió cuando, durante el Terror, le preguntaron cómo pensaba servir a la Nación), había llegado a Francia a comienzos del reinado de Luis XVI. Entonces ambicionaba ser nombrado «violín del rey», pero el elegido fue Louis Guéné. Devorado por la envidia, Beppo soñaba con eclipsar a su rival en todo: al enterarse de que François Dumont acababa de pintar una miniatura sobre marfil que representaba a Guéné, Beppo corrió al estudio de Joseph Ducreux y le encargó su retrato. Aceptó el pintor, pero pronto quedó demostrado que el brioso instrumentista era incapaz de mantener la pose más allá de unos segundos; el miniaturista, tras intentar trabajar en vano en presencia de aquel modelo voluble y excitado, que lo interrumpía a cada paso, prefirió pronto renunciar, y sólo queda del encargo aquel esbozo preparatorio en el que Beppo, descamisado y poniendo los ojos en blanco, con el violín bien cogido y el arco a punto de atacar, hace visibles esfuerzos por parecer más inspirado aún que su enemigo.

Capítulo XCVI
Dinteville, 3

El cuarto de baño contiguo a la habitación del doctor Dinteville. Al fondo, por la puerta entreabierta, se distingue una cama cubierta con un plaid escocés, una cómoda de madera negra lacada y un piano vertical en cuyo atril hay una partitura abierta: una transcripción de las
Danzas
de Hans Neusiedler. Al pie de la cama hay unas chinelas con suela de madera; sobre la cómoda, un tomo voluminoso encuadernado en piel blanca, el Gran Diccionario de Cocina de Alejandro Dumas y, en una copa de vidrio, unos modelos de cristalografía, piezas de madera minuciosamente talladas que reproducen algunas formas holoédricas y hemiédricas de los sistemas cristalinos; el prisma recto de base hexagonal, el prisma oblicuo de base rómbica, el cubo truncado, el cubo octaedro, el cubo dodecaedro, el dodecaedro romboidal, el prisma hexagonal piramidal. Encima de la casa está colgado un cuadro firmado por D. Bidou: representa una chica muy joven, tendida boca abajo en un prado, que desvaina guisantes; a su lado está sentado un perrito, un raposero de Artois de largas orejas, hocico alargado, con la lengua fuera y el mirar bondadoso.

El suelo del cuarto de baño está cubierto con baldosines hexagonales; las paredes tienen azulejos blancos hasta media altura, el resto está empapelado con un papel lavable, amarillo claro con estrías verde agua. Al lado de la bañera, parcialmente tapada por una cortina de ducha de nailon blanco algo sucio, está puesta una jardinera de hierro forjado que contiene algunas matas enclenques de una planta de interior de hojas finamente jaspeadas de amarillo. En la repisa del lavabo se ven algunos accesorios y productos de tocador: una navaja tipo machete con funda de piel de zapa, un cepillo de uñas, una piedra pómez y un frasco de loción para evitar la caída del cabello, en cuya etiqueta una especie de Falstaff hirsuto, jovial y barrigudo exhibe, con aire presuntuoso, una barba pelirroja de una frondosidad exagerada ante la mirada, más extrañada que divertida, de dos comadres cuyas generosas pecheras se desbordan de unos corpiños de cintas aflojadas. En el toallero, junto al lavabo, está descuidadamente colgado un pantalón de pijama azul oscuro.

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